Se hizo el silencio; luego se oyó una educada posecilla y Paul Schafer avanzó hacia la mensajera de Audiart.
-Un momento -dijo-. Aileron, hablaste de una batida de lobos, pero puede ser más que eso. –Hizo una pausa y continuó-: Aline, ¿está Galadan en el bosque de Leinan?
-No habíamos pensado en ellos. No lo sé -dijo con el temor en los ojos.
Había llegado la hora. Si tenía que intervenir, ése era el momento. Kim recompuso su rostro y, mientras lo hacia, sintió sobre ella la mirada de Aileron.
¿Se acostumbraría alguna vez a aquello? ¿Había Ysanne logrado acostumbrarse a aquella lanzadera que iba y venía en el telar del tiempo? Precisamente la noche pasada, inquieta y preocupada por Jennifer, había caído en un sueño inquieto, y de forma confusa e informe había soñado con una cacería en un bosque, en algún lugar, y con un trueno que se precipitaba sobre la tierra.
Encaró la mirada a Aileron.
-Algo hay allí -dijo procurando que su voz pareciera decidida-. O alguien. He visto una cacería.
Aileron sonrió. Se volvió hacia Shalhassan y hacia Arturo que estaba a su lado.
-¿Queréis que vayamos los tres a cazar los lobos de la Oscuridad en Gwen Ystrat?
El severo rey de Cathal asintió con un. movimiento de cabeza.
-Me satisfará mucho tener un enemigo a quien matar en estos momentos -dijo Arturo.
Kim sabia que quería decir mucho más de lo que Aileron había oído, pero no podía perder el tiempo compadeciéndose, pues un elemento más de su sueño había encajado al oír las palabras del rey.
-Será más que una simple cacería -murmuró, pues no era necesario que una vidente hablara en voz demasiado alta-. Yo también iré, y Loren, y Jaelle, si así lo desea.
-¿Por qué? -preguntó desafiante Paul, que también tenía que soportar su propia carga.
-En mi sueño vi al ciego -explicó ella-. Gereint de los dalreis llegará mañana a Morvran.
Sus palabras levantaron un murmullo. Sabía que debía de resultar perturbador para la gente oír semejantes cosas. Pero ella no podía hacer otra cosa ni preocuparse por tener que hacerlo. Se sentía muy cansada y su tarea no parecía que fuera a aligerarse.
-Así pues, mañana nos pondremos en marcha -dijo Aileron en tono resuelto. Loren la estaba mirando.
Ella sacudió la cabeza, y luego despejó de su cara los cabellos.
-No -dijo, demasiado cansada para preocuparse por ser diplomática-. Esperaremos a Diarmuid.
No, por mucho tiempo su tarea no se aliviaría, y quizá nunca lo haría.
Los acontecimientos se le estaban escapando de las manos. Desde hacía tiempo sabía que así ocurriría, y en cierto modo lo había deseado, pero a Loren Manto de Plata le resultaba arduo ver cómo sus responsabilidades iban pasando a otros. Y resultaba más arduo todavía porque Podía leer en sus rostros el precio que pagaban por ello. Se hizo evidente en Kim desde el momento en que comenzaron a manifestarse sus poderes: una vidente en posesión del Baelrath y a la que se le había concedido el don del alma de otra persona; sin duda se tambalearía bajo el peso de todo eso.
Aquel día estuvo marcado por los preparativos. Quinientos hombres, la mitad de Brennin y la mitad de Cathal, iban a salir a caballo hacia Gwen Ystrat tan pronto como llegara Diarmuid. Estaban esperándolo porque así lo había ordenado la vidente. En otros tiempos ese tipo de consejos hubieran corrido a cargo de los magos, pero ahora los acontecimientos se les estaban escapando de las manos. Loren había puesto todo en marcha al traer a aquellos cinco, pero era lo suficientemente sabio, pese a las reprochadoras miradas de Matt, para dejar que aquello siguiera su curso sin interferir, en la medida de lo posible. Su corazón era lo bastante compasivo para apiadarse de ellos: de Kim, y también de Paul que llevaba la carga del nombre de Dos Veces Nacido, con todo lo que implicaba, pero que todavía no era capaz de ahondar en su propio poder. Lo poseía, cualquiera podía darse cuenta, y debía de ser más grande de lo que cualquiera pudiera imaginar, pero por ahora permanecería latente. Era un poder que lo aislaba penosamente de sus semejantes y que sin embargo no le ofrecía compensación alguna, pues no sabía dominarlo.
Y estaba además Jennifer, y por ella incluso podía llorar. Para ella no había compensaciones, ni sueños, ni oportunidad de actuar; sólo el dolor en sus más variadas facetas. Lo había visto desde un principio, antes de hacer la travesía -¡cuánto tiempo parecía haber transcurrido!-, cuando había leído el mensaje de su belleza y el tenebroso futuro que asomaba a sus ojos. Sin embargo la había traído, diciéndose a sí mismo que no tenía otra elección; y no había sido una simple frase altisonante, como lo había demostrado la explosión de Rangar.
Pero eso no mitigaba la desgracia. Ahora comprendía él su belleza; todos la comprendían y sabían también cuál era su antiguo nombre: ¡Oh, Ginebra, había exclamado Arturo, ¿y había en el mundo un destino más cruel que el de aquellos dos? Y que el del tercero.
Pasó el día sumido en inquietantes pensamientos. Matt y Brock habían ido a la armería para aportar el beneficio de su experiencia a los dos capitanes de la guardia. Teyrnon, cuyo pragmático sentido común habría resultado de gran ayuda, estaba en la Fortaleza del Norte. Esa misma noche lo llamarían; él y también Barak tendrían su puesto en la expedición a Gwen Ystrat.
Si es que se podía decir que un mago, un investigador de la ciencia de los cielos, tenía algún puesto tan cerca de Dun Maura. El mago sacudió la cabeza y arrojó otro leño al fuego. Tenía frío, y no sólo a causa del invierno. ¿Qué había sucedido para que en Brennin sólo hubiera ahora dos magos? Nunca habían podido ser más de siete, pues así lo había decretado Amairgen cuando fundó el Consejo. Pero ¿dos, sólo dos, y en semejantes tiempos? Según parecía, los acontecimientos se les estaban escapando de las manos, y en más de un aspecto.
Sólo había dos magos en Brennin para combatir contra Maugrim; antes había habido tres magos en Fionavar, pero el tercero se había aliado con la Oscuridad. Estaba en Cader Sedat, aquella isla encantada, maldita desde hacía mucho tiempo. Allí estaba y poseía la Caldera de Khath Meigol, de modo que podría resucitar a los recién muertos.
Por mucho que los acontecimientos se les escaparan de las manos, aquel asunto era de su exclusiva incumbencia. De él y de Matt. «Libraremos nuestra batalla al final», le había dicho el enano.
Si es que el invierno acababa. Metran.
La noche llegó y con ella una tormenta peor que ninguna otra. El viento aullaba y silbaba soplando desde la Llanura hacia el Soberano Reino y arrastrando un verdadero muro de nieve, que enterraba a las granjas y a los granjeros. Cubría los bosques y ocultaba la luna, y en aquella inhumana oscuridad parecía que fantasmas de terror se movieran dentro de la tormenta y que el ulular del viento fuera su risa.
Darien permanecía en la cama escuchando. Creyó primero que tenía una pesadilla, pero luego se dio cuenta de que estaba despierto. Muy asustado, se cubrió la cabeza con las mantas para amortiguar las voces que oía en el viento.
Lo estaban llamando. Lo llamaban para que saliera a jugar afuera en la tenebrosa oscuridad, danzando con la tormenta. Para que se les uniera en aquel golpeteo de viento y nieve. Pero él era sólo un niño y estaba asustado; moriría si salía afuera. Incluso aunque la tormenta no fuera tan violenta donde ellos vivían.
Finn se lo había explicado. Aunque su madre verdadera no pudiera estar allí con ellos, lo protegía a él constantemente y hacia que en torno a su cama el frío fuera más soportable porque lo amaba. Todos lo amaban; Vae, su madre, y Shahar, su padre, que había regresado a casa de permiso sólo una vez antes de que se trasladaran a vivir al lago. Había cogido en sus brazos a Darien y lo había hecho reír. Luego había dicho que Dar sería pronto más fuerte que Finn y había sonreído para sí mismo, aunque no había sido una sonrisa feliz.
Fínn era su hermano; quería a Darien más que los demás, era la más maravillosa persona del mundo y sabía además muchísimas cosas.
Finn le había explicado lo que su padre había querido decir cuando Dan acudió llorando a él, porque había algo extraño en aquello de que él sería más fuerte que Finn. Pronto, había dicho el padre.
Fínn le había puesto el abrigo y las botas y se lo había llevado a dar un paseo. Eso le gustaba a Dan más que ninguna otra cosa. Finn lo arrojaría en la nieve, sólo donde era blanda y reciente; luego se tiraría él mismo y ambos rodarían, blancos, y Darien reiría tanto que le daría hipo.
Pero, aquella vez, Finn estaba muy serio. A menudo se ponía serio y hacía que Darien lo escuchase. Le dijo que Dan era diferente de los otros niños. Era distinto porque su verdadera madre era distinta; por eso iba a ser más alto, más fuerte y más apuesto que los otros niños. Más incluso que Finn, le dijo Finn. Y eso quería decir, continúa Finn, que Dan tenía también que ser mejor, más amable y más valiente, de modo que se hiciera merecedor de lo que su madre le había concedido.
Debía intentar amar a todas las cosas, le dijo Finn, excepto a la Oscuridad.
La Oscuridad era quien estaba causando la tempestad que se oía fuera, Dan lo sabía. Casi siempre la odiaba como Finn le había dicho. Trataba de hacerlo siempre para parecerse a Finn, pero a veces oía voces y, aunque casi siempre lo asustaban, en ocasiones no ocurría así. Algunas veces pensaba que le gustaría seguirlas.
Pero eso habría supuesto abandonar a Finn, y él nunca haría tal cosa. Saltó de la cama y se puso las zapatillas de punto. Apartó la cortina y se deslizó, más allá de donde su madre dormía, hasta llegar a la cama de Finn.
Finn estaba despierto.
-¿Por qué has tardado tanto? -murmuró-. Ven, hermanito, nos daremos calor.
Con un gesto de contento, Dan se quitó las zapatillas y se agazapó junto a Finn que se corrió un poco para dejarle a Dan el lugar que su cuerpo había calentado.
-Se oyen voces -le dijo a Finn.
Su hermano no contestó nada. Se limitó a pasar un brazo por encima de Dan y a abrazarlo con fuerza. Las voces se debilitaban cuando estaba junto a Finn. Mientras comenzaba a quedase dormido, Dan oyó que Finn murmuraba junto a su oído:
-Te quiero, pequeño.
Dan también lo quería. Cuando se quedó dormido soñó de nuevo y en sueños trataba de decir lo que las fantasmales figuras gritaban en el viento.
Por la tarde, después de la tormenta -un día tan claro y espléndido que parecía casi una burla-, regresó a Paras Derval Diarmuid, príncipe de Brennin. Lo condujeron, con algunos de sus hombres, a la antecámara del soberano rey, donde se había congregado un considerable número de personas, y allí su hermano Aileron le presentó a Arturo Pendragon.
No sucedió nada en absoluto.
Paul Schafer, que estaba al lado de Kim, la vio palidecer cuando el príncipe entró en la habitación. Ahora, mientras el príncipe se inclinaba cortésmente ante Arturo y el Guerrero hacía un gesto de aceptación con imperturbable semblante, oyó que exhalaba un leve suspiro de alivio y murmuraba:
-Gracias a Dios.
Luego intercambió una mirada con Loren que estaba en el lado opuesto de la habitación, y en el rostro del mago Paul vio el mismo alivio. Le sorprendió un poco, pero no le dio demasiada importancia.
-¿Creías que era el tercero? -dijo-. ¿El tercer ángulo del triángulo?
Ella afirmó con la cabeza, todavía pálida.
-Lo temía. No sé por qué. No sé por qué estaba tan segura.
-¿Por eso quisiste que lo esperáramos?
Ella lo miró con sus ojos grises bajo los cabellos blancos.
-Así lo creía. Sabía que teníamos que esperarlo antes de emprender la cacería. Pero ahora no sé por qué razón.
-Porque -dijo una voz- eres una verdadera y leal amiga y no querías que me perdiera la diversión.
-¡Oh, Kev! -Se volvió y le dio un abrazo poco propio de una vidente-. ¡Te echaba de menos!
-Me alegro -dijo Kevin muy contento.
-Yo también -añadió Paul.
-Pues también me alegro -murmuró Kevin con algo menos de alegría.
Kim retrocedió un poco.
-¿Creías que no te queríamos, marinero?
Él le dedicó una media sonrisa.
-En cierto modo. Y, además, ahora Dave está luchando con el deseo de cortarme en dos con su hacha.
-Eso no es ninguna novedad -dijo Paul secamente.
-¿Por qué? -preguntó Kim.
-Me acosté con la chica equivocada.
-No es la primera vez que lo haces -rió Paul.
-Tiene gracia -dijo Kevin-. No tenía la menor idea de que ella le gustara, y en todo caso fue ella quien vino a buscarme. Las mujeres de los dalreis son así. Disparan salvas con cualquiera que les gusta hasta que deciden casarse.
-¿Se lo has explicado a Dave? -preguntó Kim; tenía ganas de tomarle el pelo, pero Kevin tenía un aire desgraciado. Decidió que debía de haber algún otro motivo.
-Resulta difícil explicarle esa clase de cosas a un hombre como él. Por lo menos a mí. Le pedí a Levon que lo hiciera. Ella es su hermana. -Kevin señaló con un movimiento de cabeza a un hombre.
Aquélla era, naturalmente, la razón.
Se volvió hacia el apuesto y rubio jinete que estaba justo tras ellos. Había una razón para demorar la partida, pero no se trataba ni de Diarmuid ni de Kevin. La razón era aquel hombre.
-Ya se lo he explicado -dijo Levon con una sonrisa-. y lo haré tantas veces como sea necesario. -Luego su expresión se hizo grave mientras le decía a Kim-: Vidente, hace tiempo que te pregunté si podíamos hablar.
Kim lo recordaba. Aquella mañana, antes de que el Baelrath hubiera empezado a brillar y su cabeza hubiera explotado con los gritos de Jennifer y los hubiera sacado a todos ellos de allí.
Miró la mano. El anillo estaba latiendo; muy débilmente, pero volvía a estar vivo.
-Muy bien -dijo en tono casi cortante-. Ven tú también, Paul. Kev, ¿quieres ir a buscar a Loren y a Matt?
-Y a Davor -dijo Levon-. También a Diarmuid. Está al corriente.
-En mi habitación. Vamos. -Salió primero, dejando que los demás la siguieran. A ella y al Baelrath.
La llama despertará de su sueño a los reyes,
llamados por el cuerno,
pero, aunque respondan desde las profundidades,
nunca podréis esclavizar
a los que vienen cabalgando desde la Fortaleza de Owein
guiados por un niño.