Cómo me vitorearon, mientras Solomon corría pesadamente por entre los asientos de los elegantes, las damas agitándose para dejarle pasar y los hombres riendo a punto de explotar. Se precipitó por la puerta principal Y mientras yo completaba mi segunda carrera me volví para ver aquella ominosa figura con el chaleco rojo; él y sus amigos eran los únicos miembros tranquilos y silenciosos de aquella excitada asamblea. Maldito Solomon... ¿iba a tardar todo el día en encontrar la asquerosa pelota? Yo
tenía
que correr, y sentía mis nervios debilitarse de nuevo; me moví pesadamente hacia el campo y resonó un gran aullido desde la casa: Solomon salía todo desgreñado y triunfante mientras yo hacía la tercera carrera... sólo otras tres y el partido era mío.
Pero no podía enfrentarme a aquello; yo sabía que no me atrevería a ganar... Después de todo, no confiaba tanto en la virtud de Elspeth; un Solomon más o menos no representaría demasiada diferencia. Mejor ser un cornudo que un tullido. Yo había vacilado a propósito durante la última media hora, pero entonces hice todo lo que pude para darle el juego a Solomon. Tropecé y me tambaleé, pero mi
wicket
se mantuvo intacto; le mandé un tiro corto, envié fuera una pelota, me lancé a recoger una pelota que no tenía ninguna esperanza de coger... y el gran imbécil, que no tenía que hacer más que tirar mi
wicket
para conseguir la victoria, se agitaba locamente en su excitación. Fui tambaleándome hacia mi puesto, mientras la multitud gritaba encantada: Solomon treinta y uno, Flashy treinta, e incluso el pequeño Félix saltaba de una pierna a la otra señalando a Solomon que lanzaba.
No se oía ni un susurro en todo el campo. Yo esperaba en la línea de base, con el estómago encogido, mientras Solomon, de pie, se echaba atrás, recuperando el aliento, y recogía la pelota. Ahora ya estaba decidido: esperaría un tiro directo y lo fallaría, dejando así que me eliminara.
¿Creerán que sus siguientes tres pelotas fueron tan retorcidas como la conciencia de un judío? Él estaba exhausto de tanto correr, fatigado como una vaca lechera, y no podía apuntar bien. Las dejé pasar, mientras la multitud rugía decepcionada, y cuando la pelota siguiente pareció errar completamente el blanco, yo
tuve
que poner un poco de empeño, me gustara o no; me lancé hacia adelante, tratando desesperadamente de empujarla en su dirección, murmurando para mí: «Si no puedes lanzármela, por Dios bendito, al menos ponme fuera de juego, culón inútil», y en mi pánico me tambaleé, di un golpe tal, que envié la maldita pelota a kilómetros por encima de su cabeza. Él se volvió y corrió para ponerse debajo de ella, y no pude hacer nada sino correr hacia el otro lado, rogando a Dios que pudiera cogerla. Estaba todavía en el aire cuando alcancé la línea de base del lanzador, y me volví, mirando hacia atrás mientras corría: él iba corriendo de un lado a otro debajo de la pelota con la boca abierta, los brazos extendidos, mientras todo el campo esperaba sin aliento: allá iba, bajando hacia sus manos expectantes; la agarró, la sujetó, trastabilló, se tambaleó... y horrorizado, vi, mientras la multitud lanzaba un gran alarido, que la pelota se le caía de las manos... Intentó agarrarla desesperadamente, cayó en el césped todo lo largo que era y allí estaba la asquerosa pelota rodando por la hierba y alejándose de él.
—¡Oh... maldito bastardo dedos de mantequilla...! —rugí, pero mi grito se perdió en medio del tumulto. Yo había recuperado ya mi línea de base habiendo marcado uno... pero tenía que intentar el segundo, y corrí con Solomon postrado y la pelota a diez metros de él.
—¡Corre! —chillaban todos—, ¡corre, Flashy! —y el pobre y desesperado Flashy no podía hacer otra cosa que obedecer... El partido estaba en mis manos; con cientos de personas mirando no podía ignorar deliberadamente la oportunidad de ganarlo.
Así que salté hacia adelante de nuevo, lleno de fingido entusiasmo, brincando artísticamente para darle a él una oportunidad de alcanzar la pelota y ponerme fuera de juego; me caí rodando y, maldita sea, aquel animal estaba todavía lamentándose por su fallo. No podía seguir fingiendo siempre, así que seguí adelante, lo más lento que pude, como un hombre exhausto; aun así, habría alcanzado la línea de base antes de que él recuperara la pelota, y ahora su única oportunidad era retroceder unos treinta metros y golpear mi
wicket
mientras yo corría de vuelta hacia el extremo del bateador. Yo sabía que él carecía de una maldita oportunidad, a aquella distancia; todo lo que podía hacer era dirigirme de cabeza hacia la victoria... y a la ruina a manos de Tighe. La multitud bailaba literalmente mientras yo me acercaba ya a la línea de base (tres zancadas más me llevarían a la meta y a la condenación) y entonces el suelo se levantó suavemente hacia mí, la multitud y el
wicket
desaparecieron de mi vista, el ruido se extinguió hasta convertirse en un sordo murmullo y me encontré echado confortablemente en el césped, tumbado con toda placidez en la hierba, pensando: eso es, un buen descanso, qué tranquilidad, qué agradable...
Yo miraba al cielo y veía a Félix en medio, mirando hacia abajo y detrás de él la cara carnosa de Mynn, que decía:
—Levantadle la cabeza... dadle aire. Aquí, una bebida —y mis dientes castañeteaban al chocar contra el vaso y noté el ardiente sabor del brandy en la boca. Sentí un espantoso dolor en la parte posterior de la cabeza, vi más caras ansiosas, y oí la voz de Elspeth con distante y penetrante ansiedad, en medio de una confusión de voces.
—¿Qué... qué ha pasado? —dije, mientras me levantaban; notaba las piernas blandas como la gelatina y Mynn tuvo que sujetarme.
—¡Está bien! —gritó Félix—. Ha tratado de tirar tu
wicket...
y la pelota te ha golpeado en la parte de atrás de la cabeza. ¡Has caído como un conejo al que han disparado!
—Ha tirado tu
wicket
también... después —dijo Mynn—. ¡Maldito sea!
Yo parpadeé y me toqué la cabeza; me estaba saliendo un chichón como una pelota de fútbol. Y allí estaba Solomon, jadeando como un fuelle, cogiéndome la mano y gritando:
—Mi querido Harry... ¿está bien? Mi pobre amigo... ¡déjeme ver! —lanzaba disculpas sin parar, y Mynn le miraba de manera muy fría, lo noté, Félix estaba nervioso y la gente reunida allí tenía la boca abierta por la conmoción.
—¿Quieres decir... que estoy fuera de juego? —dije yo, tratando de recuperar la conciencia.
—¡Eso me temo! —exclamó Solomon—. Verá, yo estaba tan confuso, cuando tiré la pelota, no me di cuenta de que le había golpeado... le vi tirado ahí, y la pelota suelta... bueno, en mi excitación simplemente corrí y la cogí... y rompí su
wicket
. Lo siento —repitió—, porque por supuesto nunca me habría aprovechado de una ventaja semejante... si hubiera tenido tiempo para pensar. Todo ha ocurrido tan rápidamente, ya sabe —miró a su alrededor a los otros, sonriendo tímidamente—. Bueno... ha sido como nuestro accidente anterior en el primer turno... cuando Flashy me puso fuera de juego a mí.
Con esto se iniciaron de nuevo los comentarios, y entonces Elspeth se inclinó hacia mí, diciendo algo acerca de mi pobre cabeza y pidiendo unas sales. Yo la tranquilicé mientras iba recuperando la calma y escuchaba el debate: Mynn mantenía firmemente que aquello no era justo, dejar fuera de juego a un tipo cuando estaba medio inconsciente, y Félix dijo: «Bueno, de acuerdo con las reglas, yo estaba prácticamente fuera de juego, y, de todos modos, había ocurrido una cosa por el estilo con la primera mano de Solomon», lo cual era extraordinario, si se ponía uno a pensarlo... Mynn dijo que aquello era diferente, porque yo no me había dado cuenta de que Solomon había caído, y Félix dijo: «Ah, bueno, entonces es eso», pero Solomon no se había dado cuenta tampoco de que yo me había caído, y Mynn murmuró: «Ah, no, vaya por Dios», si ésa era la forma en que jugaban en Eton, a él no le parecía nada bien aquello...
—Pero... ¿quién ha ganado? —preguntó Elspeth.
—Nadie —dijo Félix—. Es un empate. Flashy ha hecho otra carrera, lo que hace que la puntuación se iguale a treinta y uno, y ha quedado fuera de juego antes de que pudiera acabar el segundo. Así que el partido está empatado.
—Y si lo recuerda —dijo Solomon, y aunque su sonrisa era tan franca como siempre, él no podía ocultar el brillo triunfal de sus ojos—, me ha dado ventaja, lo que significa —e hizo una señal hacia Elspeth— que tendré el placer de recibirla a usted, mi querida Diana, y a su padre, a bordo de mi barco para nuestro crucero. Siento de verdad que nuestro juego haya acabado así, querido amigo, pero me siento con derecho a reclamar mi apuesta.
Oh, él tenía razón, y yo lo sabía. Me había pagado con mi propia moneda, por haberle hecho caer en el primer turno. No me consolaba que yo le hubiera dado a mi juego sucio un aspecto mucho más sutil que él, no con Elspeth saltando de emoción, palmoteando exultante y tratando de compadecerme al mismo tiempo.
—Esto no es críquet —me susurró Mynn—, pero no importa. Paga y pon buena cara... Esto es lo más jodido de ser inglés y jugar contra extranjeros: que no son caballeros —dudo que Solomon le oyera; estaba demasiado ocupado gritando, radiante, con su brazo en torno a mis hombros, que allí había champán y ostras y más cerveza para la gente vulgar. Así que él había ganado su apuesta, sin ganar el partido... Bueno, al menos yo estaba a salvo por lo que respectaba a Tighe... y entonces me asaltó el horrible pensamiento, en el momento en que levanté la vista y vi aquel rojo chaleco allá lejos, entre la multitud, con aquella cara de borracho ceñuda por encima de él... me estaba mirando, con los labios apretados, rasgando lo que adiviné era un boleto de apuestas. Inclinó la cabeza hacia mí dos veces, ominosamente, se dio la vuelta y se alejó.
Porque Tighe había perdido su apuesta también. Él había apostado a que yo
perdería
y Solomon
ganaría...
y habíamos empatado. Con toda mi indecisión y mala suerte, yo había alcanzado el resultado peor de todos. Había perdido a Elspeth ante Solomon y su maldito crucero (porque no podía negarme a pagar) y le había costado a Tighe mil libras además. Él me denunciaría por coger su dinero, y mandaría a sus rufianes tras de mí, ¡oh, Dios mío!, y allí estaba también el duque, jurando vengarse de mí por desflorar a su lirio de los bosques. ¡Qué asqueroso enredo!
—Bueno, ¿está bien, amigo? —gritó Solomon—. Se ha puesto pálido otra vez... aquí, ayudadme a llevarle a la sombra... ponedle un poco de hielo en la frente...
—Brandy —gruñí yo—. No, no, quiero decir... estoy de primera, sólo es una debilidad pasajera... el golpe y mi vieja herida, ya sabe. Sólo necesito un momento... para recuperarme... centrar mis ideas...
Qué ideas más horribles, por cierto... ¿cómo demonios iba a salir yo de aquel enredo? ¡Y dicen que el críquet es un pasatiempo inocente!
[Extracto del diario de la señora Flashman, junio de 1843.]
Ha ocurrido algo extraordinario... ¡El querido Harry ha consentido en venir con nosotros en nuestro viaje! ¡Y yo soy más feliz de lo que puedo expresar! ¡Incluso ha dejado a un lado sus proyectos de su Alistamiento en la Guardia Real... y todo por mí! Es tan
inesperado
(pero así es mi querido héroe), ya que en cuanto acabó el partido y Don S. reclamó su premio, H. dijo muy serio que se lo había pensado mejor y que aunque no quería declinar el Ascenso Militar que le habían ofrecido,
¡no podía soportar separarse de mí!
Tal Prueba de su Devoción me conmovió hasta las lágrimas, y no pude evitar abrazarle... ¡semejante exhibición supongo que provocaría
algún
comentario, pero no me importa!
Don S., por supuesto, fue muy amable e insistió en que H. debía venir, una vez se hubo dado cuenta de que mi amado estaba tan decidido. Don S. es
muy
bueno; le recordó a H. el honor tan enorme que estaba declinando al no ir a la Guardia Real y le preguntó si estaba
absolutamente seguro
de que deseaba venir con nosotros, explicando que él no habría deseado que H. hiciera ningún sacrificio por nuestra culpa. Pero Mi Amado dijo: «No, gracias, iré, si no le importa», de esa forma suya tan directa, frotándose la pobre cabeza, y con un aspecto
pálido
, pero
decidido
. Yo estaba feliz y ansiaba estar con él en privado para poder expresarle mejor mi Profunda Gratitud por su decisión, así como mi
eterno amor
. Pero, ¡qué lástima!, se me negó por el momento, porque casi al mismo tiempo H. anunció que su decisión precisaba su inmediata partida a la Ciudad, donde tenía muchos Asuntos que resolver antes de que nos hiciéramos a la mar. Yo me ofrecí a acompañarle, por supuesto, pero él no quiso ni oír hablar de ello, tanto se resistía a interrumpir mis vacaciones aquí... ¡es el más Encantador de los Maridos! Tan considerado... Explicó que sus Negocios le tomarían mucho tiempo y no podía calcular
dónde
estaría durante un par de días, pero que se reuniría con nosotros en Dover, desde donde zarparíamos hacia el Misterioso Oriente.
Así que se ha ido, sin quedarse siquiera para responder a la invitación de nuestro
querido amigo
el duque que le hizo llamar. Me ha ordenado que responda ante
cualquier pregunta
que se ha ido, para Negocios Particulares... porque, por supuesto, siempre hay Personas ansiosas de ver y solicitar a mi amado, al haberse hecho tan famoso... no sólo duques y similares, sino también Personas Corrientes, que esperan estrecharle la mano, me atrevo a decir, y luego se lo cuentan a sus Conocidos. Mientras tanto, querido diario, me han dejado sola —excepto por la compañía de Don S., por supuesto, y de mi querido Papá— para preparar la Gran Aventura que se abre ante nosotros, y esperar la Alegre Unión con mi Amado en Dover, que no será sino el preludio, confío, de nuestro Viaje de Cuento de Hadas a lo Romántico Desconocido...
[Fin del extracto— G. de R.]
Una cosa es decidir si te apuntas al crucero de Solomon, y otra muy diferente estar ya a bordo. Diez días tuve que pasar escondido en Londres y sus alrededores como un conspirador, huyendo de mi propia sombra, y siempre alerta por si aparecían los matones del duque... y los de Daedalus Tighe. Pensarán que soy demasiado precavido, y que el peligro no era tan grande, pero ustedes no conocen lo que la gente como el duque era capaz de hacer en los días de mi juventud. Los de esta calaña pensaban que todavía estaban en el siglo XVIII, y que si les ofendían, podían enviar a sus hampones a machacarte y luego confiar en que su título les librara de las consecuencias. Yo nunca fui un hombre partidario del Reform Bill,
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pero no hay duda de que la aristocracia necesitaba que le pararan los pies.