Ya ven, se había dado por sentado que como devoto marido y héroe militar yo estaba ansioso por salir en busca de mi secuestrada esposa y su raptor pirata... Ésa es una de las desventajas de la vida en las fronteras del imperio en sus principios, que se espera que uno mismo lleve a cabo su propia venganza y su persecución, con la asistencia que puedan prestar las autoridades. No es mi estilo en absoluto; de dejárselo al viejo Flash, me habría limitado a dirigirme a la comisaría de policía local, denunciar el secuestro de mi esposa, dar mi nombre y dirección y dejar que ellos se las arreglaran. Después de todo, para eso les pagamos, ¿por qué si no tenía yo que entregar siete peniques de impuestos por cada libra?
Se lo dije al viejo Morrison, pensando que era el tipo de razonamiento que le gustaría, pero todo lo que conseguí para mi mal, fueron lágrimas y maldiciones.
—¡Eres un sinvergüenza! —lloriqueó, ya que estaba demasiado debilitado para gritar; parecía a punto de morir, con los ojos hundidos y las mejillas pálidas, pero todavía lleno de rencor contra mí—. Si hubieras estado cumpliendo con tu deber de marido, esto no habría ocurrido nunca. ¡Oh, Dios mío, mi pobre corderita! Mi pequeñina... y tú, ¿dónde estabas tú? Con alguna puta en una casa de mala fama, seguro, mientras...
—¡Nada de eso! —grité yo, indignado—. Estaba en un restaurante chino. —ante lo cual él dejó escapar un gran sollozo, enterrando la cabeza en la ropa de la cama y aullando por su niñita.
—¡La traerás de vuelta! —graznó finalmente—. ¡La salvarás... tú eres un militar con condecoraciones, y ella es la esposa de tu corazón, eso es! Sí, lo harás... eres un buen chico, Harry... no le fallarás... —y más tonterías nauseabundas por el estilo, mezcladas con maldiciones del momento en que puso el pie fuera de Glasgow. Sin duda aquello era muy patético, y si no hubiera estado tan preocupado por mí mismo y no hubiera despreciado al pequeño cerdo tan sinceramente, lo habría sentido por él.
Le dejé lamentándose, y salí, reflexionando ominosamente que no había otro remedio... tenía que estar el primero en la brecha cuando se iniciara la persecución. Aquel tipo, Brooke, que —por razones que yo no podía comprender entonces— parecía haber tomado sobre sí la planificación de toda la expedición, obviamente dio por sentado que yo iría, y cuando Keppel llegó y accedió inmediatamente a poner el
Dido
y su tripulación en aquella operación, ya no hubo ninguna posibilidad de echarse atrás.
Brooke se encontraba en un estado de gran impaciencia por salir, y golpeaba el suelo y rechinaba los dientes cuando Keppel dijo que pasarían al menos tres días antes de que pudiéramos hacernos a la mar. Tenía que desembarcar el cargamento de Calcuta, y debía repostar mercancías y tripulantes para la expedición.
—Lucharemos en los ríos, me atrevo a decir —dijo, bostezando. Era un tipo seco, de aspecto interesante, con un llameante cabello rojo y unos ojos soñolientos y divertidos—.
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Abrirse paso por la selva, emboscadas, esas cosas. Sí, bueno, ya sabemos lo que pasa si nos precipitamos... ¿Recuerda a Belcher, que tuvo que sacar deprisa y corriendo el culo de
Samarang
el año pasado? Tendré que preparar el lastre del
Dido
, por ejemplo, y conseguir un par de lanchas extra.
—¡No puedo esperar tanto! —gritó Brooke—. Debo ir a Kuching para recoger noticias de ese villano de Suleiman y reunir a mis hombres y mis barcos. He oído que han visto al
Harlequin
; iré en él... Hastings me llevará cuando le diga lo espantosamente urgente que es. ¡Debemos atacar a ese villano y liberar a la señora Flashman sin perder un momento!
—Entonces, ¿está seguro de que estará en Borneo? —dijo Keppel.
—¡Tiene que estar allí! —exclamó Brooke—. Ningún barco de los que han pasado por el sur en los últimos dos días les ha visto. Dependiendo de lo que pase, irá hacia Maludu o hacia los ríos.
Todo aquello me sonaba a chino y parecía horriblemente activo y peligroso, pero todo el mundo se sometía al juicio de Brooke, y al día siguiente se embarcó en el
Harlequin
. A causa de mi herida tuve que permanecer en Singapur hasta que zarpase el
Dido
, dos días más tarde, pero tuve que ir al muelle cuando Brooke fue conducido en un bote de remos con su abigarrado grupo a bordo del
Harlequin
. Me dio la mano al partir.
—Para cuando usted alcance Kuching, yo estaré ya listo para izar la bandera y sacar los cañones —exclamó—. ¡Ya lo verá! Y no tema, amigo mío... tendremos a su querida dama de vuelta sana y salva antes de que se dé cuenta. Usted ejercite ese brazo, y entre los dos les daremos a esos perros un poco de su salsa afgana. ¡Bueno, en Sarawak hacemos ese tipo de cosas antes de desayunar! ¿Verdad, Paitingi? ¿Eh, Mackenzie?
Les vi irse, Brooke en la popa con su gorra de piloto informalmente ladeada, riendo y golpeándose la rodilla con impaciencia; el enorme Paitingi a un lado, Mackenzie, con su barba negra y su maletín de médico, y los otros repartidos por todo el bote, con el espantoso y pequeño Jingo con su taparrabos sujetando su cerbatana. Aquella era la cuadrilla de lunáticos disfrazados a la que iba a acompañar en lo que parecía ser una espeluznante locura... Era una perspectiva espantosa, y además de mi aprensión, sentí gran resentimiento por la horrible suerte que me iba a arrojar de cabeza a aquellas preocupaciones de nuevo. Maldita sea Elspeth por estúpida, descuidada, caprichosa, coqueta y zorra, y maldito sea Solomon por ser un perro ladrón que no había tenido la decencia de contentarse con mujeres de su propio color asqueroso, y maldito fuera aquel obsequioso Brooke, lunático y sediento de sangre. ¿Quién demonios era él para ir entrometiéndose donde nadie le había llamado, arrastrándome en sus empresas idiotas? ¿Qué derecho tenía él, y por qué nadie le llevaba la contraria, como si fuera una mezcla de Dios y el duque de Wellington?
Lo averigüé la tarde que zarpó el
Dido
, después de haberme despedido tiernamente... gimoteando y llorando con Morrison, digno y generoso con el hospitalario Whampoa, y extáticamente frenético en el último minuto antes de hacer el equipaje con mis dos pequeñas enfermeras. Llegué a bordo casi a gatas, con Stuart, porque él se había quedado rezagado para hacerme compañía y arreglar algunos negocios de Brooke. Mientras estábamos en la barandilla de popa de la corbeta, mirando las islas de Singapur desaparecer en el llameante mar del crepúsculo, hice una observación acerca de su loco comandante... Como saben, yo todavía no tenía ni maldita idea de quién era, y supongo que debí de decirlo, porque Stuart se volvió y me miró de pies a cabeza.
—¿Quién es J. B.? —exclamó—. ¡No lo dirá en serio! ¿Que quién es J. B.? ¿No lo sabe? Bueno, es el hombre más grande de todo Oriente, sólo eso. Me está tomando el pelo... Dios mío, ¿cuánto tiempo lleva usted en Singapur?
—No el suficiente, por lo que parece. Todo lo que sé es que él y usted y sus... amigos... me rescataron muy a punto la otra noche, y que desde entonces él se ha hecho cargo muy amablemente de las operaciones para hacer lo mismo con mi esposa.
Él exclamó de nuevo, vehemente, y me informó con entusiasmo.
—J. B... Su Alteza Real James Brooke... el rey de Sarawak, ése es él. ¡Pensaba que el mundo entero había oído hablar del rajá blanco! Bueno, es la persona más importante de estos lugares desde Raffles... más importante incluso. Es la ley, el profeta, el gran Panjandrum, el
tuan besar
.
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¡Todo eso! El azote de todo pirata y malhechor en la costa de Borneo..., el mejor luchador desde Nelson, a fe mía... ¡Él apaciguó Sarawak, que era el nido de rebeldes y cazadores de cabezas más terrible de este lado de Papúa, es su protector, su gobernante, y para los nativos es un santo! Bueno, ellos le adoran hasta el infinito... y les va bien, porque él es el amigo más sincero, el juez más imparcial, y el más noble y franco de los hombres del mundo entero. ¡Ése es J. B.!
—Vaya, me alegro de que estuviera por aquí —dije—. No sabía que tuviéramos una colonia en... ¿Sarawak, ha dicho?
—No la tenemos. No es suelo británico. J. B. gobierna en nombre del sultán de Brunei, pero el reino es suyo, no de la reina Victoria. ¿Cómo lo consiguió? Estuvo navegando por allí hace cuatro años, después de que la maldita Marina le despidiera del servicio con una pensión. Compró ese bergantín, el
Royalist
, con algún dinero que le había dejado su viejo, y se estableció por su cuenta —rió, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios, qué locos estábamos! ¡Éramos diecinueve, en un barco pequeño, y seis cañones de seis libras, y conseguimos un reino sólo con eso! J. B. liberó a los nativos de la esclavitud, expulsó a sus opresores, les dio un gobierno como Dios manda... y ahora, con unos pocos barcos, sus leales aborígenes y los que hemos sobrevivido, está luchando a solas para eliminar la piratería de las islas y hacerlas seguras para la gente honrada.
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—Muy loable —respondí—. ¿Pero ése no es un trabajo de la Compañía de las Indias Orientales... o del Ejército?
—¡Dios mío, no podrían ni empezar siquiera! —exclamó—. Apenas hay un escuadrón británico en todas estas extensas aguas... y los piratas se cuentan por decenas y decenas de miles. He visto flotas de quinientos praos y
bankongs
(son sus barcos de guerra) navegando juntos, repletos de hombres armados y cañones, y detrás de ellos centenares de kilómetros de costa ardiendo... ciudades arrasadas, miles de muertos, mujeres vendidas como esclavas, todos los barcos pacíficos asaltados y hundidos... Ya le digo, ¡los piratas del Caribe no eran nada comparados con esto! Dejan un rastro de destrucción y tortura y abominaciones por donde van. Desafían a nuestra marina y a la holandesa, y dominan las islas por el terror... tienen un mercado de esclavos en Sulú donde se compran y venden diariamente cientos de seres humanos; incluso los reyes y rajás les pagan tributo... cuando no son piratas ellos mismos. Bueno, a J. B. no le gusta eso, y quiere ponerle fin.
—Espere, sin embargo... ¿qué puede hacer él, si hasta la Marina se ve impotente?
—Él es J. B. —dijo Stuart simplemente, con ese aspecto embriagado, orgulloso que se ve en la cara de un niño cuando su padre le arregla un juguete roto—. Por supuesto, consigue que le ayude la Armada... Bueno, teníamos tres barcos de la Armada en Murdu en febrero, cuando echamos a los ladrones de Sumatra..., pero su fuerza está en los nativos honrados... algunos de ellos fueron piratas una vez, y cazadores de cabezas, como los dayaks del mar, hasta que J. B. les instruyó. Él les da ánimos, amedrenta y halaga a los rajás, reúne noticias de los piratas y cuando ellos menos lo esperan, dirige sus expediciones contra los fuertes y los puertos, lucha contra ellos hasta detenerlos, quema sus barcos y les hace jurar que mantendrán la paz o si no sufrirán las consecuencias. Por eso todo el mundo en Singapur salta cuando él silba... ¿Cuánto tiempo cree que les habría costado a ellos empezar a hacer algo por su esposa?, ¿meses?, ¿años, quizás? Pero J. B. dice: «¡Vamos!» y todos salen corriendo. Y si yo hubiera ido a lo largo de Beach Road esta mañana buscando a gente que jurara que J. B. no podía rescatarla, sana y salva, y destruir a ese cerdo de Suleiman Usman... no encontraría a nadie que apostara, ni a ciento por uno. Lo hará, seguro. Ya lo verá.
—Pero ¿por qué? —dije yo, sin pensarlo, y él frunció el ceño—. Quiero decir —añadí— que apenas me conoce... y nunca ha visto a mi mujer... pero de la forma en que se ha tomado esto uno pensaría que somos... sus parientes más queridos.
—Bueno, ésa es su forma de actuar, ya sabe. Cualquier cosa por un amigo, y si hay una dama implicada, por supuesto, eso lo hace aún más urgente para él. Ese J. B. es una especie de caballero andante. Además, a él le gusta usted.
—¿Qué? Ni siquiera me conoce.
—¡No, de verdad! Recuerdo que cuando recibimos noticias de las grandes hazañas que había realizado usted en Kabul, J. B. no habló de otra cosa durante días, leía todos los periódicos, asombrándose de su defensa del fuerte Piper. «¡Ése es mi hombre! —decía—. ¡Por Jingo, lo que daría por tenerle aquí! ¡Echaríamos al último pirata del mar de la China entre los dos!» Bueno, ahora le tiene a usted aquí... no me extrañaría que removiera cielo y tierra para que se quedara con nosotros.
Ya pueden imaginar cómo me afectó aquello. Comprendía, por supuesto, que J. B. era el tipo de hombre adecuado para la tarea que teníamos entre manos: si alguien podía liberar a Elspeth, más o menos sin daños, probablemente era él, ya que parecía ser el mismo tipo de aventurero desesperado y desprendido que había conocido yo en Afganistán, hombres salvajes como Georgie Broadfoot y Sekundar Burnes. El problema con tipos como ésos es que son condenadamente peligrosos para tenerlos al lado. Lo ideal hubiera sido conseguir que Brooke fuera al rescate mientras yo permanecía a salvo en la retaguardia, dándole ánimos, pero mi herida se estaba curando demasiado bien, maldita sea, y las perspectivas eran poco tranquilizadoras.
Había una cuestión que todavía me molestaba cuatro días después cuando el
Dido
, a remo, llegó deslizándose por un mar como hierba azul a la desembocadura del río Kuching, y vi por primera vez aquellas brillantes playas doradas lavadas por la espuma, las bajas llanuras verdes de manglares que llegaban hasta el borde del agua entre las pequeñas islas, los acantilados bordeados con palmeras y las montañas de Borneo en la distante neblina del sur.
—¡El paraíso! —exclamó Stuart, respirando aquel aire cálido—. Me importaría un pimiento no volver a ver los acantilados de Dover de nuevo. Mire ahí... medio millón de kilómetros cuadrados de la tierra más hermosa del mundo, sin explorar, salvo este pequeño rincón. La civilización empieza y acaba en Sarawak, ¿sabe? Vaya un día de marcha hacia allá —señaló hacia las montañas— y si todavía vive estará entre cazadores de cabezas que nunca han visto a un hombre blanco. Pero, ¿a que es maravilloso?
Yo no podía decir que lo fuera. El río, mientras lo íbamos remontando lentamente, era bastante ancho, y la tierra verde y fértil, pero tenía ese aspecto humeante que sugiere fiebre, y el aire era caliente y pesado. Pasamos por algunos pueblos, algunos de ellos construidos en parte dentro de las aguas sobre pilastras, con grandes y primitivas casas con tejado de paja; las propias aguas estaban atestadas de canoas y pequeños botes, manejados por hombres bajitos y regordetes, feos y sonrientes como Jingo. Supongo que ninguno de ellos debía de medir más de metro y medio de alto, pero parecían duros como una piedra. Llevaban sencillos taparrabos, aros en torno a las rodillas y turbantes; algunos llevaban también plumas blancas y negras en el pelo. Las mujeres eran más agraciadas que los hombres, aunque no más altas, y decididamente guapas a su manera impúdica y chata; llevaban el pelo largo que les caía por la espalda, unas faldas como única vestimenta y meneaban sus pechos y traseros de una manera que alegraba el corazón. (Se acoplan como conejas, por cierto, pero sólo con hombres de probado valor. En un país donde el anillo de compromiso habitual es una cabeza humana, esto quiere decir que tienes que ser un verdadero bruto si quieres comerte una rosca.)