Pero aquella pobre e insensata mujer se había interpuesto entre ambos. Una mano emergió del manto y tocó a Tiene con su largo dedo. Sólo eso, y la muchacha dio un grito sofocado mientras un gélido y paralizante dolor entumecía su brazo en el lugar donde el dedo le había tocado. Se sintió caer, y mientras caía logró alargar el brazo que aún no había sido invadido por el frío y quitarle a la otra la capucha.
Era una cara humana, pero no del todo. La piel era tan blanca que era casi azul; era evidente que su simple tacto produciría un efecto gélido. No tenía cabellos y sus ojos eran del color de la luna sobre el hielo, sobre el hielo helado, y suficientemente fríos para causar el invierno en el corazón del que los mirara.
Pero no en el de Paul. El encaró su mirada y vio que ella retrocedía ante algo que leyó en la profundidad de sus ojos. En torno a ellos nadie parecía haber reparado en nada, ni siquiera en la caída de Tiene. Era normal que la gente cayera al suelo aquella noche en la taberna.
Sólo un hombre oyó el mensaje de los cuervos: Paul. Pensamiento, Memoria. Aquéllos eran sus nombres, él lo sabía, pues ambos habían estado allí, en el Arbol, cuando por fin había llegado la diosa y también el dios.
Y en el momento en que aquella aparición se repuso y avanzó para tocarlo como había hecho con Tiene, Paul oyó a los cuervos y recitó las palabras que le inspiraron y que decían así:
Blanca es la niebla que se levantó a través de mí,
más blanca que la tierra de tu morada.
Tu nombre te atará,
pues yo puedo pronunciarlo
Se detuvo. Alrededor de ambos, que eran poderes del primero de los mundos y por lo tanto de todos los mundos, continuaba el enloquecedor griterío. Nadie les prestaba la más mínima atención. La voz de Paul había sonado en un tono muy bajo, pero ella se había estremecido con cada palabra. Luego, en tono igualmente bajo, pero remarcando cada una de las silabas, pues se trataba de una fórmula mágica tan antigua como insondable, dijo:
-Yo soy el señor del Árbol del Verano, no hay ningún secreto para mi nombre, nada que pueda atarlo.
Si hubiera tenido la oportunidad, habría avanzado para tocarlo y congelar su corazón, pero esas palabras la detuvieron. Sus ojos de hielo se clavaron en los de él mientras él agregaba:
-Estás lejos de los Páramos y lejos de tu poder. ¡Maldito sea quien te envió aquí! ¡Márchate de una vez, Reina del Hielo, pues yo te nombro con tu nombre y te llamo Fordaetba de Ruk!
De su garganta que era humana y a la vez no lo era salió un grito que no era un simple grito. Fue tomando altura como si diera vueltas, se dio impulso en monstruoso vuelo y ensordeció casi por completo todos los ruidos de El Jabalí Negro.
Cuando por fin se acalló el último gemido de aquel sonido vibrante y reinó la más terrorífica de las calmas, sólo quedó en el suelo, junto a Paul, un manto vacío. Su rostro estaba pálido por la tensión y la debilidad, y sus ojos daban testimonio de haber visto la verdadera maldad.
Kevin, Diarmuid, Dave y los demás lo rodearon mientras toda la taberna rebullía asustada sin saber qué había sucedido. Nadie hablaba; todos miraban a Paul.
Paul se agachó en el suelo junto a la muchacha. Estaba toda azul, de los pies a la cabeza, víctima de una muerte gélida que había estado destinada a él.
Por fin se levantó, y los hombres del príncipe le abrieron paso. Luego, a una señal de Diarmuid, dos de ellos levantaron a la joven muerta y se internaron con ella en la noche, que, aunque fría, no lo era tanto como la muchacha. Paul dijo:
-Frutos del invierno, mi señor príncipe. ¿Has oído hablar de la Reina de Ruk?
El rostro de Diarmuid sólo mostraba una profunda concentración.
-Si, Fordaetha. Las leyendas dicen que es la fuerza más antigua de Fionavar.
-Una de ellas.
Todos se volvieron a mirar la ceñuda cara del enano, Brock.
-Uno de los más antiguos poderes -continuó diciendo el enano-. Pwyll, ¿cómo ha podido venir Fordaetha desde los Páramos?
-Con los hielos -contestó Paul y de nuevo repitió con acritud-: Frutos del invierno.
-¿La has matado, Paul? -preguntó Kevin, y en su cara se leía una vívida emoción.
Poder, estaba pensando Paul mientras se acordaba del anciano rey cuyo lugar había ocupado junto al Arbol del Verano.
-No la maté -dijo con sencillez-. La nombré con una invocación y eso la obligó a huir. Durante un tiempo no volverá a adoptar ninguna otra apariencia, ni volverá a dejar los Páramos, pero no está muerta. Ella sirve a Maugrim. Si hubiéramos estado más al norte, no habría podido con ella, no habría tenido tanta suerte.
Se sentía muy cansado.
-¿Por qué le sirven? -oyó que preguntaba Dave con voz anhelante.
Conocía la respuesta a esta pregunta: la había leído en los ojos de ella.
-Le prometió Hielo. Hielo aquí en el sur; y por tanto todo un mundo de invierno que ella podrá gobernar.
-Bajo sus órdenes -dijo Brock en voz baja-. Lo podrá gobernar bajo sus órdenes.
-Desde luego -asintió Paul.
Pensó en Kaen y Blod, los hermanos que habían obligado a los enanos a servir a Maugrim. Se dio cuenta de que Brock estaba pensando lo mismo.
-Bajo sus órdenes y para siempre jamás. No podemos perder esta guerra.
Sólo Kevin, que tan bien lo conocía, captó la desesperación en la voz de Paul. Lo miró -todos lo hicieron-, mientras Schafer se daba la vuelta y se dirigía a la puerta. Allí se detuvo, se quitó la chaqueta y la arrojó al suelo. Debajo sólo llevaba una camisa con el cuello sin abrochar.
-Una cosa más -dijo Paul-. No necesito chaqueta alguna. El invierno no me afecta. Por si a alguien le interesa saberlo.
-¿Por qué? -preguntó Kevín en nombre de todos. Schafer avanzó unos pasos sobre la nieve antes de volverse y decir:
-Porque ya lo experimenté en el Arbol, junto a otros tipos de muerte.
La puerta se cerró tras él, impidiendo la entrada del viento y de la nieve que seguía cayendo. Todos permanecieron en la iluminada y ruidosa taberna, sintiendo el calor y la camaradería. No podía haber cosas más estimulantes que éstas en ningún mundo.
Y, al tiempo que Paul abandonaba la taberna, Loren Manto de Plata y su fuente caminaban de regreso a su casa. Ninguno de los dos era inmune al frío y, aunque la nieve ya no caía, el viento no había cesado y había formado enormes montones de nieve tan altos que llegaban al pecho del enano. Sobre sus cabezas las estrellas del verano brillaban sobre un mundo invernal, pero ninguno de los dos miraba hacia arriba ni pronunciaba palabra.
Habían escuchado la misma historia y por lo tanto compartían las mismas emociones: rabia por lo que había sucedido a la joven que acababan de dejar en palacio; compasión por la herida que ellos no podían sanar; y amor hacia la belleza que había puesto a prueba su capacidad de desafío en el más tenebroso de los lugares. En Matt Soren había además otro sentimiento, pues había sido un enano, Blod, quien la había torturado cuando Maugrim hubo acabado con ella.
No habían tenido noticia de la existencia de Darien. Por fin llegaron a su residencia. Teyron y Barak habían salido, y también Brock, que seguramente estaba con Diarmuid; por lo tanto disponían de tiempo para ellos solos. Por cuestiones de estricta política dormían siempre en la ciudad, demostrando así al pueblo de Paras Derval que los poderosos del reino no se escondían detrás de los muros del palacio. Zervan había avivado el fuego antes de acostarse y hacía un calor muy agradable; Loren avanzó hasta detenerse frente a la enorme chimenea de la habitación principal, en tanto que Matt servía dos vasos de un licor ambarino.
-Usheen para calentar los corazones -citó Matt mientras le alargaba a Loren la bebida.
-El mío está helado esta noche -dijo el mago. Bebió un sorbo e hizo una mueca-. Es un amargo calor.
-Te hará bien.
El enano se dejó caer en una silla baja y comenzó a quitarse las botas.
-¿Te parece conveniente, quizá, que hablemos con Teyrnon?
-¿Qué vamos a decirle? -dijo Matt levantando la cabeza.
-Lo único que sabemos.
Se miraron uno a otro en silencio.
«El Cisne Negro le dijo a Metran que tenía la caldera y él se disponía a marchar al lugar de la espiral», les había dicho Jennifer, muy pálida y tensa mientras recordaba los sucesos junto a la cabaña del leñador cuando Ayala había llegado a buscarla. Eso era lo único que sabían.
-¿Qué pensará hacer con los muertos? –preguntó Matt. Un odio profundo como una caverna latía en la pregunta.
La expresión del mago era hosca.
-No lo sé -dijo-. Según parece no sé absolutamente nada. Excepto que no podremos hacerle frente hasta que venzamos al invierno, y no podemos vencerlo.
-Lo venceremos -dijo el enano-. Lo venceremos porque es nuestra obligación. Lo lograrás, no me cabe la menor duda.
El mago sonrió y la rígida expresión de su rostro se suavizo.
-¿No estás cansado -le preguntó- después de haberme aguantado durante veinte años?
-No –contestó Matt Soren con sencillez, y enseguida sonrió con aquella mueca tan característica.
Loren apuró el usheen, torciendo de nuevo el gesto.
-Muy bien –dijo-. Hablaré con Teyrnon antes de irme a dormir. Debe saber que Metran posee la Caldera de Khath Meigol y que se la ha llevado.., a Cader Sedat.
Lo dijo de la forma más natural que pudo, pero al pronunciar el nombre de la isla ambos se estremecieron; ninguno de los dos podía evitarlo. Amairgen Rama Blanca, el primero de los magos, había muerto en ese lugar hacía mil años.
Matt se preparó y Loren cerró los ojos. Encontraron a Teyrnon a través de Barak, a una jornada de caballo, con los hombres de la Fortaleza del Norte. Le comunicaron lo que había sucedido y cambiaron entre los cuatro impresiones que no debían salir del Consejo de los Magos.
Luego rompieron el vinculo.
-¿Te encuentras bien? -preguntó Manto de Plata a su fuente al cabo de un momento.
-Si -contestó Matt-. Esto me ayudará a dormir.
En ese instante oyeron llamar con violencia a la puerta. No podía tratarse de Brock, pues tenía llave. De forma premonitoria intercambiaron una rápida mirada; no en balde eran quienes eran y lo habían sido durante mucho tiempo. Luego se dirigieron juntos a la puerta principal.
Fuera, en la noche, con las estrellas y la media luna brillando detrás, se erguía un hombre con barba, ancho de hombros, no demasiado alto; en sus ojos podía sondearse la profundidad de los tiempos y entre sus brazos yacía una mujer inconsciente.
La quietud era absoluta. Loren tenía la sensación de que incluso las estrellas y la luna recién aparecida se habían detenido. El hombre dijo con voz profunda y baja:
-Creo que sólo está rendida. Me habló de esta casa antes de desmayarse. ¿Sois Loren Manto de Plata y Matt Sóren?
Ambos, el mago y su fuente, eran hombres orgullosos y afamados en todo Fionavar. Pero los dos se arrodillaron en el umbral con humilde y reverencial respeto ante Arthur Pendragon y ante la mujer que había logrado llamarlo, y así rindieron homenaje tanto a la mujer como al hombre.
Otra llamada resonó en otra puerta. En su habitación del palacio, Jennifer estaba sola y todavía no se había dormido. Estaba ensimismada contemplando el fuego; el vestido que le habían dado caía sobre las tupidas alfombras que cubrían el suelo. Se había bañado y se había lavado los cabellos; luego se los había cepillado frente al espejo mientras examinaba su rostro que le resultaba extraño y sus verdes ojos que habían visto lo que habían visto. Llevaba mucho tiempo, no sabia cuánto, junto al fuego, cuando oyó que llamaban a la puerta y que una voz decía:
-No tengas miedo. Soy tu mejor amigo.
La voz sonaba como un campanilleo, casi como una melodía. Abrió la puerta y se encontró frente a Brendel de los lios alfar. Ella había recorrido un largo camino antes de reencontrarse con aquella gracia esplendorosa y esbelta.
-Entra -le dijo-. Pero ya es demasiado tarde para llorar.
Jennifer cerró la puerta tras él, maravillándose de cómo las llamas de la chimenea y aquellas velas junto al lecho parecían brillar y danzar más vivamente ante aquella presencia en la habitación. Los lios eran los Hijos de la Luz; su nombre significaba luz, la luz les hablaba y ellos le respondían con su genuina esencia.
Y la Oscuridad los odiaba con un odio tan absoluto que hacía que todo lo demás careciera de importancia. Daba una idea exacta de lo que era la maldad, pensó ella -que de todos los mortales era la única que no precisaba hacerse tal idea-, el hecho de que se pudiera odiar tan profundamente a la criatura que se alzaba ante ella, con los ojos ahora sin lágrimas y coloreándose como el ámbar mientras la miraba.
-Sin duda hay cierta gentileza en el rey –dijo Brendel-, aunque alguien pueda pensar lo contrario. Él me hizo llegar la noticia de que estabas aquí.
Kevin le había contado lo que Brendel había hecho: cómo había seguido a Galadan y a los lobos y también el juramento que había proferido en el Gran Salón.
-No debes echarte la culpa de lo que me sucedió -le dijo-. Me han dicho que hiciste más de lo que cualquier otro hubiera podido hacer.
-No fue suficiente. ¿Qué puedo decirte?
Ella sacudió la cabeza.
-También me proporcionaste felicidad. Mi último recuerdo de auténtico placer es haberme quedado dormida mientras oía las canciones de los lios.
-¿Podremos proporcionártelo otra vez ahora que de nuevo estás entre nosotros?
-No sé si seré capaz de disfrutarlo, Brendel. No estoy… entera.
De alguna forma la situación era más cómoda para ella que para él. Se hizo un largo silencio, durante el cual ella sintió que los ojos de él la miraban con fijeza. Pero no sondeó en su interior aunque ella sabía que podía hacerlo; tampoco Loren había intentado un examen con ella. Ninguno de los dos había osado entrometerse; por eso ella podría ocultar la existencia de Darien, y lo haría.
-¿Podrás olvidar aquello? -le preguntó él, y su voz era una música profunda y compasiva.
-¿Acaso puedo mentirte?
Él le dio la espalda y se dirigió a la ventana. Incluso sus vestiduras parecían entretejidas de innumerables colores que cambiaban de tono cuando caminaba. La luz de las estrellas iluminaba su cabello color de plata y lo hacía brillar más aún. ¿Cómo podía mentirle a alguien que podía encerrar entre sus cabellos a las estrellas?