Gay Flower, detective muy privado (19 page)

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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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Observó curiosamente las botellas vacías que alfombraban el suelo. Silbó por lo bajo.

—Toda una juerga solitaria, ¿eh muchacho? —Consideró su pregunta siguiente—. ¿Está en disposición de entenderme?

—Lo estoy, pero no me interesan sus asuntos. Diga lo que desee y dese el piro.

Me lanzó una mirada criminal con sus ojos glaucos.

—Hagamos como si no nos odiáramos, muchacho —siguió ladrando—. A lo mejor resulta.

Cruzó las piernas y me puso frente a unos calcetines ingleses a cuadros verdes y blancos de a cinco dólares, embutidos en zapatos de la misma procedencia. Era un irlandés del peso pesado, baja estatura, pelo grisáceo y lacio, y cara de prepucio.

—Usted lo enreda todo —declaró sin pasión—. Me ha privado de uno de mis mejores hombres, truncando una carrera brillante. Coxe era la flor y nata del Departamento, que se hubiera jubilado dentro de veinticinco años con la paga completa. Ahora, ¿qué es? Un tipo de excedencia que tal vez nunca se reintegre al cuerpo. Todo gracias a usted, muchacho.

—Si ha venido a eso, ya le he escuchado. Si ha venido a llorar sobre mi hombro, adelante.

Me dolía la cabeza. Me molestaban sus ladridos. Si hubiera tenido un hueso se lo habría arrojado para que se callara.

—Vengo por eso otro —señaló el periódico—. Veo que lo ha leído. Me debe una compensación por haber sacado del país a Keenan. Écheme una mano, usted que es el detective de cabecera de la familia, muchacho.

—¿Cree que la muerte está relacionada con la de Morny?

—Para mí ese es asunto cerrado. Coxe ha enviado desde Tequila una confesión firmada por la Kleinman. Pero la muerte de Stephen me intriga.

Le dije que para mí no había enigma. Todos los Stradivarius estaban pirados del sexo. Desde el viejo a la hija, pasando por los hermanitos. En la finca no se libraba ni el servicio. Mi teoría era que Stephen se había revolcado en la misma jornada con las dos cocineras y la enfermera nueva, y se quedó seco. Veredicto: muerte por accidente sexual.

O'Mara procedió a encender un puro apestoso con toda clase de precauciones, temiendo que los vapores alcohólicos que exhalaba mi persona pudiera ser motivo de un incendio de proporciones incalculables.

—Hay detalles que no conoce —masculló—. Sabemos que el testamento de Morny nombra heredera universal a Miss Stradivarius. Le deja locales, negocios y cuentas corrientes.

—¿Y qué? Estaba colado hasta las cejas.

El teniente sacó una fotografía de la chica del bolsillo exterior de la chaqueta, contemplándola con atención. No me gustó su actitud. Así había empezado yo con Teo y ya sabe cómo acabé.

—Sí —dijo, pensativo—. Sus tetas son algo fuera de serie... Lo que pasa es que la nena hereda unos millones, y cuando el coronel la diñe, que no puede faltar mucho, recibirá otro montón, ahora que uno de sus hermanos ha muerto.

Manoseaba el retrato como si se tratara de una figura en relieve. Adivinaba lo que le bullía en la cacerola como si lo expresase en voz alta.

—Creo que está dando rienda suelta a la imaginación, teniente, sólo porque Stephen está fiambre con el síndrome de la fornicación. Eso que tiene bajo el sombrero es un desatino. ¿Cree que la chica no tiene bastante con la lotería de Fatty y busca el oro de la familia? En caso de la clásica cadena de crímenes para heredar, debería pensar en Clyde. El por lo menos se encuentra en Los Ángeles. Nada indica que Stephen haya sido asesinado. Y Berenice anda rumbo a Europa.

—No crea que no lo he considerado, muchacho. Pero está el atentado con bomba al difunto la semana pasada. Por lo que pueda pasar tengo a Huston Orrin y al tal Clyde bajo discreta vigilancia y he cablegrafiado al barco para que no pierdan de vista a la chica. Estará protegida, si hay una confabulación contra ella. Y controlada, si manda mensajes a supuestos cómplices aquí. El asunto me huele a chamusquina y creo que hay gato encerrado.

Palpó una vez más el retrato, añadiendo:

—¡Cómo me gustaría vérmelas a solas con ella!

Quería dar a entender que era para interrogarla, pero yo adivinaba que era para lo otro. Conozco el paño.

Habíamos llegado a un callejón sin salida. Del callejón nos sacó la campanilla del teléfono. Lo descolgué, escuché y se lo pasé.

—Para usted, O'Mara.

Lo tomó, escuchó y se cabreó.

—¡El Vampiro se ha cobrado otra víctima! ¿Quiere acompañarme?

Me puse lo primero que tenía a mano, porque O'Mara no estaba para entretenerse esperando mientras me acicalaba. El ascensor no funcionaba, lo que en los Sausalito Apartments no es infrecuente. Bajamos a saltos por las escaleras y nos detuvimos un momento a ceder el paso a Flossie que volvía del supermercado cargada con una bolsa repleta de provisiones. El polizonte se quitó el sombrero con cortesía, me aplastó contra la pared cediéndole toda la escalera, y se asomó bajo las faldas mientras subía.

—Buen vecindario, muchacho —susurró con voz grave.

—Diez dólares en la temporada alta —informé.

—Creo que voy a pedir un anticipo en caja.

Cuando Flossie se perdió en un recodo, seguimos la carrera. La nuestra, no la de la rubia oxigenada. Nos aguardaba con "Chevrolet" de motor potente, con un agente de paisano al volante haciéndose un aperitivo a base de morderse las uñas. O'Mara ladró una dirección, para no perder la costumbre del ladrido, y partimos con las urgencias habituales en los coches de policía.

Tomamos por Sunset hacia Pasadena. Como no había posibilidad de diálogo aproveché para dormitar y recuperarme. Desperté al llegar a Pasadena. La dejamos a un lado y subimos hasta Monrovia, otro de los centros próximos, internándonos hacia los barrios populares. Paramos ante una casa de tres pisos, pintada de rojo y gualda, con un letrero en la parte alta que rezaba "Spain House". Había algunos coches y curiosos en las cercanías. Un motorista los mantenía a distancia prudencial. O'Mara le mostró su estrella de bronce y nos dejó pasar. Subimos hasta el segundo piso para que un agente uniformado nos señalara hacia un saloncito deslucido donde una mujer de edad indefinible y piel cetrina se retorcía las manos bajo el delantal.

—¿De qué se trata? —gruñó el teniente— ¿Otro Stradivarius?

El agente dijo que no. El teniente habló en español con la mujer llamándola señora Martínez. La señora Martínez contó que había alquilado hacía dos días la habitación a un tipo y que esta mañana, al ver que tardaba en despertarse, forzó la puerta. Aparecía en la cama desnudo y exaespermatizado. No encontró ropas por parte alguna. No había equipaje. No había habido visitas. No había escuchado nada anormal.

Pasamos al cuarto. Sobre una cama de porcelana desportillada, un cuerpo se dibujaba bajo la manta que lo cubría. O'Mara la levantó.

—Más que un policía parece usted un periodista agresivo. Está tirando de la manta... —dije.

No rió mi chiste. Es inútil malgastar el ingenio con esos pies planos.

O'Mara miraba al pelirrojo en cueros, que se nos mostraba con los ojos aún abiertos y la mandíbula colgando como en una macabra carcajada feliz. Era poco más que piel, huesos y pelo rojo. Parecía un helado de naranja sorbido hasta las heces por un niño sediento y goloso. Estaba peinado con raya al medio. Las cejas eran de hilo de panoja, tenía orejas que querían huir de la cabeza y una prominente nuez de Adán.

Llamaba la atención en el cadáver, además de la mueca feliz que la muerte había helado como un rictus cachondo, una serie de dibujos cabalísticos trazados sobre su pecho con algo como tintura de yodo, su pene tumefacto y casi arrancado a cuajo y el fláccido escroto, sin testículos, evaporados por la succión fenomenal del Vampiro. En algún rincón de la "Spain House" alguien había puesto en la gramola "Agua, azucarillos y aguardiente".

—A la mierda mi teoría —barbotó O'Mara—. No es Stradivarius. Ignoro quién pueda ser.

Aunque desfigurado por la pérdida de jugos a mí sí que me resultaba familiar.

—Voy a ayudarle, teniente, puesto que es lo que espera de mi —dije—. Se llamaba Richard Murdock, era cliente de Diez Dólares en Temporada Alta, e hijo de Wolfgang H. Murdock, exsecretario particular de Teophilus W. Connally II, en la Connally Oil Company.

Lo dejé hecho cisco.

21

Y fue la vorágine.

Cuando el "Times" tituló la nueva muerte: "EL VAMPIRO DE PASADENA ATACA DE NUEVO", el área de Los Ángeles se sumió en el delirio colectivo.

Por un lado el cuarto poder arremetió contra la policía como siempre ha sido su deporte favorito, zahiriéndola por la incapacidad manifiesta de localizar una mujer de encanto inaudito, sobre la hipótesis de que si los succionados eran varones el Vampiro debía pertenecer al otro sexo. Por otro se produjo una reacción de histeria de masas con aglomeraciones de tíos en el eje Alhambra-Pasadena, ofreciéndose como víctimas con pancartas que rezaban:

"VAMPIRO, ATÁCAME".

"NO ME IMPORTARÍA MORIR EN TUS BRAZOS, VAMPIRO MÍO".

"DEL ORGASMO A LA GLORIA".

Y otras del mismo estilo. Con espíritu pragmático netamente americano varias firmas de belleza organizaron certámenes para la elección de "Miss Vampiro Pasadena" y en los "night clubs" se montaban números musicales y de
strep-tease
en los que la protagonista era la vampira.

El gobernador de California, viendo en peligro su reelección, llamó a capítulo al jefe de policía de Los Ángeles; el jefe echó rapapolvos a sus capitanes; los capitanes abroncaron al teniente Matt O'Mara, encargado del caso; y el teniente se quedó con las ganas de pasarme el puro a mí, porque yo había salido.

Supe que mantenía interminables conferencias con su estado mayor, al que vapuleaba sin compasión. Supe que había interrogado a los antiguos empleados de la compañía Connally y a las nuevas empleadas. Interrogó a Flossie Vagina y combinando la obligación con la devoción se acostó con ella, con la rebaja de un dólar. Interrogó a Tatiana Tereskova, se le insinuó deslumbrado por su sexualidad desbordante y por su figura tan apetitosa, y Tatiana le partió un labio antes de enviarlo a tomar viento. Peinó Pasadena con sus hombres, con el correspondiente resultado negativo. Y siguió manteniendo bajo protección a los Stradivarius, más por tener la sensación de estar haciendo algo que porque mantuviese la teoría inicial. Aunque no lo confesara, la muerte de Murdock en lugar de la del coronel o la de Clyde, había constituido un rudo golpe.

El domingo me llegó una carta de Huston Orrin. Bueno, no una carta exactamente. Se trataba de un cheque a mi nombre por valor de mil dólares. Y, claro, fui a agradecérselo personalmente.

Me costó lo mío llegar al barrio Oak Knoll. La romería provampiro estaba en su apogeo, las carreteras eran un embotellamiento y las calles se veían rebosantes de gentío.

De nuevo chapoteé sobre el césped empapado como si sobre él acabara de abatirse el diluvio universal. Saludé a mi viejo conocido el abeto de Pakistán en la fuente de rocas artificiales de papel prensado, y alcancé la puerta de sucedáneo de caoba que, como en la primera ocasión, se encontraba entornada.

Al empujarla me atenazó una emoción familiar. La entrada aparecía bloqueada por una escalera de mano de la que descendía una doncella tras colocar la cortina de marras en la barra correspondiente. Por un momento tuve la impresión acongojante de que se trataba de Azalea. La ilusión desapareció de inmediato. Me encontré con una joven bonita y recatada en su uniforme negro, de mentón firme y porte decidido. Me saludó por mi nombre presentándose como la agente Stevens, del equipo O'Mara.

—¿Y el coronel?

—En la biblioteca. Como siempre.

La biblioteca ofrecía una novedad: en el centro se alzaba un armatoste de madera que recordaba el camarín de un ascensor. De él surgían sonidos de intensa actividad.

—¿Coronel? —llamé— ¿Está usted ahí, señor?

El armatoste descorrió las puertas, dando paso a Huston Orrin en su inseparable silla de ruedas, seguido por Rutie Sansad, con un somero vestuario de enfermera de vodevil, microfalda almidonada, los muslos a la vista y las curvas abundantes exageradas al máximo por el modelito.

—¡Hola, Flower! —sonrió animadamente el millonario—. Jugábamos a los ascensores. Me he hecho construir esto para jugar a menudo, recordando el oficio anterior de la señorita Sansad. Caprichos de rico...

Rutie ordenó su desbaratado ropaje y nos dejó solos, desapareciendo en el cuarto lateral.

—Buena pieza, Rutie —declaró mi excliente—. Estaba usted en lo cierto, Flower. Ya he olvidado a Kristine. Ustedes, los jóvenes, entienden un rato.

Le alcancé las píldoras y el whisky, al tiempo que expliqué que acudía para agradecerle personalmente el cheque y saber, de paso, si tenía un significado.

—En principio es una muestra de gratitud tardía por lo bien que llevó el asunto de Berenice. También querría pedirle un pequeño favor.

—Usted dirá, coronel.

—Me gustaría que limpiara la casa de policías—. Bajó la voz—. Están por todas partes: en los jardines, en la cocina, por las habitaciones...

—O'Mara los ha colocado para su protección, señor.

—Lo sé, lo sé... Pero, ¿es que no se dan cuenta? ¡Yo deseo como el que más ser víctima del vampiro!

Le comprendía. No le quedaban muchos días en este mundo y, dadas sus aficiones, sería para él la mejor manera de despedirse para su viaje a la eternidad con un super-orgasmo que le exprimiese hasta la médula en brazos de la hipotética asaltante, que de un prosaico infarto en brazos de Rutie, metido en aquel cajón de madera. Le comprendía, sí. Se lo dije.

—Hay más, Flower. He añadido una cláusula a mi testamento. Si muero gracias al Vampiro, usted percibirá la suma de diez mil dólares.

La oferta resultaba tan tentadora que me puse a considerar la posibilidad de localizarlo adelantándome a O'Mara y llevarlo a la casa antes de que lo atrapara la policía.

Iba a contestarle que descuidara, cuando nos llegó del exterior un grito espeluznante. Corrimos todos afuera: yo, la señorita Sansad, el coronel y dos agentes disfrazados de criados. Llegamos hasta el garaje que era de donde provenían los gritos. En la semipenumbra, la falsa doncella Stevens, con un ataque de nervios de lo más logrado, señalaba la Limousine oscura.

Conseguí asomarme el primero. En los asientos posteriores había un cuerpo. Sin ropas. Sin vida. Sin esperma. Sólo huesos, músculos y piel. El resto era como si hubiera sido chupado por un extractor de gran potencia. Tenía el falo machacado y tumefacto y no se veían testículos. Me costó reconocer en aquel triste despojo al que había sido apolíneo chófer Arthur Haste.

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