—De mí no oirás ninguna crítica, Lúculo.
—Bien.
Se hizo un silencio, roto únicamente por el gruñido rítmico de los veinte remeros. Al cabo de un rato, Lúculo volvió a hablar con cierto tono de regocijo.
—De todos modos, me gustaría saber cómo conseguiste una flota tan poderosa del rey Nicomedes.
Su profundo deleite surgió de pronto de una manera que César aún no había aprendido a dominar, y dijo algo indiscreto a una persona que no conocia.
—Baste decir que el gobernador me irritó y no quiso creer que yo pudiera obtener cuarenta naves para las calendas de noviembre. Sentí mi orgullo herido y me propuse conseguirlas. ¡Y ahí están! Ha sido consecuencia lógica de la falta de fe por parte del gobernador en mi capacidad para cumplir mi palabra.
La respuesta irritó sobremanera a Lúculo; era un hombre que detestaba tener en su ejército gente presuntuosa, y aquella afirmación le parecía sumamente arrogante. Por ello se dispuso a dar una lección al presumido.
—Conozco muy bien a esa vieja meretriz de Nicomedes —dijo con voz glacial—. Tú eres muy guapito y él muy descarado. ¿Le gustaste? ¡Sí, claro que le gustaste! —añadió inmediatamente, sin dar tiempo a que César contestase—. ¡Has hecho muy bien, César! No todos los romanos hacen gala de tan noble propósito de supeditar la castidad a los intereses de Roma. Creo que debemos llamarte el rostro que hizo botar cuarenta navíos. ¿O más bien el culo?
La ira asomó al rostro de César con tal rapidez que tuvo que clavarse las uñas en la palma de la mano para contener sus brazos; nunca en su vida había tenido que violentarse tanto para no perder la cabeza, pero lo logró con un duro esfuerzo que jamás olvidaría. Volvió los ojos hacia Lúculo y los clavó en él. Y Lúculo, que había visto miradas como aquélla en muchas ocasiones, palidecío. De haber habido sitio para retirarse, lo habría hecho, pero tuvo que aguantar donde estaba con gran esfuerzo.
—Conocí la primera mujer —dijo César con voz monocorde— cuando estaba a punto de cumplir catorce años, y no podría decir el número de las que han venido después. Lo que quiere decir que conozco muy bien las mujeres. Y esa acusación que acabas de hacer, Lucio Licinio Lúculo, es la que suelen hacer las viejas. Las mujeres, Lucio Licinio Lúculo, no disponen de otra arma que sus cunni para lograr sus fines o lo que otro hombre les pida para sí. El día que tenga que recurrir al sexo para conseguir lo que quiero, Lucio Licinio Lúculo, me atravesaré con la espada. Tienes un nombre glorioso, pero comparado con el mio es menos que polvo. Has empañado mi dignitas, y no descansaré hasta borrar esa mancha. A ti no te importa el método de que me valí para conseguirte la flota. ¡Ni a Termo! No obstante, puedes tener la seguridad de que la obtuve de forma honorable y sin tener que pasar por el lecho del rey, ni tampoco de la reina. Cuando se explota el sexo los resultados son efímeros y yo no logro mis propósitos de esa manera, sino usando mi inteligencia, un don que me parece escaso entre los mortales. Por consiguiente, llegaré lejos. Más lejos probablemente que tú.
Concluida su réplica, César le dio la espalda y contempló las obras de asedio, cada vez más empequeñecidas por la distancia, que destrozaban los alrededores de Mitilene. Y Lúculo, apabullado, daba gracias para sus adentros de que el diálogo hubiese tenido lugar en latín y no se hubiesen enterado los remeros. ¡Oh, gracias, Sila, por habernos mandado semejante avispón a romper la placidez del asedio! Nos dará más preocupaciones que mil Mitilenes.
El resto del viaje se realizó en el más absoluto silencio; César sumido en sus pensamientos, y Lúculo torturándose el cerebro para descubrir la manera de desdecirse sin mancillar la buena opinión que de sí mismo tenía, pues era inconcebible que él, el comandante de aquella guerra, se rebajase a pedir excusas a un joven tribuno militar. Y como no acababa de hallar una solución satisfactoria, al final del breve viaje ascendió la escala de la galera de dieciséis órdenes de remos más próxima como si César no existiera, y, una vez en la cubierta, extendió el brazo con la palma abierta para detener al joven, que comenzaba a ascender también.
—No subas, tribuno —dijo con frialdad—. Vuelve al campamento y acuartélate. No quiero verte.
—¿Tengo libertad para recoger mis criados y caballos?
—Desde luego.
Si Burgundus, que conocía a su amo tan bien como el que más, estaba seguro de que algo no había ido bien durante el tiempo que César había estado ausente, tuvo la prudencia de no hacer ningún comentario al ver aquel rostro enfurruscado y aquella mirada glacial durante todo el camino hacia el campamento de Lúculo.
El propio César ni recordó el camino ni se dio cuenta de la disposición del campamento al que se dirigían. Un centinela les señaló la via principalis e indicó al joven tribuno militar que hallaría alojamiento en el segundo edificio de ladrillo de la derecha. No era aún mediodía, pero era como si la mañana hubiese sido de mil horas, y la clase de hastío que notaba César ahora era muy distinta; un hastío hosco, medroso y ciego.
Como era un campamento permanente que no esperaban abandonar hasta la primavera, el ejército estaba instalado con mayor comodidad que bajo las tiendas de cuero. Para la tropa, hileras interminables de cabañas de madera de ocho soldados; para los auxiliares, construcciones de madera más grandes con capacidad para ochenta; para los legados, una edificación igual; para los oficiales de grado medio, un edificio de ladrillo de cuatro pisos, y para los tribunos militares el mismo tipo de edificio, aunque más pequeño.
La puerta estaba abierta y salían voces del interior, cuando César se acercó al umbral; los criados y las cabalgaduras aguardaron afuera.
Al principio no vio gran cosa del interior, pero pronto sus ojos se habituaron a la penumbra y captó el ambiente antes de que nadie advirtiese de su presencia. En medio de la habitación había una gran mesa, en torno a la cual se sentaban siete jóvenes con los pies calzados con botas puestos sobre ella. No los conocía; era el inconveniente de haber sido flamen dialis. En ese momento, uno de los jóvenes, fuerte y de cara agradable, miró hacia la puerta y le vio.
—¡Hola! Entra, vamos —dijo en tono afable.
César cruzó el umbral con mayor confianza en sí mismo de la que sentía, pues aún reflejaba su rostro la indignación por la imputación de Lúculo. Los siete que clavaron sus ojos en él vieron un Apolo decaído, y todos fueron bajando los pies de la mesa y guardaron silencio, tras el saludo inicial, sin dejar de mirarle.
Luego, el de la cara agradable se puso en pie y se acercó a él con la mano extendida.
—Soy Aulo Gabinio —dijo, echándose a reír—. ¡No te muestres tan altanero, seas quien seas, que ya hay muchos de ésos!
—Cayo Julio César —contestó él, estrechando su mano con fuerza, pero sin ánimo para devolverle la sonrisa—. Creo que tengo que alojarme aquí. Soy tribuno militar.
—Ya sabíamos que aparecería el octavo —dijo Gabinio, volviéndose hacia los demás—. Eso somos todos, tribunos militares, la escoria del ejército y un quebradero de cabeza para nuestro general. ¡A veces hacemos algo, pero como no nos pagan, el general no puede pedir mucho más! Acabamos de comer y algo ha quedado. Pero primero ven que te presente.
Los demás se habían ido poniendo en pie.
—Cayo Octavio —dijo uno bajo y musculoso, guapo al estilo griego, con pelo castaño y ojos pardos, y orejas que le sobresalían como asas. Le estrechó la mano con agradable firmeza.
—Publio Cornelio Léntulo, llámame Léntulo.
Era evidente que aquél era uno de los que se daban aires, y poseía la fisonomía de los Cornelios de tez morena y cara fea. Parecía como si le costase estar a la altura de las circunstancias, aunque se le notaba firmemente decidido a estarlo; inseguro, pero terco.
—Éste es Léntulo el guapo: Lucio Cornelio Léntulo, el Negro.
Otro de los arrogantes y otro Cornelio, pero con más ínfulas que el otro Léntulo.
—A Lucio Marcio Filipo hijo le llamamos Lipo.
Era un joven de ojos grandes, oscuros y soñadores, en un rostro más agradable que el de su padre, heredado de su abuela Claudia, sin duda, a quien se parecía. Daba la impresión de ser una persona tranquila y apacible; le estrechó la mano con afabilidad, pero sin blandura.
—Marco Valerio Mesala Rufo, conocido por Rufo el Rojo.
Aquél no era de los arrogantes, pese a que su apellido patricio era de los más enaltecidos. Rufo era, efectivamente, rojo de pelo y ojos, aunque no parecía de temperamento sanguíneo.
—Y por último, como de costumbre, pues siempre miramos por encima de su cabeza, Marco Calpurnio Bíbulo.
Bíbulo era el más arrogante de todos, quizá porque era el más bajito y el menos fuerte. Sus rasgos físicos le conferían una especie de superioridad natural debido a sus pómulos prominentes y su nariz romana bulbosa; tenía boca despectiva y frente recta sobre sus ojos gris claro, algo saltones. Pelo y cejas eran rubio pajizo, pero no dorado, lo cual le hacía parecer mayor de sus veintiún años.
Rara vez dos individuos sienten mutuamente al conocerse un desagrado inexplicable, pero es algo instintivo e inevitable. Y ese desagrado brotó entre Cayo Julio César y Marco Calpurnio Bíbulo al mirarse. El rey Nicomedes le había hablado de enemigos potenciales: sin duda alguna aquél era uno de ellos.
Gabinio cogió una octava silla arrimada a la pared y la acercó a la mesa, entre la suya y la de Octavio.
—Siéntate y come —dijo.
—Me sentaré con mucho gusto, pero me perdonaréis que no coma.
—¡Pues bebe un poco de vino!
—No lo pruebo.
—¡Ah, pues te encantará vivir aquí! —exclamó con una risita—. Las vomitonas van de pared a pared.
—¡Tú eres el flamen dialis! —exclamó Filipo hijo.
—Era el flamen dialis —replicó César, decidido a no decir más, pero cambió de idea—. Si os cuento ahora la historia no volváis a preguntarme.
Y procedió a contarlo todo a grandes rasgos, con palabras tan escogidas que todos ellos, pese a que no eran intelectuales, comprendieron inmediatamente que el nuevo tribuno era individuo de grandes luces, si no un erudito.
—Vaya historia —comentó Gabinio cuando hubo concluido.
—Entonces sigues casado con la hija de Cinna —dijo Bíbulo.
—Sí.
—¡Y ahora, sin remedio, nos vemos trabados en el antiguo combate, Gabinio! —dijo Octavio con una carcajada—. ¡Con César son cuatro patricios! ¡Guerra a los muertos!
Los demás le fulminaron con la mirada y no dijo mas.
—¿Vienes de Roma, verdad? —inquirió Rufo.
—No, de Bitinia.
—¿Y qué hacías en Bitinia? —preguntó Léntulo el feo.
—Reuniendo una flota para la toma de Mitilene.
—Seguro que volviste loco a esa vieja maricona de Nicomedes —añadió Bíbulo sin poder contenerse, a pesar de que sabía que era una grosería capaz de ofender a cualquiera.
—Pues, efectivamente —respondió César con tranquilidad.
—¿Conseguiste la flota? —insistió Bíbulo.
—Naturalmente —respondió César con una arrogancia que ni el propio Bíbulo hubiera igualado.
Bíbulo lanzó una carcajada descarnada como su propio rostro.
—¿Natural o antinaturalmente? —preguntó.
Lo que sucedió a continuación nadie lo vio. Lo único que vieron los seis pares de ojos fue a César al otro lado de la mesa agarrando a Bíbulo a pulso a cierta altura. El hombrecillo resultaba grotesco, tratando de alcanzar con sus cortos brazos el rostro sonriente de César. Parecía una escena de mimo.
—Si no fueses tan insignificante como una pulga —dijo César—, ya estaría fuera haciéndote morder el polvo. Desgraciadamente, Pulex, sería un asesinato matar a golpes a una insignificancia como tú. ¡No vuelvas a acercarte a mí, Pulga! —Y, sin dejarle en el suelo, miró en derredor buscando un sitio apropiado: un armario de casi dos metros, en el que le subió sin aparente esfuerzo, esquivando sus patadas—. Patalea ahí arriba un rato, Pulex.
Dicho lo cual salió del cuarto.
—¡Realmente te cae bien eso de Pulex, Bíbulo! —dijo Octavio riendo—. A partir de ahora te llamaré así, te lo mereces. ¿Y tú, Gabinio? ¿Vas a llamarle Pulex?
—¡Le llamaré más bien Podex! —exclamó Gabinio rojo de indignación—. ¿ Pero, cómo se te ocurrió decir eso, Bíbulo? ¡No venía a cuento y nos has dejado en mal lugar! —añadió mirando a los demás, furioso—. No sé lo que pensáis hacer vosotros, pero yo voy a ayudar a César a descargar.
—¡Báj ame! —chilló Bíbulo desde encima del armario.
—¡Yo no! —contestó Gabinio con desprecio.
Al final nadie quiso ayudarle y Bíbulo tuvo que tirarse de un salto, porque el mueble era poco estable para bajarse descolgándose.
Pese a su rabiosa indignación, se sentía también turbado y mortificado. Gabinio tenía razón. ¿Cómo se le habría ocurrido decir aquello? Lo único que había logrado era quedar como un patán, había perdido la estima de sus compañeros y ni siquiera podía felicitarse por haber ganado el reto. César le había derrotado fácilmente, y con honor, no por abstenerse de golpear a uno más pequeño que él, sino poniendo de manifiesto esa pequeñez. Era natural que Bibulo estuviera resentido por la estatura y los músculos de sus compañeros; bien sabía que el mundo era de los hombres altos y fuertes. El aspecto físico de César había bastado para provocarle —el rostro, el cuerpo, la altura— y, además, el joven había hablado con una fluida cascada de palabras escogidas. ¡No había derecho!
No sabia a quién odiaba más, si a sí mismo o a Cayo Julio César, el superdotado. De afuera le llegaban los ecos de unas risotadas intrigantes que eran una tentación. Despacio, se fue acercando a la puerta y miró cautelosamente. Allí estaban sus colegas tribunos desternillándose de risa viendo al superdotado montado en… ¡una mula! No podía oír lo que decía, pero imaginaba que era algo divertido, ingenioso, simpático, agradable, irresistible, fascinante, interesante, bien traído.
—Bueno —se dijo, mientras se dirigía a su cuarto—, jamás se verá libre de esta pulga.
Al empezar el invierno y con él la fase del asedio en que todo se reducía a la mínima actividad por parte de los sitiadores, que esperaban la rendición por hambre de los sitiados, Lucio Licinio Lúculo halló un momento para escribir a su admirado Sila.
Tengo buenas esperanzas de que esto acabe en primavera gracias a una sorprendente circunstancia de la que te hablaré más adelante. En primer lugar, quiero que me concedas un favor. Si logro tomar Mitilene en primavera, ¿puedo regresar a Italia? Ha sido una larga campaña, querido Lucio Cornelio, y tengo ganas de ver Roma, y no digamos a ti. Mi hermano Varrón Lúculo es ya de edad y experiencia para ser edil curul, y me gustaría compartir con él la edilidad. No hay cargo como ése para que lo compartan dos hermanos con la aprobación popular. íImagínate qué juegos organizaríamos! Yo tengo treinta y ocho años y mi hermano treinta y seis, casi la edad del pretorado, y no hemos sido ediles. Te ruego que nos concedas ese cargo y luego el de pretor lo antes posible. De todos modos, si consideras que mi solicitud es imprudente o inmerecida, lo entenderé.
Parece que Termo controla la provincia de Asia, una vez que a mí me ha asignado el asedio de Mitilene para tenerme entretenido y que no le estorbe. Realmente no es mala persona. Los indígenas le estiman porque tiene paciencia para escuchar sus cuentos de por qué no pueden pagar el tributo, y a mí me gusta porque después de escucharlos con tanta paciencia insiste en que deben pagarlo.
Las dos legiones que tengo están formadas por tropas muy tormentosas. Las tuvo Murena en Capadocia y Ponto y Fimbria antes que él. Tienen una independencia de criterio que no me gusta nada, y estoy tratando de quitársela. Naturalmente, están resentidas por tu edicto que no les permite regresar a Italia por haber sancionado el asesinato de Flaco por mano de Fimbria, y periódicamente me envían una delegación para solicitar que se derogue. Saben que dan en hierro frío y al mismo tiempo se dan cuenta de que las diezmaré apenas me den una excusa. Son soldados romanos y tienen que hacer lo que se les ordene. Me pongo frenético cuando los veteranos que han ascendido a oficial y los tribunos jóvenes se creen con derecho a opinar. Pero más adelante te hablo de esto.
Yo creo que, tal como andan las cosas, Mitilene habrá cedido bastante en su resistencia en primavera, y entonces intentaré un asalto frontal. Dispondré de varias torres y no puede fallar. Si logro Àsometer esta ciudad antes del verano, el resto de la provincia de Asia se doblegará sumisa.
El principal motivo por el que tengo tantas esperanzas se debe a que dispongo de la imponente flota enviada por —ni te lo imaginas— ¡Nicomedes!. Termo envió a tu sobrino político, Cayo Julio César, a finales de quintilis, para solicitarla, y me escribió comunicándomelo, bien que ninguno de los dos esperábamos contar con ella antes de marzo o abril. Pero, mira por dónde, Termo tuvo la audacia de reírse de la seguridad que mostraba el joven César diciéndose capaz de tener reunida la flota tan pronto. Bien, César partió y pidió la flota que Termo quería en una fecha determinada, sin andarse con rodeos. Cuarenta naves, la mitad de ellas quin querremes y trirremes cubiertas, para entregar en las calendas de noviembre. Las órdenes que había dado Termo a este joven arrogante.
¿ Y querrás creer que César apareció en mi campamento en las calendas de noviembre con una flota mejor de lo que habría podido esperarse de una persona como Nicomedes? ¡Y con dos galeras de dieciséis órdenes de remos por las que no he tenido que pagar más que la manutención y los sueldos de las tripulaciones! Cuando vi la cuenta me quedé aturdido; Bitinia tendrá su ganancia, pero no escandalosa. Lo que me obliga a devolvérsela honorablemente en cuanto caiga Mitilene. Y habrá que pagar. Desde luego, espero poder sacar la suma del botín. Pero si no fuese tan importante como creo, ¿podrías hacer que el Tesoro concediese un empréstito especial?
Tengo que añadir que el joven César se mostró arrogante e insolente cuando me entregó la flota, y me vi obligado a pararle los pies. Naturalmente, sólo hay un medio para haber podido conseguir tan magnífica flota en tan poco tiempo de ese maricón de Nicomedes: acostarse con él. Así se lo dije para que no se diera aires, ¡pero mucho dudo que haya manera de bajarle a César los humos! Se revolvió como una serpiente de cascabel y me dijo que no necesitaba recurrir a trucos de mujeres para obtener las cosas, y que el día que tuviera que hacerlo se clavaría la espada. Me dejó pensando en cómo someterle a la disciplina; un problema que no suelo tener, como bien sabes. Al final pensé que quizá sus colegas tribunos militares lo consigan. Los recordarás, pues debiste verlos en Roma antes de que marcharan. Son Gabinio, los dos Léntulos, Octavio, Mesala Rufo, Bibulo y el hijo de Filipo.
Tengo entendido que el pequeño Bibulo lo intentó y acabó en lo alto de un armario. Desde entonces se han dividido bastante las filas de los tribunos; César ha formado bando con Gabinio, Octavio y el hijo de Filipo; Rufo es neutral, y los dos Léntulos y Bíbulo le odian. Siempre surgen problemas durante las operaciones de asedio; por supuesto, es consecuencia del hastío, y resulta difícil azotar a estos díscolos por faltas de servicio, incluso para mi. Pero es que César causa dificultades sin cuento. Detesto tener que molestarme con una persona a este nivel tan bajo, pero no he tenido más remedio en varias ocasiones. César es tremendo. Bien parecido, seguro de sí mismo, muy consciente de su, ¡ay!, gran inteligencia.
Aunque hay que decir que César presta servicio. No para. Yo no sé cómo puede ser, pero casi todos los oficiales por ascenso le conocen, y —lo que es peor— le estiman. Él sabe imponerse. Mis legados han optado por eludirle porque no acepta órdenes en una tarea si a él no le parece bien la forma en que se hace. ¡Y desgraciadamente, la manera que él dice es siempre la mejor! Es uno de esos individuos que se lo saben todo de antemano, antes de que se dé el primer golpe o el subordinado grite la primera orden. La consecuencia es que la mayoría de las veces mis legados quedan en ridículo, azorados.
La única manera que hasta ahora he logrado descubrir que menoscaba su seguridad es comentar cómo logró obtener la flota del rey Nicomedes a precio de ganga. Eso sí funciona; hasta el punto de que se indigna profundamente. Pero ¿piensas que él iba a hacer lo que yo quería, que me agrediese, dándome una excusa para someterle a un tribunal militar? ¡No! Es demasiado listo y sabe dominarse. ¡Y tuvo la impudicia de comentarme que mi alcurnia comparada con la suya es menos que polvo!
Basta de jóvenes tribunos. Tengo que encontrar algo que decir de los oficiales mayores, los primeros legados, por ejemplo. Pero me temo que no se me ocurre nada.
Me han dicho que has entrado en el mundo de los negocios y que le has encontrado a Pompeyo el joven Carnicero una esposa de categoría muy superior a él. Si te queda tiempo podrías encontrarme una esposa. Estoy fuera de Italia desde que cumplí treinta años y ya tengo casi la edad de pretor y sin esposa ni hijo que me suceda. Lo malo está en que prefiero el buen vino, la buena comida y pasarlo bien en vez de la clase de mujer con la que un Licinio Lúculo debe casarse. Además, me gustan las mujeres muy jóvenes, y ¿quién va a estar tan apurado económicamente que me dé una hija de trece años? Si sabes de alguien, dímelo. Mi hermano se niega rotundamente a actuar de intermediario, así que ya puedes imaginarte lo que me alegra saber que tú te dedicas a ello.
Te quiero y te echo de menos, querido Lucio Cornelio.