Boudancourt gritaba instrucciones similares a su propia gente; entre ellos, el médico y un marinero estaban llevando a Elspeth al bote más cercano.
—¡Bueno, vaya con ella, no sea idiota! —me gritó Kennedy—. Ya sabe cómo son esos malditos franchutes, ¿verdad?
Iba cojeando con su pierna herida, la bandera malgache arrastrando de su mano, el pequeño Boudancourt hablando con irritación a sus talones.
—¡Ah, pero un momento, monsieur! Se ha olvidado, creo, de que todavía lleva algo que es propiedad legítima de
madame la République
! ¡Haga el favor de entregarme esa bandera!
—¡Ni por asomo!
—Ah, villano, ¿me desafía aún? ¡No dejará esta costa con vida!
—¡Apártese, pequeñajo!
Podía oír su disputa por encima del estruendo mientras alcanzaba la borda del barco francés, los hombres forcejeando a su alrededor con el agua a la altura de la rodilla. Estaban subiendo a Elspeth a la cámara del bote a través de una gruñona y chillona multitud de franceses... Algunos estaban de pie en la proa, disparando hacia la playa, otros se preparaban para alejarse, había heridos que gritaban o que yacían silenciosos contra los bancos de los remeros, y un guardiamarina gritaba estridentes órdenes a los hombres en los remos. Hubo una explosión ensordecedora cuando el cúter británico cercano disparó su cañón de proa. Los malgaches salían en tropel del fuerte, dirigiéndose hacia la playa mientras disparaban al azar —se habían preparado para la carga en un momento— y Kennedy y Boudancourt, los últimos hombres de la playa, chapoteaban en los bajíos, tirando de la bandera y chillándose insultos uno al otro.
—¡Déjeme, maldita sea su estampa!
—¡Traidor inglés, no escapará!
Pienso en ellos a veces, cuando oigo a los políticos idiotas diciendo tonterías acerca de la
entente cordiale
. Kennedy sacudiendo el puño, Boudancourt ronco y agotado, con aquel sucio, inútil trozo de tela tirante entre ellos. Y estoy orgulloso de pensar que en aquel momento crítico, con toda aquella confusión en torno y el desastre inminente, mi habilidad diplomática se impuso para salvar la situación. Porque creo que ellos seguirían allí todavía si yo no hubiera sacado un cuchillo del cinturón de un marinero que tenía delante y cortado la bandera en dos, maldiciendo histéricamente. El cuchillo no hizo más que hacer un ligero corte, pero fue suficiente... toda la tela se rasgó en dos con un sonido chirriante, y Kennedy juró, Boudancourt chilló y subimos a bordo mientras los cañones de proa rugían por última vez y los botes rodaban por los guijarros y se sumergían en las olas.
—
Assassin
! —gritó Boudancourt, blandiendo su mitad.
—¡Chulo! —respondió Kennedy, desde el barco vecino.
Así es como salimos de Madagascar. Costó más de un puñado de ingleses y franceses muertos, aquella operación alocada y mal llevada,
[63]
pero ya que salvó mi vida y la de Elspeth por pura casualidad, me perdonarán si no me quejo. Todo lo que podía pensar, mientras me acurrucaba junto a ella en la popa, con la cabeza dándome vueltas de fatiga y el cuerpo dolorido era: ¡Dios mío, estamos salvados! Reinas negras locas, Solomon, Brooke, hovas, cazadores de cabezas, gángsters chinos, dardos envenenados, pozos hirviendo, barcos con calaveras, veneno
tanguin...
todo había desaparecido, y navegábamos por el agua azul, mi chica y yo, hacia un barco que nos iba a llevar a casa...
—Perdón, monsieur —Boudancourt, junto a mí, fruncía el ceño ante el trozo de bandera empapada que tenía en las manos—. ¿Puede decirme qué significan estas palabras? —preguntó, señalando la inscripción negra que llevaba la bandera.
No podía leerlas, por supuesto, pero conocía lo suficiente de la heráldica malgache para saber qué eran.
—Dice «Ranavalona». Es la reina de esa maldita isla, y puede darle gracias a su destino por no haberse acercado nunca a ella. Podría contarle... —empecé yo, pero Elspeth se removió contra mí y pensé: «No, cuanto menos diga, mejor». La miré; ella estaba despierta, pero no me escuchaba. Sus ojos parecían estar modestamente abatidos, y yo no entendía por qué, hasta que noté que su vestido estaba tan destrozado que llevaba las piernas completamente al descubierto, y todas las libidinosas caras francesas de aquel barco babeaban mirando en su dirección. ¿Y ella no lo sabía? «Demonios —pensé—, así es como empezó todo este jodido asunto, porque esta zorra coqueta permitió que la miraran con ojos lascivos...»
—¿Le importa? —dije a Boudancourt, y cogiendo la bandera rota de su mano la deposité decentemente sobre las rodillas de ella, mirando con irritación a los decepcionados franceses. Ella me miró, con inocente sorpresa, y sonrió y se acurrucó junto a mi hombro.
—Vaya, Harry —suspiró—. ¡Me cuidas tan bien!
[Extracto final del diario de la señora Flashman, julio de 1845.]
...pero de verdad que es
agotador
verme separada de nuevo
tan pronto
de mi querido, querido H., especialmente después de la Cruel Separación que habíamos soportado, y en un momento en que suponíamos que podíamos disfrutar del reposo y alivio de la compañía mutua en Deliciosa paz al fin, y en la
seguridad
de la Vieja Inglaterra. Pero S. E. el Gobernador de Mauricio estaba muy decidido a que H. fuera a la India, porque parece que allí está creciendo el alboroto entre los Chics, y los regimientos que vuelven a casa tienen que ser enviados allí de nuevo, y todo Oficial de
probada experiencia
es necesario en caso de guerra.
[64]
Así que por supuesto mi querido, estando en la Lista Activa,
tiene
que ir a Bombay, no sin la más Vigorosa Protesta por su parte, tanto que él incluso amenazó con devolver sus Papeles y dejar el servicio por completo, pero eso ellos no lo permitirían en absoluto.
Así que me han dejado aquí lamentándome, como la mujer de Ulises cuando su marido se fue a la guerra, o era su hijo, no lo recuerdo bien, mientras el Esposo de mi Corazón vuelve a su Deber, y en realidad espero que él tenga cuidado con los Chics, que parece que son
de lo más desagradable
. Mi único Consuelo es el conocimiento de que mi queridísimo habría preferido con toda su alma acompañarme él mismo a casa, y fue su gran Preocupación y Afecto por mí lo que causó que se resistiera tan fieramente cuando le dijeron que tenía que ir a la India (y en realidad se puso bastante violento, y llamó a S. E. el Gobernador muchas cosas desagradables que soy incapaz de reproducir, porque eran demasiado duras). Pero yo no podría haberle apartado nunca a él del Camino del Honor, que ama tanto, y realmente no había razón para que lo hiciera, porque estoy extremadamente
cómoda
y bien cuidada a bordo del buen barco
Zelée
, cuyo comandante, el Capitán Feiseck, ha sido tan amable de ofrecerme un pasaje hasta Toulon, mejor que esperar un
Indiaman
. Es un joven muy Agradable y Atento, con los modales más
refinados
del mundo, lleno de consideraciones conmigo, igual que
todos
sus oficiales, especialmente los tenientes Homard y St. Just y Delincourt y Ambrée y el pequeño y querido Boudancourt, e incluso los Guardiamarinas...
[Fin del extracto. ¡Hipocresía, vanidad y afectación hasta el final! ¡Y una preocupación muy propia de una esposa, en verdad! G. de R.]
(Con esta nota de impaciencia de su original editora, el manuscrito del tercer paquete de las memorias de Flashman llega a su fin.)
El críquet en 1840
Flashman tenía una idea muy personal del críquet, como de la mayoría de las cosas, pero no nos cabe la menor duda de que en su habitual cinismo brilla un genuino amor por el juego. Esto no es sorprendente, porque es quizás el deporte más sutil y refinado de los practicados al aire libre que se ha inventado jamás, resuelto con destreza y maestría, y con un sinfín de oportunidades para un carácter como el suyo. Además jugaba bien, de acuerdo con su propio relato y el de Thomas Hughes, del que podemos fiarnos, porque no era dado a exagerar nada para ganarse el crédito de Flashman. En realidad, si no hubiera estado tan ocupado con sus deberes militares y otras hazañas, Flashman podía haberse ganado un lugar en la historia del críquet como lanzador verdaderamente rápido... Vencer a un trío como Félix, Pilch y Mynn (los equivalentes victorianos tempranos de Hobbs, Bradman y Keith Miller) demuestra un talento por encima de lo corriente.
Si él constituye una guía fiable para conocer el críquet de su época podemos juzgarlo a partir de los trabajos que aparecen citados al final de este apéndice. Sus recuerdos de Lord’s en su edad dorada son precisos, así como los breves retratos de los gigantes de su época: el enorme y formidable Mynn, el elegante Félix y el gran Pilch (aunque la mayoría de sus contemporáneos muestran a Pilch como mucho más genial de como lo consideró Flashman). Sus referencias técnicas al juego son correctas, aunque tiene tendencia a mezclar la jerga de sus días de jugador con la de sesenta años más tarde, cuando escribía... Así, habla de «bateadores», término que se usaba en 1840, así como
shiver, trimmer, twister
y
shooter
(todos describiendo lanzamientos), y al mismo tiempo, se refiere indiscriminadamente a «vuelta» y «turno», que significan lo mismo, aunque el primero es mucho más obsoleto, y comete un curioso lapsus de memoria al referirse a «las cuerdas» en el Lord’s de 1842; en efecto, los límites no fueron introducidos hasta más tarde, y en la época de Flashman había que correr para todos los tantos.
Indudablemente, lo más interesante de sus recuerdos del críquet es su descripción del partido
single
-
wicket
con Solomon; esa forma de juego era popular en su época, pero después sufrió un declive, aunque se han hecho intentos de revitalizarla recientemente. Las reglas pueden encontrarse en la obra de Charles Box
The English Game of Críquet
(1877), pero variaban según las preferencias; podía haber cualquier número de jugadores a cada lado, de uno a seis, pero si había menos de cinco era costumbre prohibir el tanteo o lanzamiento detrás de la línea del
wicket
. Las apuestas en tales juegos estaban muy extendidas, y ayudaban a darles mala fama. Sin embargo, conviene recordar que el tipo de apuesta en la que incurren Flashman, Solomon y Daedalus Tighe era común en su época. Aunque era indudablemente dura, excéntrica y hasta retorcida, formaba parte integrante de un mundo deportivo muy pintoresco en el cual incluso un sacerdote podía hacerse con unos bonitos ingresos con las apuestas del críquet. Se podía jugar incluso a la luz de las velas, y los hinchas recuerdan todavía ocasiones como la de un partido de los pensionistas de Greenwich en el que los espectadores acudieron en masa para ver a un equipo de hombres con una sola pierna jugar contra un equipo que tenía un solo brazo. (El equipo con una sola pierna ganó, por 103 carreras; se rompieron cinco piernas de madera durante el juego.) En realidad, podemos hacernos eco de Flashman: el críquet ya no es lo que era. (Véanse Box, W.,
Annals of Críquet
de W. Read, 1896;
The History of Críquet
de Eric Parker, Lonsdale Library [con la descripción de sir Spencer Ponsonby Fane de Lord’s en «Lord’s y la MCC»];
Sketches of the Players
de W. Denison, 1888;
Felix on the Bat
de Nicholas [«Felix»] Wanmostrocht, 1845; y
Oxford Memories
del Rev. J. Pycroft, 1886.)
El rajá blanco
Ahora, cuando está de moda contemplar sólo el aspecto oscuro del imperialismo, no se oye hablar mucho de James Brooke. Fue uno de aquellos victorianos que dieron buen nombre a la construcción de un imperio, y cuyo peor defecto, quizá, fue amar la aventura por su cuenta y riesgo, tenía una inconmovible confianza en su propia misión civilizadora y disfrutaba luchando contra los piratas. Su filosofía, típica de su clase y de su época, puede no ser bien vista universalmente hoy en día, pero un examen honesto de lo que realmente hizo descubrirá más motivos de alabanza que de censura.
El relato que Steward dio a Flashman es sustancialmente cierto: Brooke fue a Sarawak en busca de aventuras, y acabó como gobernante y salvador. Abolió la tiranía bajo la cual se encontraban, reavivó el comercio, redactó un código legal y aunque virtualmente sin recursos y sólo con un puñado de aventureros y cazadores de cabezas reformados para ayudarle, mantuvo su guerra particular contra los piratas de las islas. Le costó seis años ganar, y considerando el salvajismo y el abrumador número de sus enemigos, la naturaleza organizada y tradicional de la piratería, las distancias y costas desconocidas en las que se movía y las pequeñas fuerzas a su disposición, fue un logro asombroso.
Que fue una lucha brutal y sangrienta lo sabemos, y quizá fuera inevitable que al final de ella Brooke se viera descrito por algún periódico como «pirata, asesino a gran escala y criminal», y que presentaran demandas en el Parlamento Hume, Cobden y Gladstone (que admiraba a Brooke, pero no sus métodos) para que se realizara una investigación de su conducta. Palmerston, igualmente de forma inevitable, defendió a Brooke como hombre de «honor sin tacha», y Catchick Moses y los comerciantes de Singapur también le apoyaron.
Finalmente, la investigación exoneró completamente a Brooke, lo cual probablemente fue una decisión correcta; sus críticos debían pensar que él había perseguido a cazadores de cabezas y piratas con excesivo entusiasmo, pero los pobladores de la costa que habían sufrido generaciones de saqueo y esclavitud tenían una visión diferente.
Y lo mismo sucedió con el gran público británico. No había escasez de héroes a los que venerar en la época victoriana, pero entre los Gordons, Livingstones, Stanleys y demás, James Brooke ocupó merecidamente un lugar único. Después de todo, representaba al típico aventurero inglés de la vieja tradición: independiente, intrépido, honesto, gazmoño y animosamente inmodesto, y con un pequeño toque de bucanero; no fue de extrañar que toda una generación de novelistas para jóvenes lo tomara como modelo. Lo cual era un gran cumplido, pero no mayor que el que le tributaron las tribus de Borneo; para ellos, según dijo un viajero, era simplemente sobrehumano. Los piratas de las islas quizás hubieran estado de acuerdo.
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La reina Ranavalona I