Por delante de nosotros, el cielo se estaba iluminando con el amanecer de verano, y mi ánimo se levantó —¡estábamos fuera, libres, en marcha!— y más allá de aquellas distantes colinas púrpura había un barco de guerra británico, y voces inglesas, y comidas cristianas, y seguridad detrás de los cañones británicos. Cuatro días como máximo... si los caballos que había mandado a Ankay estaban esperándonos. En aquel país de paso de caracol, donde toda persecución se hace a pie, nadie podía esperar alcanzarnos, ninguna alarma podía sobrepasarnos... Casi llegué a bajarme de mi silla hasta que pensé en aquella amenazadora presencia todavía tan cercana, aquella espantosa ciudad agazapada detrás de nosotros, y sacudí las bridas de Elspeth y nos lanzamos a galope tendido.
Pero la suerte nos acompañaba. Vimos los caballos de refresco antes del amanecer, levantando polvo. El mozo corría junto al que iba delante, y nunca me había alegrado tanto de ver algo. No eran lo más selecto de la caballería ligera, pero tenían rancho y
jaka
en sus alforjas y yo sabía que ellos nos llevarían hasta el final si los relevábamos adecuadamente. Treinta millas es lo máximo que puede llevarme un animal, y Elspeth tampoco podría cabalgar mucho más en una sola jornada, de todos modos.
Despedí al asombrado mozo y allá fuimos a galope. Un pequeño grupo de caballos no es difícil de manejar, si has aprendido el oficio en Afganistán. Mi principal preocupación ahora era Elspeth. Ella había cabalgado sin parar, y loablemente silenciosa, hasta entonces, pero mientras seguíamos hacia adelante por el interior, vi que iba balanceándose en la silla, con los ojos medio cerrados, el rubio cabello cayéndole por la cara, y aunque yo estaba ansioso por seguir, me sentí obligado a parar en un pequeño bosquecillo para descansar y comer. La bajé de la silla junto a un arroyo, y se me quedó dormida al cogerla entre los brazos. Durante tres horas no se movió siquiera, mientras yo mantenía un ojo vigilante en la llanura, pero no vi señales de persecución.
Sin embargo, cuando se despertó, volvió a ser todo preguntas y parloteos, y mientras masticábamos nuestro
jaka
y yo le curaba el dedo, que no estaba roto, aunque sí herido, traté de explicarle lo que había ocurrido. De todas las asombrosas cosas que habían ocurrido desde que dejamos Inglaterra, todavía tengo la sensación de que esa conversación fue lo más increíble de todo. Quiero decir que explicarle cualquier cosa a Elspeth es siempre bastante duro, pero había algo irreal, cuando miro hacia atrás, en sentarse allí frente a ella, en un bosque de Madagascar, mientras me miraba con ojos como platos, con su roto y sucio vestido de noche y su dedo entablillado, escuchándome mientras yo le explicaba por qué corríamos para salvar nuestra vida huyendo de una abominable déspota negra que yo había estado conspirando para derrocar. No la culpo por mostrarse escéptica, ¿saben?; fue la forma que tomó su escepticismo lo que consiguió que me echara las manos a la cabeza.
Al principio simplemente no se creía ni una palabra de todo aquello; me dijo que contradecía todo lo que ella había visto en Madagascar, y para probar su punto de vista sacó, de entre su ropa interior, una pequeña y maltratada libretita de notas de la cual procedió a leerme sus «impresiones» del país... Dios me ayude, todo eran comentarios acerca de jodidas mariposas y flores silvestres y materiales de las cortinas malgaches y lo que había tomado para cenar. En aquel punto empecé a darme cuenta de que la idea que yo me había formado en las visitas que le hice en el palacio de Rakota había sido absolutamente acertada. Ella había pasado seis meses en aquel lugar sin tener ni idea de lo que pasaba realmente. Bueno, sabía que era un poco tonta, pero aquello lo superaba todo, y se lo dije.
—Yo no he visto nada de eso —dijo ella—. El príncipe y la princesa eran todo cortesía y consideración, y tú me asegurabas que todo iba bien, así que, ¿por qué iba a pensar yo otra cosa?
Todavía se lo estaba explicando, y ella seguía refunfuñando, cuando volvimos a ponernos en camino. Aquello continuó durante la mayor parte del día, que nos llevó hasta el extremo este de los terrenos bajos, cerca de Angavo, donde acampamos en otro bosque. Por entonces yo le había metido ya en la cabeza que Madagascar era un lugar infernal, y que escapábamos de un destino espantoso. Pensarán que aquello la redujo al silencio, presa del terror, pero eso es que no conocen a mi Elspeth.
Estaba sorprendida... Asustada, no; ni pizca, sólo indignada. Era deplorable, y no debería estar permitido, así es como lo veía ella; ¿por qué
nosotros
(y con esto creo que quería decir Su Majestad Británica) no tomábamos medidas para evitar tal desgobierno, y qué pensaba de ello la Iglesia? Era bastante desagradable... Yo estaba allí sentado comiendo
jaka
, pero no pude evitar, al oírla, pensar en la vieja regañona de Lady Sale, tabaleando sus dedos enguantados mientras las balas
jezzail
silbaban en torno a ella en la retirada de Kabul, preguntando por qué nadie hacía nada al respecto. Sí, es cómico a su manera... y, sin embargo, cuando uno ha visto a las
mensahibs
fruncir los labios y levantar unas cejas indignadas frente a los peligros y horrores que hacían temblar a sus hombres, empieza a entender su importancia. Tenían una moralidad de sacristía, una disciplina de niñera, y todo ello conseguido con un absoluto sentido de la propiedad y la higiene... y cuando todo eso desapareció, y por tanto también las
mensahibs
, pues bueno, las cosas ya no han vuelto a ser iguales nunca más.
Lo único que no podía aceptar Elspeth, sin embargo, era que la condición ultrajante de Madagascar fuese culpa de la reina Ranavalona. Las reinas, según su concepción del asunto, no se comportan de esa manera. La madre del príncipe Rakota («un jovencito de lo más gentil y cortés») nunca habría tolerado tales cosas. No, lo que pasaba seguramente era que estaba mal aconsejada, y que sus ministros, sin duda, la mantenían en la ignorancia. Ella había sido bastante educada conmigo, ¿verdad? Eso me lo preguntó de aquella manera ingenua que yo ya conocía. Dije que bueno, que era bastante simplona y malintencionada por lo poco que supe de ella, pero que, por supuesto, apenas había intercambiado algunas palabras con ella (lo cual, como observarán, era verdad; no dije nada de los baños y del piano). Elspeth suspiró satisfecha, y después de un momento dijo suavemente:
—¿Me has echado de menos, Harry?
Mirándola allí sentada en el atardecer, destacada sobre el fondo de hojas verdes, con su vestido polvoriento, el enmarañado cabello dorado enmarcando aquella carita encantadora, tan serena en su estupidez, de repente me di cuenta de que sólo había una forma adecuada de responderle. Y aquello, con la conmoción, la prisa y el miedo de nuestra fuga no se me había ocurrido en absoluto hasta aquel momento. Después, echados en la hierba, mientras ella me acariciaba la mejilla, me pareció la cosa más natural del mundo... como si no estuviéramos en Madagascar, perseguidos por espantosos peligros y con desconocidas pruebas ante nosotros... En aquel delicioso momento soñé con la primera vez, bajo los árboles junto al Clyde, aquella tarde dorada, y cuando hablé de aquello ella empezó a llorar por fin, y se agarró a mí.
—Tú harás que volvamos allí otra vez... a casa —dijo—. Eres valiente, fuerte y bueno, y sabes mantenerme a salvo. —Se secó los ojos, con aire solemne—. Sabes que nunca te había visto luchar antes? Oh, lo sabía, claro, por los periódicos, y lo que decía todo el mundo... que eras un héroe, quiero decir... pero no sabía cómo era eso. Las mujeres no lo saben. Ahora ya te he visto, con la espada en la mano... Eres terrible, Harry... ¡Y tan rápido! —Se estremeció ligeramente—. Pocas mujeres son tan afortunadas de ver lo valientes que son sus maridos...,y yo tengo al hombre más valiente y mejor del mundo entero —me besó en la frente, con la mejilla contra la mía.
Pensé en su dedo, aplastado por aquella bota; la forma en que se había puesto de pie entre los arbustos y había salido caminando, decidida; la agotadora cabalgata desde Antan, todo lo que ella había soportado desde Singapur... y no es que me sintiera avergonzado, exactamente, porque saben que ése no es mi estilo. Pero noté que los ojos me picaban un poco, y levanté su barbilla con mi mano.
—Nenita —dije—, eres estupenda.
—¡Oh, no! —exclamó ella, abriendo mucho los ojos—. Soy muy tonta y débil y... ¡Y no soy estupenda en absoluto! Irresponsable, dice papá. Pero me gusta ser tu «nenita» —apoyó su cabeza en mi pecho— y pensar que te gusto un poco también... más de lo que te gustan la horrible reina de Madagascar, o la señora Leo Lade, o esas señoras chinas que vimos en Singapur, o Kitty Stevens o... ¡bah, querido!, ¿qué más da?
—¿Quién demonios —rugí yo— es Kitty Stevens?
—Ah, ¿no te acuerdas? Aquella chica delgada, morena, de aspecto debilucho y ojos tristones que ella cree que son interesantes... aunque no sé cómo puede imaginar que una simple mirada pueda hacerla hará atractiva... Aquélla con la que bailaste dos veces en el Baile de la Caballería, y le serviste ponche en el bufé...
Habíamos partido de nuevo antes del amanecer, cruzando el Angavo Pass que conduce a la llanura superior de Ankay, con muchas precauciones porque sabía que el regimiento de los guardias hovas que yo había mandado allí no podía estar muy lejos. Seguimos hacia el norte, y seguramente los dejamos a un lado, porque no vimos ni un alma hasta el vado de Mangaro, donde los campesinos se volvían para mirarnos mientras cruzábamos el río con nuestra pequeña reata. Fue fácil seguir hasta que se cerraba la selva y empezaban las montañas, pero íbamos más despacio de lo que yo había esperado. Empezó a parecerme que la cabalgada sería de cinco días en lugar de cuatro, pero no me importaba demasiado. Lo único importante era mantenernos a la cabeza de la persecución; la fragata seguiría estando allí. Estaba seguro de ello porque tenía que esperar una respuesta a la protesta que, de acuerdo con Laborde, habían enviado a la reina hacía sólo un par de días. Su respuesta, aunque la hubiera enviado de inmediato, tardaría más de una semana en llegar a Tamitave, así que si manteníamos el paso estaríamos allí con tiempo suficiente.
Seguí diciéndome aquello a mí mismo al tercer día, cuando nuestro ritmo se hizo tan lento como si fuéramos a pie, porque íbamos trepando trabajosamente por la serpenteante senda que conducía a las grandes montañas. Íbamos cercados por el bosque a ambos lados, y únicamente aquel tortuoso sendero como guía. Lo conocía porque me habían ido azotando por él cuando fui en la cuerda de esclavos, y tenía que tragarme mis miedos mientras nos acercábamos a cada curva... Porque, ¿y si nos encontrábamos con alguien, en aquel lugar donde no podíamos dar la vuelta, donde apartarse diez metros del camino suponía una muerte segura, perdidos y vagando hasta perecer de hambre? ¿Y si aquel sendero iba desapareciendo, o había sido cubierto por la vegetación? ¿Y si unos rápidos corredores hovas nos alcanzaban?
Yo estaba febril de ansiedad, y no me ayudaba el placer infantil que Elspeth parecía encontrar en nuestro viaje. Ella palmoteaba y exclamaba todo el tiempo ante los monos con ojos saltones que nos espiaban, o los pájaros con plumas de encaje que volaban entre las enredaderas; incluso las espantosas serpientes de agua que cruzaban las corrientes, con las cabezas asomando, la excitaban... no le gustaban las arañas, sin embargo, grandes monstruos veteados tan grandes como una mano que correteaban por telas del tamaño de una sábana. Y una vez huyó con terror ante la vista de algo que hizo que nuestros caballos relincharan y retrocedieran en el estrecho sendero: una tropa de grandes simios que cruzaban el sendero dando saltos de increíble longitud, con los pies juntos.
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Vimos cómo aterrizaban en la vegetación, y por enésima vez maldije la suerte de no tener siquiera un cuchillo conmigo para defendernos, porque Dios sabe qué otras cosas horribles podía haber por allí, arrastrándose en aquel oscuro y siniestro bosque. Elspeth deseó tener su cuaderno de dibujo.
Hay sesenta kilómetros de selva, pero gracias a la buena reina Ranavalona no tuvimos que cruzarlo todo, como lo harían ustedes hoy en día. El camino de la selva corre directo hacia Andevoranto, desde donde uno viaja hacia la costa hacia Tamitave, pero en 1845 había un atajo... El camino de los búfalos de la reina, que cortaba recto a través de la selva montañosa hasta la llanura costera. Era el camino abierto por miles de esclavos que yo había visto a la ida; lo alcanzamos al cuarto día, una gran avenida entre el verdor, y con jirones de niebla colgando por encima de la montaña. Era extraño y sobrecogedor, pero al menos era llano, y como ya habíamos abandonado, exhaustos, a la mitad de nuestros animales, me alegré de poder ir más fácilmente.
Cuando recuerdo aquel memorable viaje, me parece extraño que no fuera tan penoso como podía haber sido. Elspeth todavía jura y perjura que disfrutó bastante; yo me atrevería a decir que si no hubiera sentido tantas aprensiones —miedo a perder nuestras monturas, a equivocar el camino entre la niebla, a ser alcanzado por nuestros perseguidores (aunque yo sabía que había pocas oportunidades de que eso sucediera) o inquietud por no saber cómo íbamos a hacer nuestro trayecto final hasta la fragata— podía haberme maravillado de que lo hiciéramos con tanta facilidad. Pero el caso es que así fue; nuestra suerte nos condujo por selvas y montañas, apenas tropezamos con algún nativo durante todo el recorrido, y al atardecer del cuarto día estábamos galopando por las extrañas colinas cónicas que se alinean en la arenosa llanura de la costa. No había nada ante nosotros, salvo unos pocos pueblos diseminados y una llanura que nos separaba de Tamitave.
Por supuesto, tenía que haber estado en guardia. Tenía que haber sabido que aquello había ido demasiado bien. Tenía que haber recordado el horror que seguía existiendo a poca distancia de nosotros, y la locura de odio y sed de sangre que alimentaba aquella malvada mujer. Tenía que haber pensado en la primera regla del soldado: ponerte en el lugar del enemigo y preguntarte qué habrías hecho tú. Si yo hubiera sido aquella terrible perra, y mi amante ingrato hubiera intentado arruinarme, hubiera rajado a mis guardias y hubiera huido hacia la costa, ¿qué habría hecho yo, teniendo un poder ilimitado y una venganza maníaca que satisfacer? Mandar a mis corredores más veloces, por llanuras, selvas y montañas, para sembrar la alarma, alertar a las guarniciones, cortar la huida: eso es lo que habría hecho. ¿Cuánto pueden viajar en un día unos buenos corredores?, ¿sesenta kilómetros por terreno escarpado? Digamos cuatro días, quizá cinco, desde Antan hasta la costa. Estábamos aproximándonos a Tamitave por la tarde del cuarto día.