Shalhassan dulcificó como pudo la mirada para que ella supiese que, de momento, se sentía complacido. Pero ella no lo estaba mirando.
-Creía que te había salvado el manto -le dijo a Diarmuid.
-Lo hiciste. ¿Qué mejor empleo podría darle que para un regalo? -Algo extraño brillaba en sus ojos.
-¿Puede la galantería compensar la incompetencia? -le preguntó con dulzura Sharra-. Tú eres el responsable del Sur, ¿no es así?
-La expresión de mi hermano te lo está confirmando -asintió él con gravedad.
-¿Acaso no tiene motivos suficientes para estar descontento? -le preguntó Sharra abusando de la ventaja.
-Quizá -replicó el príncipe con aire ausente.
Se hizo el silencio: algo sumamente extraño. Y entonces, antes de que hablara de nuevo, ese algo brilló maliciosamente en sus ojos, y en aquella boca que se abría enorme ante ellos padre e hija vieron una hilaridad que ya no podía contener por más tiempo.
-Averren -dijo Diarmuid.
Todos los ojos convergieron en una figura que se destaca entre los cuatro jinetes de Seresh. Se descubrió mostrando sus cortos cabellos del color del cobre.
-Informa -añadió Diarmuid con una voz intencionadamente inexpresiva.
-A la orden, mi señor. Cuando llegó el rumor de que el ejército de Cathal se desplazaba hada el oeste, te envié recado desde la Fortaleza del Sur, tal como habías ordenado. También siguiendo tus órdenes, marché hacia el oeste, a Seresh, y ayer por la tarde llegué a Cynan. Esperé allí la llegada de las tropas, y después, disfrazado con el uniforme de Cathal, busqué a la princesa. Vi cómo sobornaba al dueño de una barcaza para que la llevara al otro lado del río, y yo hice lo mismo.
-Malgastando mi dinero -dijo el príncipe. Un completo silencio reinaba en la plaza-. Sigue.
Averren aclaró su garganta.
-Quería averiguar cuánto costaba el viaje de ida, señor… En Seresh encontré sin dificultad su rastro. Casi lo perdí por la mañana, pero… comprobé lo que tú sospechabas y la encontré con el uniforme de Seresh esperando junto a los guardias. Hablé con el duque Niavin y luego con los otros tres guardias, y nos limitamos a cabalgar con ella delante del ejército. Tal como habías ordenado.
Tras un silencio, un sonido. El sonido de un nombre gritado en notas cada vez mis altas, tan altas que parecían querer traspasar la bóveda del cielo sobre la tierra, para que Mornir y Dana pudieran oír cómo Brennin amaba a su brillante y bromista príncipe.
Shalhassan, haciendo cábalas lleno de furia, logró salvar unas escasas migajas de comida de entre las cenizas de aquella tarde: ellos lo habían sabido todo desde el principio y, aunque eso no lo dejaba en buen lugar, por lo menos hacia más comprensible tan espléndido recibimiento, pues que hubieran podido prepararlo todo en
tan sólo dos horas, casi sin aviso, habría sido demasiado maravilloso.
Luego miró a Aileron y, mientras atribuía mentalmente el triunfo de aquel día a la cuenta de Diarmuid, se dio cuenta de que Aileron también intentaba salvar unas migajas de las cenizas. Se leía con claridad en la expresión del soberano rey: Aileron no se había enterado de nada.
Diarmuid estaba mirando a Sharra con expresión benevolente.
-Te dije que el manto era un regalo, no la ganancia de una apuesta.
Ella, sonrojada, le preguntó:
-¿Por qué te comportaste así? ¿Por qué fingiste que no sabías nada?
Sonriendo abiertamente, Diarmuid respondió, remedando a su hermano:
-Por simple frivolidad.
Luego, sin dejar de sonreír, encaró la negra mirada, casi asesina, del soberano rey. Era quizá mis de lo que él mismo esperaba. Poco a poco la sonrisa desapareció de sus ojos. Por fin, pensó Shalhassan, aunque él mismo no había podido borrarla. El clamor continuaba sin cesar.
Aileron dijo:
-Estabas al corriente de todo. -Era una afirmación, no una pregunta.
-Sí -contestó con sencillez Diarmuid-. Hacemos las cosas con distinto estilo. Tú estabas ocupado con los mapas y los planos.
-No me dijiste nada.
Los ojos de Diarmuid se agrandaron; había en ellos una pregunta y, para quien supiera sondear en ellos, un anhelo. De todas las personas que había en la plaza, sólo Kevin Laine, un simple espectador entre la multitud, había visto antes aquella mirada, pero estaba demasiado lejos para poder discernirla ahora, la voz de Diarmuid sonó muy baja mientras formulaba las siguientes preguntas:
-¿De qué otro modo habrías podido saberlo? ¿De qué otro modo habrías podido poner a prueba tus planes? Esperaba que triunfaras, hermano. Simplemente lo conseguiremos por distintos caminos.
Se hizo un largo silencio, demasiado largo, mientras la mirada de Aileron, velada tras los párpados, permanecía fija en su hermano. El clamor había remitido. Pasó un momento y luego otro. El viento, más y más frío, era estremecedor.
-Espléndidamente entretejido, Diar -dijo por fin Aileron, deslumbrando a todos con el calor de su sonrisa.
Luego comenzaron a entrar en palacio. Por distintos caminos, estaba pensando Shalhassan presa del aturdimiento. Lo sabían desde el principio y lo habían preparado en tan sólo dos horas. ¿Qué clase de hombres eran aquellos dos hijos de Ailell?
-Demos gracias -oyó que decía una voz a su lado-. Están de nuestra parte.
Se dio la vuelta y vio que los ojos del libro le hacían un guiño y que junto a él le sonreía Brock, el enano. Y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Shalhassan sonrió a su vez.
Paul había esperado poder abordar enseguida a la sacerdotisa, pero ella lo precedía en el cortejo y en cuanto entro en palacio torció a la izquierda y desapareció de su vista en el atestado vestíbulo. Luego, mientras luchaba por abrirse paso y seguirla, Kevin salió a su encuentro y no tuvo mis remedio que detenerse.
-Estuvo genial, ¿verdad? -le dijo Kevin sonriendo.
-¿Diarmuid? Si, mucho.
Paul se alzó de puntillas tratando de ver por encima de la multitud que los rodeaba. Se estaban llevando a cabo los preparativos del banquete; sirvientes y cortesanos se atropellaban unos a otros al atravesar el vestíbulo. Vio a Gorlaes, el apuesto canciller, que se ocupaba de la expedición que había venido de Cathal y de la cual, inesperadamente, formaba parte una princesa.
-No estás escuchándome -dijo Kevin.
-¡Oh! ¿Cómo? -Paul exhaló un suspiro-. Lo siento. ¿Qué dices? -Continuó esforzándose por sonreír amablemente.
Kevin le dirigió una mirada escrutadora.
-¿Te encuentras bien, después de lo sucedido anoche?
-Estoy muy bien. Estuve caminando largo rato. ¿De que me estabas hablando?
De nuevo Kevin pareció dudar, aunque ahora su expresión era diferente y un tanto desvalida.
-Te quería decir que Diarmuid se va a poner en marcha dentro de una hora para ir a buscar a ese chamán de los dalreis. Dave va a ir con él, y yo también. ¿Quieres venir con nosotros?
¿ Cómo explicarle que deseaba ardientemente ir con ellos? Para saborear, incluso en tiempos de guerra, el caudal de camaradería y alegría que tanto el príncipe como Kevin sabían crear. ¿Cómo explicárselo aun en el caso de disponer del tiempo suficiente?
-No puedo, Kev. Tengo mucho que hacer aquí.
-Umm. Bien. ¿Puedo ayudarte en algo?
-Por ahora no. Quizá mis adelante.
-Muy bien -dijo Kevin fingiendo despreocupación-. Estaremos de regreso dentro de tres o cuatro días.
Paul vio de pronto unos cabellos rojos bajo una de las arcadas.
-Muy bien -le dijo a su amigo mis íntimo-. Cuídate.
Debería haberle dicho algo mis, pensó, pero no podía estar en todo; ni siquiera estaba seguro de cuál era exactamente su deber.
Dio unos golpecitos en el hombro de Kevin y salió deprisa al encuentro de Jaelle que en aquel momento cruzaba entre la multitud arremolinada. No miró hacia atrás; sabía muy bien que la expresión del rostro de Kevin le habría obligado a volver junto a él y darle explicaciones, y no se sentía en modo alguno capaz de explicar el miedo que inundaba su corazón.
A mitad del camino se dio cuenta con sorpresa de que Jennifer estaba con la sacerdotisa. Las alcanzó adoptando un aire severo.
-Os necesito a las dos -dijo.
Jaelle fijó en él una gélida mirada.
-Tendrás que esperar -y su voz tenía un tono extraño.
-No puedo -dijo Paul.
Y, agarrándola con brusquedad de la mano, mientras con la otra asía con algo más de suavidad a Jennifer, las empujó hacia la entrada del vestíbulo, mientras sonreía artificiosamente al gentío; siguieron por un pasillo y casi sin aliento entraron en la primera habitación que encontraron.
Por fortuna estaba vacía. Algunos instrumentos musicales descansaban sobre las mesas y sobre el poyete de la ventana. En el centro de la habitación había una espineta y junto a ella algo parecido y un arpa apoyada en un soporte de tres patas.
Paul cerró la puerta.
Las dos mujeres lo miraron. En otro momento se hubiera detenido a admirar la belleza de la habitación, pero nunca aquel par de ojos verdes lo habían mirado con tan extremada frialdad, en tanto que los de la otra mujer, muy negros, relampagueaban de cólera. Sabía que le había hecho daño a Jaelle, aunque ella no estaba dispuesta a demostrarlo.
-Sería mejor que nos dieras una explicación –dijo Jaelle con rudeza.
-¿Dónde está él? -dijo Paul, arrojando la pregunta como si fuera una espada.
Y se sintió confundido y desarmado, cuando, tras un instante en blanco, las dos mujeres sonrieron y se intercambiaron una mirada indulgente.
-Estabas asustado -aseguró Jaelle en tono terminante.
Él no se molestó en negarlo.
-¿Dónde? -repitió.
-Está muy bien, Paul -contestó Jennifer-. Precisamente Jaelle me lo estaba contando. ¿Cuándo lo averiguaste?
-Anoche. Fui a la casa.
La cuna meciéndose por efecto del viento helado… en la casa abandonada.
-Preferiría que me hubieras consultado a mí o a Jaelle antes de hacer semejante cosa -dijo Jennifer con voz apacible.
Sintió que se acercaba la explosión; procuró dominarla y lo logró, aunque a duras penas. Ninguna de las dos mujeres tenía aire de suficiencia mientras lo miraban. Pronunciando con cuidado las palabras, les dijo:
-Parece haber un malentendido. No sé si sois capaces de entender un punto importantísimo, pues no estamos hablando de un mimoso bebé que babea su barbilla; nos las tenemos que ver con el hijo de Rakoth Maugrim y yo debo saber dónde se encuentra.
Se dio cuenta de que su voz temblaba por el esfuerzo que había hecho para impedir que sonara como un grito.
Jaelle había palidecido, pero fue de nuevo Jennifer quien respondió con tono áspero:
-No hay ningún malentendido, Paul. Es poco probable que olvide quién es su padre.
Fue como un jarro de agua en su cara; sintió que su cólera desaparecía y dejaba detrás tan sólo un profundo dolor.
-Lo sé -dijo al cabo de un momento-. Lo siento. Anoche me asusté mucho, y la casa sólo fue el segundo motivo.
-¿Cuál fue el primero? -preguntó Jaelle, y esta vez sin aspereza.
-Fordaetha de Ruk.
Con cierta satisfacción vio que las manos de ella comenzaban a temblar.
-¿Aquí? -susurró-. ¿Tan al sur?
Ocultó las manos en los bolsillos de su túnica.
-Sí -dijo él despacio-. La obligué a marcharse, pero no antes de que matara a alguien. Hablé con Loren esta mañana. Su criado, Zervan, murió. Y también una joven de la taberna. -Se volvió hacia Jennifer-. Un antiguo poder del invierno estuvo anoche en Paras Derval. Trató de matarme… pero falló. Se ha desencadenado el mal. Por eso debo saber dónde está Darien, Jennifer. ¡Escúchame por favor! -Ella sacudía la cabeza-. No puede ser sólo tuyo, Jen. No puede serlo. Hay mucho en juego, y nosotros en realidad ni siquiera sabemos cómo es.
-Existe por puro azar -replicó ella con calma, erguida y hermosa entre los instrumentos de música-. No ha nacido para ser utilizado.
Lo veía todo velado por la oscuridad; ¿dónde estaban ahora los cuervos? Era muy duro, muy cruel, pero tenía que decirlo:
-Esa es precisamente la cuestión. La cuestión es si debemos o no detenerlo.
En el silencio que siguió, se oyeron con claridad unos pasos en el corredor y, no muy lejos, el zumbido de la multitud. Había una ventana abierta. Para no ver el efecto que sus palabras habían producido en Jennifer, Paul se dirigió hacia allí. Pese a estar en la planta baja del palacio la altura era considerable. Allá abajo, hacia el sur, un grupo de unos treinta hombres abandonaba Paras Derval. Era la banda de Diarmuid. Con ellos iba
Kevin, quien seguramente habría podido entenderlo, si Paul hubiera sabido con certeza lo que quería explicarle.
Tras él Jaelle aclaró su garganta y le habló con insólita timidez.
-Todavía no tenemos el menor indicio de eso que acabas de decir, Pwyll -dijo-. Así lo han dicho Vae y su hijo y nosotras lo hemos comprobado. No soy tan insensata como crees.
-No te considero en modo alguno una insensata -dijo él dándose la vuelta.
Aguantó la mirada de ella, quizá más de lo necesario, antes de dirigirse a la otra mujer.
Jennifer había palidecido; desde hacía casi un año había recuperado su color saludable, pero nunca la había visto tan blanca como ahora. Durante un confuso instante le recordó a Fordaetha. Pero ella era sólo una mujer mortal a quien le había hecho mucho daño. Por debajo de la palidez de su piel los pómulos destacaban de forma anormal. Se preguntó por un momento si iba a desmayarse. Ella cerró los ojos, y luego los abrió de nuevo.
-El le dijo al enano que yo tenía que morir. Le dijo que había una razón -su voz era un crispado carraspeo.
-Lo sé -dijo Paul con toda la suavidad posible-. Me lo explicaste.
-¿Qué razón podía tener para matarme fuera de mi hijo? ¿Qué otra razón? ¿Es que puede haber otra?
¿Cómo podía alguien consolar el alma de quien tanto había sufrido?
-No lo sé -murmuró Paul-. Es probable que estés en lo cierto, Jen. Por favor, cálmate.
Ella trataba de hacerlo; se enjugó las lágrimas con ambas manos. JadIe se acercó y le tendió con torpeza un pañuelo. Jennifer la miró.
-Pero, si tengo razón…, si él tenía miedo del niño, entonces… ¿acaso Darien no podría ser bueno?
Había un profundo anhelo en la pregunta, demasiado para su alma. Kevin mentiría, pensó Paul. Todos los que él conocía mentirían.