—Por eso te envío a ti. Puede que también se te coman, mi valeroso hermano, pero confío en que les proporciones una buena indigestión. —Cersei se alisó el vestido—. Quiero que, durante tu ausencia, Ser Osmund esté al mando de la Guardia Real.
«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»
—No te corresponde a ti elegir. Si tengo que marcharme, Ser Loras tomará el mando en mi lugar.
—¿Estás de broma? Ya sabes qué opino de Ser Loras.
—Si no hubieras enviado a Balon Swann a Dorne...
—Lo necesito allí. Los dornienses no son de confianza. Esa serpiente roja fue el campeón de Tyrion, ¿lo has olvidado? No estoy dispuesta a dejar a mi hija en sus manos. Y no quiero a Loras Tyrell al mando de la Guardia Real.
—Ser Loras es tres veces más hombre que Ser Osmund.
—Tu concepto de hombría ha cambiado bastante, hermano.
Jaime sentía la rabia crecer en su interior.
—Cierto, Loras no te mira las tetas como Osmund, pero no me parece...
—A ver qué te parece esto. —Cersei lo abofeteó.
Jaime no hizo ademán de detener el golpe.
—Por lo visto me va a hacer falta una barba más espesa para amortiguar las caricias de mi reina.
Habría querido arrancarle la túnica y transformar sus golpes en besos. Ya lo había hecho otras veces, antes, cuando tenía dos manos.
Los ojos de la Reina eran de hielo verde.
—Más vale que te marches, ser.
«... Lancel, Osmund Kettleblack y el Chico Luna...»
—¿Estás sordo además de tullido? Tienes la puerta detrás.
—Como ordenes. —Jaime dio media vuelta y salió de la estancia.
En algún lugar, los dioses se debían de estar riendo. Cersei nunca había llevado bien que le negaran nada; eso ya lo sabía. Tal vez hubiera podido conmoverla con palabras más tiernas, pero en los últimos tiempos se enfadaba sólo con verla.
Una parte de él se alegraría de dejar atrás Desembarco del Rey. No le gustaban en absoluto los lameculos y los bufones que rodeaban a Cersei. Según Addam Marbrand, en el Lecho de Pulgas los llamaban el consejo pirado. Y Qyburn... Sí, le había salvado la vida, pero seguía siendo un Titiritero Sangriento.
—Qyburn apesta a secretos —alertó a Cersei. Con eso sólo consiguió que se riera.
—Todos tenemos secretos, hermano —replicó.
«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»
Cuarenta caballeros y otros tantos escuderos lo aguardaban ante los establos de la Fortaleza Roja. La mitad eran hombres de Occidente, leales a la Casa Lannister; los otros, enemigos recientes convertidos en amigos cuestionables. Ser Dermont de La Selva portaría el estandarte de Tommen; Ronnet Connington,
el Rojo
, el blanco de la Guardia Real. Un Paege, un Piper y un Peckledon compartirían el honor de servir como escuderos al Lord Comandante.
—Mantén a tus amigos a tus espaldas y a tus enemigos donde puedas verlos —le había aconsejado en cierta ocasión Sumner Crakehall. ¿O había sido su padre?
Su palafrén era un alazán rojizo; su caballo de combate, un magnífico garañón gris. Hacía muchos años que Jaime no ponía nombre a sus caballos; había visto morir a demasiados en las batallas, y si tenían nombre, resultaba más duro. Pero cuando el joven Piper empezó a llamarlos
Honor
y
Gloria
, le hizo gracia, y se quedaron con los nombres.
Gloria
llevaba arneses color carmesí Lannister; la armadura de
Honor
era del blanco de la Guardia Real. Josmyn Peckledon sujetó las riendas del palafrén para que Jaime montara. El escudero era flaco como una lanza, con las piernas y los brazos largos, el pelo gris ratón y las mejillas cubiertas con una suave pelusa. Lucía la capa carmesí de los Lannister, pero en su jubón aparecían los tres salmonetes púrpura sobre campo amarillo de su propia Casa.
—¿Queréis poneros la mano nueva, mi señor? —le preguntó.
—Ponéosla, Jaime —lo animó Ser Kennos de Kayce—. Saludad con ella al pueblo; le daréis una buena anécdota que contar a sus hijos.
—Mejor no. —Jaime no estaba dispuesto a mostrar una mentira dorada a la multitud. «Que vean el muñón. Que vean al tullido»—. Pero si queréis lo podéis compensar, Ser Kennos. Saludad con las dos manos; sacudid también los pies si os apetece. —Cogió las riendas con la mano izquierda y dio la vuelta al caballo—. Payne —llamó mientras los demás formaban—, vos cabalgaréis a mi lado.
Ser Ilyn Payne se adelantó para situarse junto a Jaime. Parecía un mendigo en una fiesta de gala. Su cota de malla era vieja y oxidada, y la llevaba encima de prendas de cuero endurecido sucias. Ni el hombre ni su montura lucían blasón alguno. Tenía el escudo tan abollado por los golpes que habría sido difícil saber de qué color estuvo pintado en un principio. Con el rostro sombrío y los ojos hundidos, Ser Ilyn podría haberse hecho pasar por la mismísima muerte... como había sucedido durante años.
«Pero ya no.» Ser Ilyn había sido la mitad del precio que exigió Jaime a cambio de tragarse la orden del niño rey como un buen Lord Comandante. La otra mitad había sido Ser Addam Marbrand.
—Los necesito —le dijo a su hermana, y Cersei prefirió no discutir.
«Lo más probable es que se alegre de librarse de ellos.» Ser Addam era amigo de la infancia de Jaime, y el silencioso verdugo fue siempre leal a su padre. Payne era capitán de la guardia de la Mano cuando le oyeron afirmar que Lord Tywin era el que gobernaba los Siete Reinos y le decía al rey Aerys lo que tenía que hacer. Aerys Targaryen dio orden de que le cortaran la lengua.
—Abrid las puertas —dijo Jaime.
—¡ABRID LAS PUERTAS! —repitió la orden el Jabalí con voz retumbante.
Cuando Mace Tyrell salió por la puerta del Lodazal, en medio del sonido de tambores y violines, había miles de personas en las calles para aclamarlo en su despedida. Los niños se unieron a la marcha y caminaron junto a los soldados de los Tyrell con la cabeza alta y las piernas marcando el paso, mientras sus hermanas les lanzaban besos desde las ventanas.
Aquel día no era así. Unas cuantas prostitutas les gritaban invitaciones al pasar, y un vendedor de empanadas pregonaba su mercancía. En la plaza de los Zapateros, dos gorriones harapientos arengaban a un centenar de ciudadanos y anunciaban la maldición que recaería sobre la cabeza de los impíos y de los adoradores de demonios. La muchedumbre se abrió para dejar paso a la columna. Tanto gorriones como zapateros les lanzaron miradas hoscas.
—Les gusta el olor de las rosas, pero no sienten afecto hacia los leones —observó Jaime—. Mi hermana haría bien en tomar nota.
Ser Ilyn no respondió.
«El compañero perfecto para un viaje largo. Voy a disfrutar mucho con su conversación.».
La mayor parte de sus fuerzas aguardaba al otro lado de las murallas de la ciudad: Ser Addam Marbrand con su avanzadilla de jinetes, Ser Steffon Swyft y el convoy de provisiones, los Cien Santos del anciano Ser Bonifer
el Bueno
, los arqueros a caballo de Sarsfield, el maestre Gulian con cuatro jaulas llenas de cuervos, y doscientos hombres a caballo bajo el mando de Ser Flement Brax. En realidad no se trataba de una gran milicia; era menos de un millar de hombres. Pero el número era lo de menos en Aguasdulces. Ya había todo un ejército de los Lannister asediando el castillo, y una fuerza aún más numerosa de los Frey; el último pájaro que habían recibido indicaba que los asediadores tenían problemas para conseguir provisiones. Brynden Tully lo había asolado todo antes de retirarse tras sus murallas.
«No es que hubiera gran cosa que asolar. —Por lo que había visto en las tierras de los ríos, apenas quedaba un campo sin quemar, una ciudad sin saquear ni una doncella sin violar—. Y ahora me envía mi querida hermana para que termine el trabajo que empezaron Amory Lorch y Gregor Clegane.» Aquello le dejaba un regusto amargo.
A tan poca distancia de Desembarco del Rey, el camino Real era tan seguro como podía ser un camino en los tiempos que corrían, pero Jaime les pidió a Marbrand y a sus jinetes que se adelantaran.
—Robb Stark me cogió desprevenido en el bosque Susurrante —reconoció Jaime—. No volverá a sucederme.
—Tenéis mi palabra. —El alivio de Marbrand al volver a verse a caballo era evidente; prefería con mucho llevar la capa gris humo de su Casa que la de lana dorada de la Guardia de la Ciudad—. Si hay algún enemigo a menos de doce leguas, lo sabréis de antemano.
Jaime había dado órdenes estrictas de que nadie se apartara de la columna sin su permiso; de lo contrario se encontraría con un montón de jóvenes señores aburridos echando carreras por los prados, espantando al ganado y pisoteando los sembrados. Aún quedaban vacas y ovejas cerca de la ciudad, manzanas en los árboles y bayas en los arbustos, además de campos de cebada, avena y trigo de invierno, y carretas y carros de bueyes en el camino. Más adelante, la situación no sería tan favorable.
Allí a caballo, al frente de un ejército y con el silencioso Ser Ilyn a su lado, Jaime estaba casi satisfecho. Sentía el calor del sol en la espalda, y el viento le acariciaba el cabello como los dedos de una mujer. Cuando Lew Piper
el Pequeño
se acercó al galope con el yelmo lleno de moras, Jaime se comió un puñado y le dijo al chico que compartiera el resto con los demás escuderos y con Ser Ilyn Payne.
Payne parecía tan cómodo con el silencio como con la armadura oxidada y las prendas de cuero. El único ruido que emitía era el de los cascos de su caballo y el tintineo de la espada en la vaina cada vez que cambiaba de postura en la silla de montar. Su rostro picado de viruelas era sombrío, y sus ojos, fríos como el hielo, pero Jaime tenía la sensación de que se alegraba de estar allí.
«Le di a elegir —se recordó—. Podría haber rechazado mi oferta y haber seguido como Justicia del Rey.»
El nombramiento de Ser Ilyn había sido un regalo de bodas de Robert Baratheon al padre de su novia, una prebenda para compensar a Payne por la lengua que había perdido al servicio de la Casa Lannister. Había sido un decapitador excelente. Nunca falló en una ejecución, y sólo en raras ocasiones tuvo que asestar un segundo golpe. Además, su silencio tenía algo que inspiraba terror. Pocas veces había habido una Justicia del Rey tan adecuado para el cargo.
Cuando Jaime decidió llevárselo, fue a buscar a Ser Ilyn a sus habitaciones, al final del paseo del Traidor. El piso superior de la torre baja semicircular estaba dividido en celdas para prisioneros que requiriesen cierto nivel de comodidad: caballeros o señores menores a la espera de que se pagara su rescate o los intercambiaran. La entrada de los calabozos comunes estaba al nivel del suelo, tras una puerta de hierro forjado y otra de madera gris astillada. En los pisos intermedios se encontraban las habitaciones del Carcelero Jefe, el Lord Confesor y la Justicia del Rey. El cometido de la Justicia era decapitar, pero por tradición también estaba al mando de los calabozos y de sus encargados.
Y Ser Ilyn Payne era la persona menos adecuada para esa tarea. No sabía leer ni escribir y no podía hablar, así que tenía que dejar todos los asuntos en manos de sus subordinados, fueran quienes fueran. Pero el reino no había tenido un Lord Confesor desde tiempos del segundo Daeron, y el último Carcelero Jefe había sido un comerciante de tejidos que le compró el cargo a Meñique durante el reinado de Robert. Sin duda había sacado buen provecho de él durante unos años, hasta que cometió el error de conspirar con otros idiotas ricos para entregarle el Trono de Hierro a Stannis. Se hacían llamar «los Astados», así que Joff ordenó que les clavaran astas en la cabeza antes de tirarlos por las murallas. De modo que le correspondió a Rennifer
Mareslargos
, el jefe de calabozos que decía a quien quisiera escucharlo que llevaba una «gota de dragón», abrirle a Jaime las puertas de los calabozos y guiarlo escaleras arriba, hasta el lugar donde había vivido Ilyn Payne durante quince años.
Las habitaciones apestaban a comida podrida, y los juncos del suelo estaban llenos de sabandijas. Jaime estuvo a punto de tropezar con una rata al entrar. El mandoble de Payne reposaba en una mesa de caballetes, junto a una piedra de afilar y un trozo de hule. El acero estaba inmaculado; el borde mostraba un brillo azul con la luz intensa, pero por el suelo había montones de ropa sucia, y las piezas de armadura esparcidas por doquier estaban rojas de óxido. Jaime perdió la cuenta de las jarras de vino rotas.
«A este hombre, lo único que le importa es matar», pensó mientras Ser Ilyn salía de un dormitorio que apestaba a orinales llenos.
—Su Alteza me envía a recuperar sus tierras de los ríos —le dijo Jaime—. Me gustaría que me acompañarais... Si no os importa dejar atrás todo esto.
La respuesta fue el silencio, junto con una mirada larga, sin parpadear. Pero justo cuando iba a dar la vuelta para salir, Payne asintió.
«Y aquí está, cabalgando conmigo. —Jaime miró a su acompañante—. Puede que aún haya esperanza para nosotros dos.»
Aquella noche acamparon al pie de la colina del castillo de los Hayford. Mientras se ponía el sol, un centenar de tiendas se alzó en la ladera y a lo largo de las orillas del arroyo que discurría junto a ella. Jaime organizó en persona a los centinelas. No esperaba que hubiera problemas tan cerca de la ciudad, pero su tío Stafford también se había creído a salvo en el Cruce de Bueyes. Era mejor no correr riesgos innecesarios.
Cuando les llegó la invitación del castillo para que subieran a cenar con el castellano de Lady Hayford, Jaime acudió acompañado de Ser Ilyn, Ser Addam Marbrand, Ser Bonifer Hasty, Ronnet
el Rojo
, el Jabalí y otra docena de caballeros y señores menores.
—En fin, tendré que ponerme la mano —le dijo a Peck antes de emprender el ascenso.
El muchacho la cogió de inmediato. La mano estaba cincelada en oro y parecía muy real: las uñas eran incrustaciones de madreperla y los dedos estaban flexionados lo justo para poder agarrar el pie de una copa.
«No puedo luchar, pero sí beber», reflexionó Jaime mientras el chico le abrochaba las cinchas al muñón.
—De hoy en adelante, todos os llamarán Manodeoro, mi señor —le aseguró el armero la primera vez que se la puso en la muñeca.
«Se equivocaba. Me llamarán Matarreyes hasta el día de mi muerte.»