Authors: David Monteagudo
—Ginés—dice Hugo—, esta chica vale su peso en oro. La vamos a nombrar...
—Esta chica no tiene hijos a los que ha dejado a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
Las palabras de Maribel han sonado con más paternalismo que acritud, pero aun así la carga crítica del razonamiento es evidente.
—¡Venga ya!—protesta Hugo—. Cuando hablaba de estar incomunicados se refería también a eso, ¿verdad, María? Además, para eso están los abuelos, ¿no?
—No sé otros...—dice Maribel—, pero en nuestro caso m')Io tenemos una abuela y media, que podamos contar...
—Por favor—les interrumpe Ginés—, centrémonos en lo que ahora nos interesa. Entremos a por los móviles que faltan, y a por esa linterna... Maribel, ¿quieres venir?
—Ya voy yo.
La voz de Rafa, resonando de nuevo después de tanto tiempo, ha generado un repentino silencio. Ha sonado neutra, tal vez demasiado seria, pero sin poder ver el rostro es difícil valorar el significado de una entonación.
—Venga, vamos—dice Hugo poniéndose en movimiento, arrastrando tras de sí a María y a Ginés, a Rafa y a Amparo, y también a Ibáñez.
—Hugo—dice Cova cuando ya han dado unos pasos—, coge tú mi móvil...
—¿Dónde lo tienes?
—En el bolso, en la repisa ésa, junto a lo de la música.
El reducido grupo se pone de nuevo en movimiento.
—¡Tú, enciende el mechero de una vez—dice Amparo agarrándose a quien tiene más cerca, que resulta ser María—que aquí se tropieza uno!
—De eso nada—dice Hugo con complacencia—, hay que economizar el gas. A saber si tendremos que sobrevivir durante días con este mechero.
—Vete a la mierda.
En la explanada se han quedado Nieves, Maribel y Cova. Están bastante separadas, con Cova ocupando la posición central, más o menos equidistante de las otras dos. Han visto cómo el grupo desaparecía en el interior del edificio, alumbrándose ya con el mechero, y ahora permanecen en silencio, sin moverse del sitio, sin dejar de mirar hacia el refugio, del que ahora les llega apenas el murmullo de alguna voz confusa, ininteligible.
—Maribel...—dice de pronto Nieves, y su voz suena nítida y cálida—, perdóname... perdonadme, quiero pediros perdón. He estado muy desagradable antes, me... me acaloré en la discusión, en realidad... en realidad ni siquiera...
—Eso díselo a Rafa—dice Maribel—. Os habéis liado a discutir vosotros solitos, sin que nadie os mandara... ¿No ves que cuando le sacas ese tema se enciende?
—Yo también me encendí, no sé por qué, en realidad... yo tampoco soy tan radical, pero... me pesa mucho haberle dicho eso al final... ahora... si pudiera...
—Es igual; él tampoco se quedó mudo. Habla con él y ya está, dile lo que me has dicho a mí.
—Se lo diré, se lo diré...
Después de un breve silencio, es Maribel quien vuelve a tomar la palabra:
—Oye... perdona, no me acuerdo de cómo te llamabas...
—¿Yo? Cova.
—Que nombre más original, ¿no?
—Es por Covadonga, ¿verdad?—dice Nieves^—. ¿Eres asturiana?
—No, no soy asturiana—dice Cova con cierta sequedad—, lo de Covadonga fue un capricho de mi padre... a mí no me gusta nada ese nombre.
—Tu padre sí que es asturiano—insiste Nieves, afirmando más que interrogando.
—No. Mi padre tampoco es asturiano. No hay ningún asturiano en mi familia en las últimas diez generaciones.
—¿Cuánto tiempo lleváis casados?—pregunta Maribel, sin dar lugar a que se produzca el silencio.
Cova duda unos instantes antes de contestar.
—Casi... quince años.
—¿Y no tenéis hijos?
—No.
—Se vive muy bien sin hijos. Yo lo echo de menos. Los años que estuvimos sin hijos, Rafa y yo, fueron los mejores... como pareja...
—Los matrimonios que no tienen hijos se quieren más -dice Nieves—, no hay que repartir el cariño, y no se hace uno viejo tan rápido.
—También podéis decir las cosas buenas—apunta Cova—de la maternidad, quiero decir. No me voy a deprimir.
—Claro que tiene cosas buenas—dice Nieves—, te llena mucho, demasiado. Los niños son encantadores cuantío son pequeñitos. Hay una época, unos años, que los disfrutas de verdad...
—Yo más bien diría unos meses—apunta Maribel.
—Tienes hijos, los crías—dice Nieves reanudando su propio discurso—, pero te das cuenta de que en realidad no ha cambiado nada...
—¡Será que no te cambian la vida!—dice Maribel.
—Quiero decir como persona... Sí, has trabajado más, has hecho más cosas, pero... sigues teniendo los mismos defectos, los mismos problemas que antes; en realidad no has resuelto nada. Y luego se van, cuando ya los has criado, y te quedas... te quedas...
—Pero has creado una nueva vida—dice Cova—, la has lanzado al mundo, le has dado la posibilidad de ser feliz.
—Tal como está el mundo—dice Maribel—no sabe una
si...
—Sí, cuando eres joven—dice Nieves—. De joven todo el mundo está convencido de que será feliz.
Las tres mujeres miran hacia el refugio. La expedición acaba de entrar en el dormitorio llevándose consigo el murmullo de las voces, el cálido bailoteo de la llama, que ha estado brujuleando por el interior de la sala como un insecto mágico, encendiéndose y apagándose, entrevisto a ratos por los huecos de la puerta y las ventanas. Ahora reina de nuevo la oscuridad y el silencio; y la cuadrada mole del í edificio es una negra masa de sombra que se alza, vertical y ' amenazadora, frente a las tres mujeres. Es Cova, finalmen 1 te, la que rompe el silencio.
—¿Qué le hicisteis a ese chico en aquella fiesta? A Andrés, al que no ha venido.
—Eso pregúntaselo a tu marido—dice Maribel—. Lo sabe mejor que nadie; él fue quien lo organizó.
—Eso no es verdad—puntualiza Nieves—, lo organizamos entre todos, lo hicimos...
—Él no me lo quiere decir. Se lo he preguntado, pero... I La primera vez me dijo que ni siquiera se acordaba.
Maribel sonríe con una especie de bufido irónico, despectivo. Parece que va a hacer algún comentario a lo dicho, pero permanece en silencio, igual que Nieves.
—No os preocupéis. Sé cómo es mi marido—dice Cova—, ahora está en la fase borde, luego pasará a la fase buen rollete histriónica. Y después se dormirá.
—Menos mal. Antes ni siquiera se dormía.
Las tres se ríen a un tiempo.
—Es broma—dice Nieves—. En realidad nos lo pasábamos muy bien, era un rollo de amigos, no había parejas...
—Lo que quiero decir es que podéis hablar de él con libertad—dice Cova.
—Hugo siempre fue el más gracioso—dice Maribel—. Ibáñez lo intentaba, pero sus chistes son siempre tan complicados ... tiene un sentido del humor...
Maribel deja colgada la frase. El movedizo resplandor amarillento ha aparecido de nuevo, recortando por unos instantes la aristada geometría del hueco de la puerta. Luego se ha apagado otra vez, levantando un coro de protestas imprecisas, un murmullo que va en aumento hasta que una voz suena ya nítida y cercana. Es la voz de Hugo.
—Chicas: la radiación maligna se extiende por el mundo dice ahuecando la voz—. No funciona ningún teléfono. Ni la linterna de Rafa. Ni el encendedor de María concluye con una pausa teatral entre cada frase.
El grupo ya se ha hecho visible. Algunos manipulan todavía en sus teléfonos, inútilmente, mientras que otros ya i.iii renunciado a ello. Sus figuras se van definiendo y diferenciando a medida que se acercan a las tres mujeres que esperaban.
—¿Y Rafa?—dice Maribel.
—Estoy aquí—dice la voz de Rafa, desde unos metros más atrás—. Las pilas están descargadas...
—¿De la linterna?
—Sí. La he desmontado...
—¿Cómo sabe que están descargadas?—dice Amparo.
—Pones la lengua—dice Ibáñez—y si pica...
—Es verdad—dice Nieves—, cuando tienen carga pica un poquito, es como un repelús.
—Se la habrá dejado encendida—concluye Amparo.
—¿Quién? ¿Rafa?... No lo conocéis—dice Maribel, atenta, al parecer, a todos los comentarios.
—Por favor, centrémonos—dice Ibáñez—. Hay que organizar una expedición a los coches.
—¿Para qué?—dice Hugo—. ¿Ya quieres marcharte?
—No, no es que quiera marcharme, pero... convendría comprobar si los coches funcionan.
—¿Y si funcionan qué? ¿Qué harás?
—Un coche produce luz, un montón de luz. Podemos bajar uno aquí a la explanada... por la rampa se puede subir, y enfocarlo a la puerta, como hacíamos antes...
—Pero ahora no se puede—recuerda Nieves—. Está la barrera.
—Mira... pues ahora que lo dices—dice Ibáñez—. Rafa sabe cómo resolver ese problema. Antes no me lo he
tomado muy en serio, pero ahora... la verdad es que nos puede ser muy útil.
—¿Vais a arrancar la valla?—dice Maribel—. ¡De eso nada! Un día quisimos arrastrar el coche de unos amigos, que se habían quedado... ¡ y no veas la que liamos!
—Porque había demasiado barro—dice Rafa.
—Las mujeres—apunta Ibáñez—siempre preocupadas por el estado de la carrocería.
—A ver, por favor—dice María tomando la palabra—, escuchadme un momento. Yo os doy mi opinión; sólo es mi opinión, pero... me parece que nos estamos atemorizando todos un poco, y sin ninguna necesidad. Parece que efectivamente hay algún problema con la electricidad, o lo que sea. Pero no vamos a resolver nada ahora empezando a liarla, dando palos de ciego, y nunca mejor dicho, con lo oscuro que está todo... Pensad que dentro de unas horas va a salir el sol...
—Es verdad, sin darnos cuenta está pasando el tiempo...
—¿Qué hora será? Por cierto... los relojes... ¿funcionarán los relojes?
—¿Reloj? Yo ya no llevo reloj, para eso está el móvil...
—Un momento, un momento—dice Hugo—. Dejemos acabar a la chica. Dejemos que hable la voz de la juventud.
—No, ya está, sólo era eso, que... que de día las cosas se ven diferente y... lo que haría yo sería aprovechar el poco tiempo que nos queda y tumbarnos aquí a contemplar el espectáculo de este cielo, que a lo mejor nunca volveremos a tener una oportunidad de verlo así. Y además... esto era lo que queríais, ¿no?: ver las estrellas, y ahora os queréis pasar la noche andando por un camino de cabras, a oscuras, arrancando vallas, y deslumbrándonos aquí con unos faros...
—La chica tiene más razón que un santo—concluye Hugo.
—Una mujer—resume Amparo—. Los hombres sabéis demasiadas cosas: os perdéis de tan listos que sois.
—Sin ánimo de contradecirte—dice Ginés dirigiéndose a María—y a riesgo de parecer un cuarentón acobardado y receloso...
—Y excesivamente informado—apunta Ibáñez.
—Eso—continúa Ginés con una sonrisa—. Creo que lo cortés no quita lo valiente, y que dos o tres podemos acercarnos a los coches, que se llega en un momento, y más conociendo el camino, sin que ello signifique que dejemos de disfrutar de la noche estrellada, y de esta brisa tan agradable. Al fin y al cabo, aún nos quedan algunas horas de noche por delante, por mucho que haya volado el tiempo.
—Pues vete tú con Ibáñez—dice Maribel—que aquí necesitamos hombres... ¡Para que nos protejan, malpensados!—añade ante el murmullo jocoso que han levantado sus palabras—. Os recuerdo que por aquí rondan los jabalís, y además en pleno apagón...
—Está claro, Ginés—dice Ibáñez—, nos han tocado las dos pajitas largas.
—Las dos cortas, diría yo—murmura Hugo.
—Esto... convendría que nos pasarais todas las llaves —dice Ginés—, la tuya, Hugo, la de Rafa...
—Pero ¿para qué tanta llave?—protesta Hugo—, probáis con uno y...
—Los coches son muy diferentes—dice Ibáñez—, a lo mejor uno se pone en marcha y otro no.
—Bueno—dice Hugo rebuscando en los bolsillos—, ni siquiera es mi coche. Hemos venido con el de Cova.
—Por cierto, que... no sé si sabéis que hay otro coche —dice Maribel.
—¿Otro coche?
—Sí, nosotros pensábamos que era el de Hugo, que ya había llegado. Pero luego resulta que Hugo fue el último en llegar.
—¿Seguro que contasteis bien?—pregunta Ibáñez.
—Pues claro que contamos bien—replica Maribel—. Tú viniste con Amparo y con Nieves, ¿no?, los tres en el mismo coche...
—Sí... es verdad, pero... ¡Ya sé!—dice Ibáñez—, debe de ser el de los excursionistas.
—¿Qué excursionistas?
—Unos que me encontré antes: pasaron por aquí—dice Ibáñez, señalando al camino—, iban con material de escalada, a acampar al río...
—¿Escaladores?—dice María—. Ésos suelen ir con furgonetas...
—Bueno, da igual—dice Ginés—. Centrémonos ahora en lo que de verdad interesa... Amparo: también necesitaremos la llave del tuyo.
—Yo voy con vosotros—dice Amparo, produciendo un unánime giro de cabezas hacia el lugar en el que ha sonado su voz—. Conozco el camino, tengo piernas... y no sé si me apetece que me protejan.
—¿Y quién se queda con el encendedor?—pregunta Nieves.
—Vosotros—dice Ginés—, así podéis ir sacando los sacos y preparándolo todo. Lo complicado es dentro del refugio. Afuera aún se ve algo con la luz de las estrellas.
Una vez han conseguido las llaves de los coches de Cova y de Rafa, los dos hombres y la mujer salen al camino e inician la ascensión por su trazado irregular y pedregoso. El aire limpio transmite con nitidez, sin resonancias, el ruido de sus pasos, del calzado rozando la tierra, removiendo las piedras. Alguien, uno de los tres, ha resbalado momentáneamente; pero así como el sonido es nítido y recortado, la vista no distingue en la penumbra, no diferencia personajes en la fugaz agitación que se ha producido. Ahora vuelven .1 caminar a ritmo normal, ascendiendo, alejándose, hasta que las tres figuras imprecisas, visibles solamente por el hecho de estar en movimiento, se funden por completo con la sombra al entrar en contacto con la oscura masa de vegetación que rodea el sendero.
Ha pasado media hora, y los nueve integrantes del grupo están tumbados sobre mantas y sacos de dormir, bastante apiñados, ocupando un rectángulo relativamente centrado con el área de la plaza embaldosada. Rafa está en el extremo que mira hacia el sur, a la derecha del refugio según se sale por la puerta; a su lado está Maribel, y a continuación Nieves y Amparo. En el centro de todos está Cova, y después Hugo, María y Ginés mientras que Ibáñez queda en el otro extremo, cerrando el grupo. Todos están orientados en la misma dirección, con la cabeza hacia el refugio y los pies hacia el camino. Si no los conociéramos muy bien, desde hace tiempo, no podríamos distinguir sus voces ni identificarlas con ninguno de esos nombres. De hecho, si alguien se limitara a transcribir su conversación, sin acotarla con ningún tipo de indicación, no siempre podríamos diferenciar las voces masculinas de las femeninas.