En cambio, cuando estuvieron a salvo en la orilla, Sam sintió un hambre atroz. Lo mismo les pasó a Dareon y a Elí. Hasta el bebé parecía mamar con más ganas. En cambio, Aemon...
—El pan está duro, pero puedo pedir en la cocina que nos den un poco de salsa para mojarlo —le dijo Sam al anciano.
El posadero era un hombre duro y de ojos fríos que desconfiaba de los tres forasteros vestidos de negro que se cobijaban bajo su techo, pero su cocinero era más amable.
—No. Pero si hubiera un trago de vino...
No tenían vino. Dareon había prometido comprar un poco con las monedas que le pagaran por sus canciones.
—El vino llegará más tarde —tuvo que decir Sam—. Tenemos agua, pero no es de la buena.
El agua buena llegaba por los arcos del gran acueducto de ladrillo que los braavosis llamaban
río de agua dulce
. Los ricos tenían cañerías que la llevaban hasta sus casas, los pobres llenaban los cubos y palanganas en las fuentes públicas. Sam había enviado a Elí a por agua, olvidando que la chica salvaje había vivido toda su vida en los alrededores del Torreón de Craster y nunca había visto siquiera un mercadillo callejero. El laberinto de piedra de islas y canales que era Braavos, sin rastro de hierba ni de árboles, lleno de desconocidos que hablaban un idioma que no entendía, la asustó tanto que perdió el mapa, y luego se perdió ella. Sam la encontró llorando a los pies de piedra de algún Señor del Mar muerto mucho tiempo atrás.
—Sólo tenemos agua del canal —le dijo al maestre Aemon—, pero el cocinero la ha hervido. También hay vino del sueño, si queréis más.
—Ya he soñado bastante por ahora. Me conformo con el agua del canal. Por favor, ayúdame.
Sam incorporó al anciano y le acercó la copa a los labios secos y agrietados. Aun así, la mitad del líquido se derramó por el pecho del maestre.
—Ya basta —dijo Aemon a los pocos tragos, entre toses—. Me vas a ahogar. —Tiritaba en brazos de Sam—. ¿Por qué hace tanto frío en la habitación?
—No nos queda leña.
Dareon había pagado el doble al posadero por una habitación con chimenea, pero no habían caído en la cuenta de lo cara que sería allí la madera. En Braavos sólo crecían árboles en los patios y jardines de los poderosos. Además, los braavosis se negaban a cortar los pinos que crecían en las islas que rodeaban su gran albufera, ya que hacían de cortavientos y los protegían de las tormentas. La leña para el fuego tenía que llegar en barcazas, de río arriba, al otro lado de la albufera. Allí hasta la bosta era cara, porque los braavosis viajaban en barco, no a caballo. Nada de eso habría tenido importancia si hubieran partido hacia Antigua, tal como tenían previsto, pero la debilidad del maestre Aemon se lo había impedido. Otro viaje por mar abierto acabaría con él.
Las manos de Aemon tantearon las mantas en busca del brazo del chico.
—Tenemos que bajar a los muelles, Sam.
—Cuando estéis más fuerte. —El anciano no estaba en condiciones de soportar las salpicaduras de agua salada y los vientos húmedos de la orilla, y en Braavos era todo orilla. Al norte estaba el puerto Púrpura, donde los comerciantes braavosis atracaban sus barcos bajo las cúpulas y las torres del palacio del Señor del Mar. Al oeste se encontraba el puerto del Trapero, abarrotado de barcos de las otras Ciudades Libres, de Poniente, y de Ibben y las legendarias y lejanas tierras del Oriente. Y por todas partes había desembarcaderos y atracaderos para balsas, y muelles viejos grisáceos donde los mariscadores y pescadores amarraban sus botes tras trabajar en las albuferas y en las desembocaduras—. Sería demasiado esfuerzo para vos.
—Entonces, ve en mi lugar —insistió el maestre Aemon— y tráeme a alguien que haya visto a esos dragones.
—¿Yo? —La sola idea lo dejó consternado—. Pero, maestre, si no es más que un cuento. Historias de marineros. —De aquello también tenía la culpa Daeron. El bardo les contaba todas las anécdotas descabelladas que oía en las cervecerías y en los burdeles. Por desgracia, cuando oyó la de los dragones había bebido demasiado y no recordaba los detalles—. Puede que Dareon se lo inventara todo. Es lo que hacen los bardos, inventarse cosas.
—Cierto —respondió el maestre Aemon—, pero hasta la canción más imaginativa puede contener una partícula de verdad. Averigua esa verdad, Sam.
—No sabría a quién preguntar, ni cómo. Sólo hablo un poco de alto valyrio, y cuando me hablan en braavosi no entiendo la mitad de lo que me dicen. Vos habláis más idiomas que yo, cuando recuperéis las fuerzas podréis...
—¿Cuando recupere las fuerzas, Sam? ¿Y eso cuándo será?
—Pronto, si descansáis y coméis. Llegaremos a Antigua y...
—No volveré a ver Antigua. Ahora lo sé. —El anciano apretó con más fuerza el brazo de Sam—. Pronto me reuniré con mis hermanos. A unos me unieron los votos; a otros, la sangre, pero todos eran mis hermanos. Y mi padre... Nunca pensó que el trono sería para él, pero así fue. Decía que era su castigo por el golpe que mató a su hermano. Rezo por que encontrara en la muerte la paz que nunca tuvo en vida. Los septones cantan las virtudes del dulce tránsito, hablan de dejar atrás las cargas y viajar a una tierra más agradable donde reiremos y amaremos hasta el fin de los tiempos, en un banquete inacabable... Pero ¿qué pasa si tras la puerta de la muerte no hay una tierra de luz y miel, sino sólo frío, oscuridad y dolor?
«Tiene miedo», comprendió Sam.
—No os estáis muriendo. Estáis enfermo, nada más. Ya se os pasará.
—Esta vez no, Sam. He tenido un sueño... En lo más profundo de la noche nos hacemos las preguntas que no nos atrevemos a formular a la luz del día. A mí, en estos últimos años, sólo me ha quedado una pregunta. ¿Por qué los dioses me quitaron los ojos y las fuerzas, y me condenaron a quedarme aquí tanto tiempo, helado, abandonado? ¿De qué utilidad les podría ser un viejo acabado como yo? —A Aemon le temblaban los dedos, ramitas frágiles bajo una piel llena de manchas—. Recuerdo, Sam. Todavía recuerdo.
Lo que decía no tenía sentido.
—¿Qué recordáis?
—A los dragones —susurró Aemon—. Sí, fueron la desgracia y la gloria de mi Casa.
—El último dragón murió antes de que nacierais —señaló Sam—. ¿Cómo los vais a recordar?
—Los veo en sueños, Sam. Veo una estrella roja que desangra el cielo. Aún recuerdo el rojo. Veo su sombra en la nieve, oigo el restallido de sus alas de cuero, siento su aliento ardiente. Mis hermanos también soñaban con dragones, y esos sueños los mataron a todos. Caminamos por la cuerda floja sobre profecías apenas recordadas, Sam, sobre maravillas y espantos que nadie puede aspirar a comprender... O...
—¿O qué? —inquirió Sam.
—O no. —Aemon dejó escapar una risita—. O soy un anciano febril y moribundo. —Cerró los ojos, cansado, pero hizo un esfuerzo por abrirlos otra vez—. No debería haberme ido del Muro. Lord Nieve no tenía manera de saberlo, pero yo sí. El fuego consume; el frío conserva. El Muro... Pero ahora es demasiado tarde para volver. El Desconocido aguarda al otro lado de mi puerta, y no se irá sin mí. Me has servido con lealtad, mayordomo. Hazme un último favor: ten valor. Baja a los barcos, Sam. Averigua todo lo que puedas de esos dragones.
Sam se liberó de la mano del anciano.
—De acuerdo. Haré lo que me pedís. Sólo... —No supo qué añadir. «No me puedo negar. —De paso, podía ir a buscar a Dareon por los muelles y atracaderos del puerto del Trapero—. Primero buscaré a Dareon y luego iremos juntos a los barcos. Y cuando volvamos, traeremos comida, vino y leña. Encenderemos el fuego y comeremos bien, algo caliente.»
—De acuerdo. —Se levantó—. Entonces, me voy. Me voy, sí. Elí se queda. Elí, cuando salga, atranca la puerta. —«El Desconocido aguarda al otro lado de mi puerta.»
Elí asintió con el bebé contra el pecho y los ojos llenos de lágrimas.
«Va a llorar otra vez», advirtió Sam. Era más de lo que podía soportar. Su cinto colgaba de un clavo de la pared, junto con el viejo cuerno agrietado que le había regalado Jon. Lo descolgó, se lo abrochó, se cubrió los hombros rechonchos con la capa de lana negra, salió por la puerta y bajó por los peldaños de madera, que crujieron bajo su peso. La posada tenía dos puertas; una daba a una calle, y la otra, a un canal. Sam salió por la primera para evitar la sala común, donde sin duda, el posadero le dedicaría la mirada agria que reservaba para los huéspedes que abusaban de su hospitalidad.
El aire era gélido, pero no había tanta niebla como otras noches. Menos mal; algo por lo que dar las gracias. A veces, las neblinas cubrían el suelo con un manto tan espeso que ni siquiera se podía ver los pies. En cierta ocasión había estado a un paso de caerse a un canal.
De niño, Sam había leído la historia de Braavos y había soñado con visitar la ciudad. Quería ver al Titán que se alzaba adusto y temible en el mar, navegar por los canales en una barca serpiente, pasar junto a los palacios y los templos, contemplar la danza del agua de los jaques con sus espadas centelleantes a la luz de las estrellas. Pero tras llegar allí, lo único que quería era marcharse a Antigua.
Con la capucha casi ocultándole los ojos y la capa ondeando, caminó por los adoquines en dirección al puerto del Trapero. El cinto amenazaba con caérsele hasta los tobillos, de manera que tenía que ir colocándoselo a cada paso. Elegía las calles más estrechas y oscuras, donde era menos probable que se tropezara con nadie, pero cada gato callejero que se cruzaba hacía que el corazón le diera un vuelco... Y Braavos estaba lleno de gatos.
«Tengo que encontrar a Dareon —pensó—. Es un hombre de la Guardia de la Noche, es mi Hermano Juramentado, juntos decidiremos qué hacer. —El maestre Aemon no tenía fuerzas, y Elí se habría perdido en aquella ciudad aunque no estuviera enloquecida de dolor. En cambio, Dareon...—. No debo pensar mal de él. Tal vez esté herido y por eso no ha vuelto. Puede que esté muerto, tendido en cualquier callejón en un charco de sangre, o flotando boca abajo en cualquiera de los canales.» Por la noche, los jaques recorrían la ciudad con su ropa jaspeada, deseosos de demostrar lo hábiles que eran con las finas espadas que usaban. Los había que peleaban por cualquier motivo; otros no necesitaban motivo alguno, y Dareon tenía la lengua muy suelta y un genio vivo, sobre todo cuando había bebido. «Que alguien cante canciones de batallas no significa que sepa luchar en ellas.»
Las mejores cervecerías, tabernas y burdeles de la ciudad estaban cerca del puerto Púrpura o del estanque de la Luna, pero Dareon prefería el puerto del Trapero, donde era más probable que los clientes hablaran la lengua común. Empezó a buscar en las tabernas: La Anguila Verde, El Barquero Negro y Casa Moroggo, lugares donde Dareon había tocado en otras ocasiones. En ninguna de ellas lo encontró. Ante Casa de Niebla había varias barcas serpiente amarradas, a la espera de clientes. Sam trató de preguntar a los hombres que manejaban la pértiga si habían visto a un bardo vestido de negro, pero nadie entendía su alto valyrio.
«O no quieren entenderlo.» Echó un vistazo al sucio tugurio que había bajo el segundo arco del puente de Nabbo, donde apenas cabían diez personas. Dareon no era ninguna de ellas. Probó suerte en la Taberna del Proscrito, en La Casa de las Siete Lámparas y en el burdel llamado La Gatería, donde cosechó miradas de extrañeza y ninguna ayuda.
Al salir estuvo a punto de tropezar con dos jóvenes que se encontraban bajo el farol rojo de La Gatería. Uno era moreno, y el otro, rubio. El moreno le dijo algo en braavosi.
—Lo siento —tuvo que decir Sam—. No comprendo.
Se alejó de ellos, atemorizado. En los Siete Reinos, los nobles se vestían con terciopelos, sedas y brocados de un centenar de colores, mientras que los campesinos y el pueblo llano llevaban ropa de lana sin teñir y de tela basta color marrón. En Braavos era al revés. Los jaques se exhibían como pavos reales, siempre manoseando las espadas, mientras que los poderosos vestían prendas color gris carbón y violeta oscuro, azules que eran casi negros y negros más intensos que una noche sin luna.
—Mi amigo Terro dice que estás tan gordo que le dan ganas de vomitar —dijo el jaque de pelo rubio, cuya chaqueta era de terciopelo verde por un lado y de hilo de plata por el otro—. Mi amigo Terro dice que el tintineo de tu espada le da dolor de cabeza. —Le hablaba en la lengua común. El otro, el jaque moreno que vestía brocado rojo y una capa amarilla, y que por lo visto se llamaba Terro, hizo un comentario en braavosi, y su amigo se echó a reír—. Mi amigo Terro dice que llevas ropa que no corresponde a tu nivel —dijo—. ¿Acaso te crees un gran señor para vestir de negro?
Sam habría salido corriendo de buena gana, pero en tal caso, seguro que se le enredaban las piernas con su propio cinto.
«No se te ocurra rozar la espada», se dijo. Hasta un dedo en la empuñadura sería suficiente para que uno u otro considerase que los estaba desafiando. Buscó palabras que pudieran calmarlos.
—No soy... —fue lo único que logró decir.
—No es ningún señor —intervino una voz infantil—. Está en la Guardia de la Noche, idiota. Es de Poniente. —Una niña se acercó a la luz; llevaba una carretilla llena de algas. Era una chiquilla flaca, escuálida, con botas enormes y el pelo enmarañado y sucio—. Hay otro en el Puerto Feliz; le está cantando canciones a la Esposa del Marinero —informó a los dos jaques. Se volvió hacia Sam—. Si te preguntan cuál es la mujer más bella del mundo, diles que Ruiseñor; si no, te desafiarán. ¿Quieres comprar unas almejas? He vendido todas las ostras.
—No tengo monedas —dijo Sam.
—No tiene monedas —se burló el jaque del pelo rubio. Su compañero moreno sonrió y dijo algo en braavosi—. Mi amigo Terro tiene frío. Sé un buen amigo gordo y regálale la capa.
—Ni se te ocurra —le advirtió la niña de la carretilla—; si obedeces, luego te pedirán las botas; acabarás desnudo antes de que te enteres.
—Las gatitas que aúllan demasiado alto acaban ahogadas en los canales —le advirtió el jaque rubio.
—No si tienen zarpas.
Un cuchillo apareció de repente en la mano izquierda de la niña, una hoja tan flaca como ella. El tal Terro le dijo algo a su amigo rubio, y los dos se alejaron entre comentarios y risitas.
—Gracias —le dijo Sam a la niña cuando se hubieron ido.
El cuchillo desapareció.
—Si llevas espada de noche, significa que aceptas desafíos. ¿Querías pelear con ellos?
—No. —La voz le salió tan chillona que Sam hizo un gesto de vergüenza.