Favoritos de la fortuna (58 page)

Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
8.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

El palacio se alzaba en un promontorio en el centro de la ciudad, rodeada de imponentes murallas. La primera impresión de César fue la de una pureza de líneas, formas y colores helenísticos, y abundante riqueza, aunque la hubiese dominado Mitrídates varios años y el rey se encontrase exiliado en Roma. No recordaba haber visto al monarca, pero no era de extrañar, porque en Roma no se permitía a los reyes extranjeros cruzar el pomerium, y Nicomedes había alquilado una lujosísima villa en la colina Pinciana para efectuar en ella las negociaciones con el Senado.

En la puerta de palacio César fue recibido por un encantador afeminado de edad indefinida que le miró de arriba abajo con detenida admiración, y mandó a otro afeminado con sus criados para que les acompañase a las cuadras a dejar los caballos y la mula, para, a continuación, conducir a César a una antecámara en la que había de esperar hasta que el rey fuese informado y decidiese su alojamiento. No podía decirle si el rey le recibiría de inmediato, dijo el que resultó ser su mayordomo.

La reducida sala en que hubo de aguardar César era fría y muy bonita; no adornaban frescos sus paredes, pero estaban divididas en paneles por pilastras de escayola con cornisas doradas a juego con las molduras de los paneles, cuyo interior resaltaba pintado en rosa suave, bordeado de rojo púrpura. El suelo era de mosaico de mármol púrpura y rosa, y las ventanas, que daban a lo que debían de ser los jardines de palacio, enmarcaban exquisitas vistas de terrazas, fuentes y floridos arbustos. El perfume de las flores invadía la pieza, y César lo aspiró, cerrando los ojos.

Le hizo abrirlos el ruido de voces que llegaban a través de una puerta entreabierta de una de las paredes: una voz de hombre, aguda y ceceante, y una voz de mujer, fuerte y profunda.

—¡Salta! —decía la mujer—. ¡Eso es!

—¡Qué boba eres! —decía el hombre—. ¡Cómo le mimas!

—¡Aúpa, aúpa, auuu! —exclamó la mujer, con una carcajada.

—¡Fuera! —exclamó el hombre.

—¡Asíii! —replicó la mujer, con otra carcajada.

Quizá fuese una falta de educación, pensó César, pero le daba igual; se acercó a donde su vista pudiese verificar lo que escuchaba su oído, y contempló en la habitación contigua una escena fascinante. La componían un hombre viejo, una mujer grandota de quizá diez años menos y un viejo can regordete y pequeño de una raza que él no conocía. El perro hacía gracias, poniéndose de pie sobre las patas traseras, tumbándose, revolcándose y haciéndose el muerto con las cuatro patas tiesas, sin apartar los ojos de la mujer que, con toda evidencia, era su ama.

El viejo estaba furioso.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! —gritaba.

Como llevaba la cinta blanca de la diadema ceñida a la cabeza, César supuso que era el rey Nicomedes.

La mujer (la reina, pues también llevaba una diadema) se agachó a coger al perro, que rápidamente se puso en pie para esquivarla, corrió a sus espaldas y la mordió en el voluminoso trasero. El rey se echó a reír, el perro volvió a hacerse el muerto y la reina se puso a frotarse el trasero, complacida y enfadada a la vez. Predominó en ella el buen humor, no sin que antes lanzase un puntapié al animal, al que alcanzó entre el culo y los testículos, haciéndole chillar y huir, con ella tras él.

Ya a solas (no parecía saber que hubiera alguien en la sala contigua, ni que le hubiesen anunciado la llegada de César), la risa del rey fue desvaneciéndose poco a poco; se sentó en una silla y lanzó un suspiro como de satisfacción.

Del mismo modo que Mario y Julia habían experimentado una especie de conmoción al conocer al padre de este rey, César contempló más que perplejo a Nicomedes III. Alto, delgado y cimbreante, el anciano vestía una túnica de púrpura de Tiro bordada en oro y perlas que le llegaba hasta los pies, y calzaba sandalias doradas recubiertas de perlas, dejando al descubierto las uñas pintadas de purpurina. No llevaba peluca —tenía el pelo encanecido bastante corto—, pero se le notaba un profuso maquillaje de crema y polvos blancos en el rostro, además de pestañas y cejas pintadas de negro, mejillas con colorete y una boca con abundante carmín.

—Creo que la reina tiene lo que merecía —dijo César, entrando en la habitación.

Al rey de Bitinia se le salieron los ojos de las órbitas. Ante él tenía a un joven romano, vestido de viaje con coraza de cuero y faldilla también de cuero. Muy alto y ancho de hombros, aunque el resto del cuerpo era más esbelto, salvo las pantorrillas bien desarrolladas por encima de unos tobillos bien torneados cubiertos por las botas militares. Pero su cabeza, coronada de pelo rubio claro, era una contradicción: un cráneo grande y redondo, y un rostro alargado y puntiagudo. ¡Y qué rostro! Huesudo, pero unos huesos espléndidos, recubiertos de piel clara, y con unos ojazos bien espaciados y profundos. Cejas rubias y delgadas, y pestañas largas y pobladas; unos ojos inquietantes, pensó el rey, viendo aquellos iris azules bordeados de un azul tan intenso que parecía negro y que conferían a las pupilas un aire penetrante, atemperado en aquel momento por un fulgor de ironía. En cualquier caso, para el gusto del rey, no había nada en el joven comparable con aquella boca carnosa pero pequeña, y con un adorable frunce en las comisuras.

—¡Caray, hola! —exclamó el rey, apresurándose a sentarse erguido con postura de seducción contenida.

—¡Vamos, dejaos de tonterías! —dijo César, tomando asiento en una silla enfrente de él.

—Eres demasiado guapo para que no te gusten los hombres. ¡Ojalá tuviese diez años menos! —añadió con gesto triste.

—¿Qué edad tenéis? —inquirió César sonriente, mostrando sus dientes blancos y perfectos.

—¡Demasiado viejo para darte lo que yo quisiera!

—Concretad. La edad, quiero decir.

—Ochenta años.

—Se dice que un hombre no es nunca demasiado viejo.

—Para mirar no, pero para actuar si.

—Daos por satisfecho de que no podáis estar a la altura —replicó César sin dejar de sonreír—. Porque si pudierais tendría que zurraros y se crearía un incidente diplomático.

—¡Bobadas! —dijo Nicomedes con desdén—. Eres demasiado hermoso para ser hombre de mujeres.

—En Bitinia tal vez; en Roma, desde luego que no.

—¿No te tienta nada?

—No.

—¡Qué pérdida tan lamentable!

—Conozco muchas mujeres que no piensan lo mismo.

—Seguro que nunca has amado a ninguna.

—Amo a mi esposa.

—¡Nunca entenderé a los romanos! —exclamó el rey con gesto perdidamente enamorado—. Llamáis bárbaros a los demás y sois vosotros los que no estáis civilizados.

César colgó una pierna del brazo del sillón y balanceó el pie.

—Sé recitar a Homero y a Hesíodo —dijo.

—Y un pájaro también si se le enseña.

—Yo no soy un pájaro, rey Nicomedes.

—¡Ojalá lo fueses! Te tendría en una jaula de oro para contemplarte.

—¿Otro animal doméstico? Podría morderos.

—¡Hazlo! —replicó el rey, mostrándole el cuello desnudo.

—No, gracias.

—¡Así no vamos a ninguna parte! —espetó el rey malhumorado.

—Ya veo que os dais cuenta.

—¿Quién eres?

—Me llamo Cayo Julio César y soy tribuno militar de Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia.

—¿Y vienes con poderes oficiales?

—Por supuesto.

—¿Por qué no me ha avisado Termo?

—Porque yo viajo más aprisa que los mensajeros y los correos, aunque no sé por qué no me ha anunciado vuestro mayordomo —contestó César, sin dejar de balancear el pie.

En ese momento entró el mayordomo, que se quedó de piedra al ver al romano con el rey.

—¿Que te creías, Sarpedón, que serías el primero? —preguntó el rey—. Pues olvídate. ¡No le gustan los hombres! ¿Julio? ¿Patricio?

—Sí.

—¿Eres pariente del cónsul Lucio Julio César, que mató Cayo Mario?

—Era primo hermano de mi padre.

—Entonces tú eres el flamen dialis.

—Era el flamen dialis. Ya veo que habéis estado en Roma.

—Demasiado tiempo. Sarpedón —dijo el rey, con el ceño fruncido, al ver que el mayordomo seguía en el cuarto—, ¿has dispuesto alojamiento para nuestro ilustre huésped?

—Sí, majestad.

—Pues aguarda afuera.

Con una profunda reverencia, el mayordomo salió del cuarto andando hacia atrás.

—¿A qué has venido? —inquirió el rey.

César puso el pie en el suelo y se sentó erguido.

—He venido a por una flota.

El rey no hizo gesto alguno.

—¡Ah, una flota! ¿Y cuántos barcos y de qué tipo?

—Olvidáis preguntar para cuándo los quiero —añadió el extraño visitante.

—¿Cuándo, pues?

—Quiero cuarenta naves, la mitad de ellas trirremes o mayores, y todas ellas en el puerto que decidáis a mediados de octubre —contestó César.

—¿Dentro de dos meses y medio? ¿Y por qué no cortarme las piernas? —replicó Nicomedes, poniéndose en pie.

—Eso haré si no obtengo la flota.

El rey volvió a sentarse con gesto de sorpresa.

—Te recuerdo, Cayo Julio, que estás en mi reino y que no es una provincia de Roma —replicó Nicomedes, sin que su ridícula boca pintada de carmín pudiese transmitir la impresión de fuerza debida—. ¡Te daré lo que pueda cuando pueda! ¡Pídelo y no lo exijas!

—Querido rey Nicomedes —dijo César en tono afable—, sois un ratón en medio de un camino por el que pasan dos elefantes: Roma y el Ponto —sus ojos dejaron de sonreír y Nicomedes recordó, de pronto, al horrible Sila—. Vuestro padre murió a una edad tan avanzada que no pudisteis subir al trono hasta que ya erais viejo; y esos años que lleváis reinando os habrán mostrado lo débil que es vuestra posición, habéis pasado la mitad de ellos en el exilio y ahora estáis en este palacio sólo porque Roma os repuso en el trono por mano de Cayo Escribonio Curión. Si Roma, que está muchísimo más lejos del Ponto de lo que está Bitinia, sabe perfectamente que el rey Mitrídates dista mucho de estar acabado —¡y dista mucho de ser un viejo!—, vos también debéis saberlo. Este reino se llama amigo y aliado del pueblo romano desde la época del segundo Prusias, y vos mismo estáis firmemente ligado a Roma. Con toda evidencia, reinar es mejor que estar en el exilio; lo que significa que debéis colaborar con Roma. Si no, Mitrídates del Ponto vendrá alegremente por ese camino a enfrentarse con Roma, que llega por la dirección contraria, y el pequeño ratón resultará aplastado… por unos pies o por otros.

El rey permanecía mudo, con sus labios carmín despegados y los ojos muy abiertos. Tras una larga pausa, respiró profundamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡No hay derecho! —exclamó rompiendo a llorar.

Profundamente exasperado, César se puso en pie y metió la mano en la sobaquera de la coraza para sacar un pañuelo que arrojó desdeñosamente al rey.

—¡Sobreponeos para no deshonrar vuestra posición! Aunque hayamos comenzado sin ceremonia, es una entrevista entre el rey de Bitinia y el representante oficial de Roma. ¡Y ahí estáis sentado y vestido como una saltatrix tonsa y os ponéis a lloriquear cuando se os dice la cruda verdad! ¡No me han enseñado a castigar a venerables ancianos, que además son reyes vasallos de Roma, pero me incitáis a hacerlo! Id a lavaros la cara, rey Nicomedes, y volveremos a empezar.

Dócil como un niño, el rey de Bitinia se puso en pie y salió del cuarto, para regresar al poco tiempo con el rostro limpio y acompañado de criados con bandejas de refrescos.

—Vino de Quíos —dijo el monarca, sentándose y dirigiendo una amplia sonrisa a César sin resentimiento—. ¡Veinte años tiene!

—Os lo agradezco, pero tomaré agua.

—¿Agua?

—Pues si —respondió César, de nuevo con ojos risueños—; no me gusta el vino.

—Menos mal que el agua de Bitinia es famosa —dijo el rey—. ¿Qué quieres comer?

—Cualquier cosa —respondió César, encogiéndose de hombros.

El rey Nicomedes miraba ya de otra manera a su huésped; una mirada inquisitiva en la que no primaba la complacencia por su atractivo viril; una mirada que trataba de profundizar en lo que en un primer momento le había fascinado de César.

—¿Qué edad tienes, Cayo Julio?

—Preferiría que me llamarais César.

—Hasta que pierdas tu maravillosa cabellera —replicó el rey, dando muestra de que había estado lo bastante en Roma como para aprender algo de latín.

César se echó a reír.

—¡Sí, reconozco que es gracioso llevar un sobrenombre que significa eso! Espero que la conserve hasta la vejez como los Césares y no como los Aurelios, que la pierden. Tengo diecinueve años —añadió tras una breve pausa.

—¡Más joven que mi vino! —dijo el monarca, maravillado—. Tienes algo de Aurelio, ¿verdad? ¿Orestes o Cotta?

—Mi madre es una Aurelia de los Cotta.

—¿Y te pareces a ella? No te encuentro mucho parecido con Lucio César ni con César Estrabón.

—Tengo rasgos de ella y de mi padre. El parecido que tengo con los Césares no es el de Lucio César, que es el más joven, sino Catulo César, el mayor. Los tres murieron al regresar Mario, si recordáis.

—Si —contestó Nicomedes dando pensativo un sorbo de vino—. A los romanos suele impresionarles la realeza. Están encantados con el concepto republicano, pero son sensibles a la realeza. Pero a ti no te impresiona lo más mínimo.

—Majestad, si Roma tuviera rey, yo lo sería —contestó César sin inmutarse.

—¿Porque eres patricio?

—¿Patricio? —repitió César, perplejo—. ¡No, por los dioses! ¡Yo soy un Julio! Desciendo de Eneas, cuyo padre era mortal pero que tuvo por madre a Venus… Afrodita.

—¿Desciendes de Ascanio, hijo de Eneas?

—Nosotros a Ascanio le decimos Iulus —contestó César.

—¿El hijo de Eneas y Creusa?

—Según algunos. Creusa pereció en las llamas de Troya, pero su hijo escapó con Eneas y Anquises, y llegó al Lacio. Pero Eneas tuvo también un hijo con Lavinia, la hija del rey Latino. Y él también se llamaba Ascanio y Iulus.

—Entonces, ¿de qué hijo de Eneas eres descendiente?

—De los dos —contestó César muy serio—. Yo lo que creo es que sólo hubo un hijo; la controversia estriba en quién fue la madre, pues es sabido que el padre era Eneas. Es más sugestivo creer que Iulus era hijo de Creusa, pero yo más bien me inclino a creer que era hijo de Lavinia. Al morir Eneas, Iulus fundó la ciudad de Alba Longa en el monte Albano, más arriba de Bovillae. Y allí murió, dejando el gobierno en manos de su familia, los Julios. Éramos reyes de Alba Longa, y después, cuando cayó en manos del rey Servio Tulio de Roma, fuimos a Roma como ciudadanos prominentes, como lo demuestra el hecho de que somos los sacerdotes hereditarios de Júpiter Latiaris, mucho más antiguo que Júpiter Optimus Maximus.

Other books

Let Love Win by May, Nicola
Casanova's Women by Judith Summers
Sweet Home Carolina by Rice, Patricia
Strumpet City by James Plunkett
FLIGHT 22 by Davis, Dyanne