No se equivocó, y tampoco Kimberly. Al entrar en la habitación del rey con Pwyll y las mujeres, Brendel leyó en el rostro rígido del mago que él también lo había entendido. Loren, su fuente y Brock de Banir Tal estaban de pie con Kim junto a la ventana. Aileron, Arturo y Gorlaes estaban inclinados sobre un mapa desplegado.
El rey y el canciller se dieron la vuelta cuando entraron. Pero no así Arturo. Sin embargo, Brendel vio que levantaba la cabeza como si oliera u oyera algo imperceptible para los demás, y se dio cuenta de que las manos de Arturo que descansaban sobre el tablero se habían puesto de repente muy blancas.
-Se nos ha otorgado una ayuda más allá de toda medida -les dijo a los tres que había conducido hasta aquella habitación-. Os presento a Arturo Pendragon, a quien Kimberly ha llamado en nuestra ayuda. Mi señor Arturo, os presento…
No pudo añadir nada más. Brendel había vivido mucho, había visto muchos acontecimientos durante su vida, había compartido los recuerdos de los ancianos de Daniloth. Pero, jamás, había captado lo que ahora veía en los ojos de Arturo. Ante esa mirada, su voz desfalleció; no había palabras que pudieran expresarla, ni piedad lo suficientemente profunda que pudiera comparársele, ni tan siquiera parecérsele.
Kim también vio los ojos de aquel que ella había llamado desde una isla evanescente, desde las estrellas del verano. Y lo había llamado para la guerra porque lo necesitaban. Pero, al comprender en aquel instante el peso de la maldición que había recaído sobre él, Kim sintió que su corazón se hundía más y más como si cayera en un abismo. Un abismo de dolor, del más profundo amor, profundamente correspondido, profundamente traicionado, la historia más triste de todas las historias contadas. Se volvió hacia la otra protagonista. «Oh, Jen», pensó. «Oh, Jennifer.»
-¡Oh, Ginebra! -dijo Arturo-. ¡Oh, mi bienamada!
Había recorrido con calma los largos pasillos y subido por la escalera de piedra. La piedra de los muros con sus mudas sombras hacían juego con la serenidad gris que ella había construido en su interior. Todo saldría bien o, de otro modo, aquello no tenía ningún significado. Había una esperanza de que Darien pudiera ser como ella había deseado fervientemente que fuera, días atrás cuando las cosas la afectaban en lo más profundo. Había una oportunidad; había personas que se cuidarían de que así fuera. Ella había hecho cuanto estaba en su mano, tanto como había podido.
Entró en la habitación y sonrió al ver a Kim y al ver que parecía haber conseguido traer a aquel que había estado buscando. Luego Brendel pronunció su nombre y Arturo se volvió muy despacio; vio sus ojos y oyó que la llamaba con un nombre distinto, y sintió fuego, luz, recuerdo, un inmenso amor y deseo: una explosión en su corazón.
Luego otro recuerdo, otra explosión. El fuego de Rangar que subía para trazar un signo en los cielos, y la mano, la mano seccionada, la sangre negra, como negra era su fortaleza, una luz verde, y los ojos rojos de Rakorh en Srarkadh.
Y también aquí. Estaban aquí. Y, oh, se interponían brutalmente. Sólo tenía que avanzar hacia la mesa junto a la que se erguía Arturo, que la había amado, que todavía la amaba, y estaría a salvo. Pero el Desenmarañador se interponía.
No podría llegar jamás a alcanzar tan perfecto amor; tampoco había podido la primera vez, ni ninguna de las otras veces. Pero no por aquella razón. Nunca antes había sucedido en Fionavar. Se habían alzado las sombras de la sombra, y la otra espada de la luz, el otro amor, el más espléndido y el más amargo. Pero nunca antes se había interpuesto Rakoth. No podría salvar, no podría atravesar aquella llama, la quemadura de aquella sangre sobre su cuerpo, nunca; ¡oh! no podría pasar por encima de la Oscuridad y de todo lo que había sufrido.
Ni siquiera para alcanzar la orilla donde estaba Arturo.
Necesitaba lo gris. No quería fuego ni sangre, tampoco explosiones de deseo, ni éxtasis de amor. Entonces dijo en voz muy clara:
-No puedo llegar hasta ti. Es mejor así. He sido mutilada, pero, por lo menos, no te traicionaré. Él no está aquí. No hay un tercero. Que los dioses guíen tu espada en el combate y te concedan el descanso eterno.
Había innumerables estrellas errantes en sus ojos, y seguían cayendo más.. Se preguntó con asombro si quedarían algunas en el cielo.
-Que también te concedan a ti el descanso -le dijo él al cabo de un rato.
Tantas estrellas que caían, tantas estrellas errantes… Giró sobre sus talones y abandonó la habitación.
Ella, naturalmente, era la única culpable; Shalhassan lo había dejado bien claro. Si la heredera del trono de Cathal había elegido presentarse en el escenario de la guerra, debería haberse conducido de manera acorde con su realeza. Había además la cuestión de salvar como se pudiera la dignidad después del desastre de la víspera.
Por eso durante toda la mañana y toda la tarde Sharra tuvo que conformarse con sentarse a una mesa en la antecámara del soberano rey, mientras se llevaba a cabo la tediosa organización del aprovisionamiento de las tropas. Su padre estaba allí, y también Aileron, frío y eficiente. Bashrai y Shain, los capitanes de la guardia, permanecían de pie para recibir órdenes y transmitírselas a los emisarios que esperaban en el pasillo.
El otro hombre, a quien ella examinaba con extrema atención, era un personaje que provenía del tenebroso reino de los cuentos infantiles. Recordaba que su hermano Manen cuando tenía diez años pretendía ser el Guerrero, y arrancar al Rey Lanza de las montañas. Marlen había muerto hacia cinco años y ante ella se erguía ahora Arturo Pendragon, dando consejos con su profunda e inconfundible voz y mirándola y sonriéndole amablemente una y otra vez. Pero sus ojos no sonreían. Nunca había visto ojos como aquéllos; ni siquiera los de Brendel, el lios alfar, podían equiparárseles.
De esta manera continuaron durante toda la tarde. Comieron junto a los mapas y los planos que Aileron había dispuesto en número incontable. Comprendía que todo eso era necesario, pero en cierto modo también le parecía inútil. La verdadera guerra no estallaría hasta que no terminara el invierno. Rakoth estaba fabricando aquel invierno en medio del verano, pero no sabían cómo y por lo tanto no podían tampoco defenderlo. El Desenmarañador no tenía necesidad de arriesgarse en una batalla, no tenía por qué hacerlo. Los congelaría hasta que murieran, o los mataría de hambre, cuando se hubieran agotado las provisiones de reserva. En realidad el desastre ya había empezado: los ancianos y los niños, siempre las primeras víctimas, habían empezado a morir en Cathal, en Brennin y en la Llanura.
Ante esa brutal realidad, ¿de qué servían los planes para utilizar los carros de combate como barricadas en el caso de que Paras Derval fuera atacada?
Sin embargo, no decía nada. Permanecía callada y escuchaba y, a media tarde, había permanecido en silencio durante tanto tiempo que los demás se olvidaron de ella y pudo así escaparse para ir en busca de Kim.
Gorlaes, el sabelotodo canciller, la orientó. Fue a su habitación a buscar un manto y comprobó que el blanco se adaptaba perfectamente a su talla. Muy contenta se lo puso y corriendo escaleras arriba llegó a un torreón que se elevaba entre los demás. Allí estaba Kim con un manto de pieles y guantes, pero sin capucha, de modo que sus blancos cabellos le caían sobre los ojos. Por el norte, una larga línea de nubes cubría el horizonte y empezaba a soplar el viento del norte.
-Se acerca una tormenta -dijo Sharra asomándose al parapeto junto a la otra joven.
-Entre otras muchas cosas. -Kim intentó sonreír pero sus ojos estaban enrojecidos.
-Cuéntame -le pidió Sharra.
Y se dispuso a escuchar mientras las palabras salían de la boca de Kim como una inundación contenida. El sueño. El rey muerto y su hijo inmortal. Los niños asesinados, Jennifer destrozada en Starkadh. Y lo único que jamás había podido prever: Ginebra. El amor traicionado. El dolor que eso producía en el corazón, en el corazón de todas las cosas.
Heladas bajo el azote del viento permanecieron inmóviles después de que el relato hubo acabado. Heladas y calladas, con los ojos clavados en el norte. Ninguna de las dos lloraba, pero el viento dejaba caer heladas lágrimas en sus mejillas. El sol se inclinaba poco a poco hacia el oeste. Frente a ellas las nubes se espesaban en el horizonte.
-¿Está él aquí? -preguntó Sharra. ¿El otro? ¿El tercero?
-No lo sé. Ella dice que no.
-¿Dónde está ella ahora?
-En el templo, con Jaelle.
De nuevo el silencio; sólo se oía el viento. Sin embargo, mientras todo esto sucedía, por diferentes razones los pensamientos de ambas estaban lejos, en noreste, hacia donde cabalgaba el rubio príncipe al mando de treinta hombres.
Poco después el sol se puso tras los árboles del bosque de Mornir y el frío arreció. Entonces entraron en el palacio.
Tres horas después volvieron a la torre con el rey y casi toda la corte. Reinaba la oscuridad y hacia mucho frío, pero nadie parecía notarlo.
Lejos, hacia el norte, muy, muy lejos, una luminosa luz nacarada ascendió hacia el cielo.
-¿Qué es eso? -preguntó alguien.
-Danilorh -respondió Loren Manto de Plata con suavidad. Junto a él estaba Brendel y sus ojos eran del color de la luz.
-Lo están intentando -suspiré el lios alfar-. Durante mil años Daniloth ha permanecido cubierta. Esta noche no hay sombras sobre la Tierra de la Luz. Permanecerán mirando las estrellas hasta que se extinga su brillo. Lucirán las estrellas sobre Atronel.
Tan hermosa era su voz, tan cargada de nostalgia, que parecía casi una melodía. Todos contemplaron aquel chorro de luz y comprendieron, asombrados, que así había surgido todas las noches, antes de que Maugrim hubiera llegado, y con él el Bael Rangat, antes de que Lathen tejiera la niebla que convertiría a Daniloth en el País de las Sombras.
-¿Por qué? -preguntó Sharra-. ¿Por qué están haciendo eso?
De nuevo fue Loren quien respondió:
-Por nosotros. Están tratando de sacarlo de Starkadh y desviar su poder para que deje de causar el invierno. Los lios alfar se están sacrificando para que nosotros nos veamos libres del frío.
-Y para librarse también ellos, seguramente -protestó Gorlaes.
Nadie separaba la vista del resplandor del norte. Na-Brendel le respondió:
-No hay nieve en Daniloth. Las sylvains están floreciendo como cada verano y la yerba crece en torno a Atronel.
Todos miraban hacia allí, imaginándoselo, llenos de esperanza, pese al cortante frío, por aquel surtidor de resplandor que significaba coraje y dulzura, un juego de luz en el cielo en las mismas puertas de la Oscuridad.
Mientras lo contemplaba, Kim quedó aturdida por un sonido muy tenue, casi una sacudida que inmovilizaba su mente. Era más que una música e iba en aumento; venía de muy lejos, del este. Levantó la mano: el Baelrath permanecía quieto, lo cual era una bendición. Comenzaba a tener miedo de su resplandor. Rechazó aquel sonido lejos de ella -no le resultó difícil- y concentró todo su ser en la luz de Daniloth, tratando de extraer de ella fuerza y algún alivio para la culpabilidad y el dolor. Sólo habían pasado cuarenta y ocho horas desde que estuviera en Stonehenge y se encontraba cansada, completamente rendida por la cantidad de cosas que todavía había que hacer.
Según parecía había que empezar de inmediato.
Cuando regresaron al Gran Salón, una mujer vestida de gris los estaba esperando, con el ropaje gris de las sacerdotisas. Jaelle, adelantándose a los reyes, se acercó a hablarle.
-Aline, ¿qué ocurre?
La mujer de gris se inclinó en una profunda reverencia ante Jaelle; luego le dedicó otra mucho más leve a Aileron. Dirigiéndose a la suma sacerdotisa le dijo muy despacio, como si lo hubiera aprendido de memoria:
-Debo trasmitiros el saludo de los mormae y las excusas de Audiart. Os las envía mediante una persona porque creyó que los hombres que aquí están comprenderían mejor la urgencia del asunto que si usáramos el vínculo.
Jaelle permanecía inmóvil. Su rostro expresó un lúgubre estremecimiento.
-¿Qué urgencia? -preguntó; una velada amenaza se encubría en su voz.
Aline enrojeció. No me gustaría por nada estar en sus zapatos, pensó de pronto Kim.
-De nuevo, las excusas de Audiart, suma sacerdotisa -murmuró Aline-. Es como guardiana de Gwen Ystrát y no como segunda de las mormae que me envía ante ti. Me ordenó que así te lo dijera.
De modo casi imperceptible Jaelle se relajó.
-Muy bien… -comenzó a decir, pero fue interrumpida antes de que pudiera acabar.
-Si has sido enviada por mi guardiana, deberías hablar conmigo -dijo Aileron, y su voz era tan fría como había sido la de Jaelle.
La suma sacerdotisa permaneció inmóvil e impasible. No iba a ayudarla, pensó Kim. Se compadeció de Aline que tan sólo era el peón de un complejo juego. Pero sólo por un momento; en cierta manera los peones se las sabían arreglar.
Aline se decidió; se inclinó hasta el suelo ante el rey. Luego, levantándose, dijo:
-Te necesitamos, soberano rey. Audiart te ruega que recuerdes qué pocas veces te pedimos ayuda y que tú siempre te compadeces de nuestra situación.
-¡Al grano! -gritó el rey.
Detrás de él Shalhassan se hacía cargo con ansia de lo que ocurría. No se podía hacer nada más que mantener la calma.
De nuevo Aline miró a Jaelle, sin encontrar en ella ayuda alguna. Apretó los labios.
-Lobos -dijo-. Más grandes de lo que jamás hemos visto. Hay miles, miles de ellos, soberano rey, en el bosque al norte del lago Leinan y por la noche merodean en torno a las granjas. Las granjas de tu pueblo, mi señor rey.
-¿Y en Norvran? -preguntó con aspereza Jaelle-. ¿Qué les está ocurriendo a las nuestras?
Aline sacudió la cabeza.
-Han sido vistos cerca de la ciudad, pero todavía no en el territorio del templo, suma sacerdotisa. Si hubieran sido vistos allí, debo decirlo, entonces…
-Entonces las mormae habrían usado el vínculo para decírmelo. Audiart -murmuró Jaelle- da muestras de su inteligencia.
Sacudió la cabeza y sus rojos cabellos cayeron por su espalda como un río.
Los ojos de Aileron brillaban a la luz de las antorchas.
-¿Quieres que vaya y haga una batida? ¿Y qué dice la suma sacerdotisa?
Jaelle no se dignó mirarlo.
-Se trata -dijo- de tu guardiana, no de mi segunda.