Authors: David Monteagudo
—Si lo llego a saber me traigo el cable—está diciendo Rafa—, tres mil quinientos kilos, tres toneladas y media, lo pone en el catálogo, y suelen tirar por lo bajo para asegurarse; lo ato a la valla esa, primera con reductora, bloqueo diferenciales, doble tracción directa, y verás tú si no la arranco, la mierda de valla ésa, por mucho cimiento que tenga. Ahora, eso sí, que no se ponga nadie detrás, ¿eh?, porque las ruedas arrancan piedras... pero piedras, ¿eh?—insiste Rafa sosteniendo un imaginario balón con sus manos—, de esas que están bien enterradas.
Ginés se limita a escuchar y a asentir constantemente con la cabeza, y de vez en cuando, en los momentos de mayor intensidad, con un resoplido de su nariz, una sonrisa vagamente admirativa que una sensibilidad poco exigente bien podría interpretar como un «caramba» o un «qué tío» o un «parece mentira». Pero en realidad no interviene, su actitud es esencialmente pasiva, y Rafa aprovecha esta circunstancia para seguir desgranando sus peculiares inquietudes.
—¿El tuyo tiene argolla de arrastre?...
Instado por el prolongado silencio, por la mirada inquisitiva de Rafa, Ginés carraspea y se obliga a contestar:
—No sé... no... nunca se me ha ocurrido...
—Me parece que no. Ya ni siquiera se la ponen, es como los neumáticos: no están preparados para hacer montaña de verdad, se acabarían rompiendo si los metieras en roca viva... ¿No lo sabías?... No aguantan, es por la carcasa, cumple las exigencias para alcanzar los doscientos cincuenta por hora, pero no aguantan la roca, aún no han conseguido que hagan las dos cosas, y como saben que el que se compra un trasto de ésos... en fin, que lo va a meter poco por caminos...
Mientras tanto, Ibáñez se ha unido a ellos limitándose a escuchar en respetuoso silencio, sin poder ocultar un brillo de maliciosa ironía en su mirada. Rafa apenas le ha prestado atención, como si le pareciera lo más normal del mundo que Ibáñez se plantara ahí sin decir nada, sólo para escucharlos. En cambio Ginés ha lanzado más de una mirada al recién llegado, una mirada inquieta que bien se podría interpretar como una demanda de auxilio.
—¿De verdad queréis arrancar esa valla?—dice Ibáñez por fin, aprovechando una pausa de Rafa—. Es fea, pero no os ha hecho nada, que diría el clásico...
—¿Cómo que no nos ha hecho nada?—protesta Rafa—. ¡A ver por qué tenemos que dejar los coches allá arriba, a un kilómetro de distancia! ¿Y si los roban? ¿Y si nos ocurriera alguna desgracia, yo qué sé, una urgencia, que tuviéramos que meter a alguien en un coche a toda prisa?
—Alguno he visto yo—apunta Ibáñez—que a lo mejor pronto necesita...
—¡Son esos cabrones de socialistas!—le interrumpe Rafa—, venga a cobrar impuestos, a cobrar multas, aparcamientos. ¿Y para qué? Para poner vallas y... y construir mezquitas.
Ginés frunce el ceño entre incrédulo y sorprendido, pero Ibáñez compone un gesto de ingenua ignorancia para preguntar:
—¿Van a construir aquí una mezquita?
—No, aquí no—dice Rafa—, me refiero en general, en...
—Pero ¿aquí gobiernan los socialistas?—pregunta Ginés.
—¿Aquí? ¿Qué quieres decir con...?
—Esto pertenece a Somontano ¿no?
—No, aquí no sé—dice Rafa algo molesto—, pero en la comunidad autónoma sí. Esto lo lleva la comunidad, los caminos y todo eso.
—Esto... la conversación se pone interesante—dice Ibáñez pidiendo tímidamente la palabra—, me apasiona el tema de los flujos... migratorios, por no hablar del asunto de la «roca viva», pero yo venía a buscar a este hombre—añade señalando a Ginés—. Su encantadora prometida le quiere enseñar algo, orografía o arquitectura, no sé muy bien...
—¿Y por qué no viene ella a buscarlo?—dice Rafa.
—Misterios de la feminidad...—responde Ibáñez—. Por cierto, le he pedido un baile, pero su carnet con tapas de nácar estaba repleto, rebosando de nombres y apellidos.
Ginés observa a Ibáñez con una sonrisa divertida, pero a Rafa, en cambio, parecen molestarle las alambicadas bromas del de la furgo.
—¿Por qué siempre tienes que hablar así?—dice espontáneamente—. Va, voy con vosotros—añade uniéndose a los dos, que ya han empezado a andar en dirección a la otra esquina de la sala.
—Ah, Rafa, por favor—dice entonces Ibáñez, parándose en seco—, hazme un favor muy grande, ¿por qué no vuelves a poner el disco de ABBA?
—Te ha gustado, ¿eh?—dice Rafa animándose súbitamente.
—Me encanta ABBA, sobre todo esa canción... esa que dice...
—¡Fernando!—sugiere Rafa con gesto esperanzado.
—¡Exacto!
Rafa se moviliza inmediatamente en dirección al equipo de música.
—Enseguida lo pongo—dice, dudando un instante ante los botones—, saco el cargador y...
—Dicen que la estupidez humana no tiene límites—dice Ibáñez al oído de Ginés, al tiempo que lo arrastra lejos de allí—, pero al parecer aún quedan algunas barreras, me refiero a la valla esa...
—No seas cruel con Rafa. No es mala persona, es sólo que...
—Bah, no te preocupes por nuestro amigo: el almíbar de esos suecos horteras le calmará, hará que se olvide del contubernio sarraceno-socialista.
—Muy agudo te veo—dice Ginés.
—Será feliz en su KaABBA particular, en su meca del mal gusto.
—¡Hombre!... Tampoco es tan malo ABBA...
—Puede ser—concede Ibáñez—, a lo mejor es que no puedo deslindar su música de... esas pintas y esos atuendos de película porno de ciencia ficción. Pero tiene razón: aprovechemos para escuchar música occidental ahora que podemos. La próxima vez que vengamos podríamos encontrarnos con un montón de babuchas alineadas junto a la puerta de entrada, y un panorama de culos en pompa, señalando al oeste, en el interior.
—Que no te oigan ésos, los del culo en pompa quiero decir; no creo que sean mucho más razonables que Rafa, >il menos en lo referente a burlarse de sus símbolos religiosos.
—Ah, por supuesto; me burlo de Rafa por una simple i uestión de proximidad, porque es la intolerancia que me queda más cerca. No creo que esté de nuestro lado, en absoluto, la exclusiva de la estupidez.
Ginés e Ibáñez se han ido acercando, con algunas paradas, hacia un trío que conversa a un extremo de la mesa, compuesto por María, Cova y Amparo.
—Lo de María... era un pretexto, ¿no?—dice Ginés parándose una vez más.
—Por supuesto. Se trataba de librarte de nuestro común amigo; pero vayamos con las chicas de todas formas. 1,1 tema de la automoción y sus variantes es difícil de erradicar una vez ha brotado; se propaga con gran facilidad entre los varones, se regenera una y otra vez como un cáncer. Pero ellas están a salvo de esa plaga...
—Ginés... ¿sabías que Cova también hace contemporáneo?—dice María sonriendo a los recién llegados.
—Bueno... hice unos cuantos cursos—se apresura a decir Cova—, pero ahora hace algún tiempo...
—Contemporáneo...—dice Ginés lentamente, preguntando más que afirmando—, la verdad es que estoy perdido.
—Danza contemporánea—apunta Ibáñez—, el último estadio de la evolución de los tutús y las plumas de cisne.
—Vale, vale, ya capto—dice Ginés, y luego añade dirigiéndose a Cova—: ¿así que haces
release
? María está entusiasmada con el tema...
Mientras Cova intenta explicar de nuevo que su relación con la danza carece de actualidad, María mira a Ginés a los ojos, con una extraña expresión, una expresión en la que el enojo—un enojo por lo demás mundano y juguetón—no puede ocultar una nota de verdadero arrobo, de sorprendida admiración.
—Cariño... sabes perfectamente que lo que yo hago es
contact.
—El
release
lleva al
contact-
, es inevitable—dice Ibáñez—. Yo no me quedaría tranquilo dejando ir a mujeres tan atractivas a esas sesiones de... investigación corporal. Es verdad que el porcentaje de sodomitas es apabullante entre los varones que se interesan por esas actividades, pero también hay lesbianas...
—¡Ay, qué obsesión!—dice Amparo, bufando de fastidio.
—No me gusta la palabra «sodomita»—dice Cova frunciendo el ceño con desagrado—, me parece... ofensiva y...
—No deja de ser un gentilicio—dice Ibáñez—. Cambia sodomita por salmantino, y perderá gran parte de sus connotaciones... Espero que no haya ningún salmantino por aquí—añade mirando en derredor.
—Yo he empezado a ir a yoga—dice Amparo—, a unas clases que da una chica en el gimnasio municipal, y me está sentando muy bien. Antes siempre tenía las cervicales, aquí... como agarrotadas...
—El garrote vil curaba eso—dice Ibáñez—de forma un tanto drástica.
—¿Es que nunca puedes dejar de hacer chistes malos? —dice Amparo encarándose con Ibáñez, en un tono tal vez demasiado estridente.
—No.
—¿Y cuántos hombres van a esas clases de yoga?—tercia Cova oportunamente.
—¿Hombres? Ninguno. Tampoco nos los íbamos a comer, si vinieran; pero no se apuntan.
—Es lo que pasa en los pueblos—dice Cova—, seguramente a más de uno le gustaría apuntarse, pero no se atreven a ir a una clase en la que estarán rodeados de mujeres.
—En la escuela a la que voy yo hay bastantes chicos dice María—, pero las mujeres siguen siendo mayoría.
—A mí me encantaría ir a una buena escuela—dice Cova—, aunque tendría que apuntarme al primer nivel, por supuesto. Una vez... hice un curso con un profesor muy bueno que trajeron a Villallana, antes se lo explicaba a Mana, ella lo conoce, y me dijo, ese profesor, que le gustaba mi movimiento, que tenía que seguir evolucionando. Incluso me dijo que me haría un precio especial, en sus clases, como si fuera profesional... Eran tres días por semana... pero yo no puedo ir a La Capital; no puedo permitirme ese lujo.
—Pues si no lo puedes hacer tú—dice Amparo—, que no tienes hijos y tampoco trabajas... quiero decir que no 11 abajas fuera de casa, que no tienes un horario.
—Tengo que preocuparme de la casa, y me gusta que Hugo lo tenga todo a punto cuando vuelve del trabajo. Trabaja mucho, el pobre...
—¡Uy! No seas ingenua, mujer—dice Amparo—. Todos dicen lo mismo: siempre quejándose de lo mucho que trabajan, y de lo terrible que es su jornada... y si les quitaras el trabajo no sabrían qué hacer. ¡Si en realidad se lo pasan bien trabajando! Tienen sus amigotes, y sus secretarias, no todos, ya lo sé, pero... yo sé lo que me digo: en el trabajo son algo, son alguien, y hasta te diría que tienen más libertad...
—¡Hombre, Amparo!—dice Ibáñez—, como paradoja no está mal esa afirmación... pero ¿no crees que te has pasado dos o tres pueblos? Por mi parte, mi libertad consiste en ir primero a Gráficas Carrasco que a Rovirosa Laboral, en vez de hacerlo al revés.
—Bien sabes tú que es verdad lo que digo. Seguro que cuando haces el reparto pasas por más de un puticlub.
—Afortunadamente mi recorrido, esencialmente urbano, evita esas sirtes de la carretera, esos Escila y Caribdis de la ruta. No es prudente exponer la débil carne humana a los cantos de las sirenas y sus potentes mafias de explotación.
—¿Es verdad eso, Ginés?—pregunta María—, ¿tú también te diviertes tanto en el trabajo?
—Digamos que... no podría vivir sin él. Al menos con el tren de vida que llevo.
—Que llevamos, cariño, que llevamos—puntualiza María, con una sonrisa de complicidad.
—Resulta frustrante estar junto a estos dos tortolitos —dice Ibáñez—, salta a la vista que todavía están de luna de miel, aunque no se hayan casado. Tanta felicidad empalaga...
—Bien que te gustaría a ti—dice Amparo—tener una novia joven y guapa, que te quisiera...
—No tengo ningún problema en admitir que tengo envidia, y no del todo sana, pero... de todas formas, la felicidad es un estado en cierto modo idiotizante, o al menos adormecedor. Intelectualmente hablando, es mucho más productivo el deseo, y sobre todo la pérdida.
—Entonces vas a producir más que una fábrica, tú—dice Amparo—, porque de pérdida, y de ganas, tienes en cantidades industriales.
—Yo no he dicho «ganas», he dicho «deseo». Y en cuanto a la pérdida, evidentemente no es mi problema.
—Sí que lo es, sí—insiste Amparo mirando a Ibáñez directamente a los ojos—. Bien sé yo que lo es.
—¡Tú no sabes nada!—responde él, con una energía y una acritud que sorprende a todos los presentes.
Nadie sabe qué decir en el engorroso silencio que se ha producido, que pesa sobre las cinco personas durante unos segundos. Ibáñez se queda un rato mirando a Amparo con expresión iracunda, con la respiración agitada, y después echa un trago de su vaso con evidente voluntad de controlarse. Amparo, por su parte, desvía la mirada, más tensa y alterada de lo que su altiva indiferencia pretende aparentar. Pero nadie se atreve a pronunciar palabra.
—¿Qué furgoneta tienes?—dice de pronto María, rompiendo el silencio.
—¿Cómo?—dice Ibáñez atónito, tan sorprendido como los demás.
—Sí, qué modelo es, de qué marca...
Ibáñez abre la boca; parece que va a contestar, pero al final estalla en una sonrisa divertida, espontánea.
—¿Qué pasa ahora?—pregunta María sonriendo a su vez.
Ibáñez ha recuperado su habitual actitud irónica y desenvuelta. Se diría que ha olvidado por completo el incidente de hace unos instantes, aunque un observador atento vería que evita cuidadosamente mirar a Amparo.
—No... estaba pensando...—dice en respuesta a la curiosidad de María—, esa pregunta es más propia de Rafa... Con él sería peligroso contestar, pero no creo que tú me recites el catálogo completo. Es una Fiat Ducato, Capitoné, la más grande, pero... ¿de verdad es eso lo que más te atrae de mi personalidad? Es bien triste no tener nada más relevante que tu vehículo.
—A mí me gustaría saber cómo te llamas, pero de nombre—dice Cova, atrayendo de golpe todas las miradas—. Todo el mundo te llama Ibáñez, pero... no creo que «Ibáñez» esté en el santoral.
—José Manuel Ibáñez. De todas formas lo olvidarás al poco rato; mi apellido tiene demasiado carácter, acaba siempre comiéndose al nombre.
—Eso es lo que me molesta de las reuniones de ex compañeros—dice Cova—, que todo el mundo habla con claves y con motes, como si fuera lo más normal, como si todos tuviéramos que saberlo... Es como ese otro chico, el que no ha venido: aún no he conseguido que Hugo me diga cómo se llama, siempre que se refiere a eso dice...
—Se llama Andrés, ¿no?—dice María, e inmediatamente se queda muda, sorprendida por la evidente impresión que han causado sus palabras—. Ginés le llamó así cuando me habló de él—insiste María como disculpándose, como si el silencio que la rodea fuera una negación implícita—. Bueno... también me dijo que tenía un mote, ¿verdad, Ginés? «El Apóstol» o algo así...