Bueno, cuando puso las cosas de esa manera, vi que era inútil discutir. Me quedé echado temblando, mientras él se dominaba a sí mismo y seguía, más tranquilamente:
—El amor no es para animales como usted. El amor es lo que sentí, por primera vez en mi vida, aquella tarde en Lord’s, cuando la vi. Supe entonces, tan seguro como sé que hay un solo Dios, que no habría nunca otra mujer, que la adoraría para siempre, para toda la vida, una vida que sería muerte sin ella. Sí, entonces supe... lo que era el amor.
Dejó escapar un suspiro. Estaba temblando. «Demonios —pensé yo—, es un maníaco... se lo cree de verdad.» Respiró fuerte durante un minuto por lo menos, y luego siguió, como un poeta que ha tomado opio:
—Ella llenó mi vida a partir de aquel momento; no hubo nada más. Pero era un amor puro. Ella habría sido sagrada para mí si hubiera estado casada con un marido que la mereciera realmente. Pero cuando comprendí la verdad, que se hallaba prisionera de un bruto de la peor calaña —me dirigió una mirada desdeñosa—, me pregunté por qué mi vida y la de ella (que es infinitamente más preciosa) debían verse arruinadas por una estúpida convención que, después de todo, no significa nada para mí. Oh, yo era un caballero, educado a la inglesa, en una escuela inglesa... pero también era un príncipe de la casa de Magandanu, descendiente del propio Profeta, y era un pirata, como nos llaman ustedes los occidentales. ¿Por qué tenía que respetar
sus
costumbres, cuando podía ofrecerle a ella un destino tan superior a la vida que llevaba con usted como las estrellas están por encima del barro?, ¿por qué tenía que dudar? ¡Podía hacer de ella una reina, en lugar de la esclava de un tipejo borracho y licencioso que sólo había accedido a casarse con ella a punta de pistola!
—¡Eso no es justo! Ella estuvo muy contenta de atraparme, y si esa piojosa sabandija de Morrison dice otra cosa... ¡No me pegue! ¡Estoy herido!
—¡Ella no se queja nunca, ni una palabra, ni un gesto! Su lealtad, como todo lo que hace referencia a ella, es perfecta... ¡Incluso para un gusano como usted! Pero yo lo sabía, y decidí salvarla para un amor que la mereciera. Así que trabajé cuidadosamente, pacientemente, por nuestros intereses. Era una tortura imponerse, sobre aquella dulce inocencia, pero sabía que a su tiempo ella me bendeciría por usar tales subterfugios. Estaba dispuesto a sacrificarlo todo: millones, ¿qué son para mí? Yo, que era mitad del este, mitad del oeste, estaba preparado para colocarme fuera de la ley, más allá de la civilización, por ella. Yo le daría una ley, un trono, una fortuna... y un amor verdadero. Porque todavía tengo mi reino del este, y ella lo compartirá conmigo.
«Bueno, y no me querrás como embajador británico», pensé, pero me quedé calladito, con mucho tacto. Él paseaba por la cabina, con aire de mando, mientras seguía soltando todas aquellas estupideces.
—Así que la cogí y luché por ella ¡frente a ese loco vicioso de Brooke! Ah, sí, no dejará de venir a Borneo, con su fingida piedad y sus promesas, ¡él, que es el pirata más sangriento de todos nosotros! No hay duda de que ha conseguido un buen pretexto con lo de rescatarla, para poder venir y asaltarnos y quemarnos, y asesinar a nuestra gente. —Ahora hablaba como un verdadero loco, moviendo las manos—. ¿A él qué le importa cómo vivimos nosotros? ¿Qué privilegio tiene él para meterse con nosotros y nuestra forma de actuar? ¡Me habría comido cruda toda su flota en el Skrang si no hubiera sido por Paitingi! Así fue, yo le hice meterse en las ensenadas y volví río abajo, con este único barco. Él piensa que ha acabado con Suleiman Usman, ¿verdad? ¡Que venga a Maludu cuando yo vuelva allí!
Dio unos pasos más, murmurando algo contra Brooke, y luego volvió a mí.
—Pero él no importa. No me importa ahora. Usted sí. Usted está aquí, y es inoportuno. —Hizo una pausa, en consideración a mí—. Sí, debería haber muerto.
Yo le pedí a Dios que dejara de insistir en este asunto, pues ya me imaginaba adónde podía ir a parar. Ya no era el Don Solomon de Brook Street, no sé si lo habrán notado, era un aborigen cruel que iba saqueando por ahí en barcos festoneados con calaveras, y yo un marido inoportuno, con eso está dicho todo. Además, estaba claro que aquel tipo tenía más tornillos sueltos que un zapador borracho. Todas esas locuras acerca de la adoración a Elspeth, no ser capaz de vivir sin ella, hacer de ella una reina. ¡Bueno! Habría sido risible si no hubiera sido verdad; después de todo, cuando un hombre secuestra a una mujer casada y emprende una guerra por ella, es que no se trata de un capricho pasajero.
Pero una cosa estaba clara: su cortejo no había prosperado; de lo contrario, yo habría saltado por encima de la borda hacía mucho tiempo; con un saco de piedras atado a mis tobillos. ¿Por qué demonios no la había conquistado él en Londres y se la había tirado hasta cansarse, y nos habríamos ahorrado todo esto? Pero allí estábamos, en una situación cuya delicadeza me ponía la carne de gallina. Lo pensé, respiré hondo y traté de hablar sin demostrar miedo.
—Bueno, ahora, Don Solomon, tomo nota de lo que ha dicho, y... estoy contento de que hayamos tenido esta conversación, ¿sabe?, y que me haya dicho... lo que piensa. Sí, lo ha puesto muy claro, y aunque no puedo sino deplorar lo que ha hecho, bueno, entiendo sus sentimientos, como lo harían muchos hombres sensibles; y yo lo soy, créame, y veo que está usted profundamente afectado por... por mi mujer, y sé lo que es eso, por supuesto. Quiero decir, que ella es una criatura deliciosa, estamos de acuerdo, claro que sí. —Y yo asentía, mientras él me miraba con asombro, no le culpo—. Pero creo que se ha equivocado usted; nosotros somos una pareja muy unida, Elspeth, la señora Flashman, y yo, pregúnteselo a cualquiera... ni una discusión... absolutamente felices...
—¿Y esa zorra de Lade? —replicó él—. ¿Ésa es su devoción?
—¡Pero mi querido amigo! Un simple accidente. Quiero decir que ni me había fijado en ella... eran puros celos al ver a mi esposa halagada por sus atenciones... Un hombre de su porte, quiero decir, de exquisitos modales, encantador, tremendamente rico... No, no, quiero decir, me encontré bastante fuera de juego, y la señora Lade, bueno... el calor del momento..., usted sabe cómo puede dejarse llevar uno...
Faltó poco para que me asesinara en la misma cama, considerando las estupideces que estaba diciendo; pero a veces funciona, bobadas con un toque de sinceridad, cuando uno está metido en un caso sin esperanzas. En aquel caso no funcionó; él se dirigió hacia la cama, me cogió por el hombro y echó hacia atrás el puño.
—¡Mentiroso del demonio! —gritó—. ¿Cree que puede confundirme con sus falsedades?
—¡No! —aullé yo—. Yo amo a Elspeth, y ella me ama a mí, y usted lo sabe! ¡Ella no le quiere a usted! —Ahora sí que había acertado, me di cuenta, así que continué rugiendo—: ¡Por eso deseaba usted que yo hubiera muerto... porque sabe que si me hace daño, su última esperanza de ganarla habrá desaparecido! ¡No, soy un inválido... mi herida...!
Sus dedos apretaban mi hombro como un demonio; de repente, me soltó y se puso tieso, con una fea sonrisa.
—¡Así que contaba usted con eso! Miserable sapo, ella ni siquiera sabe que usted está aquí. ¡Ah, ahora se pone pálido!
—¡No le creo! Si eso fuera verdad, ya me habría matado. ¡Lo intentó en Singapur, maldito sea, con sus asquerosos matones negros!
Me miró.
—No sé de qué me está hablando —y parecía sincero, maldito sea—. No espero que lo entienda, Flashman, pero la razón de que todavía esté vivo es que soy un hombre de honor. Cuando la lleve a ella hasta su trono (que lo haré) será con las manos limpias, no manchadas con la sangre de su marido, aunque sea la de un marido como usted.
Aquello era lo bastante tranquilizador como para apartar mis inmediatos temores; incluso me recobré lo suficiente como para aventurar un cauteloso sarcasmo.
—Hablar es barato, Solomon. Honor, dice usted, pero no dice nada de robar esposas o de hacer trampas en el críquet... ¡Oh, sí, romper el
wicket
de un tipo cuando le ha dejado tirado en el suelo! Si usted fuera un hombre de honor —le tanteé—, dejaría a Elspeth que eligiera por sí misma. ¡Pero no se atreve porque usted sabe que ella está loca por mí, con todos mis defectos!
Él se quedó inmóvil, mirándome sin expresión en el rostro, manoseando su pendiente de nuevo. Luego, después de un rato, asintió lentamente.
—Sí —dijo tranquilo—. Teníamos que llegar a esto, ¿verdad? Muy bien.
Dejó la puerta abierta y dio una orden, mirándome extrañamente mientras esperábamos. Sonaron unos pasos... Yo sentí que mi corazón empezaba a latir incontrolablemente mientras me sentaba en la cama; Dios sabe por qué, pero me sentía aturdido de repente. Entonces entró ella por la puerta, y por un momento pensé que era otra persona: era como una ninfa oriental, con un ajustado
sarong
de seda roja, su pie! bronceada con el tono dorado de la miel, aunque Elspeth era blanca como la leche. Su rubio cabello estaba aclarado casi hasta el blanco por el sol. Entonces vi esos magníficos ojos azules, redondos por el asombro, como sus labios, y oí un sollozo que procedía de mi propia boca: «¡Elspeth!».
Ella dio un gritito y se tambaleó en la puerta, poniéndose la mano ante los ojos. Luego corrió a mis brazos gritando: «¡Harry! ¡Oh, Harry!», tirándose sobre mí, con su boca contra la mía, cogiendo mi cabeza con unas manos frenéticas, sollozando histéricamente, y yo me olvidé de Solomon y del dolor de mi herida y del miedo y del peligro mientras apretaba aquella amada suavidad contra mi cuerpo y la besaba y la besaba hasta que ella súbitamente se quedó sin sentido y se deslizó de mis brazos cayendo al suelo desmayada. Fue sólo entonces, mientras me incorporaba, agarrándome el costado vendado, cuando me di cuenta de que la puerta estaba cerrada y Solomon se había ido.
Traté de alzarla hasta la cama, pero estaba todavía débil como un gatito debido a mi herida y mi confinamiento, y no podía manejarla. Así que tuve que contentarme con acariciarla hasta que sus ojos se abrieron, y ella se pegó a mí, murmurando mi nombre, y después de balbucir dando gracias al destino durante unos minutos e intercambiar noticias, por así decirlo, nos dimos la bienvenida en serio... y en medio de aquella confusión mientras yo me preguntaba si se me iba a volver a abrir la herida, ella de repente liberó su boca de la mía y exclamó:
—Harry... ¿qué significa la señora Leo Lade para ti?
—¿Eh? —exclamé yo—. ¿Qué? ¿Qué quieres decir? ¿Quién? Quiero decir...
—¡Lo sabes muy bien! La... compañera del duque, a quien prestaste tanta atención. ¿Qué hay entre vosotros?
—¡Buen Dios! En un momento como éste... Elspeth, querida, ¿qué tiene que ver ahora la señora Lade?
—Eso es lo que yo te pregunto. No, déjalo. Don Solomon me ha dicho o más bien me insinuó que había alguna relación entre vosotros. ¿Es verdad?
No lo creerían... Allí estaba ella, en un barco pirata, después de ser raptada, llevada por la fuerza a lo largo de todo Oriente, con una guerra por medio, emboscadas y malditos cazadores de cabezas, reunida con su esposo perdido durante mucho tiempo, y cuando él le estaba probando su inmortal amor con grave riesgo para su salud, esa celosa sesos de mosquito salía con una historia absurda. Increíble y muy poco halagador. Pero yo era capaz de enfrentarme a la situación.
—¡Solomon! —exclamé yo—. ¡Esa víbora! ¿Ha estado tratando de envenenar tu mente contra mí con sus mentiras? ¡Tenía que haberlo adivinado! No contento con secuestrarte, ese villano me difama ante ti. ¿No lo ves? No se detendrá ante nada para apartarte de mí.
—¡Oh! —ella frunció el ceño. ¡Dios, era tan encantadora! Tan encantadora aunque medio tonta—. ¿Quieres decir que él? Oh, ¿cómo ha podido ser tan vil? Oh, Harry —y empezó a llorar, con todo su cuerpo temblando de una manera que me ponía a cien—, todo lo demás podía soportarlo: el miedo, la vergüenza y... y todo, pero el pensamiento de que tú pudieras haberme sido infiel, como sugirió él... ¡Ah, eso me habría roto el corazón! ¡Dime que no es verdad, amor mío!
—¡Por supuesto que no! Dios mío, ¡esa fofa pintarrajeada de Lade! ¿Cómo has podido pensar eso? Yo desprecio a esa mujer. Y ¿cómo podría mirar a ésa, o a cualquier otra, cuando tengo mi propia perfecta y angelical Afrodita? —intenté un par de cautelosos apretones mientras veía la sospecha desaparecer de sus ojos, pero como el ataque es la mejor forma de defensa, de repente me detuve, frunciendo el ceño—. ¡Ese monstruo de Solomon! No se detendrá ante nada. ¡Oh, queridísima, creí volverme loco estas semanas pasadas! el pensamiento de que tú estabas en sus garras... —tragué saliva con viril sufrimiento—. Dime, en tu experiencia penosa ¿acaso él... quiero decir... bueno... lo hizo ese bellaco?
Ella estaba sonrojada con mis atenciones, pero al oír esto se puso de color escarlata, y se quejó débilmente, con esos ojos inocentes llenos de lágrimas:
—Oh, ¿cómo puedes preguntármelo? ¿Estaría yo acaso viva ahora si... si...? ¡Oh, Harry, no puedo creer que seas tú, quien por fin has venido a salvarme! ¡Oh, amor mío!
Bueno, así quedaba todo aclarado (todo lo que puede quedar con Elspeth; nunca he sido capaz de leer esos ojos infantiles y esos labios gordezuelos, así que al demonio con todo), y la señora Lade eliminada, al menos hasta que hubimos acabado el negocio que teníamos entre manos y nos quedamos charlando en la oscuridad creciente de la cabina. Naturalmente, la historia de Elspeth llegó a raudales, en una corriente de excitación, y yo escuchaba con la mente muy confusa, dado mi estado debilitado, la conmoción de nuestro reencuentro y la ansiedad de nuestra situación. De repente, cuando estaba describiendo la alimentación que había recibido durante su cautividad, ella dijo:
—Harry... ¿estás
seguro
de que no has cabalgado a la señora Lade?
Me cogió tan de sorpresa que tuvo que repetírmelo.
—¿Eh? Pero criatura, ¿qué quieres decir?
—¿La has montado?
No sé cómo conservo aún mi lucidez, hablando con aquella mujer durante sesenta años. Por supuesto, en aquella época sólo llevábamos casados cinco años, y yo no me había sumergido todavía en las más hondas profundidades de su excentricidad. Sólo pude carraspear y exclamar:
—¡No, ya te he dicho que no! ¿Y de dónde demonios has sacado...? ¡No se deben usar expresiones semejantes!
—¿Por qué? Tú las usas... te oí, en casa de lady Chalmers, cuando estabas hablando con Jack Speedicut, y ambos estabais hablando de Lottie Cavendish, y comentabais qué podía ver su marido en una criatura tan necia como aquélla, y tú dijiste que suponías que era buena para montarla. Supongo que no debí escuchar.