Fin (24 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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Hugo camina en silencio, con la mirada clavada en el suelo. Empezó como un inválido, ayudado por los demás; pero ha ido prescindiendo paulatinamente de cualquier ayuda, hasta el punto de que lo único que preocupa ahora es su estado de ánimo, su terco silencio. Tan sólo ha hablado dos veces en todo el camino: la primera fue para preguntar si alguien tenía tabaco, empuñando el encendedor, del que no se ha desprendido en ningún momento. La pregunta—por absurda, por su obvia respuesta negativa—ha despertado alguna mirada de preocupación entre sus amigos. La segunda vez que ha hablado ha sido media hora después: ha repetido exactamente la misma pregunta, con total naturalidad, aparentemente sin ninguna conciencia de la repetición.

Ahora caminan todos en silencio, unificados por el cansancio. Tan sólo Nieves dice unas palabras de vez en cuando, sin necesidad, de forma un tanto compulsiva.

—Ya no hay más túneles, ¿verdad? ¿Verdad que no hay más túneles?

Nieves se ha colgado de la manga de Ginés para hacerle la pregunta, con una premura, con una insistencia un tanto infantil. Lo cierto es que todos pasaron un poco de miedo, o al menos ansiedad, al transitar por el túnel. No fueron más que treinta metros, recorridos a un paso que se fue acelerando inconscientemente: pero se hicieron eternos a causa de la oscuridad y el silencio sordo, opaco, y la sensación de emboscada metida en el cuerpo.

Ginés tarda en contestar a la pregunta de Nieves. Es Maribel la que al final dice:

—Sí que hay más, ¿no?, ¿no eran cuatro o cinco?

—No, hombre no—dice Amparo—, te confundes con otra... eso es en otra carretera, donde está ese pantano. Aquí sólo hay uno, sólo hay un túnel.

—Entonces... faltará poco para el pueblo—dice Nieves.

—¿Poco? Ya tendríamos que haber llegado—dice Ginés—. Si no fuera porque sé que aquí no hay más carretera que ésta... pensaría que nos hemos perdido. No pensaba que fueran tantas curvas.

—Claro, en coche es un momento—dice María—. Andando es cuando se ve...

—Pero el túnel... yo recuerdo que estaba muy cerca del pueblo—dice Amparo.

Ginés no presta atención a lo que dice Amparo. Está distraído, mirando la carretera, las paredes de roca, incluso volviendo la cabeza para mirar atrás, con una atención que empieza a resultar llamativa. De pronto dice:

—¡Eh, chicas!, me parece...

—¿Qué? ¿Qué pasa?—dice Nieves con la alarma pintada en el rostro.

—No, nada malo—dice Ginés—, al contrario, esta curva es muy pronunciada... fijaos...

Ginés tiene razón. La curva se prolonga, se prolonga, cerrándose cada vez más, de modo que en el lugar en el que ahora se encuentran han perdido de vista el tramo recto del que procedían, pero tampoco llegan a ver la salida de la curva.

—Fijaos—dice Ginés, parándose un momento—: desde donde estamos ahora, y con estas paredes alrededor... parece que la curva no se vaya a acabar nunca, que se haya convertido en un círculo.

—¡ Ay, calla!

—No, al contrario—dice Ginés con aire optimista—, ya estamos muy cerca, muy cerca del pueblo... Esta curva no se me olvida.

—¡Mirad!—dice María, que se había adelantado unos pasos a sus compañeros—. ¡Un coche!

María echa a andar de nuevo alargando el cuello hacia su izquierda, separándose al mismo tiempo de la pared interior de la curva. Los demás, tras un momento de indecisión, la imitan y avanzan con pasos cautos, hasta que divisan, efectivamente, los faros, el morro de un utilitario de un color azul metalizado, un tanto chillón. Se produce una cierta confusión. María no ha vuelto a pronunciar palabra. Mientras camina hacia el coche cada vez más despacio, cada vez más cautamente, oye a sus espaldas los comentarios caóticos, contradictorios, que la visión del coche va suscitando en sus compañeros.

—¡Se mueve! ¡El coche se ha movido!

—¿Cómo que se mueve?

—No sé... me lo ha parecido...

—¡ Somos nosotros los que nos movemos! El coche está quieto.

—¡Hay alguien! ¡Hay gente dentro!

—Sí, pero están quietos, ¡deben de estar muertos!

—¿Estáis histéricas o qué? No hay nadie. Son los reposacabezas, ¡por favor!

—Es que éste está bien: está en su carril, no como el que vimos ayer... parece... parece que se haya parado hace un rato.

—No, no está del todo... está demasiado cerca de la cuneta.

—La curva se acaba...

María también ha visto la salida de la curva, el sol que ilumina de nuevo un tramo recto, rodeado de arbustos y matorrales. Pero de momento es el coche lo que concentra su interés. La presencia del vehículo produce una extraña sensación, detenido en mitad de la curva, en su carril, con las puertas cerradas, pero completamente inmóvil, vacío y silencioso. Mientras tanto, los demás han llegado también al vehículo. Las ventanillas están cerradas. El coche es modesto, un modelo de utilitario relativamente reciente. La carrocería y los cristales están limpios, brillantes, y el interior también se ve pulcro y ordenado, austero, sin suciedad ni objetos superfluos como ocurre en tantos coches.

—El dueño—dice Amparo haciendo visera con la mano para mirar en el interior—debe de ser un maniático del orden...

—Debía de ser—corrige Maribel.

—Y de la limpieza—corrobora María.

—Tiene más de cinco años—añade Amparo—. Mira... la ITV está en regla: 2008.

Ginés acerca la mano a la puerta del conductor, la deja ahí unos segundos y después acciona la cerradura con cierta brusquedad. La puerta se abre sin esfuerzo.

—Lo típico—dice Amparo rodeando la carrocería—, las puertas abiertas, y la llave en el contacto, seguro... ves: lo típico.

—Huele a coche—dice Nieves—, a coche por dentro.

—Este olor me mareaba—dice María—, cuando era niña...

—Me parece—dice Ginés apartándose un poco de la puerta—me parece que hay algo... un poco raro...

Las cabezas se agachan con cierta aprensión, las miradas recorren el interior del coche, y luego se alzan intrigadas, buscando respuesta en otras miradas.

—¿Qué pasa?—gimotea Nieves.

Ginés tarda unos segundos en responder. Su mirada está fija, aparentemente, en el coche; una de sus manos, apoyada en el borde del techo, tamborilea nerviosamente sobre la chapa.

—Los cinturones, mierda, los cinturones—dice finalmente con la mirada baja, como si le avergonzara mirar a sus compañeros—están puestos.

Nadie se había dado cuenta. La tapicería de los asientos es oscura, y la banda del cinturón de seguridad, sin el grosor de un cuerpo que la abulte, queda pegada al respaldo y al asiento. La revelación ha tenido un efecto anonadante, paralizador, en todo el grupo.

—Iban dos...—dice Amparo en medio del silencio, como si hablara consigo misma.

Los demás callan. Nieves mira a sus compañeros: pasa agónicamente de un rostro a otro sin encontrar nada más que miradas absortas o huidizas. Ginés sigue inmóvil, mirando al suelo; no hay manera de saber lo que expresan sus ojos tras los párpados entornados. De pronto María, con un movimiento brusco, lleno de irritación, aparta a Ginés y se mete en el coche, en el asiento del conductor; mira, toca la palanca de cambios, el freno de mano, la llave de contacto... y después se deja caer sobre el volante, exhalando un resoplido de rabia, de impotencia. De pronto mira a su derecha; alguien ha abierto la puerta de ese lado y toquetea en la guantera, en el panel de la puerta, entre los asientos. Es Hugo. Al parecer es el único que escapa a la inacción, al desánimo, al ensimismamiento que atenaza a todos sus compañeros.

—Se caló—dice Ginés, hablando para nadie—se caló... la subida... hay un poco de subida... y se caló.

—Vayamos al pueblo—dice de pronto Hugo, sorprendiendo a todos—, este capullo no fumaba.

El exabrupto de Hugo podría ser considerado como un signo de mejoría. Pero nadie le hace demasiado caso en este momento. María sale del coche con deliberada lentitud y mira a Maribel fijamente, retadoramente, durante unos segundos. Maribel le aguanta la mirada con una altivez glacial. Ninguna de las dos dice una palabra.

—Sí, vayamos al pueblo—dice Ginés con cierto fatalismo—. Aquí... ya nos falta muy poco...

Hugo, Ginés, Amparo, Maribel, Nieves, María, dejan el coche inmóvil y solitario, con las puertas abiertas, e inician resignadamente, silenciosamente, la marcha hacia el sol cegador, hacia el aliento seco de los matorrales, cargado de olor a pinaza, a romero y a tomillo; hacia el asfalto gris, blanquecino, sembrado de baches y ondulaciones: una breve recta, de cincuenta o sesenta metros, que acaba en otra curva, una más, con el inevitable talud excavado en la roca caliza. El talud no permite ver el paisaje que hay más allá, no permite ver las primeras casas del pueblo que esperan a los viajeros—sin que ellos lo sepan—a la salida del siguiente viraje, apenas a cien metros de distancia en línea recta del lugar en el que ahora se encuentran.

Los seis compañeros caminan por las estrechas callejas del casco antiguo de Somontano. A estas alturas han visto coches, muchos coches aparcados, y alguno que otro parado en mitad de la calle, cruzado, o detenido, después de rozarla unos cuantos metros, por una pared. Pero todavía no han visto a ningún ser humano. Las puertas de las casas están cerradas en su inmensa mayoría, y las que están abiertas conducen a viviendas desiertas, abandonadas recientemente, con el olor denso a humanidad, el peculiar olor de una familia y su vida cotidiana todavía flotando en el aire. Los seis compañeros han entrado ya en alguna de esas casas: han sido recibidos por gatos sociables, que se rozaban en sus pantalones, por perros que ladraban ferozmente para ahuyentar a los intrusos, por perros huidizos que se escapaban pegados a una pared del pasillo, evitando a los humanos que habían interrumpido su saqueo. Todo menos personas. Y, en cambio, detalles inquietantes: una nevera abierta con una botella tirada en el suelo, sin tapón, sobre un charco de Coca-Cola; un libro abierto sobre una cama, ladeado, mostrando las pastas, aplastando las hojas contra la almohada, un preservativo tirado en el suelo, junto a una cama revuelta; una colilla como un gusano que ha roído un trozo de colchón, afortunadamente ignífugo.

Paradójicamente, pasear por las calles solitarias del pueblo deshabitado no resulta tan sobrecogedor como lo fue en algunos momentos transitar por la naturaleza. No es tan diferente el ambiente que rodea a los seis amigos del que podrían encontrar en cualquier pueblo o ciudad, a una hora temprana de un día festivo o de un domingo. La diferencia es que ahora es media mañana, y además esa calma es constante, continuada, sin que aparezca ningún vecino madrugador saliendo de una puerta, ningún joven trasnochador de regreso a casa.

Tal vez la sensación de normalidad, de cotidianeidad, se debe a los coches: las hileras de coches aparcados en las calles; o a la presencia constante de animales domésticos, sobre todo los perros, que ya avisaron a los caminantes de la presencia del pueblo cuando aún no habían visto la primera casa, y que ahora circulan libres, numerosos, ligeramente inquietos, a veces en grupos silenciosos y decididos, como si fuesen a alguna cita preestablecida. Por lo demás, todos se muestran pacíficos; incluso uno de ellos ha mostrado simpatía por los seis exploradores y se ha unido a ellos, a pesar de que no le han dado nada de comer, pues—como Nieves no ha tardado en lamentar—no han sido previsores en ese sentido y no han traído comida, ni han pensado en lo útil que puede ser un perro en determinadas circunstancias. Pero el perro, un animal joven, de mediano tamaño y raza indefinida, les sigue de todas formas y festeja, inocente y juguetón, cualquier caricia, cualquier atención que se le prodigue.

En cuanto a los caminantes, ahora están algo más animados. Encontraron un bar a la entrada misma del pueblo, con la puerta abierta de par en par. Dentro, en una de las mesas, había cartas simétricamente distribuidas—alguna caída en el suelo o encima de las sillas—copas de licor a medio consumir, paquetes de tabaco, y colillas de cigarrillos y de puros, fuera y dentro de los ceniceros. Todavía flotaba en el ambiente el olor del tabaco rancio y enfriado, y el peculiar tufillo de esos establecimientos que no son muy escrupulosos con la higiene. Entre el bar y la vivienda, que estaba en el mismo edificio, en el piso de arriba, han encontrado suficiente comida y bebida para todos; incluso había una cocina de butano que les ha permitido hacer café.

El estado de ánimo de Hugo ha ido mejorando hasta el extremo de resultar alarmante por su excesiva jovialidad. Hugo ha comido poco, pero ha fumado sin parar, y se ha servido repetidas veces de una botella de un whisky especialmente bueno que ha descolgado de un estante, desoyendo los consejos de sus compañeros, contestando con un conciso «Aquí hay barra libre. El que no quiera que no beba» a advertencias como la de Ginés, que en un momento dado le ha dicho: «Cuidado con los estimulantes, Hugo... Después viene el bajón, y no creo que sea muy agradable en estas circunstancias».

Finalmente, Hugo ha salido del bar pertrechado con un montón de paquetes ele tabaco abultando sus bolsillos, con un nuevo encendedor operativo—después de ceder a regañadientes otros dos que había encontrado—y con la citada botella, ya casi vacía, bailando al final de su brazo. Amparo le ha afeado este comportamiento, y él ha contestado con un contundente «Claro, ¿qué van a pensar los perros del pueblo cuando me vean?» y después se ha reído un buen rato a solas de su propia gracia. Por lo demás, María ha sido la única que le ha aceptado un cigarrillo; después ha tenido que rechazar una y otra vez, con suave indiferencia, los intentos de acercamiento del beodo personaje.

Tras una breve deliberación, acordaron buscar ropa, calzado, bicicletas y un buen baño en una piscina. Sólo surgieron algunas diferencias en torno al tema del baño, pues había quien lo consideraba urgente y prioritario, y quien consideraba, en cambio, que era preferible conseguir primero todas las provisiones. De todas formas, tampoco había nadie que supiera dónde estaba la piscina, de modo que se decidió ir en su busca, pero sin desdeñar la inspección de cualquier establecimiento o vivienda particular en la que hallar cualquiera de las otras cosas.

Y en esa búsqueda, sin haber obtenido de momento otro éxito que la visión de un cartel en el que se relacionaba la piscina con el ayuntamiento y con cierta sociedad recreativa, han llegado hasta las calles estrechas e intrincadas del casco antiguo, en el centro mismo de Somontano. Aquí la sensación de quietud y de soledad se hace más palpable, y empieza a resultar opresiva. No hay coches en las calles del centro del pueblo, tampoco hay aceras: el cemento que las recubre llega al pie de las paredes renegridas de los caserones grandes y desvencijados, de varios pisos, con portales que se abren de pronto a un zaguán umbrío, de aspecto miserable, con un olor intenso y antiguo que sólo pervive en algunos pueblos. Los caminantes avanzan ligeramente sobrecogidos por estas calles frescas y sombrías, asomándose fugazmente a los zaguanes, mirando hacia arriba, al cielo azul constreñido entre los aleros de los tejados que parecen buscarse, como si los edificios de ambos lados de la calle, vencidos por la edad, se vieran tentados de apoyarse uno contra el otro.

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