Fantasmas (7 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Tenía algo en la mano, un recorte de periódico.

—Aquí está su historia —le dijo, y a continuación le dirigió una mirada, no exactamente furiosa, aunque sí tenía mucho de advertencia, y añadió—: Pero no te vayas. Aún tenemos que hablar.

Salió y Alec se le quedó mirando preguntándose a qué se habría debido esa mirada. Después echó un vistazo al recorte de periódico: era una necrológica, la de la chica. E1 papel tenía marcas de dobleces, los bordes desgastados y la tinta descolorida; se notaba que había sido muy manoseado. Se llamaba Imogene Gilchrist y había muerto con diecinueve años. Trabajaba en la papelería de Water Street. La sobrevivían sus padres, Colm y Mary. Amigos y familiares hablaban de su bonita risa y su contagioso sentido del humor. De lo mucho que le gustaba el cine. Veía todas las películas en cuanto se estrenaban, en la primera sesión, y era capaz de recitar de memoria el reparto completo de prácticamente cualquier película, era su particular habilidad. Incluso recordaba los nombres de los actores que tenían un papel de sólo una línea. En el instituto había sido presidenta del club de teatro, había actuado en todas las obras y también se ocupaba de las escenografías y de la iluminación. «Siempre pensé que acabaría siendo una estrella de cine», decía su profesora de teatro. «Con su físico y esa risa... Para hacerse famosa le habría bastado que alguien la hubiera enfocado con su cámara».

Cuando terminó de leer, Alec miró a su alrededor. La oficina seguía vacía. Volvió a mirar la necrológica mientras acariciaba el recorte entre los dedos pulgar e índice. La injusticia de aquello lo puso enfermo y durante un momento sintió una presión en la parte posterior de los globos oculares, un hormigueo, y tuvo la ridícula sensación de que iba a llorar. Sentía que era absurdo vivir en un mundo en el que una muchacha de diecinueve años llena de risas y vida pudiera morir así, sin motivo alguno. La intensidad de lo que sentía era algo absurda, en realidad, teniendo en cuenta que no la conoció mientras estaba viva; pero entonces se acordó de Ray y de la carta de Harry Truman a su madre, de las palabras «murió con valentía, defendiendo la libertad, América está orgullosa de él». Recordó cuando Ray le había llevado a ver
Batallón de construcción
en ese mismo cine y se habían sentado uno al lado del otro con los pies apoyados en las butacas delanteras y los hombros juntos. «Fíjate en John Wayne», le había dicho Ray. «Haría falta un bombardero para él y otro para sus pelotas». El escozor de los ojos era tan intenso que le resultaba insoportable y le dolía al respirar. Se frotó la nariz húmeda y se concentró en llorar lo más silenciosamente posible.

Se limpió la cara con el faldón de la camisa, dejó la necrológica en la mesa de Harry Parcells y echó un vistazo por la habitación. Miró los carteles y los montones de latas de celuloide. En una esquina había un trozo de película, unos ocho fotogramas, y se preguntó qué sería. Lo cogió para mirarlo de cerca y vio la secuencia de una niña cerrando los ojos y levantando la cara para besar a un hombre que la abrazaba con fuerza. Alec quería ser besado algún día de aquella manera. Tener en la mano un trozo de una película le producía una extraña emoción y, siguiendo un impulso, se la guardó en el bolsillo.

Salió de la oficina al rellano situado al final de las escaleras y miró hacia el vestíbulo. Esperaba ver a Harry detrás del mostrador, atendiendo a algún cliente, pero no había nadie. Dudó, preguntándose dónde habría ido, y mientras lo hacía reparó en un suave zumbido procedente de lo alto de las escaleras. Miró hacia arriba y escuchó un chasquido. Harry estaba cambiando el rollo.

Alec subió las escaleras y entró en la sala de proyección, un compartimento oscuro con techo bajo y dos ventanas cuadradas que daban a la sala. El proyector, una máquina de gran tamaño hecha de acero inoxidable pulido con la palabra VITAPHONE estampada en la funda, apuntaba hacia una de ellas. Harry estaba de pie en un extremo, inclinado hacia delante y mirando a través de la ventana por la que salía la luz del proyector. Oyó a Alec en la puerta y le dirigió una breve mirada. Alec esperaba que le ordenara salir de allí, pero Harry no dijo nada y se limitó a saludarlo con la cabeza y a regresar a su silenciosa ocupación.

Alec avanzó con cuidado entre la oscuridad hasta el VITAPHONE. A la izquierda del proyector había una ventana que daba a la sala de cine y Alec la miró largo rato, dudando de si se atrevería, hasta que por fin pegó la cara al cristal y miró hacia abajo.

Una luz azul de medianoche procedente de la pantalla alumbraba la sala: de nuevo el director, con la silueta de la orquesta detrás. El narrador estaba presentando la siguiente pieza musical. Alec bajó la vista y escudriñó las filas de butacas. No le fue difícil localizar dónde había estado sentado, en una esquina casi vacía al final de la sala, a la derecha. Una parte de él esperaba verla todavía allí, con la cara vuelta hacia el techo y cubierta de sangre, los ojos tal vez fijos en él. La idea de verla le llenaba de una mezcla de temor y euforia nerviosa, y cuando se dio cuenta de que no estaba allí, la decepción que sintió lo sorprendió un tanto.

Empezó la música: primero el son vacilante de los violines, subiendo y bajando en intensidad, y después una serie de estallidos amenazadores procedentes de los metales, sonidos casi militares. La vista de Alec se alzó una vez más en dirección a la pantalla y permaneció allí. Sintió cómo un escalofrío le recorría el cuerpo y notó que se le erizaba la piel de los antebrazos. En la pantalla, los muertos se levantaban de sus tumbas, un ejército de espectros en blanco y negro que surgían del suelo y se elevaban hacia el cielo nocturno. Un demonio de anchas espaldas los conminaba desde la cima de una colina. Los espectros acudían a su encuentro con los jirones de sus sudarios blancos revoloteando alrededor de sus cuerpos demacrados y las caras angustiadas y dolientes. Alec contuvo el aliento y siguió mirando la pantalla mientras en su interior crecía un sentimiento que era mezcla de asombro y conmoción.

Entonces el demonio abrió una grieta en la montaña: el Infierno. Las llamas crecían y los condenados saltaban y bailaban, y Alec supo que aquellas imágenes hablaban de la guerra, de la muerte injustificada de su hermano en el Pacífico, de América que se siente orgullosa de él, de los cuerpos con heridas mortales, hinchados, descomponiéndose, diseminados aquí y allá, mecidos por las olas que rompían en la orilla de alguna lejana playa oriental. Hablaban de Imogene Gilchrist, que amaba el cine y murió con las piernas abiertas y el cerebro anegado en sangre, tenía diecinueve años y sus padres se llamaban Colm y Mary. Hablaban de los jóvenes, de cuerpos jóvenes y sanos agujereados por las balas, la vida manando a chorros de sus arterias, de sueños incumplidos y de ambiciones frustradas. Hablaba de los jóvenes que aman y son amados y se van para no volver, y de los tristes recuerdos que rodean su marcha:
Lo tengo presente en mis oraciones, Harry Truman, y siempre pensé que acabaría siendo una estrella de cine.

En algún lugar lejano sonó la campana de una iglesia y Alec levantó la vista. El sonido procedía de la película. Los muertos se desvanecían y el demonio mal encarado y de anchas espaldas se cubría con sus grandes alas negras para protegerse de la llegada del amanecer. Hombres vestidos con túnicas desfilaban a los pies de la colina portando antorchas que brillaban con un resplandor tenue. La música sonaba en suaves compases. El cielo se teñía de un azul frío y trémulo y entonces la luz ascendía y el brillo del amanecer iluminaba las ramas de los abetos y los pinos. Alec se quedó mirando la pantalla en una especie de veneración religiosa hasta que la película terminó.

—Me gustó más
Dumbo
—dijo Harry.

Encendió un interruptor que había en la pared y una bombilla desnuda iluminó la habitación con una potente luz blanca. El VITAPHONE engulló el último tirabuzón de película y lo escupió por el otro extremo, donde se enroscó en una bobina. El rodillo de salida siguió girando, vacío, y haciendo un so—nido semejante a un aleteo. Harry apagó el proyector y miró a Alec por encima de él.

—Tienes mejor aspecto. Has recuperado el color.

—¿De qué quería hablar conmigo? —Alec recordó la vaga mirada de advertencia que le había dirigido Harry cuando le dijo que no se moviera de allí, y se le ocurrió que tal vez supiera que se había colado en el cine sin entrada y que ahora podría tener problemas.

Pero Harry dijo:

—Estoy dispuesto a devolverte el dinero de la entrada o a darte un par de pases gratis para la sesión que quieras. Es lo máximo que puedo ofrecerte.

Alec se le quedó mirando, incapaz de articular palabra.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? Para que mantengas la boca cerrada. ¿Te imaginas lo que sería de este cine si corriera la voz de que ella está aquí? Mucho me temo que la gente no quiera pagar por sentarse en la oscuridad junto a una chica muerta con ganas de conversación.

Alec movió la cabeza. Le sorprendía que Harry pensara que saber que había fantasmas en el Rosebud espantaría al público. Alec pensaba más bien que tendría el efecto contrario. La gente siempre estaba dispuesta a pagar por pasar un poco de miedo en la oscuridad. Si no fuera así, el cine de terror no sería un negocio. Y entonces recordó lo que le había dicho Imogene Gilchrist sobre Harry Parcells: «No durará aquí mucho tiempo».

—¿Qué dices, entonces? —preguntó Harry—. ¿Quieres pases?

Alec negó con la cabeza.

—Pues el dinero de la entrada.

—No.

Harry se detuvo cuando se disponía a sacar la cartera y dirigió a Alec una mirada sorprendida y hostil.

—¿Qué es lo que quieres, entonces?

—¿Qué tal un trabajo? Necesitará a alguien para vender palomitas. Prometo no traerme las uñas postizas.

Harry se quedó mirándolo un momento sin responder y a continuación se sacó la mano del bolsillo trasero del pantalón.

—¿Puedes venir los fines de semana? —preguntó.

 

En octubre Alec se entera de que Steven Greenberg está de vuelta en New Hampshire, rodando exteriores para su nueva película en los terrenos de la Academia Phillips Exeter, algo con Tom Hanks y Haley Joel Osment sobre un profesor incomprendido que ayuda a niños superdotados con problemas. Alec no necesita saber más para suponer que Steven está a punto de ganar su segundo Oscar. Sin embargo a él le gustan más sus primeras películas, las de género fantástico y los
thrillers.

Considera la posibilidad de acercarse hasta allí y echar un vistazo, se pregunta si le dejarán colarse en el rodaje. Pues claro que sí, conoce a Steven desde que era un muchacho, pero pronto cambia de parecer. Deben de ser centenares las personas de esta parte de New Hampshire que afirman conocer a Steven, y tampoco es que fueran amigos íntimos. En realidad sólo hablaron una vez, el día en que Steven la vio. Antes de aquello, nada, y después tampoco mucho.

Así que se lleva una sorpresa cuando un viernes por la tarde, hacia finales del mes, recibe una llamada de la asistente personal de Steven, una mujer alegre y con voz de persona eficiente llamada Marcia. Le dice a Alec que a Steven le gustaría verle y si podría acercarse al rodaje. ¿Qué tal el domingo por la mañana? Tendrá un pase esperándolo en el edificio principal, en los terrenos de la Academia. Sobre las diez de la mañana, le dice con voz cantarina antes de colgar. Hasta pasados unos min
utos después de la conversación, Alec no se da cuenta de que no ha recibido una invitación, sino una orden.

Un asistente con perilla recibe a Alec en el edificio principal y lo acompaña hasta el lugar de rodaje. De pie, y en compañía de unas treinta personas más, observa de lejos a Tom Hanks y a Osment pasear juntos por un cuadrado de césped alfombrado de hojas caídas. Hanks asiente pensativo, mientras Osment habla y hace gestos con las manos. Frente a ellos dos hombres tiran de un
travelling
sobre el que están otros dos hombres y su equipo. Steven se echa a un lado, al igual que el resto del reducido grupo de espectadores, y contempla la escena en un monitor de vídeo. Nunca antes ha estado en un rodaje y disfruta enormemente viendo trabajar a los profesionales de la gran ilusión.

Una vez satisfecho con la escena, y después de conversar con Hanks durante unos minutos, Steven se dirige hacia el grupo de espectadores entre los que está Alec. Su cara tiene una expresión tímida e interrogante. Entonces ve a Alec y esboza una sonrisa desdentada, saluda con la mano y durante un momento vuelve a ser aquel joven larguirucho de años atrás. Lo invita a acompañarlo a la zona de
catering
a por un perrito y un refresco.

Por el camino, Steven parece nervioso, haciendo sonar las monedas que lleva en los bolsillos y mirando a Alec por el rabillo del ojo. Éste sabe que quiere hablar de Imogene, pero no se le ocurre cómo sacar el tema. Cuando por fin habla es de sus recuerdos del Rosebud, de cómo le gustaba aquel lugar y de las magníficas películas que vio allí por primera vez. Alec sonríe y asiente, pero en el fondo está algo asombrado por la capacidad de Steven para el autoengaño. Steven nunca regresó al Rosebud después de
Los pájaros,
así que no vio allí ninguna de esas películas de las que habla.

Por fin Steven balbucea:

—¿Qué va a pasar con el cine cuando te jubiles? No digo que tengas que jubilarte. Lo que quiero decir es... ¿Crees que seguirás llevándolo mucho tiempo?

—No mucho —
contesta Alec (y es la verdad), pero no dice nada más. No quiere rebajarse a pedir ayuda, aunque en el fondo sabe que ha venido por eso, que desde que recibió la invitación de Steven a visitarlo en el rodaje ha estado imaginando que terminarían hablando del Rosebud y que Steven, que tiene tanto dinero, podría ser la solución a sus problemas económicos.

—Las viejas salas de cine son tesoros nacionales —
continúa Steven
—. Aunque no te lo creas, yo soy propietario de un par de ellas. Las uso para reestrenar viejas películas. Me encantaría poder hacer lo mismo algún día con el Rosebud; es una ilusión que tengo.

Aquí está la oportunidad que Alec estaba esperando, aunque no quería admitirlo. Pero en lugar de confesar a Steven que el Rosebud está al borde de la ruina, a punto de cerrar, cambia de tema... últimamente le faltan agallas para hacer lo que debe.

—¿Cuál es tu próximo proyecto? —
le pregunta a Steven.

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