Authors: David Monteagudo
—Bien... me encanta que seas tan... que te lo curres tanto, de verdad. No... no quería ofenderte.
—No me has ofendido en absoluto. Por cierto: el contrato te da derecho a follarme; no soy tan ingenua como para intentar prescindir de esa cláusula, pero la cosa tiene ciertas limitaciones... exijo unos mínimos de comodidad e higiene, lo digo porque al parecer la cosa va de refugio mugriento y sacos de dormir. Ya sé lo que es eso: literas oxidadas y colchones de gomaespuma sin funda. Ah, y por supuesto, la actividad sexual se limitará a la estricta intimidad de pareja; nada de exhibiciones ni orgías en grupo.
—No tienes que preocuparte—dice Ginés con expresión de desagrado—. No va a haber nada de eso, no... mis amigos no eran gente... no eran personas sexualmente liberadas; ninguno de ellos. Y yo tampoco, así que... sigamos, sigamos repasando esa foto si tú quieres.
—Bien. Al lado de Ibáñez. Hay una chica.
—¿No me has dicho que... ?
—¿A qué te refieres?—pregunta María—. ¿Qué es lo que te he dicho?
—Que había un chico...
—Sí, el chico está a su izquierda, pero ella va antes: está de pie, entre los dos.
—Ah, vale—dice Ginés—. Esa... no me acuerdo ahora, sólo he visto la foto dos o tres veces.
—Pues yo tampoco me acuerdo. Ya se me confunden los nombres. Nieves... Encarna...
—No, no hay ninguna Encarna, y Nieves está a la derecha de la foto, eso sí que lo recuerdo. A ver, trae, enséñamela un momento.
—¿Estás loco? Para el coche si quieres que...
—¡Va, mujer! Un segundo y te lo digo.
María mira a la carretera, después a Ginés, lanza un suspiro de resignación y pone la foto ante la cara de Ginés, a la altura de la boca, con la esperanza de que el camino siga visible por encima de la foto. Ginés mira la imagen fijamente. Apenas transcurren unos segundos, pero a María debe ile parecerle una eternidad, porque aparta la foto antes de i|ue Ginés le haya dicho nada.
—Pero... ¡dame tiempo, mujer!—protesta éste—. ¡Trae para acá!
Ginés le ha arrebatado a María el CD de un rápido manotazo. Sin dar tiempo a una nueva protesta, mira un instante la carretera, después se pone la foto delante de la vista, pero muy alejada, tocando casi el parabrisas, después vuelve a mirar la carretera, y a continuación de nuevo vuelve a mirar la foto...
—Es Amparo—dice finalmente, devolviéndole a María el objeto de la discordia.
—¡Es verdad, Amparo! Me lo habías dicho: la de la diadema, bueno... la cinta ésa en el pelo.
—A ver... ¿qué podemos decir de Amparo?—dice Ginés apartando una mano del volante para masajearse la cara—. Yo, en realidad, no sé nada de toda esta gente; quiero decir que no los he vuelto a ver desde entonces: lo poco que sé me lo ha explicado Nieves estos días. Ella sí que les ha seguido la pista...
—Nieves es la organizadora.
—Sí, la que ha montado todo este follón. Nieves... pero tú querrás saber algo acerca de Amparo.
—Pues sí, Amparo, la chica a la que le gustaba...—María consulta una vez más la lista de temas musicales—. ¿Gazabo?... Gazebo... «I like Chopin». Pues me parece muy bien. En mi vida lo había oído.
—Una cosa melódica, uno de tantos temas que suenan en todas partes durante unos meses y después se olvidan. No era malo del todo, denota cierto buen gusto... y una escasa cultura musical. No creo que Amparo oyera en su vida a Chopin, al de verdad... Amparo... Amparo era menuda y muy habladora, con una voz bastante... chillona. Era descarada, le cantaba las verdades al lucero del alba. Un día le montó una buena a un tipo de un chiringuito... la verdad es que nos quería estafar, aquel tipo; ella fue la única que se atrevió a protestar. Y éramos muy jóvenes entonces. Es curioso... ahora que lo explico... me doy cuenta de que su actitud, en realidad era reivindicativa... comprometida. Pero entonces no nos la tomábamos en serio, al menos los chicos no.
—¿Era guapa?
—Hombre... guapa... normal, aunque... tenía... tenía algo en la voz, como de ave rapaz, que a mí me resultaba desagradable... Por cierto, ahora me acuerdo; es curioso la de cosas...
—La de cosas...—repite María incitando a continuar a Ginés, que se ha quedado unos instantes pensativo.
—Sí—dice éste—, la de recuerdos que vuelven a la memoria cuando... cuando pone uno la máquina a trabajar. Un día las chicas se bañaron desnudas en el río, en una excursión; entraron en ropa interior y acabaron sin nada, o al menos en
topless.
Nosotros, los chicos, estábamos preparando el fuego, pero enseguida nos dimos cuenta de que había movida, porque las tías se reían mucho y... el caso es que a Hugo se le ocurrió la gracia de robarles la ropa y escondérsela; pero le pillaron cuando salía corriendo, abrazando un lío de camisetas y pantalones. Entonces él empezó a burlarse y a enseñarles la ropa como diciendo «venid a buscarla si tenéis narices». Pues bien, Amparo salió del agua lentamente, muy seria ella, muy digna, llegó hasta donde estaba Hugo con la boca abierta, más asustado que sorprendido, y le quitó la ropa sin encontrar la menor oposición... La verdad es que nos quedamos todos muy cortados. Imagínate cómo éramos, que después hubo discusiones acerca de si llevaba o no llevaba bragas; y unos decían que no, y otros que sí, pero mojadas. En fin... que no nos habíamos atrevido ni a mirar.
—¡Qué bueno! Ya me cae bien la tal Amparo.
—No te creas. Quiero decir que entre la pandilla, ese gesto sólo sirvió para aumentar su fama de excéntrica, o incluso algo peor... ya sabes... la mentalidad ésa de decir: «Amparo está loca, no hay que tomársela en serio».
—¡Vaya fauna!—dice María, y a continuación se queda unos instantes en silencio, como reflexionando acerca de todo lo que ha oído.
Ginés también guarda silencio; por unos instantes parece que la conversación ha concluido. Mientras tanto el camino ha ido perdiendo la pronunciada pendiente que tenía en el último tramo. El firme no está en mejor estado —Ginés sigue conduciendo muy despacio, intentando sortear o al menos minimizar el efecto de los abundantes baches que tiene el camino—, pero ahora la pista transcurre en terreno llano, y la vegetación ha empezado a ralear, desapareciendo, a trechos, en uno y otro lado.
—Me parece que ya estamos llegando—dice Ginés.
María se acerca al parabrisas para mirar hacia el cielo a través del cristal.
—Pues no sé si vais a poder ver las estrellas. Debe de estar nublado, porque... el cielo está negro como la tinta.
—Era una posibilidad que hemos asumido... de hecho, las previsiones anuncian intervalos de nubes.
María mira de nuevo la portada del CD, en la que un grupo de adolescentes mira a la cámara en un entorno vagamente campestre.
—Ahora le toca al tipo que está al lado... de éste no me has dicho nada.
—Ése dejémoslo para el final.
—¿Por qué?—dice María, poniéndose inmediatamente en alerta—. ¿Qué pasa con ese tipo?
—Bueno...—dice Ginés con un resoplido de resignación—, ya veo que no hay escapatoria. Es que... ésa es una historia muy triste...
Ginés enmudece repentinamente; algo ha llamado su atención. Cuando María se da cuenta de que es el retrovisor lo que Ginés está mirando con insistencia, se da la vuelta, mira hacia atrás, y distingue en la lejanía dos luces gemelas: los faros de otro coche que sigue la misma ruta que ellos, deslumbrando o perdiendo intensidad a merced de las irregularidades del terreno.
—Tiene que ser alguno de ellos—dice Ginés—. No creo que venga nadie más a este sitio, y a semejante hora.
—No escurras el bulto.
—No, no lo escurro... En fin, tarde o temprano... con todos ahí reunidos... el asunto saldrá a relucir. Lo mejor será que lo sepas cuanto antes...
Ginés cambia de marcha y acelera con decisión. La pista discurre ahora en llano, con pocos baches, y el coche mantiene una velocidad que hacía rato que no alcanzaba.
—Cuanto más misterio le eches, peor—dice María.
—Es que... no es fácil hablar de algo de lo que te arrepientes, de lo que te arrepientes mucho... de algo que... tal vez sea la cosa más estúpida y vergonzosa que has hecho en tu vida. Supongo que todo esto... contártelo a ti, venir aquí, a esta absurda fiesta, es en cierto modo una expiación...
Ginés hace una pausa que se prolonga, tensa, durante unos segundos, pero María no se atreve a decir nada, o tal vez está demasiado absorta en sus propias reflexiones, en el inesperado giro que ha tomado la conversación.
—Le gastamos una broma a ese chico—dice Ginés reanudando su discurso—, una broma cruel y... despiadada. Son cosas que se hacen cuando eres muy joven. Ahora, hoy en día, no tendría cara para autodisculparme, para eludir mi responsabilidad depositándola en el grupo, pero entonces...
Ginés enmudece súbitamente, y ahora acerca la cara al parabrisas mirando hacia fuera, a la pista, con desmesurada intensidad. María mira también hacia delante, buscando lo que ha llamado la atención de Ginés, y ve una especie de sombra gris en el límite del haz de luz de los faros, algo vagamente esférico que se desplaza hacia ellos, como una zarza rodando empujada por el viento. Todo transcurre en muy poco tiempo, apenas dos o tres segundos. El objeto no es una zarza, es algo grande, un animal que se detiene un momento, y después corre sesgadamente hacia ellos, buscando la cuneta, cruzando el camino en una amplia diagonal. Ginés no frena, no reduce la velocidad, sólo es capaz de mirar hacia delante atónito, petrificado por la sorpresa, por la curiosidad. Parece que no, que el animal, la enorme masa gris, parda, no va a chocar, que se apartará a tiempo de la trayectoria... De pronto se esfuma, desaparece de la vista, y en el mismo instante un impacto sordo, brutal, remueve y hace temblar toda la carrocería, frena fugazmente el vehículo, lo desvía de su trayectoria, y entonces sí, entonces Ginés reacciona y batalla unos instantes con la dirección, con el coche vertiginosamente inclinado hacia el lado de María, rodando ruidosamente por la cuneta, hasta que consigue devolverlo de nuevo al centro de la pista, y frena y se recuesta de nuevo en el respaldo, sujetando todavía el volante, exhalando un suspiro de alivio y de cansancio.
—¡¿Qué... qué era eso?!
—Un jabalí—dice Ginés—, me parece que era un jabalí.
—¡Pero si... ha movido todo el coche, casi nos hace volcar!
—Por aquí hay muchos... están proliferando últimamente, llegan a ser...
—El coche—dice María mirando hacia atrás—, el coche que venía detrás... se ha parado...
—Bien—dice Ginés resoplando todavía—, ahora sabremos quiénes son... y de paso evaluamos daños... aún se habrá cargado algo esa bestia.
Amparo es una mujer menuda y nerviosa, con las caderas anchas; lleva el pelo muy corto y con sus canas naturales, enmarcando un rostro decidido, bronceado, con algunas arrugas muy marcadas. Nieves es alta, corpulenta, con un rostro dulce y el pelo liso, abundante, recogido con llamativas peinetas. Un fular vaporoso y algunos brillos de bisutería le dan a su atuendo, por lo demás sencillo, un aspecto un tanto artificioso, poco apropiado para la ocasión. En cuanto a Ibáñez, resalta a primera vista una cara ancha, redonda, hirsuta, de facciones toscas y mirada insignificante, oculta tras unas gafas pequeñas; sorprende oír su voz, una voz acicalada y redicha, neutra en su entonación, saliendo de esa cabeza de peón o de jotero. Por lo demás es de estatura media, sin nada remarcable en su cuerpo de natural recio, sin excesos de grasa ni de músculo.
Ibáñez, Nieves y Amparo trajinan alrededor de la gran mesa, en la sala vacía y desangelada del refugio, bajo la luz antipática de unos pocos fluorescentes que cuelgan de un techo muy alto. La mesa está recubierta con manteles de papel, y los tres están distribuyendo en la abundante vajilla de plástico los fiambres que desenvuelven de diversas bolsas y paquetes. También hay unas cuantas sillas y un pequeño equipo de música, una minicadena con sus altavoces, que descansa en el mostrador de obra que recorre una de las paredes, la misma que alberga la cocina y el fregadero. Por la puerta abierta y las dos ventanas diminutas, se cuela la oscuridad sin estrellas de la noche encapotada, y un aire cálido, bochornoso, poblado de olores de bosque.
—De verdad, cuando ésta me llamó...—dice Ibáñez interrumpiendo su actividad de distribuir las lonchas de jamón, finas y descoloridas, en los platos de plástico—, hacía muchos años que no hablábamos, y como tiene esa voz así... tan... tan fresca, tan juvenil, pues imagínate, descuelgo el teléfono y oigo una vocecita que dice: «Ibáñez... Hola Ibáñez... ¿sabes quién soy?».
Las dos mujeres sonríen al unísono mientras desempaquetan nuevas provisiones. Intentando imitar la voz de Nieves, Ibáñez ha sugerido más bien el zafio reclamo erótico de un travestido.
—En lo último que pensé yo fue en Nieves—continúa Ibáñez—o en la pandilla, o en... más bien se me vino a la cabeza una imagen brumosa, y también turbia, por qué no decirlo; un ambiente de colegio de señoritas, ya sabéis: faldas escocesas y calcetines hasta las rodillas, y batallas de almohadas en el dormitorio colectivo. Y ésta, dale que te pego, que si «¿de verdad no sabes quién soy?», que si «eres un chico malo»... En fin, que me asaltó una loca esperanza. «¿Por qué no?—pensé yo—. ¿Por qué no se va a hacer justicia por una vez en la vida? ¿Por qué no va a existir una extraña institución, una sociedad secreta, una sucursal subversiva de la academia sueca dedicada a premiar a oscuros intelectuales, a anónimos eruditos todavía no descubiertos... a premiarlos con una visita de las musas, pero las de verdad, las que usan ropa interior de marca y no esas horribles túnicas...?». En fin, la verdad es que el nombre de Nieves me dejó bastante helado cuando por fin llegó a mis oídos. Lo siento chica, sólo fue unos segundos, pero... me sentí como el bebé esquimal al que han desnudado y arrojado a la nieve, digo, a las nieves. Entiéndeme... fue la decepción al ver que no se trataba de ningún reconocimiento a mi densa obra literaria, todavía no publicada... en realidad todavía no escrita.
Las dos mujeres han oído la parrafada sin dejar de operar sobre los platos, sin mirar ni tan siquiera a su interlocutor, sonriendo discretamente en algunos momentos o meneando la cabeza con desaprobación en otros, como quien ya conoce sobradamente las bravatas del personaje y es incapaz de tomárselas en serio.
—¡Tú! ¡Que se te van a caer las lonchas!—grita de pronto Amparo mirando a Ibáñez—. No sé de qué te ha servido leer tantos libros, si aún no has aprendido a hablar y repartir jamón al mismo tiempo.