Fin (7 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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—Depende de los michelines—dice Hugo sonriendo—, de los tuyos, quiero decir... la cámara es muy despiadada. No, ahora en serio... eso es otra cosa, es diferente: si sabes hacer algo... algo muy difícil, excepcional, que no puede hacer cualquiera, algo que nadie sabe hacer mejor que tú... entonces es lógico que se valore mucho ese trabajo, y que tengas ciertos privilegios... Los artistas son otra cosa.

—A lo mejor Cova también querría ser artista.

—¿Cova...?—dice Hugo con incredulidad—. No, ella no... Oye, ¿y a qué viene todo este interrogatorio? No haces más que preguntarme, y tú en cambio no sueltas prenda... ¿Qué haces tú? ¿En qué trabajas? Parece ser que no te han ido mal las cosas...

—¿A mí? ¿Por qué lo dices?

—Hombre... un Cayenne no se paga con el salario base.

—Ah... el coche...

—Rafa ya se ha encargado de hacerte propaganda... de eso y de la «base del cráneo» del pobre jabalí, lo ha dicho como cincuenta veces.

—¿No habéis pensado que el coche podría ser de alquiler?

—¡Venga, hombre! Yo conozco el sector. Ninguna empresa alquila ese modelo.

—Todo se puede alquilar.

—Sí, para el que tiene dinero. Va, en serio, ¿en qué trabajas?

—¿Yo?... Nada... negocios...

—Pero ¡bueno!—dice Hugo sonriendo, más incrédulo que enojado—, ¿a qué viene tanto misterio con tu amigo...? Al final voy a pensar que...

—Negocios inmobiliarios.

—Vale, vale, ya está. Eso lo explica todo. No tienes que decirme nada más.

Los dos hombres permanecen un rato en silencio. Hugo se ha quedado pensativo, y Ginés se apoya en el muro y mira hacia el camino, hacia la montaña, como si realmente distinguiera algo en la negrura de la noche. De pronto tira el cigarrillo con cierta brusquedad. La colilla, muy corta, cae lejos, en el pavimento, y se apaga enseguida.

—Aún va a llover—dice Ginés—, si este aire fuese más frío, diría que va a llover.

Hugo sale de su ensimismamiento y alza la vista, aspirando el aire limpio y boscoso. En el poco tiempo que lleva fuera ha refrescado ligeramente, y la brisa es algo más intensa.

—¡Vaya putada lo del tiempo! Sobre todo para Nieves ... después de haberlo montado todo...

—La noche es larga—dice Ginés sin dejar de mirar hacia delante—. Todavía se puede despejar.

—Ya, cuando estemos todos durmiendo. ¿Te crees que ahora aguantaremos despiertos, como antes? Antes era distinto: se aguanta todo lo que hace falta, horas y horas, si sabes que al final podrás tocar una teta.

—¿Tú tocaste alguna vez alguna teta, con las chicas?

—No, claro, con las chicas no: en todo caso con Irene y las otras... Me refería a que eso estaba en el ambiente, vamos, que flotaba en el aire; mira Rafa: al final pilló.

—Ya, pero... no se enrollaron de verdad hasta que no se acabó todo. Dentro del cogollito era muy difícil, yo diría que imposible.

—¡Hombre! Con el Profeta vigilando que no hubiera tocamientos impuros...

—No exageres; él nunca dijo eso...

—¿Ah, no? ¿No iba de santurrón y de... de perdonavidas, diciéndonos lo que estaba bien y lo que estaba mal? ¡Venga hombre! ¡Era ridículo!

—Por supuesto que lo era, en un joven y en esos tiempos, pero... no... Él... él lo hacía en realidad como una pose; no era capaz de mostrar su verdadera personalidad, de mostrarse tal cual, tenía algún problema y... adoptaba esa máscara como una forma de... era su manera de ser alguien, de tener una personalidad dentro del grupo.

—¡Joder, vaya análisis psicológico!—dice Hugo sacando un nuevo cigarrillo, y encendiéndolo, todo ello con movimientos rápidos, automáticos—. Es tan complicado que ni tú mismo te aclaras.

—Sí, es verdad que aún tengo muchas dudas...

—Venga, tío, no me fastidies. Tú eres una persona normal, has triunfado en la vida... Sí, ya sé que es una frase muy tópica pero ¡joder, es verdad! Las cosas te han ido bien, ganas dinero, tienes una novia que está buenísima... no sé por qué tienes que ponerte ahora a defender a un tarado que... que...

—Yo sólo intentaba ver las cosas desde otro punto de vista.

Hugo da una calada nerviosa, prolongada, antes de contestar.

—Mira, yo sólo sé que ese tío tuvo una oportunidad —dice humeando por nariz y boca—, le dimos una oportunidad, durante años. Estaba en una pandilla, un grupo de gente normal, chicos y chicas... y no lo supo aprovechar, no fue capaz de convertirse en una persona normal...

—Y con la broma sangrante que le hicimos al final, menos aún...

—¿Broma sangrante? ¡Pero si lo estaba pidiendo a gritos! ¿Tú sabes... sabías que una vez estuvo metiéndole mano a Maribel...? Bueno, intentándolo, en la furgo de Ibáñez, precisamente volviendo de aquí, una de las veces...

—No sabía nada de eso.

—Pues ahora ya lo sabes... tuvo suerte de que Maribel no quiso avergonzarlo, ahí, delante de todos.

Ginés permanece un momento en silencio, observado atentamente por Hugo, que al final le dice:

—Lo decidimos entre todos, Ginés, ¿no te acuerdas? Si se lo hubiera tomado por el lado bueno, a lo mejor hasta se volvía normal y todo. Es lo que necesitaba: un buen polvo que le quitase la tontería de una vez.

—¿Cómo puedes decir eso? Tú... tú eres una persona, eras... eres un artista, tienes una sensibilidad... ¿Te parece una buena forma de iniciarse, lo que le hicimos... ?

—¡Joder, hablas como él! ¡Pues claro que me parece una buena forma! Al menos era una forma muy cara. A ti también te parecía bien cuando lo hicimos.

—Es igual, déjalo... Está claro que vemos el asunto de forma diferente. Volvamos a la fiesta—dice Ginés separándose del muro y empezando a caminar hacia el edificio, seguido por Hugo—. Por cierto... ¿tú crees que vendrá?

—¿Quién? ¿El Profeta?—dice Hugo parándose en seco—. ¡Cómo quieres que venga a estas horas! Ése ya no viene, hombre, te lo digo yo... Siempre lo dije, que no vendría.

—Sí, pero... es que... me extraña que Nieves... está preocupada... muy preocupada. ¿No te has fijado?

—Sí, ya lo he visto, pero... ya sabes...

—Sí: «Ya sabes cómo es Nieves», conozco la frase—le interrumpe Ginés sin ocultar su irritación—, pero me extraña mucho que esté tan preocupada, que tema, concretamente, que a Andrés le haya pasado...

—¿Andrés?

—¡Sí, Andrés! Que le haya pasado algo viniendo para aquí, un accidente, algún problema con el coche o algo así... Es como si, ella supiera, con mucha certeza, con absoluta certeza, que iba a venir.

Hugo da una última calada y tira la colilla antes de decir:

—Vale tío, yo me vuelvo adentro. Necesito una copa, al menos el whisky no va a faltar, ya me he encargado yo... y a ti tampoco te vendría mal un buen trago.

—Espera, espera... voy contigo—dice Ginés, mientras empieza a caminar siguiendo la estela de Hugo, sin llegar a alcanzarlo, hasta la puerta iluminada del refugio.

AMPARO-COVA-MARÍA-HUGO-IBÁÑEZ-MARIBEL-NIEVES-GINÉS-RAFA

Los alimentos sólidos han desaparecido de la mesa. Tan sólo encima de algún plato abarquillado, olvidado, se aburre algún resto: lonchas del embutido menos apetecible, del queso más insípido que ni siquiera esa gula involuntaria y distraída, de cuando ya se tiene el estómago lleno, se ha atrevido a consumir. Silenciosamente, sin ostentación, sin estridencias, las botellas han acabado ganando la batalla, y ahora se alzan verticales y orgullosas, brillantes, sobre la caótica mortandad de platos y servilletas arrugadas. Son grandes botellas de refrescos: el rojo y negro de la cocacola, el naranja, el amarillo limón repleto, endurecido el envase de plástico por la presión del gas carbónico. Y también están las otras, las discretas botellas de vino, ahora transparentes, y las más aristadas y multiformes de los licores.

No hay humo, pero el aire está cargado, viciado de música y voces entremezcladas y luz insuficiente y tristona. Hombres y mujeres se han ido apartando de la mesa, como avergonzados de su reciente voracidad, y ahora sólo regresan a ella para llenar el vaso o dejar una servilleta, o apoyar el trasero en el borde a modo de taburete, dándole la espalda.

El equipo de música no suena muy bien en la sala espaciosa, de techo muy alto. Al final han optado por dejarlo a un volumen moderado, del que sólo sobresale de vez en cuando el agudo prolongado, irreconocible, de un tenor, en el disco de II Divo que Rafa ha puesto en el cargador junto con otros cinco, satisfecho, orgulloso de su aportación.

A pesar de todo, la conversación es animada en los corrillos que se forman y se deshacen espontáneamente, como resultado del movimiento de unos y de la tendencia a la quietud, a la estabilidad, que muestran otros.

—Amparo dice que sí—dice Maribel, sosteniendo un vaso lleno hasta el borde de naranjada—, dice que vio gente en una de las casas, en el jardín, y además había el coche y todo, en el cobertizo.

Maribel, cuidado maquillaje entre húmedos rizos de peluquería, defiende su afirmación con un apasionamiento un tanto ingenuo, estimulado por las muestras de escepticismo de Hugo e Ibáñez.

—Pues debe de ser la única que ha visto a alguien en esa maldita urbanización—dice este último—. Yo iba con ella, en el mismo coche, y no vi un alma en todo el camino.

—Yo tampoco vi a nadie—dice Hugo—. Ya era noche cerrada cuando pasé, y no recuerdo haber visto una sola luz en todo el monte. Precisamente me fijé en ese detalle, porque recuerdo de antes, de cuando veníamos, que había varios chalés al borde de la carretera.

—No te confundas con el camino de arriba—dice Ibáñez—, el que hacíamos a pie cuando subíamos a la montaña; allí sí que había un montón de casas; pero en la carretera había muy pocas.

—¡Sí, hombre—rezonga Hugo—, líalo más tú ahora! La urbanización está abandonada, y ya está.

Hugo ha hablado con cierta pesadez, con una obstinación vagamente huraña, mientras su vaso, casi repleto, perdía parte de su contenido en cada movimiento de su brazo.

—Pues, la verdad, yo preferiría que hubiera mucha gente por aquí cerca—dice Maribel—, me da miedo esta montaña tan oscura, y tan solitaria... antes no era así.

—¡Claro que era así!—dice Hugo—, somos nosotros los que hemos cambiado, sobre todo vosotras, las mujeres... estáis acojonadas...

—Aovariadas sería más exacto—apunta Ibáñez.

—¡Ay, no os burléis! A vosotros no os ha atacado un jabalí.

—Ni se ha cebado con sus curvados colmillos en nuestras carnes morenas.

—A ti tampoco te ha atacado, que yo sepa—le dice Hugo a Maribel, ignorando la gracia de Ibáñez—. Fue el coche de Ginés el que chocó...

—Sí, Ginés lo estaba explicando antes—confirma Ibáñez—. Y, la verdad... no le daba demasiada importancia.

—¡Pero si estuvieron a punto de volcar!—gimotea Maribel—. El jabalí debía de ser enorme, movió todo el coche... No sé cómo Ginés puede decir... puede estar...

Hugo lanza una rápida mirada en derredor, para después decir, en actitud confidencial:

—La verdad... la verdad es que lo he encontrado un poco raro, a Ginés.

—¿Verdad?—exclama Maribel triunfalmente—. A mí también me lo ha parecido; Rafa me decía que no, que lo que pasa es que estaba asustado, por lo del jabalí, pero a mí me pareció precisamente lo contrario: que estaba... como despistado, como atontado...

Ibáñez guarda ahora silencio; se ha quedado muy quieto observando a Maribel, sosteniendo el vaso delicadamente por la base, con el ceño ligeramente fruncido, la sorpresa o la curiosidad, o cualquiera que sea el sentimiento que le han despertado las palabras de Maribel, oculto tras el cristal deformante de sus diminutas gafas. Mientras tanto, Hugo se ha quedado un momento mirando su vaso, en actitud reflexiva, para después alzar la vista y decir en el mismo tono secretista, encogiéndose ligeramente antes de empezar a hablar:

—He hablado con Ginés, ahí fuera, hace un rato... Se ve que tiene algunos... problemas...

—¿Qué tipo de problemas?

—Económicos... Se hartó a ganar dinero, negocios inmobiliarios, ya sabéis; y ahora, con la recesión... No me lo ha querido decir claramente, pero... seguramente está metido en un buen lío, deudas o cosas de ésas... En fin: cuanto más alto subas...

Ibáñez no ha participado en el reducido cónclave de cuellos encogidos y voces bisbiseantes; se ha mantenido erguido, con una quietud neutra, digna, aunque atenta. Pero ahora interviene dirigiéndose a Hugo.

—Tú eras su mejor amigo. Sería más lógico que estuvieras hablando con él del asunto, en vez de...

—¡Si es que no se quiere dejar ayudar! Poco se puede hacer cuando alguien no quiere reconocer el problema.

—¡Pobre Ginés!—dice Maribel—. Con la novia tan maja que tiene... tan bien vestido, tan elegantes los dos, y ese coche... y ahora resulta que está...

—Eh, que tampoco lo puedo asegurar al cien por cien. Yo me lo imagino; me he hecho mi composición de lugar con lo poco que he podido entresacar...

Hugo guarda silencio, como si no encontrase las palabras para continuar, como si prefiriese dejar el asunto, por desagradable, y cambiar de tema. Maribel se queda pensativa, asimilando lo que acaba de oír; pero es la voz de Hugo, una vez más, la que incide en el mismo tema.

—Yo sólo os quería avisar; que sepáis que si en algún momento... que si se pone desagradable o... yo qué sé, os da una mala respuesta... pues que ya sabéis cuál es el motivo.

—¿Se puso desagradable contigo?—pregunta Maribel.

—No, no del todo, pero...

—Os dejo un momento—dice Ibáñez repentinamente—. Voy a endulzar un poco mi «destornillador», me temo que esto es demasiado fuerte para mí. Uno ya no es lo que era.

«Capullo», vocaliza Ibáñez con los labios, sin emitir ningún sonido, en cuanto da la espalda a Hugo. Sus pasos le llevan hasta la mesa; allí deja el vaso un momento y abraza el cuello de una botella sin llegar a levantarla, mientras sus ojos miran a un lado y otro buscando algo. De pronto su mirada se detiene, permanece unos instantes fija, sin pestañear, enfocando al rincón en el que ganguea el equipo de música.

Ibáñez se aparta de la mesa, pero vuelve al poco rato para recuperar su vaso, y finalmente se dirige al lugar que ha localizado. Sólo hay dos personas en esa zona: Rafa y Ginés. Rafa está explicando algo con profusión de gestos, y Ginés le escucha con aparente atención, no tanta, a pesar de todo, como para dejar de echar de vez en cuando una mirada furtiva, subrepticia, a su alrededor. En una de esas miradas ve a Ibáñez, que camina ya abiertamente en dirección a ellos.

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