En una ocasión pregunté a un tipo que me parecía interesante (se puede decir que era un libertino: usaba brillantina) dónde se podían encontrar entretenimientos menos respetables, suponiendo que hubiera alguno, y él se puso un poco rojo y arrastrando los pies dijo:
—En primer lugar, están las procesiones chinas... pero no hay mucha gente que se divierta con ellas, me atrevería a decir. Empiezan en el... ejem... barrio nativo, ya sabe.
—Por Dios —dije yo—, eso es horrible. Quizá podríamos echarles un vistazo un momento... No hace falta que nos quedemos mucho rato.
Él no quería, pero le convencí, y corrimos hacia el paseo, él murmurando que aquello no era adecuado, y qué diría Penélope si se enteraba, él ni se lo imaginaba. Me entró una fiebre de excitación, y palpitaba de emoción cuando llegamos a la vista de la procesión. Veinte chinos golpeando gongs y lanzando humo y silbidos, y media docena de niños vestidos con trajes tártaros con sombrillas, haciendo todos un ruido infernal.
—¿Esto es todo? —pregunté.
—Sí, es todo —dijo él—. Vamos, vámonos... o nos verá alguien. No está... no está bien, sabe, ser visto en estas exhibiciones de nativos, mi querido Flashman.
—Estoy sorprendido de que las autoridades las permitan —apunté, y él dijo que el
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estaba muy en contra de aquello, pero las procesiones indias eran incluso peores, con tipos colgando de pértigas y llevando antorchas, y que incluso había oído rumores de que había faquires que andaban sobre carbones encendidos al otro lado del río.
Aquello me puso en la pista correcta. Había visto la ribera, por supuesto, con su gran hilera de edificios y almacenes comerciales, pero la ciudad de los nativos que estaba más allá, en la orilla occidental, parecía muy destartalada y apenas valía la pena explorarla. Desesperado, me aventuré allí una noche cuando Elspeth estaba en una reunión femenina, y fue como poner el pie en un nuevo mundo.
Más allá de las chozas estaba Chinatown: calles brillantemente iluminadas con linternas, casas de juego y casinos estrepitosos en cada esquina, espectáculos y acróbatas, hindúes que caminaban sobre brasas. Mi amigo de la brillantina tenía razón, chulos que se te acercaban a cada paso ofreciéndote a su hermana que era, por supuesto, tan voluptuosa al menos como la reina Victoria (cómo consiguió nuestra soberana convertirse en norma carnal para todo Oriente durante la mayor parte de la última centuria nunca he sido capaz de entenderlo; quizás ellos imaginaban que todos los verdaderos británicos sentían un apetito lujurioso por ella), y por todas partes suficiente carne para satisfacer a un ejército entero: chicas chinas con caras de muñeca de porcelana en las ventanas; altas y graciosas Kling del Coromandel, cimbreándose al pasar y sonriendo bajo sus largas narices; insolentes busconas malayas lanzando risitas y llamándote desde las puertas, sacándose los pechos para que los inspeccionaras. Era una feria de las vanidades convertida en realidad... pero nada recomendable, por supuesto. La mayoría de estas chicas estaban enfermas de sífilis, y no estaban mal para los marineros borrachos apostados en las verandas, a quienes no les preocupaba que les pegaran cualquier cosa —y posiblemente que les apuñalaran tampoco— pero yo tenía que encontrar algo de mejor calidad. No dudaba de que lo haría, y rápidamente, ahora que ya sabía por dónde empezar, pero por el momento me contentaba con pasear y mirar, apartando a los proxenetas y a las putas más atrevidas, volviendo luego al puente sobre el río.
¿Y a quién me encuentro de manos a boca? A Solomon, que volvía tarde de su oficina. Se detuvo en seco al verme.
—Buen Dios —dijo—: no habrá estado en el bazar, ¿verdad? Mi querido amigo, si yo hubiera sabido que quería ver aquello, le habría preparado una escolta... No es el lugar más seguro del mundo, ¿sabe? No es tampoco su estilo, pensaba yo.
Bueno, él lo sabía mejor que yo, pero si quería jugar al inocente, no me importaba. Dije que había sido de lo más interesante, como todas las ciudades, y allí estaba, sano y salvo, ¿no?
—Claro —exclamó él, riendo y cogiéndome del brazo—. Me olvidaba de que habrá visto algo de color local en otras ocasiones. Pero Singapur... bueno, es un lugar sorprendente, incluso para los expertos. Supongo que habrá oído hablar de las bandas de Caras Negras. Son chinos... no tienen nada que ver con los
tongs
o
hues
, que son sociedades secretas que gobiernan más lejos... pero son igualmente villanos asesinos. Han llegado incluso al este del río últimamente, según me han dicho: robos, secuestros, ese tipo de cosas, con las caras tiznadas con hollín. Bueno, un civil blanco desarmado y solo... es una presa fácil para ellos. Si quiere ir por allí otra vez —me dirigió una rápida mirada y la apartó—, hágamelo saber; hay algunos buenos restaurantes en el extremo norte de la ciudad de los indígenas... los chinos ricos van por allí, y es muy elegante. El Templo del Cielo es de los mejores. No hay tahúres ni estafadores ni nada de eso, y el servicio es de primera. Buenas actuaciones, danzas típicas... ese tipo de cosas, ya sabe.
¿Y por qué —me pregunté— estaría ahora ofreciéndoseme Solomon a hacer de proxeneta... porque, curiosamente, de eso se trataba? ¿Quería mantenerme entretenido en el pecado mientras él cortejaba a Elspeth, quizás... o era sólo pura cortesía lo de guiarme a los mejores burdeles de la ciudad? Me lo estaba preguntando todavía cuando él siguió:
—Y hablando de chinos ricos, usted y Elspeth no han conocido aún a ninguno, ¿verdad? Pues son los tipos más interesantes de esta colonia. Gente como Whampoa y Tan Tock Seng. Lo arreglaré. Me temo que les he estado descuidando mucho a todos ustedes, pero cuando uno lleva tres años ausente..., hay muchas cosas que hacer, como puede imaginar —sonrió, disculpándose—. Confiéselo... han encontrado nuestras diversiones de Singapur un poco tediosas. La cháchara anticuada de Butterworth... y Logan y Dyce no son precisamente del estilo Hyde Park, ¿verdad? No se preocupe... Procuraré que asistan a una de las fiestas de Whampoa... ¡no se aburrirán, se lo aseguro!
Y no nos aburrimos. Solomon cumplió su palabra. Dos noches después a Elspeth, a mí y al viejo Morrison nos condujeron hasta la propiedad de Whampoa en un coche de cuatro ruedas. Era un lugar soberbio, era más un palacio que una casa, con el jardín resplandeciente de linternas y el anfitrión saludándonos ceremoniosamente en la puerta. Era un chino alto y gordo, con la cabeza afeitada y una coleta que le llegaba a los talones, vestido con una túnica de seda negra bordada con flores verdes y rojas... directamente sacado de Aladino, excepto que tenía un vaso de jerez en una mano; nunca lo dejaba, y nunca estaba vacío tampoco.
—Bienvenidos a mi miserable y humilde alojamiento —dijo, inclinándose tanto como le permitió su vientre—. Es lo que dicen los chinos siempre, ¿no es así? Creo que mi casa es espléndida, incluso la mejor de Singapur, pero puedo decir con toda sinceridad que nunca ha alojado a una visitante tan hermosa —esto iba dirigido a Elspeth, que estaba sin habla ante la magnificencia de los paneles lacados, las esbeltas columnas forradas de pan de oro, los ornamentos de jade y las colgaduras de seda con los cuales el alojamiento de Whampoa parecía estar completamente forrado—. Usted se sentará junto a mí durante la cena, encantadora señora de cabellos dorados, y mientras usted se asombra ante el lujo de mi casa, yo halagaré su exquisita belleza. Así ambos nos aseguraremos una encantadora velada, escuchando lo que más nos deleita.
Y lo hizo. La mantuvo extasiada junto a él, que bebía continuamente su jerez, mientras nosotros tomábamos un banquete chino en un comedor que hacía que Versalles pareciera un desván. La comida era atroz, como pasa siempre con la comida china (algunas de las sopas y las nueces con crema no eran del todo malas, sin embargo), pero las sirvientas eran jóvenes chinas encantadoras con ajustados vestidos de seda, cada uno de un color diferente; incluso los huevos podridos con cobertura de algas y salsa de carroña no parecían tan malos cuando te los ofrecía una chinita encantadora de ojos almendrados que respiraba su perfume encima de ti y se meneaba de la manera más fascinante mientras te cogía la mano con sus dedos de terciopelo para enseñarte cómo se usan los palillos. Al principio no podía sujetarlos; tuvieron que enseñarme dos de ellas, una a cada lado, y Elspeth le dijo a Whampoa que estaba segura de que yo me sentiría mucho más feliz con un cuchillo y un tenedor.
Había pocas personas en la fiesta. Aparte de nosotros tres y Solomon; Balestier, el cónsul norteamericano, según recuerdo, un alegre hacendado yanqui con un montón de buenas historias que contar, y Catchick Moses,
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un pez gordo de la comunidad armenia, que era el judío más decente que he conocido en mi vida, con quien el viejo Morrison estableció un inmediato entendimiento. Los dos empezaron a discutir sobre tasas de interés, y cuando Whampoa se les unió, Balestier dijo que no descansaría hasta que hubiera inventado una historia que empezara así: «Había una vez un chino, un escocés y un judío», lo cual causó gran regocijo. Era la fiesta más animada de todas a las que yo había asistido, sin que faltara una bebida excelente. Después de un rato Whampoa nos pidió silencio y hubo un poco de teatro, canciones y actuaciones chinas que consistían en una pantomima de lo más bobo, pero con vestidos y máscaras muy bonitos, después actuaron dos bailarinas chinas, unas gatitas deliciosas que, ay, iban vestidas de la cabeza a los pies.
Después Whampoa nos llevó a Elspeth y a mí a dar una vuelta por su asombrosa mansión. Todas las paredes eran pantallas grabadas de marfil y ébano, que debían de dejar pasar condenadas corrientes de aire, pero eran espléndidas, y las puertas eran todas de forma oval, con picaportes de jade y marcos de oro. Yo calculo que aquel lugar debía de valer aproximadamente medio millón. Cuando acabamos, me regaló un cuchillo con incrustaciones de madreperla en forma de cimitarra diminuta. Para probar su filo, dejó caer un finísimo trozo de muselina sobre la hoja y la tela cayó dividida en dos mitades, cortada por su propio e insignificante peso (nunca lo he afilado desde entonces y sigue igual, después de sesenta años). A Elspeth le regaló un pequeño caballo de jade cuya brida y estribos eran diminutas cadenas de jade, todo ello labrado de un solo bloque. ¡Dios sabe cuánto podía valer aquello!
Ella salió corriendo para mostrárselo a los demás, llamando a Solomon para que lo admirara, y Whampoa me dijo tranquilamente:
—¿Hace mucho tiempo que conoce al señor Solomon Haslam?
Le contesté que hacía un año más o menos, en Londres, y él asintió con su gran cabeza calva y volvió hacia mí su cara de Buda.
—Creo que les llevará de crucero por sus plantaciones. Será interesante... Debo preguntarle dónde están. Me gustaría mucho también visitarlas algún día.
Le dije que pensaba que estaban en la península, y él asintió gravemente y bebió un sorbo de jerez.
—Sin duda, lo están. Es un hombre astuto y emprendedor, creo... hace buenos negocios —la risa de Elspeth resonó desde el comedor, y la gorda y redonda cara de Whampoa se arrugó con una dulce sonrisa—. Qué afortunado es usted, señor Flahsman. Yo tengo, a mi humilde manera (que no es totalmente humilde, ya me comprende), gusto por las cosas bellas, y especialmente por las mujeres. Ya han visto —y agitó la mano, con sus uñas asquerosamente largas— que me rodeo de ellas. Pero cuando he visto a su esposa, Elspeth, he comprendido por qué los viejos cuentistas siempre hacen que sus dioses y diosas sean de piel clara y cabello dorado. Si yo fuera cuarenta años más joven, trataría de quitársela —bebió un poco más de amontillado—, sin éxito, por supuesto. Pero tanta belleza... es peligrosa.
Me miró y no sé por qué sentí un escalofrío de miedo... no de él, sino de lo que estaba diciendo. Antes de que pudiera hablar, sin embargo, Elspeth estaba de vuelta, lanzando exclamaciones de nuevo sobre su regalo y balbuceando sus gracias. Él se quedó de pie sonriéndole, como un benigno dios pagano empapado en jerez.
—Déme las gracias, hermosa niña, volviendo otra vez a mi humilde palacio, porque después, sin su presencia, será verdaderamente humilde —dijo.
Nos reunimos con los demás, y fluyeron las gracias y los cumplidos mientras nos despedíamos de aquel lugar deslumbrante, en el que todo era alegría y felicidad..., pero yo seguía temblando mientras nos íbamos, lo cual era extraño, porque aquélla era una noche cálida y fragante.
No puedo explicar por qué, pero después de toda aquella alegría, me fui a la cama de muy mal humor. Al principio lo atribuí a la comida china, y ciertamente hubo algo que me hizo sufrir las más vívidas pesadillas, en las cuales yo jugaba un partido
single
-
wicket
por las escaleras de la casa de Whampoa, y sus pequeñas chinitas enfundadas en seda me enseñaban cómo sostener el bate. Esa parte del sueño estaba bien, cuando ellas se me acercaban cariñosamente, susurraban y me guiaban las manos, pero mientras tanto yo era consciente de que unas oscuras formas se movían detrás de las pantallas, y cuando Daedalus Tighe me tiraba algo yo tenía que golpearlo, y era una linterna china, y aquello salió dando botes en la oscuridad, estallando en mil chispas, y el viejo Morrison y el duque salieron persiguiéndome en
sarong
, gritando que debía correr por toda la casa para marcar un tanto, a interés compuesto, y yo salía, pasando torpemente junto a las pantallas, detrás de las cuales se escondían horrores sin nombre, y yo intentaba coger a Solomon, que volaba como una sombra ante mí, gritando desde la oscuridad que no había ningún peligro, porque él llevaba diez cañones, y yo podía notar que algo o alguien se acercaba a mí por detrás, y la voz de Elspeth me llamaba cada vez más débil, y yo sabía que si miraba hacia atrás vería algo terrible... Pero allí estaba yo, jadeando en la almohada, con la cara empapada de sudor, y Elspeth roncando pacíficamente junto a mí.
Aquello me intranquilizó, se lo aseguro, porque la última vez que tuve una pesadilla fue en la mazmorra de Gul Shah, dos años antes, y aquel recuerdo no era demasiado feliz. (Es algo extraño, por cierto, que normalmente tenga mis peores pesadillas en la cárcel; puedo recordar algunas muy buenas, en la prisión de Fort Raim, en el mar de Aral, donde imaginaba que el viejo Morrison y Rudi Starnberg me pintaban el culo con betún de zapatos, y en el fuerte Gwalior, donde yo, encadenado, bailaba un vals con el capitán Charity Spring dirigiendo la banda, y la más absurda de todas fue en una celda mexicana en tiempo de Juárez, cuando soñaba que estaba cargando los cañones de Balaclava a la cabeza de un escuadrón de esqueletos armados con paletas de albañil, todos cantando: «
Ab, absque, coram, de
», mientras justo delante de mí lord Cardigan navegaba en su yate, mirándome maliciosamente y arrancándole las ropas a Elspeth. Saben que llevaba una semana entera viviendo a base de judías y chiles.)