—Dayaks de mar —dijo Stuart—. El pueblo más bravo y animoso que nunca haya visto. Luchan como tigres, son feroces y crueles, pero también leales. Escúcheles parlotear... es la
lingua franca
de la costa, parte malayo, pero con portugués, francés, holandés e inglés mezclados.
Amiga sua
! —gritó, haciendo señas a uno de los marineros—, eso, según creo, significa «amigo mío», lo cual le da alguna idea.
Sarawak, como había dicho Stuart, podía ser el rincón más civilizado de Borneo, pero según nos acercábamos a Kuching se podía ver que era un estupendo campamento fortificado. Había una gran barrera flotante a través del río, que habían tenido que abrir para que el
Dido
pudiera pasar, y en los bajos riscos a cada lado había emplazados cañones que asomaban entre los terraplenes; había cañones también en las tres extrañas embarcaciones ancladas en el interior de la barrera: eran como galeras, con altas popas y castillos de proa, de dieciocho o veinte metros de largo, con sus grandes remos descansando en el agua como las patas de algún monstruoso insecto.
—Praos de guerra —exclamó Stuart—. Vaya, aquí está pasando algo... Ésos son barcos Lundu. ¡J. B. está reuniendo sus fuerzas para la persecución!
Doblamos un recodo y llegamos a la vista del propio Kuching; no era un lugar demasiado interesante, sólo un diseminado poblado de nativos con unos pocos chalés de tipo suizo en las tierras más altas, pero el río estaba repleto de barcos y barcazas de todas clases: al menos una veintena de praos y barcazas, ligeros cúters marineros, lanchas, canoas e incluso un pequeño y elegante barquito de vapor. El bullicio y el ruido eran tremendos, y mientras el
Dido
echaba el ancla en medio de la corriente, estaba rodeado por enjambres de barquitos, de uno de los cuales salió balanceándose a cubierta la enorme figura de Paitingi Alí, que se presentó ante Keppel y luego vino hacia nosotros.
—¡Ah, vaya! —dijo, con aquel asombroso acento que sonaba tan extraño, mezclado con sus ocasionales exclamaciones piadosas musulmanas—. Él tenía razón de nuevo. Alabado sea el Único.
—¿Qué quieres decir? —exclamó Stuart.
—Un barco explorador llegó de Budraddin ayer. Un bergantín a vapor que no puede ser otro que el
Sulu Queen
llegó al Batang Lupar hace cuatro días, y se fue río arriba. Budraddin está mirando hacia el estuario, pero no hay miedo de que salga de nuevo, porque se dice a lo largo de la costa que el gran Suleiman Usman ha vuelto, y ha subido a Fort Linga para unirse a Sharif Sahib. Está allí ahora, y todo lo que tenemos que hacer es ir y cogerle.
—¡Hurra! —exclamó Stuart, dando saltos y agarrándole la mano—. ¡El bueno de J. B.! ¡Dijo que estaría en Borneo, y está en Borneo! —Se volvió hacia mí—. ¿Lo ha oído, Flashman? Eso significa que sabemos dónde está su dama, y ese canalla secuestrador también! J. B. lo adivinó, no se equivocó. ¿Cree ahora que él es el hombre más grande de Oriente?
—¿Me dirás cómo lo hace? —gruñó Paitingi—. Si no supiera que es un protestante convencido, juraría que está aliado con Satanás. Ven, está arriba, en la casa, muy contento consigo mismo,
Bismillah
! Quizá si se lo dices tú en persona se pondrá menos insoportable.
Pero cuando fuimos a tierra a casa de Brooke, que se llamaba «The Grave», el gran hombre apenas se refirió a las importantes noticias de Paitingi... Descubrí más tarde que eso era delicadeza por su parte; no quería molestarme mencionando siquiera la peligrosa situación de Elspeth. En lugar de eso, cuando nos condujeron a aquel gran bungaló sombreado situado en una altura, dominando una vista del atestado río y los desembarcaderos, nos hizo sentar y nos ofreció un ponche, y empezó a hablar, vaya sorpresa, de... rosas.
—Voy a hacerlas crecer aquí si tengo tiempo —dijo—. Imaginad aquella elevación en el río debajo de nosotros, cubierta con capullos de rosas inglesas; pensad en los cálidos atardeceres, el crepúsculo que llega, y el perfume llenando la veranda. ¡Ah, si pudiera conseguir manzanas de Norfolk también! Sería perfecto... grandes, rojas y hermosas como las que crecen en la carretera de North Walsham, ¿verdad? Puedes quedarte tus mangos y papayas, Stuart... ¡qué no daría yo por una honrada manzana de toda la vida, ahora mismo! Pero puedo conseguir las rosas algún día —se puso en pie de un salto—. Venga a ver mi jardín, Flashman... ¡le prometo que no verá otro como éste en Borneo, a ningún precio!
Así que le acompañé a dar una vuelta por su propiedad, y me indicó los jazmines, sándalos y todo lo demás, lanzando exclamaciones sobre sus perfumes nocturnos, y súbitamente cogió una paleta y plantó algunas semillas.
—¡Estos malditos jardineros chinos! —exclamó—. Me servirían mejor unos pieles rojas, creo. Pero supongo que es demasiado pedir —exclamó, manejando la paleta—: que un pueblo tan sucio, feo y poco agraciado como los chinos tenga alguna sensibilidad para las flores. Sabe, son trabajadores y alegres, pero no es lo mismo.
Siguió charlando, indicando que su casa estaba cuidadosamente construida sobre pilares de palma para desafiar a los insectos y la humedad, y diciéndome cómo la había diseñado:
—Nos tendieron una maldita escaramuza los cazadores de cabezas Lundu al otro lado del río; tuvimos que lamernos las heridas en un sucio y pequeño villorrio, esperando para volver a atacar. Era por la tarde. No teníamos nada de agua y estábamos bastante agotados, con las provisiones de pólvora en las últimas. —Yo pensé para mí: «Lo que tú necesitas, J. B., muchacho, es un buen sillón y un periódico inglés y un jarrón con rosas en la mesa»—. Parecía una idea espléndida. Entonces decidí construirme una casa donde no faltara de nada, para que dondequiera que estuviese en Borneo, siempre tuviera dónde recogerme —señaló a la casa—. Y aquí está... no falta de nada, salvo las rosas. Las tendré a su debido tiempo.
Era verdad; el gran salón central, con los dormitorios a su alrededor y una abertura hacia la veranda frontal, era a todos los efectos una mezcla de salón y sala de armas, si no fuera porque los muebles eran en su mayor parte de bambú. Había sillones, ejemplares atrasados de
The Times
y del
Post
pulcramente apilados, sofás, mesas pulidas, una alfombra Axminster, flores en jarrones y todo tipo de armas y cuadros en las paredes.
—Si alguna vez quiero olvidarme de guerras, piratas, fiebres y ong-ong-ongs (ésta es mi propia palabra para describir todo lo malayo, sabe) me siento y leo que llovió en Bath el año pasado, o que algún tunante fue encarcelado por robar en la Audiencia de Exeter. Incluso los precios de las patatas en Lancashire me sirven... oh, vaya... creía que había guardado eso...
Me había detenido a mirar una miniatura que había encima de la mesa representando a una chica rubia muy delicada, y Brooke saltó hacia ella y la cogió. Yo creí reconocer aquella cara.
—Vaya —dije—, ¿no es Angie Coutts?
—¿La conoce? —exclamó él, y se puso rojo hasta las orejas, y perdió la compostura por una vez—. Nunca he tenido el honor de conocerla —siguió, de forma apresurada, ahogada—, pero la admiro desde hace tiempo, por sus opiniones inteligentes y su apoyo generoso de las causas nobles —miró la miniatura como una rana contemplativa—. Dígame... ¿ella es... tan... como sugiere el retrato?
—Es muy atractiva, si es eso a lo que se refiere —repuse, porque como todos los hombres adultos de Londres, también yo había admirado a la pequeña Angie, aunque no precisamente por su inteligencia, sino más bien por el hecho de que tenía un tipo formidable, unas tetas como balones de fútbol y dos millones en el banco. Yo mismo le había dado algún tiento amoroso durante el juego de la gallinita ciega en una fiesta en Stratton Street, pero ella simplemente siguió adelante sin mirarme y me dislocó el pulgar. Una mojigata manirrota.
[29]
—Quizás un día de éstos, cuando vuelva a Inglaterra, pueda usted presentármela —dijo él, tragando saliva, y escondió su retrato en un cajón.
«Vaya, vaya —pensé yo—, quién lo hubiera pensado: el loco asesino de piratas y amante de las rosas, enamorado del retrato de Angie Coutts... Apuesto a que cada vez que lo contempla las jovencitas dayak tienen que salir corriendo para ponerse a cubierto.»
Seguramente le dije algo por el estilo, con mi habitual buen gusto, aquella misma tarde a Stuart, sin duda acompañando mis palabras con un malicioso codazo a lo Flashy, pero él era tan inocente que simplemente meneó la cabeza y suspiró profundamente.
—¿Miss Burdett-Coutts? —dijo—. Pobre J. B. Me ha contado su profunda consideración por ella, aunque es un hombre muy reservado con estas cosas. Me atrevo a decir que hubieran hecho una magnífica pareja, pero no puede ser, por supuesto... aunque él realizase su ambición de conocerla.
—¿Por qué no? Él es un chico muy agradable, del tipo que puede interesar a una romántica como la joven Angie. Sí, yo creo que harían muy buena pareja —aquí salió, como ven la amable vieja celestina que hay en Flash.
—Imposible —dijo Stuart, y se le puso la cara roja y dudó—. Verá, es una cosa muy fuerte. El caso es que J. B. no se puede casar nunca. No lo hará, es imposible.
«Vaya —pensé yo—, no será otro de los de la acera de enfrente, ¿verdad? Nunca lo hubiera imaginado.»
—Nunca lo mencionamos, por supuesto —dijo Stuart, incómodo—, pero usted debería saberlo, por si en la conversación, usted sin querer hiciera alguna referencia que pudiera... herirle. Fue en Birmania, ¿sabe?, cuando estaba en el ejército. Recibió una herida en combate... que le incapacita. Se dijo que había sido una bala en el pulmón, pero de hecho... no lo fue.
—¡Dios mío!, ¿no querrá decir —exclamé yo, francamente pasmado— que le dispararon en el pito?
—Olvidémoslo ya —repuso él, pero puedo asegurarles que no pude dejar de pensar en ello durante el resto de la noche. Pobre rajá blanco... Quiero decir que yo soy un tipo bastante curtido, pero hay algunas tragedias que realmente rompen el corazón. Loco por esa deliciosa pequeña saltarina de Angie Coutts, gobernante de un país repleto de jugosos ejemplares oscuritos deseando que él ejercitara sus derechos de señor, y allí estaba él con el mango roto. Realmente era conmovedor. Pero bueno, si J. B. era el primer hombre en rescatar a Elspeth, al menos ella estaría a salvo.
[30]
Era una idea estupenda, porque aquella misma tarde en The Grove mantuvimos un consejo en el cual Brooke anunció su plan de operaciones. Siguió la cena más formal a la que he asistido nunca... pero así era Brooke: antes, mientras tomábamos unas copas en la veranda él reía y bromeaba, jugando a pídola con Stuart y Crimble e incluso con el hosco Paitingi, y apostó a que podía saltar por encima de todos, uno detrás de otro, con un vaso en una mano y sin derramar ni una gota. Pero cuando sonó la campana, todo el mundo se quedó quieto y desfiló silenciosamente hacia el salón.
Todavía puedo verlo. Brooke a la cabecera de la mesa en su sillón, muy tieso, con el cuello blanco, negro pañuelo al cuello cuidadosamente anudado, chaqueta negra y puños rizados, la bronceada cara impaciente y grave por una vez, y lo único fuera de lugar sus desordenados rizos negros: nunca podía conseguir que se mantuvieran bien peinados. A un lado tenía a Keppel, con el uniforme completo: levita, charreteras y su mejor corbata negra, con un aspecto soñoliento y solemne; Stuart y yo con los pantalones más limpios que pudimos conseguir; Charlie Wade, el lugarteniente de Keppel; Paitingi Alí, muy guapo con una blusa de cuadros escoceses oscuros guarnecida de oro y una gran faja carmesí, y Crimble, otro lugarteniente de Brooke, que llevaba levita y chaleco de fantasía. Había un camarero malayo detrás de cada silla, y en el rincón, silencioso pero sin perder detalle, con su cara maliciosa, estaba Jingo. Incluso él había cambiado su taparrabos por un
sarong
plateado, llevaba unas plumas en el cabello decorando los dardos de su
sumpitan
,
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que estaba bien visible, apoyado contra la pared. Nunca le vi sin él, o sin el pequeño carcaj de bambú para sus horribles dardos.
No recuerdo gran cosa de la cena, excepto que la comida era buena y el vino execrable, que la conversación consistió en una interminable perorata de Brooke, y como suele ocurrir con los hombres de acción, su charla tenía todas las cualidades necesarias para un completo y total aburrimiento.
—No habrá ningún misionero en Borneo si puedo evitarlo —recuerdo que dijo—, porque sólo hay dos clases de misioneros: malos y norteamericanos. Los malos meten a la fuerza la cristiandad por las gargantas de los nativos y les dicen que sus dioses son falsos...
—Que lo son —dijo Keppel tranquilamente.
—Por supuesto, pero un caballero no debe decirles eso —contestó Brooke—. Los yanquis, en cambio, sí que lo hacen bien: se dedican a la medicina y la educación, y no hablan de religión ni de política. No tratan a los nativos como seres inferiores... Ahí es donde nos equivocamos en la India —dijo, señalándome con el dedo, como si yo hubiera diseñado la política británica—. Hemos hecho que fueran conscientes de su inferioridad, lo cual es una gran locura. Después de todo, si uno tiene un hermano más joven y más débil, le
anima
a pensar que puede correr tan rápidamente como uno o saltar igual de lejos sin hacer una competición, ¿verdad? Él
sabe
que no puede, pero eso no importa. De la misma manera, los nativos
saben
que son inferiores, pero te querrán mucho más si piensan que tú no eres consciente de ello.
—Bueno, puedes tener razón —dijo Charlie Wade, que era irlandés—, pero por todos los demonios, no veo cómo puedes esperar nunca que crezcan, a ese ritmo, o que alcancen algún respeto por sí mismos.
—No puedes —dijo Brooke con brusquedad—. Ningún asiático está preparado para gobernar, de ningún modo.
—¿Y los europeos sí? —preguntó Paitingi, resoplando.
—Sólo para gobernar a los asiáticos —replicó Brooke—. Una copa de vino para usted, Flashman. Pero te diré esto, Paitingi... sólo puedes gobernar a los asiáticos viviendo entre ellos. No puedes gobernarlos desde Londres, París o Lisboa...
—¿Ah no?, ¿y desde Dundee? —preguntó Paitingi, acariciándose la roja barba, y cuando las carcajadas se hubieron apagado, Brooke exclamó:
—¡Pero si tú, viejo pagano, nunca has estado más cerca de Dundee que de Port Said! Observe —me dijo a mí— que en el viejo Paitingi tiene la última floración de una mezcla de este y oeste... un padre árabe-malayo y una madre de Caledonia. ¡Ah!, el cruel destino de los mestizos, ha perdido cincuenta años tratando de reconciliar el Kirk con el Corán.