Pronto tuvo un ron con Coca-Cola en la mano y un puñado de curiosos a su alrededor, charlando sobre películas y autores y sobre la antología
Best New Horror,
y se preguntó cómo pudo pensar alguna vez en no asistir. Faltaba un ponente en la mesa redonda de la una y media sobre el estado del género del cuento corto de terror, y ¿no sería perfecto que pudiera hacerlo él? Desde luego, respondió.
Lo condujeron a la sala de conferencias, hileras de sillas plegables y una mesa grande en uno de los extremos, con una jarra de agua helada sobre ella. Se sentó detrás, con el resto de los ponentes: un profesor, autor de un libro sobre Poe, el editor de una revista
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de terror y un escritor local de libros infantiles de tema fantástico. La pelirroja presentó a cada uno de ellos a las cerca de dos docenas de personas que formaban la audiencia y después invitó a los ponentes a que hicieran un comentario introductorio. Carroll fue el último en hablar.
Primero dijo que todo mundo de ficción es en potencia una obra del género fantástico y que cada vez que un autor introduce una amenaza o un conflicto en su relato está creando la posibilidad del terror. Lo que le atrajo por primera vez del género de terror, continuó, fue que tomaba los elementos más básicos de la literatura y los llevaba al límite. Toda la ficción es una invención, lo que convierte este género en algo más válido (y más honesto) que el realismo.
Dijo que la mayor parte de lo que se escribe en este género es pésimo, imitaciones fallidas de verdaderas porquerías. Contó cómo en ocasiones había pasado meses sin encontrarse una sola idea novedosa, un solo personaje memorable, una sola frase con talento.
Y añadió que eso siempre había sido así. Y que en cualquier empresa, ya sea artística o de otro tipo, es necesario que haya muchas personas creando basura para que se den unos pocos productos de talento. Todos tenían derecho a probar suerte, a equivocarse, a aprender de sus errores y a intentarlo otra vez. Siempre hay algún diamante oculto. Habló de Clive Barker, y de Kelly Link, de Stephen Gallagher y Peter Kilrue. Habló de
Buttonboy.
Añadió que para él no había nada mejor que descubrir algo fresco y emocionante, pues siempre disfrutaría de ese impacto terrible y feliz al mismo tiempo. Y mientras hablaba se dio cuenta de que lo que decía era cierto. Cuando terminó su intervención algunas personas de las filas traseras comenzaron a aplaudir y los aplausos reverberaron en la sala, como el agua de una piscina rizada por el viento, y conforme se extendía el sonido, la gente empezó a levantarse.
Cuando, finalizada la mesa redonda, salió de detrás de la mesa para estrechar unas cuantas manos, estaba sudando. Se quitó las gafas para enjugarse la cara con el faldón de la camisa, y antes de que le diera tiempo a ponérselas se encontró dando la mano a una figura delgada y diminuta. Mientras se ajustaba las gafas a la nariz reconoció en quien le saludaba a alguien que no era de su agrado, un hombre flaco con unos pocos dientes torcidos y manchados de nicotina y un bigote tan pequeño y pulcro que parecía pintado a lápiz.
Se llamaba Matthew Graham y editaba un repugnante fanzine de terror llamado
Rancid Fantasies.
Carroll había oído que lo habían arrestado por abusar sexualmente de su hijastra menor de edad, aunque al parecer el caso nunca llegó a juicio. Intentaba que sus sentimientos no le impidieran apreciar a los autores que publicaba Graham, pero lo cierto era que aún no había encontrado nada en
Rancid Fantasies
que fuera ni remotamente digno de incluirse en
Best New Horror.
Los relatos sobre trabajadores de pompas fúnebres drogados que violan los cadáveres a su cuidado, sobre oligofrénicas de la América profunda dando a luz demonios de excremento en retretes construidos sobre antiguos cementerios indios; todos ellos plagados de erratas y de atentados contra los principios básicos de la gramática...
—¿Verdad que Peter Kilrue es otra cosa? —le preguntó Graham—. Yo le publiqué su primer relato. ¿No lo has leído? Te lo envié, querido.
—Debí de traspapelarlo —respondió Carroll. Llevaba un año sin abrir
Rancid Fantasies,
aunque hacía poco había usado un ejemplar para forrar la caja de arena de su gato.
—Te gustaría —dijo Graham dejando ver sus dientes una vez más—. Es uno de los nuestros.
Carroll trató de disimular un escalofrío.
—¿Has hablado alguna vez con él?
—¿Que si he hablado con él? Hemos estado tomando una copa durante el almuerzo. Ha estado aquí esta mañana. Acababa de irse cuando llegaste tú.
Graham abrió la boca en una ancha sonrisa. Le apestaba el aliento.
—Si quieres puedo darte su dirección. No vive lejos de aquí.
Después de un almuerzo breve y tardío, leyó el primer relato de Peter Kilrue en un ejemplar de
Rancid Fantasies
que le consiguió Matthew Graham. Se titulaba
Cerditos
y trataba de una mujer emocionalmente perturbada que da a luz una carnada de lechones salvajes. Éstos aprendían a hablar, a caminar sobre sus patas traseras y a vestir como humanos, a la manera de los cerdos de
Rebelión en la granja.
Conforme avanzaba la historia, sin embargo, volvían a su estado salvaje y usaban sus colmillos para despedazar a su madre. Hacia el final del relato se enzarzaban en un combate mortal para decidir cuál de ellos se comería los trozos de carne más sabrosos.
Se trataba de un texto corrosivo y exacerbado y, aunque era sin duda el mejor relato jamás publicado en
Rancid Fan
tasies,
pues estaba escrito con cuidado y con realismo psicológico, a Carroll no le gustó. El pasaje en que los lechones se peleaban por mamar de los pechos de su madre era verdadera pornografía, particularmente grotesca y desagradable.
En una hoja doblada y metida entre las últimas páginas, Matthew Graham había dibujado un mapa aproximado de la casa de Kilrue, a unos treinta kilómetros al norte de Poughkeepsie, en una pequeña localidad llamada Piecliff. Le pillaba a Carroll de camino a su casa, atravesando el parque natural llamado Taconic, que lo llevaría a la I-90. No venía ningún número de teléfono. Graham había mencionado que Kilrue tenía problemas de dinero y que la compañía telefónica le había cortado la línea.
Para cuando Carroll llegó a Taconic ya estaba oscureciendo, y la penumbra crecía detrás de los grandes álamos y abetos que cerraban los lados de la carretera. Parecía ser la única persona que circulaba por la carretera del parque, que ascendía en curvas hacia las colinas y un bosque. En ocasiones los faros del coche alumbraban a una familia de ciervos, con ojos sonrosados que lo miraban con una mezcla de miedo e interrogación hostil desde la oscuridad.
Piecliff no era gran cosa: un minicentro comercial, una iglesia, un cementerio, un Texaco, un solo semáforo en ámbar. Lo atravesó y enfiló una carretera estrecha que discurría entre pinares. Para entonces ya era de noche y hacía frío, de manera que tuvo que poner la calefacción. Giró por Tarheel Road y su Civic avanzó con dificultad por una carretera zigzagueante y tan empinada que el motor gimió por el esfuerzo. Cerró los ojos un instante y casi se salió de la carretera; tuvo que dar un volantazo para no empotrarse en la maleza y despeñarse por la pendiente.
Unos metros más adelante el asfalto dio paso a un camino de grava,
y
el coche avanzó traqueteando en la oscuridad, mientras las ruedas levantaban una nube luminosa de polvo blanco. Los faros iluminaron a un hombre gordo con una gorra naranja brillante que estaba metiendo una carta en un buzón. En uno de los costados de éste estaba escrito con letras adhesivas luminosas KIL U. Carroll aminoró la marcha.
El hombre gordo se llevó la mano a los ojos para protegerse de la luz, escudriñando en dirección al coche de Carroll. A continuación sonrió e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la casa, un gesto de «sígueme», como si estuviera esperando la visita de Carroll. Echó a andar en dirección a la entrada y Carroll lo siguió con el coche. Los abetos se inclinaban sobre el estrecho camino de tierra y sus ramas se aplastaban contra el parabrisas y arañaban los costados del Civic.
Por fin el camino de entrada se abrió a una verja polvorienta que conducía a una casa grande y amarilla, con una torreta y un porche desvencijado que se extendía hasta la parte trasera. Una ventana rota estaba tapada con un tablón de contrachapado, y entre la maleza había un retrete. Al ver el lugar, a Carroll se le pusieron los pelos de punta. «Los viajes terminan cuando los amantes se encuentran»
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, pensó, y lo inquietante de su imaginación le hizo sonreír. Aparcó cerca de un viejo tractor medio enterrado en plantas de maíz indio que sobresalían de su techo descapotado.
Se guardó las llaves del coche en el bolsillo, salió y echó a caminar en dirección al porche, donde lo esperaba el hombre gordo, pasando por delante de un garaje intensamente iluminado. Las puertas dobles estaban cerradas, pero del interior salía el chirriar de una sierra de mano. Levantó la vista hacia la casa y vio a contraluz una silueta que lo miraba desde una de las ventanas de la segunda planta.
Eddie Carroll anunció que estaba buscando a Peter Kilrue, a lo que el hombre gordo respondió inclinando la cabeza en dirección a la puerta, el mismo gesto de «sígueme» que había empleado para dirigirlo a la entrada de la casa. Después se volvió y le dejó paso.
El recibidor estaba en penumbra y las paredes cubiertas de marcos de fotografía inclinados. Una estrecha escalera conducía a la segunda planta. En el aire había un olor húmedo y extrañamente masculino... a sudor, pero también a masa de tortitas. Carroll lo identificó de inmediato, pero también de inmediato decidió hacer como que no había notado nada.
—Vaya montón de mierda, este recibidor —dijo el hombre gordo—. Déjeme que le cuelgue el abrigo. No solemos tener visitas.
Su voz era alegre y chillona. En cuanto Carroll le tendió su abrigo, se dio la vuelta y gritó en dirección a las escaleras:
—¡Pete! ¡Visita!
El brusco cambio del tono sobresaltó a Carroll. Entonces el suelo de madera crujió sobre sus cabezas y un hombre delgado con chaqueta de pana y gafas de montura de plástico cuadrada apareció en lo alto de las escaleras.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó.
—Me llamo Edward Carroll y edito una colección de antologías.
America's New Best Horror.
—Miró a Kilrue esperando que su cara demostrara alguna reacción, pero éste permaneció impasible—. Leí uno de sus cuentos,
Buttonboy,
en
True North
y me gustó bastante. Me gustaría incluirlo en la antología de este año. —Hizo una pausa y a continuación añadió—: No ha sido fácil dar con usted.
—Suba —dijo Kilrue desde lo alto de la escalera, dando un paso atrás.
Carroll empezó a subir mientras abajo el hermano gordo caminaba por el pasillo con el abrigo de Carroll en una mano y el correo en la otra. Entonces se detuvo de golpe y miró hacia lo alto de la escalera agitando un sobre de estraza.
— ¡Eh, Pete! ¡Ha llegado la pensión de mamá! —dijo con voz temblorosa de emoción.
Para cuando Carroll llegó al final de la escalera Peter Kilrue ya caminaba en dirección a una puerta abierta al final del pasillo. Todo en la casa parecía deforme, hasta el pasillo, y el suelo daba la impresión de estar inclinado hasta el punto qué Carroll tuvo que sujetarse a la pared para conservar el equilibrio. Faltaban tablones y sobre el hueco de la escalera colgaba una inmensa araña de cristal cubierta de pelusas y telarañas. En algún lugar lejano de la memoria de Carroll resonaban los primeros compases de la banda sonora de
La familia Addams
en un carillón que tocaba un jorobado.
Kilrue ocupaba un pequeño dormitorio abuhardillado. Contra una de las paredes se hallaba una mesa pequeña de madera con la superficie desconchada, sobre la cual había una máquina de escribir eléctrica encendida con una hoja de papel metida en el rodillo.
—¿Estaba trabajando? —preguntó Carroll.
—No puedo parar —contestó Kilrue.
—Eso está bien.
Kilrue se sentó en el jergón y Carroll dio un paso dentro de la habitación. No podía avanzar más sin darse en la cabeza con el techo. Peter Kilrue tenía unos ojos extraños, desvaídos, y con los párpados enrojecidos, como si los tuviera irritados. Miraba a Carroll sin pestañear.
Éste le habló de la antología y le dijo que le pagaría doscientos dólares además del porcentaje de derechos de autor. Kilrue asintió sin demostrar sorpresa ni curiosidad alguna por los detalles. Su voz era entrecortada y femenina. Le dio las gracias a Carroll.
—¿Qué le pareció el final? —preguntó de repente, sin previo aviso.
—¿De
Buttonboy?
Me gustó. Si no me hubiera gustado, no querría publicarlo.
—En la Universidad de Kathadin lo odiaron. Todas esas niñas de papá con sus faldas escocesas. Odiaron muchas partes del relato, pero sobre todo el final.
Carroll asintió.
—Porque no se lo esperaban. Probablemente se llevaron un buen susto. Ese tipo de finales chocantes ya no están de moda.
Kilrue dijo:
—En la primera versión que escribí el gigante estrangula a la chica, y cuando ésta está a punto de perder el conocimiento se da cuenta de que el otro hombre se dispone a coserle el cono con unos botones. Pero me entró el pánico y lo cambié, Creo que Noonan no lo hubiera publicado así.
—En la literatura de terror, a menudo lo más potente es lo que se deja fuera —repuso Carroll, en realidad por decir algo. Tenía la frente cubierta de un sudor frío—. Voy al coche a coger unos formularios. —Tampoco estaba seguro de por qué había dicho eso. No tenía ningún formulario en el coche, pero de repente sentía una necesidad imperiosa de respirar aire fresco.
Agachó la cabeza y retrocedió hasta el pasillo, haciendo esfuerzos para no echar a correr. Cuando llegó al final de la escalera dudó un momento, preguntándose dónde habría puesto su abrigo el hermano obeso de Kilrue. Echó a andar por el corredor, que se volvía más y más oscuro conforme avanzaba por él.
Bajo las escaleras había una puerta pequeña, pero cuando giró el pomo de bronce no se abrió. Siguió avanzando por el pasillo buscando un armario. De algún lugar cercano llegaban el chisporroteo de grasa friéndose, olor a cebollas y el sonido seco de un cuchillo. Empujó una puerta que había a su derecha y se encontró con un comedor para invitados con las paredes decoradas con cabezas de animales disecadas. Un haz de sol oblicuo iluminaba la mesa cubierta con un mantel, rojo y con una esvástica en el centro.