—Esta noche deberíamos montar guardia, amigos —les dijo cuando reemprendieron el camino—. Los aldeanos dicen que han visto a tres hombres quebrados acechando entre las dunas, al oeste de la vieja atalaya.
—¿Sólo tres? —Ser Hyle sonrió—. Tres son pan comido para nuestra espadachina. No se atreverán con hombres armados.
—A menos que se estén muriendo de hambre —señaló el septón—. En estas marismas hay comida, pero sólo para quienes saben buscarla, y esos tres hombres son forasteros, supervivientes de alguna batalla. Si se acercan a nosotros, os ruego que me los dejéis a mí, ser.
—¿Qué vais a hacer con ellos?
—Darles comida. Pedirles que confiesen sus pecados, para que pueda perdonárselos. Invitarlos a venir con nosotros a la Isla Tranquila.
—Eso es tanto como invitarlos a que nos degüellen mientras dormimos —replicó Hyle Hunt—. Lord Randyll tiene mejores maneras de tratar con los hombres quebrados: el acero y la soga.
—¿Ser? ¿Mi señora? —intervino Podrick—. ¿Un hombre quebrado es un bandido?
—Más o menos —respondió Brienne.
El septón Meribald no estaba de acuerdo.
—Más menos que más. Hay muchos tipos de bandidos, igual que hay muchos tipos de pájaros. Tanto el andarríos como el pigargo tienen alas, pero no son lo mismo. A los bardos les gustan las canciones de hombres buenos que se ven forzados a saltarse la ley para combatir a un señor malvado, pero la mayoría de los bandidos se parecen más a ese Perro rabioso que al señor del relámpago. Son hombres malvados, instigados por la codicia, amargados por la vida taimada; desprecian a los dioses y sólo se preocupan por sí mismos. Los hombres quebrados pueden ser igual de peligrosos, pero también son dignos de compasión. Casi todos son gente sencilla, hombres del pueblo que nunca habían estado a más de media legua de la casa en la que nacieron hasta que un día, un señor cualquiera se los llevó a la guerra. Mal vestidos y mal calzados, marchan tras sus estandartes, a veces sin más armas que una guadaña o una hoz, o una maza que se han hecho ellos mismos atando una piedra a un palo con tiras de cuero. Los hermanos marchan con los hermanos; los hijos, con los padres; los amigos, con los amigos. Han oído las canciones y las anécdotas, así que caminan con el corazón anhelante, soñando con las maravillas que verán, con las riquezas y la gloria que conseguirán. La guerra les parece una gran aventura, la mayor que vivirá la mayoría de ellos.
»Luego prueban el combate.
»Algunos se quiebran nada más probarlo. Otros aguantan años, hasta que pierden la cuenta de las batallas en que han intervenido, pero alguien que sobrevive a cien combates puede quebrarse en el ciento uno. Los hermanos ven morir a sus hermanos, los padres pierden a sus hijos, los amigos ven a sus amigos tratar de volver a meterse las tripas después de que los haya rajado un hacha.
»Ven caer al señor que los llevó allí y, de repente, otro señor les grita que ahora lo sirven a él. Reciben una herida y, cuando todavía la tienen a medio curar, reciben otra. Nunca tienen comida suficiente; el calzado se les cae a pedazos de tanto caminar; la ropa se les desgarra y se les pudre, y la mitad se caga en los calzones porque ha bebido agua que no era potable.
»Si quieren unas botas nuevas, una capa más caliente o, tal vez, un yelmo de hierro oxidado, tienen que quitárselo a un cadáver; no tardan en robar también a los vivos, a los aldeanos en cuyas tierras luchan, a hombres como los que eran antes ellos mismos. Les matan las ovejas y les roban las gallinas, y de ahí a llevarse también a sus hijas sólo hay un paso. Y un día miran a su alrededor y se dan cuenta de que todos sus parientes y amigos han desaparecido, de que luchan al lado de desconocidos y bajo un estandarte que ni siquiera identifican. No saben dónde están ni cómo volver a su hogar; el señor por el que luchan no sabe cómo se llaman, pero ahí está siempre, gritándoles que formen una línea con sus lanzas, sus hoces, sus guadañas, para defender la posición. Y los caballeros caen sobre ellos, hombres sin rostro envueltos en acero, y el retumbar de su ataque parece llenar el mundo...
»Y el hombre se quiebra.
»Da media vuelta y huye, o se arrastra entre los cadáveres de los caídos, o se escabulle en plena noche y busca un lugar donde esconderse. A esas alturas, los hombres quebrados ya ni piensan en volver a casa. Los reyes, los señores y los dioses les importan menos que un trozo de carne medio podrida que les permita vivir un día más, o un pellejo de vino agrio con el que ahogar sus miedos unas horas. Viven de día en día, de comida en comida; son más animales que humanos. Lady Brienne no se equivoca: en estos tiempos que corren, los viajeros deben cuidarse de los hombres quebrados, y temerlos... Pero también deberían compadecerlos.
Cuando Meribald terminó, un silencio denso se hizo en el pequeño grupo. Brienne escuchó el sonido del viento entre un grupo de sauces, y más allá, el canto lejano de una gavia. Oyó también el jadeo del perro, que caminaba, con la lengua colgando, con el septón y su asno. El silencio se prolongó largo rato; fue ella quien lo rompió.
—¿Cuántos años teníais cuando os llevaron a la guerra?
—Pues sería de la edad de vuestro chico, más o menos —respondió Meribald—. Sí, demasiado joven, pero todos mis hermanos partían; no quise quedarme atrás. Willam me dijo que podía ser su escudero, y eso que no era caballero, sólo un pinche armado con un cuchillo de cocina que había robado en la taberna. Murió en los Peldaños de Piedra sin llegar a asestar un golpe. Se lo llevó la fiebre, igual que a mi hermano Robin. A Owen lo mató un golpe de maza que le abrió la cabeza, y a su amigo Jon
Viruelas
lo ahorcaron por violación.
—¿La guerra de los Reyes Nuevepeniques? —preguntó Hyle Hunt.
—Así la llamaban, aunque no vi ningún rey, ni gané un penique. Pero era una guerra. Era una guerra.
Sam estaba junto a la ventana, meciéndose nervioso mientras contemplaba como se ocultaba el sol tras una hilera de tejados acabados en punta.
«Seguro que se ha emborrachado otra vez —pensó, sombrío—. O si no, es que ha conocido a otra chica. —No sabía si soltar maldiciones o echarse a llorar. Se suponía que Dareon era su hermano—. A la hora de cantar, nadie lo hace mejor. Pero como se trate de otra cosa...»
La niebla del ocaso empezaba a cubrir la ciudad; las lenguas grisáceas ascendían ya por las paredes de los edificios que bordeaban el antiguo canal.
—Prometió que volvería —dijo Sam—. Tú estabas delante.
Elí alzó los ojos enrojecidos e hinchados. El pelo le colgaba ante el rostro, enmarañado y sucio. Parecía un animal acosado que lo mirase desde detrás de un arbusto. Hacía muchos días que no tenían fuego, pero a la chica salvaje le gustaba acurrucarse al lado de la chimenea, como si las cenizas frías aún emitieran algo de calor.
—No le gusta estar aquí con nosotros —dijo en susurros para no despertar al bebé—. Aquí hay tristeza. Le gustan los sitios donde hay vino y sonrisas.
«Sí —pensó Sam—, y vino hay por todas partes menos aquí. —Braavos estaba plagado de tabernas, cervecerías y burdeles—. ¿Quién puede culpar a Dareon por elegir un buen fuego y una copa de vino especiado en vez de una rebanada de pan duro y la compañía de una mujer que llora, un gordo cobarde y un anciano enfermo? Yo, yo lo culpo. Dijo que volvería antes del crepúsculo; dijo que nos traerían vino y comida.»
Miró por la ventana una vez más, esperando contra toda esperanza ver regresar al bardo con pasos apresurados. La oscuridad envolvía la ciudad secreta, reptaba por los callejones y descendía por los canales. Las buenas gentes de Braavos no tardarían en cerrar los postigos y atrancar las puertas. La noche era para los jaques y las cortesanas.
«Los nuevos amigos de Dareon», pensó Sam con amargura. Últimamente, el bardo no hacía más que hablar de ellos. Estaba tratando de escribir una canción sobre una cortesana, una mujer llamada Sombra de Luna que lo había escuchado cantar junto al estanque de la Luna y lo había recompensado con un beso.
—Tendrías que haberle pedido plata —le había dicho Sam—. Lo que necesitamos son monedas, no besos.
Pero el bardo se limitó a sonreír.
—Hay besos que valen más que el oro, Mortífero.
Aquello también lo enfurecía. El cometido de Dareon no era escribir canciones que hablaran de cortesanas; su misión era cantar las maravillas del Muro y el valor de la Guardia de la Noche. Jon había albergado la esperanza de que sus canciones persuadieran a algunos jóvenes para que vistieran el negro. Pero sólo cantaba canciones de besos dorados, cabellos de plata y labios rojos, rojos, rojos. Nadie había vestido nunca el negro por unos labios rojos, rojos, rojos.
Y a veces, cuando tocaba, despertaba al bebé. El niño empezaba a berrear; Dareon le gritaba que se callara; Elí se echaba a llorar, y el bardo salía por la puerta y tardaba días en volver.
—Es que tanto lloriqueo me da ganas de abofetearla —se quejaba—. ¡Si casi no se puede dormir con sus sollozos!
«Tú también llorarías si tuvieras un hijo y lo hubieras perdido», estuvo a punto de decirle Sam. No podía culpar a Elí por sentir tanto dolor. A quien culpaba era a Jon Nieve; se preguntaba cuándo se le había vuelto de piedra el corazón. En cierta ocasión, mientras Elí estaba en el canal recogiendo agua para todos, le había hecho esa misma pregunta al maestre Aemon.
—Cuando conseguiste que lo nombraran Lord Comandante —respondió el anciano.
Incluso en aquellas circunstancias, cuando se estaban pudriendo en una habitación gélida, una parte de Sam se negaba a creer que Jon hubiera hecho lo que pensaba el maestre Aemon.
«Pero debe de ser verdad. Si no, ¿por qué llora tanto Elí?» Sólo tenía que preguntarle de quién era el bebe al que daba el pecho, pero no conseguía reunir valor. Le daba miedo la respuesta. «Sigo siendo un cobarde, Jon.» Fuera adonde fuera en aquel ancho mundo, sus miedos lo acompañaban.
Un sonido grave retumbó entre los tejados de Braavos como el ruido de un trueno lejano: el Titán, que anunciaba la puesta de sol desde el otro lado de la albufera. El sonido bastó para despertar al bebé, y su aullido repentino despertó a su vez al maestre Aemon. Elí se dispuso a darle el pecho al niño; el anciano abrió los ojos y se removió con debilidad en el camastro.
—¿Egg? Está muy oscuro. ¿Por qué está todo tan oscuro?
«Porque estáis ciego.» A Aemon se le iba la cabeza cada vez con más frecuencia desde que habían llegado a Braavos. Algunos días no parecía saber ni quién era; otras veces se perdía mientras estaba diciendo algo y terminaba farfullando sobre su padre o su hermano. «Tiene ciento dos años», se recordó Sam; pero en el Castillo Negro era igual de viejo y allí no se le iba nunca la cabeza.
—Soy yo —le tuvo que decir—. Samwell Tarly. Vuestro mayordomo.
—Sam. —El maestre Aemon se humedeció los labios y parpadeó—. Sí. Y estamos en Braavos. Perdóname, Sam. ¿Ha amanecido ya?
—No. —Sam le tocó la frente al anciano. Tenía la piel fría de sudor, pegajosa; cada inhalación era un ligero jadeo—. Es de noche, maestre. Habéis estado durmiendo.
—Demasiado tiempo. Aquí hace frío.
—No tenemos leña —le explicó Sam—, y el posadero no nos da más porque no tenemos monedas.
Era la cuarta o la quinta vez que mantenían la misma conversación.
«Tendría que haber gastado nuestro dinero en leña —se reprochaba Sam en cada ocasión—. Debería haber tenido suficiente sentido común para mantenerlo caliente.»
Pero había despilfarrado la plata que les quedaba en un sanador de la Casa de las Manos Rojas, un hombre alto que vestía una túnica bordada con líneas rojas y blancas. Lo único que consiguió a cambio fue media frasca de vino del sueño.
—Esto aliviará su agonía —le había dicho el braavosi en un tono no exento de bondad. Sam le preguntó si no podía hacer nada más, y el hombre negó con la cabeza—. Tengo ungüentos, pócimas, infusiones, tinturas, venenos y cataplasmas. Podría sangrarlo, purgarlo, ponerle sanguijuelas... Pero ¿para qué? No hay sanguijuela capaz de rejuvenecerlo. Es un anciano; tiene la muerte en los pulmones. Dale esto y que duerma.
Y eso había hecho, toda la noche y todo el día, pero en aquel momento, el anciano trataba de incorporarse.
—Tenemos que bajar a los barcos.
«Otra vez los barcos.»
—Estáis demasiado débil para salir —tuvo que decirle.
Durante el viaje, el maestre Aemon se había resfriado, y el frío se le había asentado en el pecho. Cuando llegaron a Braavos estaba tan débil que tuvieron que llevarlo a la orilla en brazos. Entonces aún tenían una bolsa de plata bien llena, así que Dareon pidió la cama más grande de la posada. En la que les dieron habrían podido dormir ocho personas, de modo que el posadero les cobró como si fueran otros tantos.
—Por la mañana iremos a los muelles —prometió Sam—. Buscaremos un barco que vaya a zarpar hacia Antigua.
El puerto de Braavos tenía mucho movimiento incluso en otoño. Cuando Aemon estuviera suficientemente fuerte para viajar, no les sería difícil encontrar un barco adecuado que los llevara a su destino. Pagar por los pasajes, en cambio, sí sería un problema. Tal vez tuvieran suerte y encontraran algún barco de los Siete Reinos.
«A lo mejor algún mercader de Antigua que tenga un pariente en la Guardia de la Noche. Tiene que quedar alguien que honre a los hombres que patrullan el Muro.»
—Antigua —jadeó el maestre Aemon—. Sí. He soñado con Antigua, Sam. Era joven, mi hermano Egg estaba conmigo, iba con ese caballero grande al que servía. Bebíamos en la vieja taberna donde hacen esa sidra monstruosamente fuerte. —Trató de incorporarse otra vez, pero el esfuerzo fue excesivo, y volvió a tumbarse—. Los barcos —repitió—. Aquí encontraremos la respuesta. Los dragones. Necesito saber.
«No —pensó Sam—, lo que necesitáis es comida y calor: la barriga llena y un buen fuego en la chimenea.»
—¿Tenéis hambre, maestre? Nos queda un poco de pan y un trozo de queso.
—Ahora no, Sam. Más tarde, cuando recupere las fuerzas.
—¿Cómo vais a recuperar las fuerzas si no coméis?
Ninguno de ellos había comido gran cosa durante la travesía, después de alejarse de Skagos. Los vendavales del otoño los habían perseguido por todo el mar Angosto. A veces, los vientos soplaban del sur con truenos, relámpagos y lluvias densas que caían durante días. A veces soplaban del norte, gélidos, atroces, que cortaban la piel. En una ocasión hizo tanto frío que, al despertar, Sam vio que el barco entero estaba cubierto de hielo, blanco y brillante como una perla. El capitán había bajado el mástil y lo había atado a la cubierta para terminar la travesía sólo a golpe de remos. Cuando divisaron al Titán, ya nadie era capaz de retener nada en el estómago.