Authors: David Monteagudo
—Chsssst, ¡callad un momento!
—¿Qué pasa?
—¡Que os calléis!
—Pero ¿qué pasa?
—Nada... nos quiere asustar.
—Pues lo tiene muy fácil. Por lo menos conmigo.
—Pero ¡¿queréis callaros?!
El silencio se impone sobre el grupo como una presencia más, como si el aire se hubiera vuelto de golpe más denso y llenara—o al menos ahora existiera la conciencia de ello—cada rincón, cada intersticio, cada pliegue entre la ropa y los sacos de dormir, entre éstos y el suelo. El silencio es total; se escucha hasta el más mínimo roce, el menor movimiento. Una pequeña tos, alguien que traga saliva, y después nada, unos segundos de total quietud, en los que parece que hasta las respiraciones se han detenido. Y entonces sí: entonces se oye el rumor del río en lo hondo de la quebrada, el chapoteo de las aguas calmas, tan misteriosas, en la oscuridad; y el susurro de las hojas de los árboles al entrechocar mecidas por la brisa. Y de pronto el ladrido de un perro, aislado y melancólico, lejano.
—¿Ya está? ¿Era eso? ¿Sabías que iba a ladrar el perro?
—¡No, hombre, no! Era para que oyerais el silencio.
—¡Caramba tío, eres un poeta!
—Sí que hay silencio sí, demasiado...
—La verdad: a mí me habría tranquilizado más oír el motor de un coche que el ladrido ése.
—Dicen que donde hay perros hay personas.
—También hay gente muy perra.
—A mí me habría gustado oír hasta un coche de ésos «chunda chunda»; uno de esos que llevan la música muy alta. Imagínate si estoy desesperada.
—¡Bueno, ¿tan asustados estáis?! ¿No os gusta la soledad?
—¡¿Pero qué soledad?! ¡Si somos nueve!
—Tú ya me entiendes.
—Ya. Tú quieres decir paz, tranquilidad, pero... la verdad, con un apagón general, los aparatos eléctricos que no funcionan, sin la posibilidad de comunicarse ni de desplazarse en coche... no sé yo si no es más bien la paz de los cementerios.
—Por cierto, Maribel: no vimos el coche fantasma.
—¿Qué coche fantasma?
—El que tú decías que había, aparte de los nuestros.
—Se marcharía después, mientras estábamos de fiesta.
—Mañana tenemos que probar con el coche de Hugo, como yo decía.
—¡Y dale! ¡Que no es el mío, que es el de Cova!
—Es el único de gasolina, ni siquiera va inyectado, tirándolo por la bajada tiene que ponerse en marcha...
—Con alguien dentro, a ser posible.
—Pero ¿los coches no tienen batería?
—La chispa de las bujías la produce directamente el generador, o algo así, ¿no es verdad, Rafa?... Rafa...
—Más o menos.
—¿Veis? Basta con que el motor gire unas vueltas; aunque no tenga nada de batería, tiene que ponerse en marcha.
—No sé por qué os preocupáis tanto. Mañana todo volverá a funcionar, ya lo veréis. Cuando estéis en la cola de la autopista, por la tarde, os acordaréis de mis palabras, y os lamentareis de que el apagón no fuera más en serio. Aquí nadie se va a salvar de ir a currar el lunes.
—¡ Ay, no me hables del lunes!
—Pues disfruta entonces del sábado...
—Ahora ya es domingo.
—Bueeeeno, domingo. Mira qué cielo; esto es mejor que el planetario.
—Es verdad... hacía siglos que no veía la vía Láctea. Desde que era niña, en la aldea. Ya no recordaba que fuera así, tan... tan blanca; es como un camino...
—El camino de Santiago.
—Se ha movido, el cielo; se ha movido un buen trozo desde que se fue la luz y salimos...
—Gira sobre sí mismo en torno a esa estrella que hay ahí, ¿ves? Ésa es la única que no se mueve.
—Será que no hay estrellas. ¿Cómo quieres que sepa... ?
—Es la Estrella Polar. Hay que mirar la recta de atrás del carro, y prolongarla...
—Por cierto, ¿alguien ha visto un avión?
—¿Qué quieres decir?
—Si habéis visto la luz de algún avión cruzando el cielo.
Siempre se ve alguno... y ya llevamos aquí un buen rato.
—Pues... la verdad, yo no me he fijado.
—Yo tampoco.
—A lo mejor no pasan por aquí... No sé si habrá alguna línea que...
—Eh, que esto no es como el metro. Los aviones pasan por todas partes.
—Hombre... tanto como por todas partes...
—A lo mejor ha pasado cuando no mirábamos, cuando estábamos hablando, antes de tumbarnos.
—¿Sabéis que los satélites, los satélites artificiales, también se pueden ver? Yo un día vi uno.
—¿A simple vista?
—Sí, es como una estrella, pero que se va moviendo, siempre a la misma velocidad, siempre en línea recta. Y en completo silencio.
—¡Eso! El ruido... tampoco se ha oído ningún ruido, ningún reactor.
—No, si al final nos vas a acojonar, queramos o no.
—¡Silencio! Escuchad...
—¿Qué pasa ahora?
Un sonido nace en el seno mismo del grupo, creciendo en intensidad, pasando de ser un gemido lastimero, gutural, a un verdadero aullido prolongado y cambiante en sus modulaciones, como el de los lobos. Algunos se han sobresaltado momentáneamente, otros han comprendido enseguida que se trataba de Hugo, que obsequiaba a la concurrencia con una de sus elaboradas imitaciones. Ya han comenzado a felicitarle unos y a increparle las otras, cuando él mismo se calla impresionado. Su aullido ha desencadenado una serie de ladridos que llegan desde los cuatro puntos cardinales, desde distintos grados de lejanía, cada uno diferente, incitándose unos a otros, algunos incluso en forma de aullido como el del propio Hugo, algunos inquietante mente cercanos. El disperso concierto tiene un momento culminante, de máxima intensidad, y después va decreciendo lo gradualmente, espaciándose, hasta que sólo llega de vez en cuando algún ladrido aislado, cobarde, apagado por la lejanía y por el receso en la excitación.
—¡Están por todas partes!
—¡Estamos rodeados!
—Estarán en las casas de la urbanización.
—¿No quedamos en que no había nadie en las casas?
—Sí, hay zombies. Los perros no, a los perros no les afecta.
—¿El qué?
—La radiación.
—Sí, vosotros ir bromeando, ir aullando y... provocando a los animales. Ya veréis como vengan aquí unos perros de ésos...
—¿Qué problema hay? Así tendremos compañía. Estaremos protegidos.
—A veces en la montaña hay perros asilvestrados. Se vuelven salvajes y atacan al hombre.
—¿Y a la mujer no?
—Y no olvidéis que también hay jabalís. Eso lo sabemos positivamente, aquí hay personas que han visto uno hoy... personas muy respetables y poco dadas a...
Ibáñez no acaba la frase. Hugo ha empezado a emitir otro sonido inequívocamente animal. Es evidente que pretende reproducir el hozar de un jabalí, aunque la serie de gruñidos repetitivos y un tanto angustiosos que está lanzando sugiere más bien una escena rural de la matanza del cerdo. A pesar de todo, la broma tiene la capacidad de hacer reír a unos, y de exasperar, por contraste, el ánimo de los elementos más impresionables del grupo.
—¡Bueno, vale ya! ¡Sois unos irresponsables! Estamos en medio de una montaña solitaria, rodeados de bosque.
¿No os dais cuenta? ¡Es verdad, caramba, los jabalís son peligrosos!
—No hay que temer por los jabalís. Si no se ven acorralados no atacan nunca. Además... son vegetarianos...
—Ya... y también budistas, y macrobióticos.
—¿Qué pasa? ¿Es que no son vegetarianos?
—No se dice «vegetarianos», ser vegetariano es una cultura, una actitud vital. Cuando se trata de animales se dice que son herbívoros.
Por unos instantes reina el silencio, un silencio expectante. Parece que Rafa no va a replicar, pero al final responde.
—Bueno. No os preocupéis. No voy a decir nada más en toda la noche... Además Maribel y yo nos vamos a ir a dormir ahora mismo, a las literas.
—Rafa...
—¡Nos vamos ahora mismo!
Rafa y Maribel se levantan y empiezan a recoger sus cosas en medio de un tirante silencio.
—Llevad el encendedor... cuando estéis instalados lo dejáis encima de la primera litera, en la esquina que toca con la puerta.
Alguien cuchichea algo, en un susurro, cuando la pareja todavía camina en dirección al edificio. Después, cuando ya hace un rato que han entrado, suena la voz de Amparo, cauta, no muy alta, pero inteligible.
—Te podías haber callado...
—Lo siento, tú, me ha hecho gracia... pensar en los jabalís, ahí sentados, en un restaurante macrobiótico, pidiéndose una hamburguesa de soja...
—¡Va, cállate!
Hugo renuncia a una nueva réplica, y por unos momentos flota el silencio por encima del grupo. Luego se vuelve a oír la voz de Amparo:
—Creo que yo también me voy a dormir. No tengo paciencia, ni ganas, de quedarme aquí hasta que salga el sol.
—Nosotros nos quedamos un rato más, pero tampoco te creas... pronto iremos para dentro también.
—Buenas noches.
Un coro de buenas noches responde a Amparo, que se retira en medio de un prolongado silencio. Ya hace un buen rato que se ha apagado el sonido de sus pasos cuando alguien se decide a decir algo.
—Es curioso. No ha refrescado nada de momento.
—Ya refrescará. Cuando amanece siempre es el momento más frío.
—Pues ya no debe de faltar tanto.
—¡Los relojes! No los hemos mirado.
—Sí que los hemos mirado. Rafa miró el suyo, y nada... Ni siquiera sabemos la hora exacta... en que se paró, quiero decir. El suyo es digital, y estaba en blanco.
Una alegre luz matinal ilumina el dormitorio. Por un ventanuco alto que hay en una de las paredes se ve la copa de algunos árboles y un trozo de cielo azul. La puerta que da al comedor está abierta de par en par, y por ella se cuela una franja de luz estrecha y deslumbrante, encendiendo todo lo que toca: las diminutas partículas de polvo que flotan en el aire, las baldosas del suelo y las toscas mantas que cubren las literas, de un gris al que el fuego del sol arranca matices pardos, irisados. Silencio. Sólo se escucha el piar de los pájaros y el lejano rumor del río, tan naturales, tan integrados en la paz de la mañana como el aire fresco o el azul intenso del cielo.
La luz del sol revela la pobreza del austero dormitorio, con sus feas literas, con paredes desnudas de un blanco sucio, llenas de desconchones. Pero el silencio y la quietud le dan al interior un aspecto ascético y humilde, muy espiritual, que rememora el antiguo uso que había tenido el edificio. Casi todas las literas están desocupadas, cubierto el colchón por una modesta manta unificadora. En tres o cuatro de ellas, no obstante, hay bolsas, un neceser, piezas de ropa o un saco de dormir plegado y metido en su funda, todo muy pulcro y ordenado. Sólo en dos de las literas reina el desorden: una en la que yace un saco de dormir abierto, mezclando sus arrugas con las de la manta, y otra en la que el saco, de un llamativo azul eléctrico, aparece cerrado e hinchado por el bulto que podría hacer el cuerpo de una persona.
Nada se mueve en la habitación, nada hace ningún ruido, hasta el momento en que la franja de luz solar—que se ha ido desplazando y ensanchando a una velocidad imperceptible para el ojo humano—llega hasta esta última litera e ilumina el bulto inmóvil. Entonces el bulto se mueve, se humaniza, se encoge y se da la vuelta con los característicos movimientos, con la celosa negación de quien intenta sustraerse a la claridad del nuevo día para seguir durmiendo.
El bulto vuelve a la quietud. Parece que la persona, sea quien sea, va a seguir así indefinidamente, inmóvil, durmiendo. Pero de nuevo se remueve, con mayor brusquedad y energía que antes. Y después de otro breve instante de quietud, da un nuevo respingo todavía más violento, emitiendo incluso un gruñido de irritación. Parece imposible que nadie pueda volver a dormirse después de semejante agitación. Y efectivamente así es. El ocupante de la litera se yergue bruscamente de cintura para arriba, liberándose del saco con ambas manos. Es Hugo. En su rostro—desmejorado, abotargado por el sueño—negrea la sombra de la barba, mientras que su avanzada calvicie parece haberse acentuado. Con ojos entrecerrados, haciendo visera con ambas manos, mira un momento hacia el origen de la luz que le deslumbra; y después se deja caer de nuevo sobre el colchón, con un resoplido de cansancio.
—¡Cabrones—musita para sí, con voz pastosa—, se han dejado la puerta abierta!
Efectivamente, la puerta que comunica el dormitorio con el comedor está abierta de par en par, como lo está también la que da al exterior, y la situación de ambas permite que la luz del sol penetre en el interior del dormitorio, como una columna de luz que incide directamente en la litera que ocupa Hugo.
Hugo permanece un rato tumbado, como si estuviera acumulando energías para lo que hace a continuación, que es desembarazarse del saco con manos torpes, con más decisión que habilidad, y correr hacia la puerta parpadeando, cegado por la luz. Va enfundado en un pijama de verano, de pantalón corto, y mientras con su mano izquierda hace pantalla delante de los ojos, con la derecha se rasca enérgicamente en un muslo.
—¡Pues se van a joder!—dice al final de su caminata, alargando una mano en busca de la manilla de la puerta.
—Un momento, amigo—dice una voz desde la otra habitación—, la puerta está así
a propósito.
Hugo ha reconocido a Ibáñez en la voz que le ha hablado, en la figura que ahora se recorta a contraluz en el marco de la puerta.
—¿A propósito?—dice Hugo, haciendo chasquear una lengua pegajosa, frotándose los ojos deslumbrados en un intento de distinguir el rostro de Ibáñez—, ¿Qué... qué hora es? ¿Y dónde están todos?
En el tiempo que Ibáñez tarda en contestar—no más de tres o cuatro segundos—un pausado silencio flota entre los dos hombres, como si realmente no hubiera nadie más en varios kilómetros a la redonda.
—La puerta está así para que te despiertes de una vez. —dice por fin Ibáñez—. La gente... anda por ahí... Y no sabemos qué hora es.
—¿Cómo? ¿Que no sabéis? ¡No me jodas!—dice Hugo recobrando súbitamente una buena porción de conciencia—. Entonces los relojes... los móviles... ¿Todavía estamos...?
—No funciona nada.
Hugo se sienta en la litera que tiene más cerca lanzando un resoplido de cansancio, masajeándose la frente con ambas manos.
—¿Por qué no me lo decíais?—dice, interrumpiendo un momento la frotación—. Me habéis dejado...