Al día siguiente subimos a cubierta y vimos una costa verde muy extensa a pocos kilómetros del puerto, montículos cubiertos de vegetación más allá de la playa y altas montañas detrás; Elspeth quiso saber dónde estábamos. Solomon rió de una forma extraña mientras venía a la bordajunto a nosotros.
—Es el país más extraño del mundo entero, quizás —dijo—. El más extraño... y el más salvaje y cruel. Pocos europeos se aventuran a venir, pero yo lo he visitado es muy rico, ¿saben? —se volvió al viejo Morrison—. Goma y bálsamo, azúcar y seda, índigo y especias... Creo que hay carbón y hierro también. Tengo esperanzas de mejorar el pequeño comercio que he iniciado aquí. Pero son gente salvaje y terrible; uno tiene que actuar con cautela... y no apartar la vista del bote que ha dejado en la playa.
—¡Cómo, don Solomon! —exclamó Elspeth—, ¿No vamos a desembarcar aquí?
—Yo lo haré —contestó él—, pero ustedes no; el
Sulu Queen
se quedará al pairo... fuera de cualquier posibe peligro.
—¿Qué peligro? —pregunté yo—. ¿Caníbales en canoas de guerra? —él se echó a reír.
—No es eso. ¿Me creerán si les digo que en la capital de este país viven cincuenta mil personas, la mitad de ellas esclavas? Está gobernada por una monstruosa reina negra que se viste a la moda del siglo XVIII, come con los dedos en una mesa cargada de cuberterías europeas de oro y plata, con tarjetas con el nombre ante cada silla y paredes empapeladas con las victorias de Napoleón... Después de comer sale a verificar que los ladrones sean quemados vivos y los cristianos crucificados. Su guardia personal va casi desnuda, pero con unas cartucheras blanqueadas con arcilla, y detrás camina una banda que toca
Los granaderos británicos
. Sus mayores placeres son la tortura y el homicidio... He visto una ejecución ritual en la cual cientos de personas fueron enterradas vivas, cortadas por la mitad, arrojadas desde...
—¡No, don Solomon, no! —chilló Elspeth, tapándose las orejas, y el viejo Morrison murmuró algo acerca de respetar la presencia de las damas. El don Solomon de Londres nunca habría mencionado tales horrores delante de una dama, y si lo hubiera hecho, se habría disculpado con ella después profusamente. Pero se limitó a sonreír y encogerse de hombros, y pasó a hablar de pájaros y de animales como no se conocían en ningún otro lugar, grandes arañas rojas de la jungla, camaleones fantásticos y las curiosas costumbres de la corte aborigen, que decidía la culpabilidad o la inocencia de un sospechoso dándole al acusado una bebida especial y viendo si la vomitaba o no. Todo aquel lugar estaba gobernado por supersticiones y leyes absurdas, dijo, ¡y pobre del extranjero que tratara de enseñarles algo diferente!
—Debe de ser un lugar bastante curioso —observé—. ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Madagascar —respondió él, y me miró—. Usted habrá estado en algunos sitios terribles, Harry. Si alguna vez tiene la desgracia de naufragar
allí
—y señaló a la costa verde— ruegue porque le quede una bala —miró para asegurarse de que Elspeth no podía oírle—. El destino del extranjero atrapado en esas costas es demasiado espantoso para ser expresado. Dicen que la reina les da sólo dos usos a los hombres extranjeros: primero, someterlos a su voluntad, ya me entiende, y después, destruirlos con las más espantosas torturas que pueda imaginar.
—Qué damita más juguetona, ¿verdad?
—¿Cree que estoy bromeando? Mi querido amigo, ella mata entre veinte mil y treinta mil seres humanos cada año... Se propone exterminar a todas las tribus menos a la suya propia, ¿sabe? Cuando llegó al trono, hace algunos años, hizo que reunieran a veinticinco mil enemigos, los obligó a arrodillarse en un gran recinto y a una señal, ¡paf! Fueron ejecutados todos a la vez. Conservó unos pocos miles, para colgarlos dentro de unas pieles de buey hasta que se pudrieran... o para cocerlos o tostarlos hasta la muerte. Esto es Madagascar.
—¡Ah, bueno! —repliqué—. Creo que el año que viene iré a Brighton. ¿Y va a desembarcar?
—Sólo por unas horas. El gobernador de Tamitave, en la costa, es un salvaje bastante civilizado... Todos los de la clase gobernante lo son, incluyendo a la reina: vestidos de Bond Street, tal como le he dicho, y un piano en palacio. Es un lugar bastante notable, por cierto, grande como una catedral y cubierto enteramente por campanillas de plata. Dios sabe lo que sucede ahí dentro.
—¿Lo ha visitado?
—Lo he visto... pero no he entrado para tomar el té, como diría usted. En cambio, he hablado con algunos que han estado dentro, que han visto a la reina Ranavalona y viven para contarlo. Europeos, algunos de ellos.
—¿Qué estaban haciendo ahí, por el amor de Dios?
—¿Los europeos? ¡Ah, eran esclavos!
A las primeras de cambio, por supuesto, sospeché que estaba exagerando un poco para impresionar a sus invitados... pero no, no era así. Cada una de las palabras que dijo acerca de Madagascar era tan cierta como los Evangelios... y ni siquiera una décima parte de la verdad. Lo sé: lo averigüé por mí mismo.
Desde el mar aquello parecía bastante plácido. Tamitave era aparentemente un pueblo grande de edificios de madera amarillenta construidos en hileras ordenadas a espaldas de la costa. Había un fuerte de buen tamaño con una gran empalizada a cierta distancia de la ciudad, y unos pocos soldados desfilando en el exterior. Mientras Haslam estuvo en tierra, los examiné con el catalejo: eran unos tipos negros y fornidos con faldas blancas, con lanzas y espadas, muy bien plantados, moviéndose todos a la vez, lo cual es inusual entre las tropas negras. No eran verdaderamente negros; cuando Haslam volvió al barco le acompañaba un barco de escolta, con un tipo en la popa que llevaba una buena imitación de nuestro atuendo naval: levita azul, charreteras, tricornio y galones, saludando como el mejor... Parecía un mexicano o algo así, con su cara redonda, negra y aceitosa, pero los remeros eran de un color marrón oscuro y con el cabello lanoso, con narices rectas y rasgos bastante finos.
Eso fue lo más cerca que estuve yo de los malgaches, por entonces, y pueden convenir conmigo en que fue bastante cerca. Solomon parecía muy satisfecho con el negocio que le había llevado a tierra, y a la mañana siguiente estábamos lejos, en alta mar, con Madagascar ya olvidado detrás de nosotros.
He dicho que no les iba a aburrir con nuestro viaje, así que no haré más que mencionar Ceilán y Madrás, que es todo lo que se merecen, y les llevaré directamente a la bahía de Bengala, pasaremos por las infernales islas de Andamán, al sur junto al Gran Nicobar, y por los estrechos espumeantes donde las grandes medusas nadan entre el continente de Malasia y la extraña jungla de la isla de Sumatra con sus hombres-mono; y hacia el mar de donde nace el sol, al frente, están las Islas. Es una gran cadena brillante que corre a miles de kilómetros desde el sur del mar de la China hasta Australia y el lejano Pacífico al otro lado del mundo. Éso es Oriente... las Islas; y pueden creerlo porque se lo dice uno que tiene la India metida en sus huesos: no hay mar tan azul, ni tierras tan verdes, ni sol tan brillante como el que encontrarán más allá de Singapur. Era lo que había dicho Solomon: «Donde siempre es por la mañana». Así era, y en aquella parte de mi imaginación donde guardo los mejores recuerdos, éste permanecerá siempre.
Pero ése era sólo un aspecto de la cuestión. Entonces no sabía que Singapur era el último lugar civilizado, desde donde se pasaba a un mundo tan terrible como hermoso, rico, salvaje y cruel, más allá de todo lo imaginable, de tierras y mares todavía sin explorar, donde incluso la poderosa Marina Real mandaba sólo unos pocos navíos de guerra para investigar. El puñado de aventureros blancos que habían viajado hasta allí habían sobrevivido por la velocidad de sus quillas y el silencio de sus cañones. Ahora está tranquilo, y la ley británica y holandesa gobierna desde el estrecho de Sonda a las islas Salomón; las costas están tranquilas, las últimas cabezas-trofeo que quedaban en los poblados están viejas y consumidas,
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y apenas hay un hombre vivo que pueda decir que ha oído resonar los gongs de guerra, ya que las grandes flotas de piratas fueron barridas del mar de Sulú. Pero yo los oigo todavía, con una claridad tremenda, y a pesar de todo lo bueno que haya podido decir de las Islas, puedo asegurarles que si hubiera sabido en aquel primer viaje lo que supe después, habría salido corriendo hasta Madrás.
Pero yo era tan feliz como ignorante, y cuando nos deslizamos junto a las verdes islas en forma de pan de azúcar una bonita mañana de abril de 1844, y echamos el ancla en el fondeadero de Singapur, todo aquello me parecía bastante seguro. La bahía estaba llena de naves. Había al menos un centenar de barcos de vela cuadrada, grandes
Indiamen
bajo la bandera norteamericana, altos clípers del sur con las barras y las estrellas, barcos mercantes británicos en cantidad, barcos de todas las nacionalidades... Solomon señaló las anclas azules cruzadas de Rusia, las franjas rojas y amarillas de España, el azul y amarillo de Suecia, incluso un león dorado que él dijo que era de Venecia. Más cerca, los rechonchos juncos y largos praos mercantes estaban tan cerca unos de otros que parecía se pudiera andar por encima de ellos y atravesar toda la bahía, hirviendo de tripulaciones medio desnudas de malayos, chinos y gentes de todos los colores desde el amarillo pálido hasta el negro azulado, ensordeciéndonos con sus charlas estridentes mientras los remeros de Solomon conducían la lancha a través del muelle del río. Era una locura; toda Asia parecía haberse congregado en el desembarcadero, llevándose con ellos sus penetrantes olores y ensordecedores sonidos.
Había
coolies
por todas partes, unos con sus sombreros de paja, otros con sus sucios turbantes, tambaleándose, medio desnudos bajo balas y cajones. Pululaban por los muelles, por los sampanes que taponaban el río, en torno a los almacenes, y entre ellos se abrían paso capitanes yanquis con sus cortas chaquetillas y altos sombreros, quitándose los cigarros de las duras mandíbulas sólo para escupir y blasfemar; judíos armenios con abrigos negros y largas barbas; casacas azules británicos con camisas de lona y pantalones de dril; comerciantes chinos de largo mostacho con sus bonetes redondos, llevados en palanquines; comerciantes británicos de Sonda con pistolas al cinto; correosos hombres de los clípers con gorras de piloto, gritando maldiciones de Liverpool y Nueva York; hacendados con sus gruesos bastones y sus sombreros de ala ancha haciéndose obedecer por los negros; una fila de prisioneros con grilletes caminando pesadamente, con soldados de casaca roja empujándolos y marcando el paso. Oí hablar holandés, alemán, español, hindi y la mayoría de los acentos del inglés: escocés, galés, irlandés y norteamericano, y de diferentes zonas además, todo en el primer minuto. Dios sabe qué lenguas nativas se hablaban allí, pero también las usaban a pleno pulmón, y después de la comparativa tranquilidad a la que estábamos acostumbrados, aquello bastaba para volvernos locos. El olor era también espantoso.
Por supuesto, las zonas ribereñas eran casi igual que en cualquier otro lugar: una vez se salía del río, el lado «Mayfair» de la ciudad, que se extendía al este a lo largo de Beach Road, era un lugar agradable, y allí era donde Solomon tenía su casa, una hermosa mansión de dos plantas rodeada de un jardín extenso, frente al mar. Nos instalaron en unas habitaciones frescas y aireadas, perfectamente equipadas con ventiladores y pantallas, legiones de sirvientes chinos para cuidarnos, bebidas frías a litros y nada que hacer sino descansar en medio de aquel lujo y recuperarnos de los rigores del viaje, lo que hicimos durante las tres semanas siguientes.
Al viejo Morrison le fue estupendamente aquello. Devoraba a un ritmo tal que había engordado de forma alarmante, y todo lo que quería hacer era quedarse echado, eructando y refrescando su naturaleza enfermiza en aquel clima cálido. Elspeth, por otra parte, tenía que levantarse y hacer algo inmediatamente. Salió casi nada más llegar, llevada en un palanquín por unos criados, para hacer los honores a lo que ella llamaba la buena sociedad, averiguar quiénes eran los que contaban y derrochar dinero en las tiendas y bazares. Solomon la llevó a las direcciones adecuadas, la presentó, y luego explicó disculpándose que tenía trabajo que hacer en su casa de cambio en los muelles durante unas semanas; después de lo cual, nos aseguró, que podría llevarnos a ver sus posesiones, que yo creí entender que estaban en alguna parte de la costa este de la península.
Así que allí estaba yo, sin ocupación... ¡Y ya era hora! Nunca me había aburrido tanto en mi vida. Estaba muy bien todo eso del crucero lleno de exquisiteces, pero yo estaba ya hasta la coronilla de Solomon y su mansión flotante con su inmaculado mobiliario y su lujo invariable y todo tan exacto, tan condenadamente correcto. Todas las maravillosas comidas y todos los vinos exquisitos me salían ya por las orejas. Estaba harto de tanta perfección, enfermo de ver el feo hocico de Morrison, de escuchar el incansable parloteo estúpido de Elspeth, y de no tener ni una maldita cosa que hacer sino hartarme de comer y dormir. No había tenido la menor ocasión de dar pábulo a mis vicios desde hacía seis meses... y para mí aquello representaba una vida entera de hambre. Bueno, pensé, si Singapur, el antro de placer de Oriente, no puede proveer a mis necesidades urgentes y proporcionarme la suficiente depravación variada en tres semanas como para soportar el largo viaje de vuelta a casa, es que algo falla; me afeitaré, me cambiaré de camisa y saldremos a conquistar la ciudad.
Di un largo paseo para orientarme y luego entré a fondo. Había ocho calles transversales en la sección de Mayfair, donde estaban las casas buenas, y un ancho parque bajo la colina del Gobernador, donde la buena sociedad se congregaba por las noches. Y, por Júpiter, era una diversión loca, ya lo creo. Podía uno quitarse el sombrero así como unas cien veces en dos horas, y cuando se cansaba de aquello, estaba la frenética y desenfrenada orgía de un paseo en calesa a lo largo de Beach Road, para mirar los barcos o bailar en los salones de reuniones, donde una mujer casada puede incluso bailar una polca con uno, a condición de que tu mujer y su marido estén cerca... Las damas no casadas no bailaban, excepto entre sí, las muy desvergonzadas.
Y luego estaban las cenas en el hotel Dutranquoy, con discusiones posteriores sobre si el Club Raffles debería o no ser resucitado, y cómo estaba progresando el edificio del nuevo Hospital de Pobres Chino, y el precio del azúcar, y el último editorial de la
Free Press
, y para los espíritus aventureros, un juego de pirámides en la mesa de billar del hotel. Yo jugué dos veces, y me sentí deshonrado por mi bestial indulgencia. Elspeth era infatigable en su persecución del placer, por supuesto, y me arrastró a todos los saraos, bailes y tonterías que pudo encontrar, incluyendo la iglesia dos veces cada domingo, y las reuniones de suscripciones para el nuevo teatro, y varias veces incluso nos reunimos con el coronel Butterworth, el gobernador... «Bueno —pensé yo—, esto será Singapur, pero me moriré si tengo que soportar esta paz por mucho tiempo.»
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