Authors: David Monteagudo
—Bueno—dice Ibáñez—. Con los coches allí arriba perderemos una de las ocasiones de envilecimiento. El primer indicador de estatus quedará definitivamente pospuesto. Los varones del grupo no podrán reunirse en torno a un capó levantado, ni palpar ningún volante ajeno, ni dar pataditas en las ruedas, como se hace habitualmente en estos casos. Mañana ya no... después de haber convivido unas horas ya no será lo mismo.
—¡ Ay, me ha encantado esa chica! ¿Cómo se llamaba? María, ¡qué elegante y sencilla! Me ha parecido una chica muy agradable, la verdad.
—Ese trasto tiene control de tracción. Le ha salvado el control de tracción, y que no es demasiado alto para ser un todoterreno; si no, habrían volcado.
—Y Ginés también está muy bien; con entradas, pero se conserva muy bien. Hacen una pareja estupenda.
—Tendría que haber frenado en cuanto lo vio; con el ABS no hay problema, aunque sea un camino de tierra, pisar a fondo y mantener el volante bien agarrado.
—¿No te parece que hacen una pareja estupenda?
—Sí... pero ella es mucho más joven, no debe de tener ni treinta años.
—Tratándose de un hombre, eso todavía da más lustre. Lo malo sería que fuese al revés.
—Tenía que ser una buena bestia... el coche se movió completamente, yo lo vi, en el mismo momento; pensaba que había pillado un bache muy profundo o algo así...
—¡ Ay, a mí me daba miedo estar ahí fuera, con ese animal suelto por ahí!
—Ese bicho ha palmado, seguro, ¿no viste que había un goterón de sangre espesa? Esa sangre sólo sale cuando hay fractura de cráneo.
—No sé yo. Si es capaz de mover un coche como ése... y además puede haber otros. A lo mejor quieren vengarse.
—Los jabalís son vegetarianos, no atacan si no se ven acorralados. Eso sí... nunca te enfrentes a un jabalí acorralado, y menos si está herido...
—¡Ay, calla, no me metas miedo! Cuando pienso que vamos a pasar toda la noche allí, en medio del bosque.
—Bien que íbamos cuando éramos jóvenes.
—Pero entonces no había jabalís. Por lo menos yo nunca vi ninguno.
—Y el coche no tenía nada... sólo el golpe ése en el parachoques. Yo pensé: el radiador; porque es lo primero que recibe en estos casos; pero nada, estaba bien... Debe de haberle pasado por encima, lo ha golpeado con los diferenciales; ahí es donde le rompió el cráneo...
—Bueno, porque es un buen coche, ¿no? ¿No me has dicho que era un Cayenne?
—Sí, pero no te creas; la gente paga por...
—Ochenta mil euros.
—Sí, eso; pagan por la marca, y por el capricho de tener un todoterreno que coge los doscientos cincuenta, pero no te creas: para hacer montaña de verdad va mucho mejor un Defender, que vale tres veces menos... y, además, ahora todo el mundo tiene uno; ves más Cayennes que... que Opel Corsa.
—Pues nosotros no podríamos.
—Ni yo lo querría. Con ese dinero me compro un 911, que se pone a cien en cinco segundos.
—Ya... ¿y dónde metes a los niños en el 911?
—A los niños los llevaríamos en el cochecillo de segunda mano que me compraría para esas cosas. Un trasto así es para tenerlo guardado en el garaje, siempre bien limpio, y sacarlo de vez en cuando, para... pero ¿qué hace? ¿Por qué va tan despacio? No sé de qué le sirve tener tanto coche si...
—Estarán mirando un plano, o algo así. Llevan la luz de dentro encendida.
—No creo que Ginés necesite mirar ningún plano, con la cantidad de veces que vino aquí.
—¿Y si nos hemos equivocado? A lo mejor vamos mal...
—¿Cómo vamos a ir mal? No digas tonterías.
—Ay, no sé, yo tengo muy mala memoria, pero... no recordaba que fuera así, tan... tan de bosque, tan salvaje.
—Los árboles han crecido, y hay ese trozo asfaltado. Pero por lo demás es lo mismo. Recuerdo el trazado de cada curva.
—¿Y no había unas casas... una urbanización por aquí? Me parece que no he visto... ¿Has visto tú alguna casa?
—Cari, yo tengo que estar atento a la carretera. De todas formas, antes llegábamos de día; todo se ve diferente cuando hay luz... A lo mejor la han cerrado, la urbanización.
—¿Cerrado?
—Bueno, o demolido o... ¡Yo qué sé! Me parece que ni siquiera era legal.
—Menos mal que Ginés va delante.
—¿Por qué? ¿Qué falta hace?
—No sé... así estamos más acompañados. Me da miedo todo esto... tan apartado ¡y tan oscuro! Debe de estar nublado, ¿no?
—Es verdad. ¡Qué trastada! Lo digo por Nieves y su aniversario romántico.
—No me digas que no te hacía ilusión a ti también.
—Hombre... un poco cursi es toda esa historia. A los veinte años vale, pero...
—Ay, pues a mí me hace mucha ilusión. Estoy nerviosa y todo, de pensar que los voy a ver a todos otra vez.
—¿A todos?... ¿Tú crees que el Profeta se atreverá a venir?
—Nieves dice que sí, que ha hablado con él y que le ha prometido que vendrá. Pero yo no sé, la verdad...
—A lo mejor sí. A lo mejor no tuvo bastante y viene a por más.
—¡ Ay, no seas bruto! A mí me da mucha pena ese chico... no estuvo bien lo que le hicimos. A veces, cuando lo pienso...
—¡Pero si hace veinticinco años, mujer! ¿Quién se acuerda de eso?
—El se acordará.
—Claro, se acordará; y si se ha vuelto un poco normal, aunque no lo creo, hasta nos lo agradecerá y todo; comprenderá que lo que tendría que haber hecho es aprovecharse y pasárselo bien, en vez de montarnos el número que nos montó.
—Me ha encantado la novia de Ginés. Es una chica muy agradable.
—A mí también me ha «encantado».
—No lo digo por eso, ¡ cómo sois los hombres! Me refiero como persona, no sé... que se nota que tiene clase, pero al mismo tiempo es muy sencilla, y no se da ningún pote...
—Ni que fuera una princesa.
—Y Ginés también estuvo muy simpático... un poco distraído...
—Estaba asustado, les ha faltado poco para volcar.
—Le queda muy bien esa media barba que lleva, ¿no te fijaste? A él el bigote sí que se le une con la barba.
—Hace mucho que no me la dejo. Ahora tengo más barba. Se va haciendo más cerrada con la edad... Pero ¡bueno! ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué se para?... Un momento, ¿qué es eso?...
—Hay otro coche, un coche aparcado... No, dos.
—El camino... ¡está cortado! No se puede seguir.
—Es verdad, ahí lo dice, en un cartel: castillo de Peñahonda... acceso restringido...
—Hay un poco de explanada ¡y han puesto una buena valla los muy cabrones! Eso no lo arranca uno fácilmente.
—¿Y vamos a tener que seguir andando?
—Se ve que sí. De todas formas ya estábamos llegando; no debe de faltar ni un kilómetro... el trozo de bajada.
—Saca la linterna, ¿eh, papi?
—¿De quién serán esos dos coches?
—Uno es el de Amparo, seguro.
—¿Cuál de los dos? ¿El Hyundai o el 307?
—Ay, yo qué sé. Nieves me dijo que ellos salían antes para prepararlo todo, que iban ella, y también Ibáñez, en el coche de Amparo.
—Entonces el otro es el de Hugo. Ya estamos todos.
—Ya está bien aquí, no maniobres más. Mira, ellos ya han aparcado.
—El Hyundai será el de Amparo, ya verás.
—¿Y eso por qué?
—Porque está divorciada, mujer. Las divorciadas siempre andan mal de pasta.
Hugo ha salido a fumar a la plaza embaldosada que hay delante del refugio. La plaza está a oscuras; sólo en el interior del edificio hay luz: una luz que brota velada y difusa por la puerta abierta, mezclada con los acordes de la música y el murmullo confuso de las conversaciones. El cielo sigue encapotado, sin una luz, sin un brillo; pero la sensación de bochorno se ha mitigado, y una brisa tibia circula de vez en cuando. Es una brisa tan tenue, que sólo la piel del rostro es capaz de percibir su templada caricia. Hugo se ha dirigido a la esquina más apartada y oscura de la plaza. Por allí pasa el sendero que baja hacia el río, separado tan sólo por un muro bajo a modo de pretil.
Con el cigarrillo en la boca, Hugo saca el teléfono móvil y empieza a moverlo de un lado a otro, sin dejar de mirar la diminuta pantalla. En ese momento Ginés también sale a la plaza; avanza unos pasos, apartándose del cuadrado de luz que proyecta la puerta, escudriñando la oscuridad en derredor. Al final detecta el puntito ígneo, rojizo, del cigarro de Hugo, y un poco más abajo el otro más grande y frío, y movible, de la pantalla del móvil. Ginés sabe que se trata de Hugo, pero todavía no lo distingue con claridad. En cambio Hugo, que no lo esperaba, le ha identificado enseguida, porque ya lleva un rato en el exterior y sus ojos se han habituado a la oscuridad.
—Rafa dice que aquí, en esta esquina, ha pillado cobertura—dice Hugo con la naturalidad de quien prosigue una conversación—, pero yo llevo un rato probando... y nada.
—¿En qué compañía está?
—En Vodafón, como yo... pero bueno... ya sabes cómo es Rafa...
—Sé cómo era Rafa—dice Ginés—. Pero la gente cambia, a veces.
—Ibáñez dice que no—dice Hugo devolviendo el teléfono a su bolsillo—, dice que nuestra personalidad se forma cuando somos niños, y ya no cambia nunca. Se lo estaba explicando ahora a Cova, y a tu novia... ¡Anda que es tonto, también! Con las dos más guapas. Se ha ido acercando; al principio estaba hablando con Nieves, y ahora ya está pegándoles la paliza a ellas dos.
—El buitre leonado ataca de nuevo.
—El lirón careto, más bien—puntualiza Hugo, sonriendo en la oscuridad—. Se ha empezado a enrollar... Yo me he ido; ahora ya no tengo paciencia... ¿A ti no te pasa? Yo... vaya a donde vaya, tengo la impresión de que ya no hay ninguna conversación que me interese.
—Yo más bien tengo la impresión de que me interesan todas, por igual. No se a qué carta quedarme. En realidad... viene a ser lo mismo.
—¡Hombre! ¿Tú también fumas?—dice Hugo, que ha observado con creciente satisfacción cómo Ginés sacaba un cigarrillo y lo encendía.
—Siempre he fumado.
—Quiero decir que sigues fumando. Tú eres de los míos; aguantando impertérrito ante la persecución...
—La verdad es que me encantaría dejarlo. Lo he intentado varias veces, pero no soy capaz; no tengo fuerza de voluntad.
—Sí, claro...—dice Hugo, un tanto confuso—, de hecho... yo también lo he intentado dejar alguna vez.
Se produce un breve silencio. Ginés aspira con delectación y lanza el humo mirando hacia arriba, hacia el cielo apagado, de un negro mate.
—Me refiero a toda esa hipocresía—dice Hugo a destiempo—, esa actitud farisea de demonizar al que fuma, como si fuera un peligro para la sociedad, y en cambio... en cambio...
—Sí, eso es verdad—dice Ginés volviéndose bruscamente y mirando hacia la puerta del refugio—. Oye... ¿por qué hemos venido aquí?
—¿Qué quieres decir?
—Sí, esta cena, este encuentro... yo creo que a nadie le apetecía realmente venir aquí.
—Yo no quería venir—dice Hugo mientras apaga con el pie la colilla que acaba de tirar—. Cuando me llamó Nieves, la primera vez, le di largas; quedé en llamarla para darle una respuesta... yo en realidad iba con la intención de inventarme alguna excusa, pero a Cova le entusiasmó la idea y...
—Yo le dije que sí desde el primer momento—le interrumpe Ginés en tono reflexivo, como si no prestara atención a lo que le está diciendo su amigo—. No sé por qué le dije que sí. Si lo piensas bien es una idea absurda, venir aquí...
—¿Y la cena, tío? ¿Qué me dices de la cena?—dice Hugo animándose súbitamente—. Vale que lo ha hecho con toda la buena intención, y con todo el cariño, ya sabemos cómo es Nieves, pero...
Hugo duda un momento y busca la cara de Ginés en la penumbra, pero Ginés se refugia tras una enigmática nube de humo.
—Que sí, que es un poco cutre—prosigue Hugo—. Yo cuando veo los vasos de plástico y esos embutidos cortaditos todos iguales, pegados, ese jamón de York... ¡y traer una sola tortilla! No ha durado ni un minuto...
—Lo ha puesto todo ella—dice Ginés—, no quiere ni oír hablar de que le paguemos nada.
—Pues yo prefiero gastarme cincuenta euros y cenar en condiciones. Mira... en Somontano hay un sitio donde se come bastante bien; podríamos habernos encontrado allí; cenábamos todos juntos, estupendamente, y luego ya vendríamos aquí a hacer el calimocho, como en los viejos tiempos.
—No todo el mundo puede gastarse alegremente cincuenta euros en una cena. Seguramente a Nieves le ha costado mucho menos todo lo que ha traído.
—¿He dicho cincuenta? Quería decir veinticinco. Es que yo siempre cuento por duplicado... consecuencias de tener una mujer que no trabaja.
—Tu mujer... me ha parecido una persona... de una gran sensibilidad.
—Ah, sí; sensible sí que lo es, y cultivada; cultiva el cuerpo y el espíritu, las veinticuatro horas del día... tampoco tiene otra cosa que hacer.
—Tengo entendido que lleva... vamos, que se encarga de las tareas domésticas.
—Oye, ¿y tú cómo... ?
—Hemos estado hablando con ella, María y yo. Le hemos preguntado por su trabajo y...
—¡Venga, hombre! No me digas que eso es trabajar...
—No sé, yo no lo he hecho nunca, no puedo juzgar por mi propia experiencia. Pero te puedo asegurar que hay gen te por ahí que cobra un buen sueldo y trabaja bastante menos que un ama de casa...
—¿No lo dirás por mí?—dice Hugo poniéndose a la defensiva—. A mí me cuesta mis buenos esfuerzos ganarme la vida. No es agradable levantarse a las siete de la mañana, hacer cada día trescientos kilómetros y tener que aguantar a clientes estúpidos que...
—Hugo... en absoluto estaba pensando en ti. No dudo que tu trabajo sea duro. Yo sólo sugería que llevar un hogar seguramente ocupa mucho tiempo, y no debe de ser demasiado estimulante... por lo pronto, mucha vida social no ( reo que se haga mientras se friega el suelo y...
—Bueno... no te preocupes por Cova, de verdad. Ya se busca ella la «vida social» por su cuenta. Se apunta a todos los cursillos, seminarios o talleres que hay en el mundo... es un peligro que caiga un tríptico en sus manos.
Ginés sonríe espontáneamente, discretamente, ante el último comentario de Hugo.
—No es mi intención discutir—dice en tono afable—, cada cual sabe lo que hace con su vida. De todas formas... tú ibas a ser actor. No me digas que rodar una escena de cama con... yo qué sé, con Mónica Bellucci, es algo muy desagradable.