Solomon rió y le dio unos golpecitos en la mano.
—Mi querida Diana —dijo, pues Diana se había convertido en el apodo que usaba con ella desde que trató de enseñarle a tirar con arco—, puede estar plenamente segura de que nada, salvo la más imperiosa necesidad, me apartaría de una compañía tan deliciosa como la suya... y la de Harry, y la de todos ustedes. Pero... un hombre tiene que trabajar, y mi trabajo está en ultramar. Así que... —Sacudió la cabeza, con su suave y hermosa cara sonriendo apesadumbrada—. Será el más amargo de todos los dolores, y les echaré en falta muchísimo a los dos —miró a Elspeth y luego a mí—, porque ustedes han sido para mí como un hermano y una hermana. —Y, maldita sea, porque sus grandes ojos pardos brillaban demasiado, se lo aseguro; el resto de la mesa murmuró con simpatía, todos menos el viejo Morrison, que estaba despachando su postre muy concentrado.
Ante esto, Elspeth, derrotada, empezó a lloriquear, y sus tetas se movieron con tanta violencia que el viejo duque, al otro lado de Solomon, escupió su dentadura postiza sobre la copa de vino que tenía delante y el mayordomo tuvo que ayudarle a recomponerse.
Solomon, por una vez, parecía un poco confuso; se encogió de hombros y me dirigió una mirada que era casi suplicante. «Lo siento, amigo», venía a decir, «lo decía en serio». Yo no podía entender aquello del todo... Podía sentirlo por Elspeth, ¿qué hombre no lo haría? Pero yo, ¿había sido tan amistoso con él? Bueno, simplemente correcto, y era su marido; quizás aquellos encantadores modales míos que Tom Hughes mencionara habían surtido efecto en aquel emocional sureño. De todos modos, al parecer yo tenía que decir algo.
—Bueno, Don —dije—, vamos a sentir mucho perderle, de eso no cabe duda. Usted es un tipo encantador..., quiero decir que es un buen hombre, y no sería mejor si... fuera usted inglés —no iba a exagerar tampoco, ya me entienden, pero los demás murmuraron: «Escuchad, escuchad» y después de un momento, Mynn dio unos golpecitos en la mesa para secundarme—. Bueno, bebamos a su salud, pues —y todo el mundo lo hizo, mientras Solomon me dirigía una sonrisa suave, inclinando la cabeza.
—Ya sé —dijo— que éste es un gran cumplido. Se lo agradezco... a todos ustedes, y especialmente a usted, mi querido Harry. Sólo desearía... —y se detuvo, sacudiendo la cabeza—. Pero no, eso sería demasiado pedir.
—¡Ah, pida lo que quiera, Don! —gritó Elspeth, suplicando como una idiota—. ¡Sabe que no podemos negarle nada!
Dijo que no, que no, que había sido una idea absurda y, ante esto, por supuesto, ella se volcó en él para averiguar qué era. Así que después de un momento, jugando con su copa de vino, él dijo:
—Bueno, pensarán que es una tontería, me atrevo a decir... pero lo que iba a proponerle, mi querida Diana, para Harry y usted misma y su padre, a quien cuento entre mis más queridos amigos... —e inclinó la cabeza hacia el viejo Morrison, que estaba asegurándole a la señora Lade que no quería más postre, pero que se iba a servir otra ración del pudín de harina de maíz—, iba a decir que ya que yo debo partir... ¿por qué no se vienen ustedes tres conmigo? —y nos sonrió tímidamente a los tres, uno por uno.
Miré al tipo para ver si bromeaba. Elspeth, toda roja, estupefacta, me miró y luego miró a Solomon, con la boca abierta.
—¿Ir con usted?
—Sólo se trata de ir al otro lado del mundo, después de todo —dijo él, jocosamente—. No, no... lo digo muy en serio; no es tan terrible. Ya me conocen lo bastante bien como para comprender que no les propondría nada que ustedes no encontraran delicioso. Haríamos un crucero en mi bergantín a vapor... está tan bien aparejado como cualquier yate real, saben, y tendríamos unas vacaciones espléndidas. Podríamos atracar donde quisiéramos: Lisboa, Cádiz, El Cabo, Bombay, Madrás... adonde nos llevara nuestro capricho. ¡Oh, sería realmente fantástico! —se inclinó hacia Elspeth, sonriendo—: ¡Piense en la de lugares que veríamos! ¡El placer que me produciría, Diana, enseñarle las maravillas de África, tal como uno las ve al amanecer desde el alcázar... unos colores que usted no puede ni imaginar! Las costas del océano Índico... ¡Sí, los arrecifes de coral! ¡Ah, créanme, hasta que uno no ha recalado en Singapur, o bordeado las costas tropicales de Sumatra, Java y Borneo, y visto el glorioso mar de la China, donde siempre es de día... oh, querida, no ha visto nada!
Tonterías, por supuesto; Oriente es un lugar apestoso. Siempre lo ha sido. Pero Elspeth le miraba con arrobamiento y luego se volvió ansiosamente hacia mí.
—¡Oh, Harry...!, ¿podríamos?
—Ni hablar del peluquín. Es el culo del mundo.
—¿En esta época? —exclamó Solomon—. Pero bueno, con un vapor se puede estar en Singapur en... unos tres meses. Digamos tres meses como huéspedes míos mientras visitamos mis propiedades... y aprendería usted, Diana, lo que significa ser una reina en Oriente, se lo aseguro... y tres meses para volver. Estarían en casa otra vez para la próxima Pascua.
—¡Oh, Harry! —Elspeth chillaba de alegría—. ¡Oh, Harry!, ¿podemos? ¡Oh, por favor, Harry! —los tipos de la mesa asentían admirados, y las damas murmuraban con envidia; el viejo duque dijo que era una aventura y maldita sea si no lo era, y que si él fuera más joven, por Dios, ¿no habría salido corriendo ante aquella oportunidad?
Bueno, pues no iban a llevarme al este de nuevo; con una vez había tenido bastante. Además, yo no iba a ninguna parte por caridad de un moreno ricachón y fanfarrón que se había aficionado a mi esposa. Y aún había otra razón más, que me permitía dar buena apariencia a mi rechazo.
—No podemos, querida —repuse yo—. Lo siento, pero soy un soldado con un deber que cumplir. El deber y la Guardia Real me reclaman. Estoy desolado por tener que rechazar un viaje que seguramente sería felicísimo. —Sentí un breve dolor, lo admito, al ver apagarse aquella adorable cara infantil—. Pero no puedo ir, ya lo ve. Lo siento, Don, tenemos que declinar su amable invitación.
Él se encogió de hombros con buen sentido del humor.
—No hay más que hablar, pues. Pero es una lástima... —sonrió, tratando de consolar a Elspeth, que se mostraba alicaída—, quizás otro año. A menos que, en ausencia de Harry, su padre acepte acompañarnos...
Lo dijo de una forma tan natural, que me quedé sin aliento, pero cuando fui consciente de lo que quería decir, tuve que reprimir una agria contestación. Así que ése es tu juego, ¿eh? ¡Desgraciado! Esperar a que el viejo Flashy se ponga fuera de circulación e inocentemente proponer un plan para llevarse lejos a mi mujer donde puedas tirarle los tejos a tu gusto. Estaba claro como el agua, todas mis sospechas adormecidas sobre su gordura de negro seboso volvieron de repente, pero me quedé callado mientras Elspeth me miraba... y, Dios la bendiga, era una mirada dubitativa.
—Pero... pero no sería divertido sin Harry —dijo, y si alguna vez amé a aquella chica, fue en ese momento—. Yo... no sé... ¿qué dice papá?
Papá, que parecía estar todavía abriendo un túnel en su pudín, no se había perdido nada de todo aquello, pueden estar seguros, pero se quedó callado mientras Solomon explicaba la propuesta.
—Recuerde, señor, que hablamos de la posibilidad de que me acompañe a Oriente para que vea por usted mismo las oportunidades de expansión que para los negocios hay allí —añadía él, pero Morrison cortó enseguida sus seductoras palabras.
—Fue usted quien habló de eso, yo no —dijo, engullendo apresuradamente una cucharada—. Tengo más que suficientes asuntos aquí, sin ir a buscar diversiones a China. —Agitó su cucharilla—. Además, marido y mujer deben estar juntos... ya fue bastante horroroso cuando Harry tuvo que irse a la India, y a mi pobre niña casi se le rompe el corazón —hizo un ruido que la compañía tomó por un suspiro; yo pienso que era otra cucharada que sorbía—. No, no... Necesitaría una razón muy poderosa para salir de Inglaterra.
Y la tuvo. Hasta el día de hoy no puedo estar seguro de que aquello lo planeara Solomon, pero apostaría a que lo fue. A la mañana siguiente el viejo bribón se puso enfermo. Yo no sé si un exceso de pudín puede causar un colapso nervioso, pero por la tarde estaba gimiendo en la cama y tiritando como si tuviera fiebre. Solomon insistió en llamar a su médico personal, un tipejo de mirada apagada y torva con cierta fama, especializado en unos modales de cierta gravedad untuosa que debían de valer cinco mi! al año en Mayfair. Examinó solemnemente al enfermo, que estaba acurrucado bajo las mantas como una rata en su madriguera, un par de ojos brillantes y redondos en una cara arrugada, y la nariz temblando con aprensión.
—Exceso de tensión —dijo el matasanos, cuando acabó el examen y escuchó los gemidos de Morrison—. Simplemente está cansado, eso es todo. No hay signos de deterioro orgánico en parte alguna; internamente, mi querido señor, usted está tan sano como yo... como a mí gustaría estar, ¡ja, ja! —se reía como un obispo—. Pero la maquinaria, aunque no necesita reparación, necesita reposo... un largo reposo.
—¿Es grave, doctor? —tembló Morrison. Internamente, como dijo el curandero, podía estar en perfecto estado, pero su aspecto exterior recordaba a James I en el lecho de muerte.
—Ciertamente, no... a menos que usted mismo lo agrave —dijo el coloca-cataplasmas. Sacudió la cabeza con censura y admiración—. Ustedes, los capitanes del comercio, se sacrifican a sí mismos sin pensar en la salud personal, mientras trabajan por la familia, el país y la humanidad. Pero, mi querido señor, esto no puede seguir así, ¿sabe? Ha olvidado usted que hay un límite... y lo ha sobrepasado.
—¿No podría darme usted alguna medicina? —graznó el capitán del comercio, y cuando esto fue traducido, el médico sacudió la cabeza.
—Puedo prescribir algo, pero ningún medicamento será tan eficaz como... ah, unos cuantos meses en los lagos italianos, o en la costa francesa. Calor, sol, descanso... un descanso completo en buena compañía, ésa es mi «medicina» para usted, señor. No respondo de las consecuencias si no me hace caso.
Bueno, ya estaba hecho. En dos segundos ya había adivinado yo lo que iba a seguir: Solomon recordaría que el día anterior acababa de proponer justamente unas vacaciones semejantes, el curandero estaría de acuerdo, y con vehemencia, en que un viaje por mar con toda comodidad sería lo ideal, la reluctancia de Morrison finalmente se vería vencida por las súplicas de Elspeth y la inexorable admonición del receta-píldoras... Podía haber puesto música a todo aquello y cantado toda la maldita canción. Entonces todos ellos me miraron a mí, y yo dije que no.
Siguieron penosas escenas privadas entre Elspeth y yo. Yo dije que si el viejo Morrison quería navegar con Don Solomon, bien, que fuera. Ella replicó que era
impensable
para su querido papaíto ir sin ella para cuidarlo; era su absoluto
deber
aceptar la generosa oferta de Don Solomon
y
acompañar al viejo chivo. Si yo insistía en permanecer en casa con el ejército, por supuesto, ella se sentiría desolada sin mí, pero, de cualquier modo, ¿por qué, por qué no podía ir yo? ¿Qué importaba el ejército? Teníamos dinero suficiente, y tal y tal. Volví a decir que no, y añadí que era un poco insolente por parte de Solomon sugerir incluso que ella fuera sin mí, a lo cual Elspeth estalló en lágrimas y dijo que yo era
odiosamente
celoso, no sólo de él, sino de la educación, modales y dinero de Don Solomon, sólo porque yo no tenía dinero propio, y que le estaba negando a ella
malévolamente
un pequeño placer, y que no podía haber deshonestidad posible con su querido papá haciendo de acompañante, y que yo estaba tratando de empujar al viejo desgraciado a la tumba antes de tiempo, y cosas por el estilo.
La dejé lamentándose, y cuando Solomon trató de persuadirme más, usé el argumento de que el deber militar hacía el viaje imposible para mí, y no podía soportar vivir separado de Elspeth. Él suspiró, pero dijo que me entendía demasiado bien. Si él estuviera en mi lugar, dijo con apabullante franqueza, haría lo mismo. Me pregunté por un momento si le había juzgado mal... porque tiendo a juzgar a todo el mundo por mí mismo, y aunque normalmente no estoy demasiado equivocado, «existen» personas decentes y desinteresadas en todas partes. He visto a algunas.
El viejo Morrison, por cierto, no decía ni esta boca es mía; podía haber forzado mi decisión, por supuesto, pero como era un verdadero hipócrita presbiteriano que nunca robaría a un huérfano, sostuvo que una mujer debe permanecer junto a su marido, y no quiso interferirse entre Elspeth y yo. Así que continué diciendo que no y Elspeth se enfurruñó hasta que llegó el momento de ponerse su último sombrero nuevo.
Pasaron así un par de días, durante los cuales jugué al críquet con Mynn, tirando unos pocos
wickets
con mis lanzamientos y consiguiendo a duras penas unos
potos runs
(no muchos, pero 18 en un solo
inning
, lo cual me complació, y poniendo a Pilch en
out
de nuevo, en una mano muy baja, cuando él trató de cortar a Mynn y tuve que correr a todo lo largo. Pilch juró que hubo un tropezón, pero no lo hubo... pueden ustedes estar seguros de que se lo diría si lo hubiera habido). Mientras tanto, Elspeth se animaba con la admiración que despertaba y la vida alegre que llevaba. Solomon era el perfecto anfitrión y escolta, el viejo Morrison se sentaba en la terraza gruñendo y leyendo sermones y listas de cotizaciones y Judy se paseaba con Elspeth, con su mirada felina y sin hablar.
Así las cosas, el viernes empezaron a ocurrir cosas, y como pasa a menudo con las catástrofes, todo iba espléndidamente al principio. Yo llevaba toda la semana tratando de arreglar una cita con la provocativa señora Leo Lade, pero con mis ocupaciones y dado que el viejo duque mantenía una vigilancia opresiva sobre ella, no me fue posible. Era sólo cuestión de tiempo y lugar, porque ella estaba tan dispuesta como yo mismo; en realidad, casi llegamos a hacerlo el lunes después de cenar, cuando ella paseaba por el jardín, pero en cuanto la tuve jadeando entre los setos a punto de mordisquearme la oreja, esa maldita zorra de Judy llegó buscándonos para que fuéramos a oír cantar a Elspeth «El bosquecillo de fresnos» en el salón; tenía que ser Judy, con su malévola sonrisa, diciéndonos que nos aseguráramos de no perdernos la diversión.
Sin embargo, el viernes por la tarde, Elspeth salió con Solomon a visitar una galería de arte, Judy estaba de compras con algunos huéspedes, no había nadie en casa, salvo el viejo Morrison en la terraza; finalmente la señora Lade apareció diciendo que el duque estaba en la cama con un ataque de gota. Para cubrir las apariencias estuvimos un rato charlando con Morrison, lo cual le puso furioso, y luego fuimos por caminos separados por disimular, encontrándonos de nuevo en el salón y entregándonos inmediatamente a un frenético manoseo. No éramos nuevos en el negocio ninguno de los dos, así que yo tenía ya sus pechos fuera con una mano y me había bajado los pantalones con la otra mientras todavía estaba cerrando la puerta, y ella completó su desnudez mientras estábamos ya acoplados de camino hacia el sofá, lo cual demostraba un duro entrenamiento por su parte. ¡Por Dios!, era una mujer de peso, pero escurridiza como una anguila para toda la elegante abundancia carnal que ostentaba. No puedo pensar ahora mismo en ninguna compañera que pueda someterte a tan diferentes ejercicios en el curso de un solo polvo, salvo quizá la propia Elspeth cuando ha bebido un poco.