Festín de cuervos (74 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
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—¿Enviasteis hombres tras ellos?

Bocasucia frunció el ceño como si la sola idea le resultara dolorosa.

—No, mi señor. Mierda, claro que no.

—Cuando un perro está rabioso hay que rebanarle el cuello.

—Bueno... —El hombre se frotó la boca—. Polly no me caía bien, mierda, y el Perro, pues era el hermano del ser, así que...

—Somos duros, mi señor —intervino el que llevaba las monedas—, pero hay que estar loco para enfrentarse al Perro.

Jaime se quedó mirándolo.

«Es más valiente que los demás y no está tan borracho como Bocasucia.»

—Tuvisteis miedo de él.

—Yo no diría miedo, mi señor. Se lo dejábamos a hombres que nos aventajaran. A alguien como el ser. O como vos.

«Como yo cuando aún tenía dos manos.» Jaime no se hacía ilusiones: en aquellos momentos, Sandor acabaría con él sin siquiera sudar.

—¿Cómo te llamas?

—Rafford, si os parece bien. Me suelen llamar Raff.

—Raff, reúne a la guarnición de la Sala de las Cien Chimeneas. También a los prisioneros. Quiero verlos. Y a las putas de la encrucijada. Ah, y a Hoat. Me quedé consternado al enterarme de su muerte. Quiero ver su cabeza.

Cuando se la llevaron, advirtió que le habían cortado los labios, las orejas y buena parte de la nariz. Los cuervos le habían devorado los ojos. De todos modos, aún resultaba reconocible: era la Cabra. Jaime habría identificado aquella barba en cualquier lugar; era un mechón absurdo de tres palmos de largo que colgaba de una barbilla puntiaguda. Por lo demás, al cráneo del qohoriense apenas le quedaban unas tiras de pellejo.

—¿Dónde está el resto? —preguntó.

Nadie quiso decírselo. Por último, Bocasucia bajó la vista.

—Podrido, ser. Y comido.

—Había un prisionero que no hacía más que suplicar comida —reconoció Rafford—, así que el ser dijo que le diéramos cabra asada. Lo malo es que al qohoriense no le quedaba mucha carne. El ser le había cortado las manos y los pies, y luego, los brazos y las piernas.

—El maricón gordo se comió la mayor parte —aportó Bocasucia—, pero el ser se encargó de que la probaran todos los prisioneros. Y la Cabra también, a sí mismo. El muy gilipollas no paraba de babear mientras le dábamos de comer; la grasa le corría por la barba.

«Padre, tus dos perros se han vuelto locos», pensó Jaime. Recordó las historias que le habían contado de niño en Roca Casterly sobre Lady Lothston, que había enloquecido, se bañaba en sangre y organizaba banquetes de carne humana entre aquellos mismos muros.

La venganza había perdido todo su sabor.

—Tira esto al lago. —Jaime le lanzó a Peck la cabeza de Hoat y se volvió hacia la guarnición—. Ser Bonifer Hasty se hará cargo de Harrenhal en nombre de la corona hasta que llegue Lord Petyr. Aquellos que lo deseéis podéis uniros a él, si os acepta. Los demás cabalgaréis conmigo hacia Aguasdulces.

Los hombres de la Montaña intercambiaron miradas.

—Están en deuda con nosotros —dijo uno—. El ser nos lo prometió. Una copiosa recompensa, nos dijo.

—Con esas palabras —corroboró Bocasucia—. «Una copiosa recompensa para los que cabalguen conmigo».

Una docena de hombres se unió a las protestas.

Ser Bonifer alzó una mano enguantada.

—Todo el que se quede conmigo recibirá ochenta fanegas de tierra para trabajarlas, otro tanto cuando se case y otras ochenta cuando nazca su primer hijo.

—¿Tierra, ser? —Bocasucia escupió—. Me cago en la tierra. Para arar como imbéciles nos habríamos quedado en casa, con vuestro perdón, ser. El ser dijo «una copiosa recompensa». O sea, oro.

—Si tenéis alguna queja, id a Desembarco del Rey y presentádsela a mi querida hermana. —Jaime se volvió hacia Rafford—. Ahora quiero ver a los prisioneros, empezando por Ser Wylis Manderly.

—¿El gordo? —preguntó Rafford.

—Espero sinceramente que sí. Y no me relatéis la triste historia de cómo murió, o puede que os suceda a todos lo mismo.

Si había albergado alguna esperanza de encontrar a Shagwell, a Pyg o a Zollo pudriéndose en las mazmorras, se llevó una gran decepción. Por lo visto, toda la Compañía Audaz había abandonado a Vargo Hoat. De la servidumbre de Lady Whent sólo quedaban tres personas: el cocinero que le había abierto la poterna a Ser Gregor, un herrero encorvado llamado Ben
Pulgarnegro
y una muchacha llamada Pia, que ya no era tan hermosa como cuando Jaime la había visto por última vez. Le habían roto la nariz y le habían saltado la mitad de los dientes. Al ver a Jaime, la chica cayó a sus pies entre sollozos y se le aferró a la pierna con fuerza histérica, hasta que el Jabalí consiguió arrancarla.

—Nadie te va a hacer daño —le dijo, pero sólo consiguió que sollozara con más fuerza.

Los otros prisioneros habían recibido mejor trato. Ser Wylis Manderly estaba entre ellos, junto con otros norteños de noble cuna que había hecho cautivos la Montaña que Cabalga en las batallas de la orilla del Tridente. Eran rehenes útiles; cada uno valía un buen rescate. Estaban sucios y andrajosos, y algunos tenían golpes recientes o dientes rotos, o les faltaban dedos, pero les habían lavado y vendado las heridas, y ninguno había pasado hambre. Jaime se preguntó si tendrían alguna sospecha de lo que habían estado comiendo, pero optó por no preguntar.

A ninguno le quedaban ganas de mostrarse desafiante, y a Ser Wylis menos que a nadie. Era un tonel de sebo con barba, ojos estúpidos, y papada cetrina y temblorosa. Cuando Jaime le dijo que lo escoltarían hasta Poza de la Doncella y allí tomaría un barco hacia Puerto Blanco, se derrumbó en un charco y sollozó más aún que Pía. Hicieron falta cuatro hombres para ponerlo en pie.

«Demasiada cabra asada —reflexionó Jaime—. Dioses, cómo odio este puto castillo.» Harrenhal había presenciado más horrores en trescientos años que Roca Casterly en tres mil.

Jaime ordenó que se encendieran fuegos en la Sala de las Cien Chimeneas y mandó al cocinero a sus cocinas para que les preparase una comida caliente a los hombres de su columna.

—Cualquier cosa menos cabra.

Él cenó en la Sala del Cazador con Ser Bonifer Hasty, un hombre flaco y solemne, propenso a salpicar sus frases con alusiones a los Siete.

—No quiero a ningún seguidor de Ser Gregor —declaró mientras cortaba una pera tan seca como él, de tal forma que parecía procurar a toda costa que ni una gota de su zumo inexistente le salpicara el inmaculado jubón violeta bordado con las dos bandas estrechas y la central más ancha, todas blancas, de su Casa—. No tendré a mi servicio a semejantes pecadores.

—Mi septón decía que todos los hombres son pecadores.

—No se equivocaba —reconoció Ser Bonifer—, pero hay pecados más negros que otros, más hediondos a la nariz de los Siete.

«Y vos tenéis tan poca nariz como mi hermano pequeño; de lo contrario, mis pecados os harían vomitar esa pera.»

—Muy bien. Os quitaré de encima a la pandilla de Gregor.

Siempre le serían útiles unos cuantos soldados más. Aunque no fuera para otra cosa, podía enviarlos los primeros por las escalerillas si había que tomar Aguasdulces por asalto.

—Llevaos también a la ramera —le pidió Ser Bonifer—. Ya sabéis cuál. La chica de las mazmorras.

—Pia. —La última vez que había estado allí, Qyburn le había enviado a la chica a su cama, pensando que eso le agradaría. Pero la Pia que sacaron de las mazmorras era muy diferente de la muchachita dulce, simple y risueña que se había metido bajo sus mantas. Había cometido el error de hablar cuando Ser Gregor quería silencio, así que la Montaña le destrozó los dientes con el puño enfundado en un guantelete, y también le rompió la linda naricilla. Sin duda le habría hecho algo mucho peor si Cersei no lo hubiera llamado a Desembarco del Rey para que se enfrentara a la lanza de la Víbora Roja. Jaime no pensaba guardar luto por él—. Pia nació en este castillo —le dijo a Ser Bonifer—. No conoce otro hogar.

—Es una fuente de corrupción —replicó Ser Bonifer—. No la quiero cerca de mis hombres, exhibiendo sus... partes.

—No creo que se exhiba ya mucho —respondió—, pero si tanto os molesta, me la llevaré. —Siempre podía trabajar para él como lavandera. A sus escuderos no les importaba plantarle la carpa, cuidar de su caballo ni limpiarle la armadura, pero la tarea de ocuparse de su ropa les parecía muy poco viril—. ¿Podréis defender Harrenhal sólo con vuestros Cien Santos? —preguntó Jaime.

En realidad deberían llamarse
Ochenta y Seis Santos
, ya que habían perdido a catorce en el Aguasnegras, pero no le cabía duda de que Ser Bonifer volvería a tener un centenar en cuanto encontrara reclutas suficientemente piadosos.

—No creo que haya dificultades. La Vieja iluminará nuestro camino, y el Guerrero dará fuerza a nuestros brazos.

«O el Desconocido vendrá a buscaros a todos muy santamente.» Jaime no tenía manera de saber quién había convencido a su hermana para que nombrara a Ser Bonifer castellano de Harrenhal, pero aquello le olía a Orton Merryweather. Le parecía recordar que Hasty había servido al bisabuelo de Merryweather, y el justicia mayor pelirrojo era de la clase de tontos que supondrían que alguien al que llamaban el Bueno sería la pócima que necesitaban las tierras de los ríos para curar las heridas que habían dejado Roose Bolton, Vargo Hoat y Gregor Clegane.

«Pero puede que no se equivoque.» Hasty procedía de las tierras de la tormenta, así que no tenía amigos ni enemigos en el Tridente: ninguna disputa sangrienta, ninguna deuda pendiente, ningún deber para con nadie. Era sobrio, justo y obediente; sus Ochenta y Seis Santos eran soldados disciplinados, y era hermoso verlos desfilar en sus altos capones grises. La reputación de sus hombres era tan inmaculada que Meñique bromeaba diciendo que Ser Bonifer debía de haber castrado también a los jinetes.

Pese a todo, Jaime albergaba dudas hacia cualquier grupo de soldados más conocido por la belleza de sus caballos que por los enemigos a los que había matado.

«Me imagino que rezarán bien, pero ¿sabrán pelear?» Que él supiera, no se habían deshonrado en el Aguasnegras, pero tampoco se habían distinguido. El propio Ser Bonifer había sido de joven un caballero prometedor, pero algo le había sucedido, una derrota, una deshonra, un escarceo con la muerte, y después había decidido que las justas eran una vanidad huera y había dejado la lanza definitivamente.

«Pero alguien tiene que defender Harrenhal, y aquí el amigo Baelor
Culosanto
es el elegido de Cersei.»

—Este castillo tiene mala fama —le advirtió—, y no es inmerecida. Se dice que Harren y sus hijos todavía recorren sus habitaciones por las noches, y que cualquiera que los vea estalla en llamas.

—No me dan miedo las sombras, ser. Está escrito en
La estrella de siete puntas
: los espíritus y los espectros no tienen ningún poder contra el hombre piadoso que lleve la Fe como armadura.

—Pues poneos una armadura de fe, pero reforzadla con una buena cota de malla. Todo el que ha estado al mando en este castillo ha terminado mal. La Montaña, la Cabra... Hasta mi padre.

—Si no os importa que os lo diga, no eran hombres piadosos como nosotros. El Guerrero nos defiende, y siempre habrá ayuda cerca por si algún enemigo nos amenazara. El maestre Gulian se va a quedar con sus cuervos; Lord Lancel se encuentra en Darry con su guarnición, y Lord Randyll defiende Poza de la Doncella. Entre los tres podremos dar caza a los bandidos que ronden por aquí y aniquilarlos. Cuando lo logremos, los Siete guiarán a los campesinos bondadosos de regreso a sus aldeas, para que las reconstruyan y vuelvan a sembrar.

«Al menos a los que no mató la Cabra.» Jaime colocó los dedos dorados en torno al pie de la copa de vino.

—Si cae en vuestras manos algún miembro de la Compañía Audaz de Hoat, avisadme de inmediato.

El Desconocido se había llevado a la Cabra antes de que Jaime pudiera dar con él, pero aún quedaba Zollo, y también Shagwell, Rorge, Urswyck
el Fiel
y los demás.

—¿Para que podáis torturarlos y matarlos?

—¿Qué haríais vos en mi lugar? ¿Perdonarlos?

—Si se arrepintieran sinceramente de sus pecados... Sí, los abrazaría a todos como hermanos y rezaría con ellos antes de mandarlos al patíbulo. Los pecados se pueden perdonar; los crímenes hay que castigarlos. —Hasty juntó las yemas de los dedos ante sí, en un gesto que incomodó a Jaime; le recordaba demasiado a su padre—. ¿Qué queréis que hagamos si damos con Sandor Clegane?

«Rezar —pensó Jaime— y correr.»

—Mandadlo con su amado hermano y dad gracias a los dioses por haber creado siete infiernos. Con uno no bastaría para retener a los dos Clegane. —Se puso en pie con torpeza—. Beric Dondarrion es otra cuestión. Si lo capturáis, esperad a mi regreso. Quiero llevarlo a Desembarco del Rey con una soga al cuello, y que Ser Ilyn le corte la cabeza donde medio reino lo pueda ver.

—¿Y ese sacerdote myriense que cabalga con él? Se dice que va divulgando la fe falsa que profesa.

—Matadlo, besadlo o rezad con él, como queráis.

—No tengo el menor deseo de besarlo, mi señor.

—Seguro que él siente lo mismo por vos. —La sonrisa de Jaime se transformó en un bostezo—. Disculpadme, pero si no tenéis objeción, os dejo.

—Por supuesto, mi señor —respondió Hasty. Sin duda tenía ganas de rezar.

Jaime tenía ganas de luchar. Bajó los escalones de dos en dos para salir adonde el aire de la noche era fresco y vigorizante. Jabalí y Ser Flement Brax se estaban enfrentando en el patio, a la luz de las antorchas, rodeados de soldados que los jaleaban.

«Vencerá Ser Lyle —supo—. Tengo que encontrar a Ser Ilyn.» Volvían a picarle los dedos. Se alejó del ruido y de la luz, pasó bajo el puente cubierto y atravesó el patio de la Piedra Líquida antes de darse cuenta de adonde lo guiaban sus pasos.

Al acercarse al foso del oso vio la luz blanquecina y fría de un farol, que se derramaba por las gradas de piedra.

«Parece que se me han adelantado.» El foso sería un buen lugar para bailar, y tal vez Ser Ilyn hubiera pensado lo mismo.

Pero el caballero que había ante el foso era más corpulento, tenía barba y vestía un jubón rojo y blanco adornado con grifos.

«Connington. ¿Qué hace aquí?» Abajo, el cadáver del oso yacía aún en la arena, aunque ya sólo quedaban los huesos y la piel enmarañada y medio enterrada. Jaime sintió una punzada de compasión por el animal. «Al menos murió luchando.»

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