Fuego Errante (15 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Fuego Errante
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Era un doble homenaje el que le estaban ofreciendo. Mientras bajaba la vista, conmovido pese a sus esfuerzos, Shalhassan vio que una figura avanzaba desde el tapiz para detenerse en la carretera frente a él, y se dio cuenta de que el homenaje era triple y de que había fallado en sus cálculos.

Cubierto con un manto del más puro color blanco que le caía espléndidamente hasta las botas también blancas, se erguía Diarmuid, el hermano y heredero del rey; ¡El perdulario!, pensó Shalhassan, logrando apenas sobreponerse al efecto que le había causado su natural elegancia. Diarmuid llevaba guantes y un gorro de piel blanca sobre sus dorados cabellos, y la única nota de color en aquel apuesto príncipe de la nieve era una roja pluma de djena en el tocado; y el rojo tenía la misma tonalidad que las vestiduras de los niños.

Era una escena de tan estudiada magnificencia que ningún hombre vivo podía malinterpretar su significado, y ninguno de los presentes, de ninguno de los países, podía equivocarse al contarlo.

El príncipe movió un dedo, no más, y sobre aquel paisaje cubierto por la nieve se alzaron las conmovedoras notas exquisitamente interpretadas del renabael, la llamada a la guerra de los lios alfar, compuesta hacía mucho tiempo por Ra-Termaine, el más grande de sus señores, el mis grande de sus tejedores de música.

Luego el príncipe hizo otro gesto, un simple movimiento de un dedo, y mientras la música cesaba y sus ecos se perdían en el frío e inmóvil aire, el intérprete de la música avanzó, mis grácil que el propio príncipe, y por primera vez en su vida, casi sin dar crédito a sus ojos, Shalhassan de Cathal vio a uno de los lios alfar.

El príncipe se inclinó. El lios se inclinó también. Sobre sus cabezas se alzaba Angirad, cubierto de sangre hasta las rodillas y reclamando el puente Valgrind en nombre de la Luz.

Shalhassan de Cathal bajó de su carro y se inclinó a su vez.

Los cinco guardias que desde Seresh habían venido en avanzadilla se sintieron sin duda aliviados al ser relevados. En la última legua camino a Paras Derval, el ejército de Cathal fue conducido por la guardia de honor del príncipe Diarmuid; a un lado del carro de Shalhassan caminaba el propio Diarmuid, y al otro Na-Brendel, el señor de la Marca de Krestel, de Daniloth.

Sólo podían ir al paso, pues a medida que se acercaban a la capital, una enorme multitud de entusiastas espectadores se alineaba a ambos lados de la carretera, entre montones de nieve, y Shalhassan se veía obligado sin cesar a saludar con la cabeza y con la mano en mesurada y digna respuesta.

En los arrabales de la ciudad esperaban los soldados. En la tortuosa y ascendente senda hacia la plaza del palacio, se alineaban a intervalos regulares soldados, arqueros y jinetes, con espléndidos uniformes.

Cuando llegaron a la plaza, llena hasta rebosar de una clamorosa multitud, el príncipe Diarmuid le presentó con impecable cortesía al primer mago de Brennin, a su fuente y a otro enano a quien llamó Brock de Banir Tal; a la suma sacerdotisa de Dana, también soberbiamente vestida de blanco y coronada de rojo con la magnífica cascada de su cabellera; y por fin a un hombre moreno, delgado y no muy alto de quien ya había oído hablar y al que el príncipe llamó Pwyll, el Dos Veces Nacido, señor de Arbol del Verano.

Y Shalhassan pudo oír el clamor de la multitud al tiempo que se encontraba con los ojos de color gris azulado de aquel joven de otro mundo que había sido el elegido del dios.

Sin pronunciar palabra los cinco se unieron al príncipe y al lios. Shalhassan descendió del carro, pues la entrada no tenía suficiente amplitud, y franqueó a pie las puertas del palacio para reunirse con Aileron el soberano rey, que había organizado aquello, todo aquello, en tan sólo dos horas.

En Sang Marlen, Sharra lo había puesto al corriente, lo había ayudado a hacerse una idea de lo que podía esperar. Pero había sido sólo una idea aproximada, pues, mientras Aileron salía a su encuentro, Shalhassan, a quien se le había mostrado de lo que Brennin era capaz si elegía, vio lo que Brennin había elegido.

Bajo los despeinados y oscuros cabellos, los ojos del soberano rey eran agudos y escudriñadores. Su severo y barbado rostro -no tan juvenil como él esperaba- era tan impasible y adusto como el de Shalhassan. Estaba vestido en tonos marrones y pardos, y un modo un tanto descuidado. Sus botas estaban manchadas y sus pantalones gastados. Llevaba una camisa sencilla y encima un chaleco de abrigo, casi sin adornos. De su costado pendía no una espada de ceremonia, sino una de combate con larga empuñadura.

Avanzó hacia él con la cabeza descubierta y los dos reyes se encontraron uno frente al otro. Shalhassan oyó el clamor de la multitud y en él leyó algo que jamás había leído en los veinticinco años de su reinado, y comprendió lo que el pueblo de Brennin entendía: el hombre que estaba frente a él era un gran rey guerrero.

Había jugado con él, pero reconocía perfectamente el enorme control que subyacía en semejante juego. El esplendor del hermano menor contrastaba ahora con la buscada austeridad del mayor que era el rey. Y Shalhassan de Cathal se dio cuenta en aquel preciso momento de pie entre el hermano rubio y el moreno, de que no iba a ser él quien comandara la guerra.

Aileron no había pronunciado palabra.

Los reyes no tienen por qué inclinarse uno ante otro, pero Shalhassan no era ningún tonto. Tenían un enemigo común, y además muy poderoso. Lo que le habían mostrado no había sido con la intención de colocarlo en su lugar, sino de tranquilizarlo, al entenderlo así se sintió, en efecto, muy tranquilizado.

Dejando a un lado, pues, la estrategia que habían preparado para ese día, Shalhassan dijo:

-Soberano rey, aquí están a tu disposición el ejército y los carros de combate de Cathal; son tuyos. Y también cualquier consejo que de mí solicites. Me siento honrado por el recibimiento que me has ofrecido y conmovido por el recuerdo de las hazañas de nuestros antepasados, tanto los de Brennin como los de Cathal.

Ni tan siquiera tuvo el leve placer de leer en los ojos del otro alivio o sorpresa. Sólo la mis inexpresiva aceptación.

Aileron se limitó a contestar:

-Gracias. Dieciocho de tus carros tienen las ruedas desequilibradas, y necesitaremos, por lo menos, mil hombres más.

Había visto las tropas en Seresh y aquí en Paras Derval, y tenía noticias de las guarniciones de Rhoden y de la Fortaleza del Norte.

Sin titubear un momento, Shalhassan respondió:

-Antes del novilunio tendremos dos mil más.

Sólo faltaban tres semanas; podría conseguirse, pero Sharra tendría que darse prisa. Además tenía que mandar azotar al encargado de los carros.

Aileron sonrió.

-Muy bien -dijo.

Luego el joven rey se acercó al anciano, tal como dictaban las conveniencias, y lo abrazó con el ademán de un soldado, mientras los dos ejércitos y el populacho prorrumpían en atronador griterío.

Aileron retrocedió con los ojos ahora brillantes. Levantó sus brazos para recabar silencio y, cuando lo consiguió, su seca voz surcó limpiamente el aire glacial:

-¡Pueblo de Paras Derval! Como podéis ver, Shalhassan de Cathal ha venido en persona hasta nosotros con dos mil quinientos hombres y nos ha prometido dos mil más. ¿Les daremos la bienvenida entre nosotros? ¿Los acogeremos en nuestros hogares y los alimentaremos?

El griterío que se levantó no ocultaba la gravedad de la situación y, profundamente conmovido, Shalhassan decidió que había llegado la hora de hacer un gesto para que aquellos norteños no malinterpretaran el verdadero esplendor de Cathal. Levantó la mano -el anillo en su dedo pulgar refulgía a la luz del sol- y cuando se hubo hecho de nuevo el silencio, dijo:

-Te lo agradecemos, soberano señor. Necesitaremos cobijo, pues estamos muy lejos de nuestros jardines, pero el pueblo de Cathal alimentará a los soldados de Carhal y a tantos del pueblo de Brennin como permitan las reservas de nuestros graneros de invierno.

Veamos sí este rey norteño encuentra palabras para despertar una ovación que iguale a ésta, pensó triunfalmente Shalhassan sin dejar que su rostro trasluciera nada. Se volvió hacia Aileron:

-Mi hija arreglará lo necesario tanto para las provisiones como para la nueva leva.

Aileron asintió con la cabeza; el clamor de la multitud aún no había cesado. Por encima de éste, Shalhassan oyó una voz suave y burlona:

-¿Hacemos una apuesta? -dijo Diarmuid.

Shalhassan sorprendió un repentino brillo de enfado en los ojos del joven rey antes de volverse y encararse con el príncipe.

-¿Sobre qué? -preguntó.

Díarmuid sonrió.

-No me cabe la menor duda de que las provisiones y los soldados estarán pronto entre nosotros, pero tampoco me cabe la menor duda de que se encargarán de eso el valiente Galienth, o quizá Bragon de Gath. Estoy seguro de que no será vuestra hija.

-¿Y por qué -dijo Shalhassan en voz baja, ocultando una repentina mueca al oír el nombre de Bragon- crees semejante cosa?

-Porque Sharra ha venido con tus tropas –replicó el príncipe con absoluta seguridad.

Iba a ser un placer, el único que podría permitirse, amansar la insolente seguridad del príncipe. Y podía hacerlo sin duda alguna; el temor de que pudiera suceder tal cosa lo había llevado a registrar dos veces su ejército en la ruta desde Seresh a Paras Derval, buscando a la rebelde princesa disfrazada. Sabía que su hija era perfectamente capaz de hacer semejante cosa. Pero no estaba entre las tropas.

-¿Qué quieres apostar? -preguntó con suavidad el señor de Sang Marlen para no asustar a su víctima.

-Mi manto por el tuyo -respondió el otro con presteza. Sus ojos azules brillaban con picardía.

El manto blanco era el mejor y ambos lo sabían. Así se lo dijo Shalhassan.

-Quizá -contestó Diarmuid, pero no tengo intención de perder.

Sería un verdadero placer amansarlo.

-Acepto la apuesta -dijo Shalhassan, mientras la nobleza a su alrededor rompía en murmullos-. Bashraí -llamo, y el nuevo capitán de la guardia avanzó hacia él rápidamente. Echaba de menos al capitán que tenía antes y recordaba muy bien cómo había muerto Devorsh. Bien, que Sharra estuviera ahora en Sang Marlen le compensaría de aquella pérdida-. Ordena que los hombres avancen en grupos de a cincuenta.

-Y que se quiten el sombrero -añadió Diarmuid.

-Eso es -confirmó Shalhassan.

Bashrai se apresuró a ejecutar las órdenes.

-Esto es una completa frivolidad -dijo Aileron con una fría mirada a su hermano.

-Podemos permitirnos alguna de vez en cuando -opinó una melodiosa voz.

Brendel de los lios alfar sonreía con satisfacción. Sus ojos eran dorados, notó Shalhassan con emoción, mientras lograba impedir que su boca esbozara una sonrisa.

El rumor de la apuesta se había extendido entre la multitud y las risas resonaban anticipadamente en la plaza. Podía verse que las apuestas garabateadas con precipitación corrían de mano en mano. Sólo la pelirroja sacerdotisa y el adusto soberano rey permanecían ajenos a aquel buen humor contagioso.

No se perdió el tiempo. Bashrai era muy eficiente y poco después todo el ejército de Cathal había desfilado con la cabeza descubierta ante las puertas del palacio donde estaban los dos reyes. Los hombres de Diarmuid registraban a conciencia, pero también lo había hecho antes el propio Shalhassan.

Sharra no estaba entre los soldados.

Shalhassan se dirigió despacio hacia el príncipe vestido de blanco. Diarmuid había logrado conservar la sonrisa.

-¿Los caballos, quizá? -preguntó.

Shalhassan se limitó a levantar una ceja con un movimiento que su corte conocía muy bien, y Diarmuid, con elegante gesto, se despojó de su magnifico manto. Debajo vestía de rojo, a juego con la pluma y los niños.

-¿También el sombrero? -dijo ofreciéndole ambas cosas.

Shalhassan hizo un gesto a Bashrai pero, mientras el sonriente capitán daba unos pasos hacia el príncipe en nombre de su rey, Shalhassan oyó que una voz demasiado familiar gritaba:

-No lo cojas, Bashrai. El pueblo de Cathal sólo reclama las apuestas que gana con limpieza.

Demasiado tarde lo vio todo con claridad meridiana. La guardia de honor, formada al alba aprisa y corriendo en Seresh, estaba integrada por cinco hombres. Uno de ellos avanzaba ahora desde el lugar que ocupaban a un lado de la plaza. Mientras se acercaba, se quitó la gorra que cubría su cabeza, y le cayó hasta la cintura la espléndida cabellera negra que tanta fama le había dado.

-Lo siento, padre -dijo Sharra, la Rosa Oscura de Cathal.

La multitud prorrumpió en gritos y risas ante tan inesperado acontecimiento. Incluso algunos de los soldados de Cathal aplaudían estúpidamente. El rey dirigió una mirada glacial a la hija de sus entrañas. ¿Cómo, pensaba, había podido cubrirlo de vergüenza de un modo tan insensato en una tierra extraña?

Pero cuando ella habló de nuevo, no se dirigió a él, sino a Diarmuid, y en un tono glacial:

-Creí mis conveniente esta vez hacerlo por mí misma.

La expresión del rostro de Diarmuid era difícil de interpretar. Pero, sin hacer ni una pausa siquiera, Sharra se dirigió hacia su hermano y le dijo:

-Mí señor rey, siento mucho tener que denunciar ante ti una cierta laxitud entre tus tropas, tanto en las de Seresh como en las de aquí. No habría podido formar parte de esta guardia si no hubiera sido por el caos que reinaba allí aquella mañana. Y debería haber sido descubierta durante el viaje a Paras Derval. No me atañe daros consejos, pero debo remitirme a los hechos.

El tono de su voz era inocente y muy claro y llegó a todos los rincones de la plaza.

En el corazón de piedra de Shalhassan se encendió una hoguera de reconfortante llama. ¡Espléndida mujer! ¡Era una auténtica reina, merecedora de su reino! Había logrado que un momento de apremiante vergüenza para él se transformara en una desventaja para Brennin y en un triunfo para ella y para Cathal.

Intervino para consolidar aquella victoria.

-¡Vaya! -exclamó Shalhassan-. Según parece, mi hija nos aventaja a todos nosotros. Si alguien ha ganado hoy una apuesta ha sido ella.

Y con la ayuda de Bashrai se despojó de su manto, ignorando la crudeza del viento, y lo extendió a los pies de su hija.

Justo a su lado, ni mis adelante ni más atrás, estaba Diarmuid. Se arrodillaron a un tiempo y, cuando se alzaron, los dos mantos, uno oscuro, el otro claro, yacían en la nieve ante ella y la atestada plaza coreaba su nombre.

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