Favoritos de la fortuna (59 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Yo creía que eran los cónsules quienes celebraban sus ritos —comentó Nicomedes, revelando una vez más sus conocimientos del mundo romano.

—Sólo una vez al año, como privilegio.

—Pues si los Julios son tan augustos, ¿por qué no han sido más enaltecidos durante los siglos de república?

—Dinero —replicó César.

—¡Ah, el dinero! —exclamó el rey—. ¡Horrible cosa, César! Para mi también. No tengo dinero para darte esa flota… Bitinia está en la ruina.

—Bitinia no está en la ruina y me daréis la flota. Si no, seréis aplastado como un ratón bajo la pata de un elefante.

—¡¡No tengo esa flota!!

—¿Pues qué hacéis ahí sentado perdiendo el tiempo? —le espetó César poniéndose en pie—. ¡Dejad la copa, rey Nicomedes, y poneos manos a la obra! ¡Vamos, arriba! —añadió, cogiendo al rey por el codo—. Iremos al puerto a ver qué podemos encontrar.

Furioso, Nicomedes se zafó de César.

—¿Vas a dejar de decirme lo que debo hacer?

—¡No, hasta que lo hagáis!

—¡Lo haré, lo haré!

—Ahora. Nada hay como el presente.

—Mañana.

—Mañana puede aparecer el rey Mitrídates por detrás de las montañas.

—¡Mañana no aparecerá Mitrídates! Está en Cólquida y han muerto dos tercios de su ejército.

—Explicaos —dijo César, sentándose, con expresión de interés.

—Fue con doscientos mil soldados a dar una lección a los salvajes del Cáucaso por haber asolado la Cólquida. ¡Muy propio de Mitrídates! No se le ocurrió pensar que podría ser derrotado llevando tantos soldados; pero los salvajes ni siquiera necesitaron luchar contra él. El frío en la alta montaña acabó con su ejército. Dos tercios de las tropas del Ponto han muerto de congelación —añadió Nicomedes.

—Roma no lo sabe —dijo César con el ceño fruncido—. ¿Por qué no informasteis a los cónsules?

—Porque acaba de suceder… y, además, ¡no es asunto mío decírselo a Roma!

—Mientras seáis amigo y aliado, ya lo creo que lo es. Lo último que sabíamos de Mitrídates es que se hallaba en Cimeria reorganizando sus tierras al norte del Euxino.

—Lo hizo en cuanto Sila ordenó a Murena que no atacase al Ponto —dijo Nicomedes, asintiendo con la cabeza—. Pero la Cólquida se había mostrado reacia a pagar tributo, y él se puso en marcha para enderezar la situación, y fue cuando descubrió las incursiones de esos bárbaros.

—Muy interesante.

—Así que ya ves que no hay elefante.

—¡Ya lo creo que sí! —exclamó César con los ojos centelleantes —. Y más grande: un elefante llamado Roma.

El rey de Bitinia no pudo evitar soltar la carcajada.

—¡Me rindo, me rindo! ¡Tendrás la flota!

En aquel momento entró la reina Oradaltis, con el perro detrás, y se encontró a su anciano esposo con la cara sin afeites y llorando de risa. Y, a decente distancia, un joven romano de porte más parecido a los que solían sentarse bien cerca de Nicomedes.

—Querida, te presento a Cayo Julio César —dijo el rey, una vez calmada la hilaridad—. Es descendiente de la diosa Afrodita y de mucha más alcurnia que nosotros. Acaba de lograr mañosamente que le entregue una gran flota.

La reina (que sabía perfectamente a qué atenerse respecto a su consorte) dirigió a César una regia reverencia.

—Mucho me extraña que no le hayas dado el reino —dijo, sirviéndose una copa de vino y cogiendo un pastelillo antes de sentarse.

El perro se acercó a César y se tumbó a sus pies, zalamero, y cuando él le dio una sonora palmada, se estiró, dándose la vuelta y mostrándole la barriga para que le rascara.

—¿Cómo se llama? —preguntó César, que era amante de los perros.

—Sila —contestó la reina.

César se echó a reír, reviviendo la imagen de la sandalia de la reina propinando un puntapié al trasero del perro.

Durante la cena supo la desgracia de Nisa, hija única de los reyes y heredera del trono de Bitinia.

—Tiene cincuenta años y sin descendencia —dijo Oradaltis entristecida—. Nosotros negamos su mano a Mitrídates, naturalmente; pero él impidió que le encontrásemos un esposo adecuado. Es una tragedia.

—¿Podré conocerla antes de irme? —preguntó César.

—Imposible —dijo Nicomedes con un suspiro—. Cuando huí a Roma la última vez que Mitrídates invadió Bitinia, Oradaltis y Nisa quedaron en Nicomedia; Mitrídates se apoderó de nuestra hija como rehén y aún la tiene en su poder.

—¿Y no se ha casado con ella?

—Creemos que no. Ella nunca fue muy guapa, y ya era mayor para tener hijos. Si le hubiese ofendido en público, él la habría matado; pero hemos sabido que vive y está en Cabeira, donde él tiene encerradas a mujeres que no deja casarse —dijo la reina.

—Esperemos que la próxima vez que los elefantes choquen, rey Nicomedes, el elefante romano venza; y si yo participo en la guerra, pediré a quien esté al mando que busque a la princesa Nisa.

—Espero estar muerto para entonces —replicó el rey muy serio.

—¡No puedes morirte antes de que haya regresado tu hija!

—Si regresa alguna vez será como títere del Ponto; ésa es la realidad —añadió amargamente Nicomedes.

—Pues más vale que dejes Bitinia en herencia a Roma.

—¿Como hizo Atalo con Asia y Ptolomeo Apion con Cirenaica? ¡Jamás! —exclamó Nicomedes de Bitinia.

—Pues caerá en manos del Ponto, y Ponto sucumbirá ante Roma, con lo cual Bitinia, de todos modos, acabará siendo de Roma.

—No, si yo puedo impedirlo.

—No podréis —dijo César muy serio.

Al día siguiente, el rey acompañó a César al puerto y le mostró detalladamente que no había ningún navío preparado para la guerra.

—Éste no es lugar para tener anclada una flota —dijo César, sin dejarse engañar—. Vayamos a Calcedonia.

—Mañana —dijo Nicomedes, cada vez más encantado de la compañía de su desconfiado huésped.

—Hemos de comenzar hoy mismo —replicó César, intransigente—. ¿Qué distancia hay? ¿Cuarenta millas…? No se hace en una etapa a caballo.

—Iremos en barco —dijo el rey, que detestaba viajar.

—No, iremos por tierra. Quiero conocer el terreno. Cayo Mario, que era tío mío por matrimonio, decía que siempre que sea posible hay que viajar por tierra. Así, si algún día tengo que combatir aquí, conoceré el terreno.

—Entonces, ¿Mario y Sila son tíos tuyos por matrimonio?

—Estoy muy bien relacionado —dijo César con tono solemne.

—¡LO tienes todo, César! Parientes poderosos, cuna, inteligencia, buen cuerpo y belleza. Cuánto me alegra no ser tú.

—¿Por qué?

—No te faltarán enemigos. Los celos, o la envidia, si prefieres ese término, te seguirán los pasos como las Furias al pobre Orestes. Unos te envidiarán por tu belleza, otros por el cuerpo o la estatura, otros por tu alcurnia y otros por la inteligencia. Y la mayor parte por todo ello. Y cuanto más te encumbres, peor será. Tendrás enemigos por todas partes, y ningún amigo. No podrás confiar ni en hombres ni en mujeres.

César le escuchaba muy serio.

—Sí, creo que es una justa apreciación —dijo—. ¿Qué me sugerís que haga?

—En tiempo de los reyes había un romano que se llamaba Bruto —contestó Nicomedes, exhibiendo de nuevo sus conocimientos de la historia de Roma—. Bruto era muy inteligente, pero lo enmascaraba su apariencia física, de ahí el sobrenombre. Cuando el rey Tarquino el Soberbio organizó la famosa carnicería no se le ocurrió matar a Bruto. Y fue éste quien le depuso y se convirtió en el primer cónsul de la república.

—Y mandó ejecutar a sus hijos cuando éstos trataron de restaurar la monarquía en Roma, haciendo regresar a Tarquino del destierro —añadió César—. ¡Bah! Nunca he admirado a Bruto, ni pienso emularle fingiéndome estúpido.

—Pues habrás de apechar con lo que venga.

—Os aseguro que pienso apechar con lo que venga.

—Hoy es muy tarde para salir hacia Calcedonia —dijo el rey taimadamente —. Será mejor que cenemos pronto, prosigamos esta estimulante conversación y salgamos al amanecer.

—Ah, sí que saldremos al amanecer —añadió César, animado—, pero no de aquí. Salgo para Calcedonia dentro de una hora. Si queréis venir, ya podéis daros prisa.

Nicomedes no se entretuvo; por dos razones: primero porque sabía que no debía perder de vista a César, que era muy listo, y, en segundo lugar, porque estaba locamente enamorado de aquel joven que seguía porfiando que no sentía debilidad alguna por los hombres. Llegó en el momento en que César montaba en su mula.

—¿Una mula?

—Una mula —dijo César con altivez.

—¿Por qué?

—Un gusto particular.

—¿Tú vas en mula y tu liberto a caballo?

—Lo que veis.

Nicomedes lanzó un suspiro y le ayudaron con cuidado a montar en su carro de dos ruedas que se puso en marcha tras César y Burgundus. Sin embargo, cuando se detuvieron a pasar la noche en la mansión de un noble tan anciano que ya no contaba con volver a ver a su soberano, César pidió excusas a Nicomedes.

—Os pido perdón. Mi madre habría dicho que no me paro a pensar. Estáis muy cansado. Hubiéramos debido hacer el viaje en barco.

—Estoy rendido, es cierto —dijo Nicomedes sonriente—, pero tu compañía me rejuvenece.

Efectivamente, cuando por la mañana, después de llegar a la residencia real en Calcedonia, desayunaron juntos, Nicomedes estaba animado y hablador, y parecía muy descansado.

—Como ves —dijo en el imponente malecón que cerraba el puerto de Calcedonia—, tengo una modesta flota, suficiente. Doce trirremes, siete quinquerremes y catorce naves descubiertas. Aquí. En Crisópolis y Dascilium tengo más.

—¿Cobra Bizancio parte de los derechos de tránsito por el Bósforo?

—Ya no. Los bizantinos los cobraban cuando eran muy poderosos y tenían una flota casi como la de los rodios, pero al caer Grecia y Macedonia, se vieron obligados a mantener un cuantioso ejército de tierra para mantener a raya a los bárbaros tracios que siguen haciendo incursiones. Bizancio no podía permitirse tener flota y ejército, y es Bitinia la que cobra los derechos de tránsito.

—Y por eso tenéis varias flotas.

—¡Y por eso tengo que conservarlas! Puedo entregar a Roma diez trirremes y quince quinquerremes, unas de aquí y otras de allí, además de quince navíos descubiertos. El resto de la flota la alquilaré.

—¿Alquilarla? —preguntó César, estupefacto.

—Naturalmente. ¿Cómo crees que se forman las escuadras?

—¡Como hacemos nosotros: construyendo navíos!

—Un despilfarro. Si, claro, los romanos sois así… —dijo el rey—. Mantener los barcos en servicio cuando no se necesitan cuesta dinero. Por eso, nosotros los pueblos asiáticos de habla griega y los egeos mantenemos nuestras flotas al mínimo, y si necesitamos más naves con urgencia las alquilamos. Y eso es lo que haré.

—Alquilar naves, ¿dónde? —quiso saber César, sin salir de su sorpresa—. Si en el Egeo hubiese naves disponibles me imagino que Termo ya las hubiera confiscado.

—¡En el Egeo no! —replicó Nicomedes con desdén, encantado de enseñarle algo al inteligente joven—. Las alquilaré en Paflagonia y Ponto.

—¿El rey Mitrídates va a alquilar naves al enemigo?

—¿Y por qué no? De momento no las necesita y le ocasionan gastos. Ya no tiene tropas para llenarlas y no creo que piense invadir Bitinia ni la provincia romana de Asia este año… ni el que viene.

—Así bloquearemos Mitilene con naves del reino con el que más deseos tiene de aliarse la isla —dijo César, meneando la cabeza—. ¡Es fantástico!

—Normal —se apresuró a decir Nicomedes.

—¿Y cómo negociaréis el alquiler?

—Por medio de un agente. El más de fiar reside aquí en Calcedonia.

César pensó que, tal vez, ya que el rey de Bitinia alquilaba naves para el uso de Roma, debía ser Roma la que corriera con los gastos, pero Nicomedes parecía no darle importancia, y César no dijo nada. Por una parte, no tenía dinero, y además no estaba autorizado a buscarlo. Mejor sería aceptar las cosas tal como vinieran. Ahora empezaba a comprender por qué Roma tenía problemas en las provincias y con los reyes vasallos. Por su conversación con Termo había supuesto que Bitinia recibiría el pago por la flota más adelante, pero ahora se preguntaba cuánto tardarían en liquidarle la deuda.

—Bueno, ya está todo arreglado —dijo el rey seis días más tarde—. Tendrás la flota en el puerto de Abidos el quince de octubre. Faltan casi dos meses, que pasarás conmigo.

—Mi deber es supervisar la reunión de las naves —replicó César, no por rechazar el acoso del rey, sino convencido de que debía hacerlo así.

—No puedes —contestó Nicomedes.

—¿Por qué?

—Porque no se hace así.

Regresaron a Nicomedia, y de buena gana por parte de César. Cuanto más conocía al anciano, más le gustaba; igual que su esposa y el perro.

Como había dos meses por delante, César pensó viajar a Pessinus, Bizancio y Troya. Por desgracia, el rey se empeñó en acompañarle a Bizancio y por mar, y César no pudo ir ni a Pessinus ni a Troya, pues lo que habría debido de ser un viaje en barco de dos o tres días se convirtió en una singladura de casi un mes. Viajaban muy despacio y con todos los formalismos, pues Nicomedes se detenía en todos los pueblecitos pesqueros para que sus habitantes le contemplaran en todo su esplendor, aunque, como deferencia para con César, sin la cara pintada.

Bizancio, de tradición griega y población no menos helenizada, existía desde seis siglos atrás sobre una península elevada en la orilla tracia del Bósforo, y tenía un puerto en el cabo norte en forma de cuerno y otro más abierto en el brazo sur; contaba con murallas muy fortificadas y altas y su riqueza era manifiesta en el tamaño y lujo de los edificios, tanto privados como públicos.

El Bósforo tracio era más bello que el Helesponto, y más majestuoso, pensó César, que había navegado por él. Que el rey Nicomedes era soberano de la ciudad se hizo evidente en cuanto la nave real llegó al muelle: todos los personajes importantes acudieron a saludarle. Sin embargo, no se le escapó a César que a él le dirigían miradas sombrías y que a algunos les disgustaba ver al rey de Bitinia en tan amigable compañía de un romano. Lo que planteaba otro dilema, pues hasta aquel momento la aparición pública de César en compañía del rey Nicomedes había tenido lugar en Bitinia, donde los súbditos conocían, querían y entendían a su soberano; pero no era así en Bizancio, donde no tardó en hacerse evidente que todos creían que el romano era el novio del rey.

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