Fantasmas (2 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Había llegado a odiar sobre todo las revistas, que en su mayoría empleaban tinta barata, y había aprendido también a odiar la manera en que ésta impregnaba sus dedos y el desagradable olor que dejaba en ellos.

De cualquier forma, casi nunca llegaba a terminar los relatos que empezaba a leer; era incapaz. Sólo pensar en leer otra historia de vampiros follando con otros vampiros le ponía malo. Se esforzaba por lidiar con burdos remedos de Lovecraft, pero en cuanto se encontraba con la primera y dolorosa referencia a los Dioses Arquetípicos sentía entumecerse una parte de sí mismo, como cuando se nos duerme un pie o una mano por falta de circulación, y temía que, en este caso, lo que se le había dormido era el alma.

En algún momento después de su divorcio, sus tareas como editor de
Best New Horror
se habían convertido en una obligación tediosa, de la que no se derivaba placer alguno. En ocasiones consideró, casi con esperanza, la posibilidad de dejar su cargo, aunque nunca por demasiado tiempo. Eran doce mil dólares en su cuenta corriente, la base de unos ingresos que completaba como podía editando otras antologías, dando charlas y clases. Sin esos doce mil se haría realidad su peor pesadilla: tendría que buscarse un trabajo de verdad.

No conocía la
True North Literary Review,
una revista literaria con portada de papel barato y un logotipo de pinos inclinados. Un sello en la contracubierta informaba de que era una publicación de la Universidad de Katadhin, en el estado de Nueva York. Cuando la abrió cayeron de entre sus páginas dos hojas grapadas: en realidad, una carta del editor, un profesor universitario inglés llamado Harold Noonan.

El invierno anterior un tal Peter Kilrue, empleado a tiempo parcial de los jardines del campus, se había acercado a Noonan. Enterado de que le habían nombrado editor de
True North
y de que aceptaba manuscritos originales, le pidió que leyera un relato. Noonan prometió que lo haría, más por cortesía que por otra cosa, pero cuando por fin leyó el manuscrito, titulado
Buttonboy: una historia de amor,
le impresionaron la fuerza y agilidad de su prosa
y
la naturaleza terrible de la historia que con—taba. Noonan acababa de ser nombrado editor después de que su antecesor, Frank McDane, se jubilara tras veinte años en el cargo y estaba deseando dar un nuevo rumbo a la revista, publicar relatos que «metieran el dedo en el ojo de unos cuantos».

«Me temo que lo logré con creces», escribía Noonan. Poco después de que se publicara
Buttonboy,
el director del departamento de literatura inglesa llamó a Noonan a su despacho y lo acusó de usar
True Nortb
como plataforma para «bromas adolescentes de pésimo gusto». Casi cincuenta personas cancelaron su suscripción a la revista —no poca cosa, teniendo en cuenta que la tirada era de sólo mil ejemplares— y muchos de los antiguos alumnos que la patrocinaban retiraron su financiación, indignados. Noonan fue destituido y Frank McDane accedió a supervisar la revista desde su casa, en respuesta a las protestas que exigían su regreso como editor.

La carta de Noonan terminaba así:

«Sigo convencido de que (cualesquiera que sean sus defectos)
Buttonboy
es un relato notable, aunque verdaderamente angustioso, y confío en que pueda dedicarle algo de tiempo. Admito que para mí sería en cierto modo una reivindicación que usted decidiera incluirlo en su próxima antología de los mejores relatos de terror del año.

«Terminaría esta carta invitándole a "disfrutar" de la historia, pero no estoy seguro de que ésa sea la palabra adecuada.

«Cordialmente,

Harold Noonan.»

Eddie Carroll acababa de llegar de la calle y leyó la carta de Noonan todavía de pie, en el recibidor. Buscó en la revista la página donde empezaba el relato y permaneció de pie, leyendo, antes de darse cuenta de que tenía calor. Colgó distraídamente la chaqueta en el perchero y caminó hasta la cocina.

Estuvo un rato sentado en la escalera que llevaba al piso de arriba, pasando páginas. Después, sin saber cómo, se encontró tumbado en el sofá de su despacho, la cabeza apoyada en una pila de libros, leyendo a la luz sesgada de finales de octubre.

Leyó hasta la última línea y a continuación se incorporó hasta sentarse, presa de una euforia extraña y palpitante. Éste era posiblemente el relato de peor gusto y más terrible que había leído jamás, y en su caso esto era decir mucho. En sus largos años de editor, vadeando terribles y a menudo soeces y enfermizos páramos literarios, en ocasiones se había topado con flores de indescriptible belleza, y estaba convencido de que ésta era una de ellas. Regresó al principio del relato y empezó a leer de nuevo.

 

Trataba de una joven llamada Cate —que al principio de la historia era descrita como una tímida muchacha de diecisiete años— que un día es secuestrada y metida a la fuerza en un coche por un gigante con ojos ictéricos y aparato dental. Éste le ata las manos detrás de la espalda y la empuja al asiento trasero de su camioneta... donde se encuentra con un chico de su misma edad, que al principio parece estar muerto y que ha sido desfigurado de una forma indescriptible. Sus ojos están ocultos bajo dos botones redondos y amarillos que representan unas caras sonrientes. Los botones le han sido cosidos a los globos oculares atravesando los párpados, que a su vez están hilvanados con hilo de acero.

Entonces, conforme el coche empieza a moverse también lo hace el muchacho. Toca la cadera de Cate y ésta grita, sobresaltada. A continuación el chico recorre su cuerpo con la mano hasta llegar a la cara y susurra que su nombre es Jim y que lleva viajando una semana con el gigante, desde que éste asesinó a sus padres.

—Me hizo agujeros en los ojos y me dijo que después de hacerlo vio cómo mi alma se escapaba. Dijo que hizo el mismo sonido que cuando soplas en una botella de Coca—Cola vacía, la misma música. Después me cosió estos botones, para que no se me escapara la vida. —Mientras habla, Jim se palpa los botones con las caras sonrientes—. Quiere comprobar cuánto tiempo soy capaz de vivir sin alma.

El gigante conduce a los muchachos hasta un descampado solitario, en un parque estatal cercano, y una vez allí les obliga a intercambiar caricias sexuales. Cuando se da cuenta de que Cate no es capaz de besar a Jim con pasión convincente, le raja la cara y le arranca la lengua. En el caos que sigue, con Jim aullando de pánico, tambaleándose ciego de un lado a otro, y la sangre manando a chorros, Cate consigue escapar y esconderse entre los árboles. Tres horas más tarde sale arrastrándose hasta una autopista, cubierta de sangre.

La policía no logra capturar a su secuestrador, que, acompañado de Jim, abandona el parque nacional y conduce hasta el fin del mundo. Los investigadores no son capaces de encontrar pista alguna de ninguno de los dos. No saben quién es Jim ni de dónde viene, y del gigante saben menos aún.

Dos semanas después de que Cate saliera del hospital aparece, por carta, una única pista. Recibe un sobre que contiene un par de botones con caras sonrientes, dos chinchetas de acero cubiertas de sangre reseca y una fotografía Polaroid de un puente en el estado de Kentucky. A la mañana siguiente un buzo encuentra el cuerpo de Jim en el fondo del río, en avanzado estado de descomposición, con peces que entran y salen de las cuencas vacías de sus ojos.

Cate, que en otro tiempo fue atractiva y popular, es ahora objeto de conmiseración y rechazo por parte de quienes la rodean. Comprende bien cómo se siente la gente que la ve: cuando contempla su rostro en el espejo ella también siente repugnancia. Durante un tiempo, acude a una escuela especial y aprende el lenguaje de signos, pero pronto abandona las clases. Los otros minusválidos —los sordos, los cojos, los desfigurados— la asquean con su desvalimiento, sus deficiencias.

Intenta, sin mucha suerte, volver a su vida normal. No tiene amigos íntimos, ni tampoco destrezas que le permitan ejercer un oficio, y se siente cohibida por su aspecto físico y por su incapacidad para hablar. Un día, ayudada por el alcohol, reúne el valor suficiente para acercarse a un hombre en un bar y termina siendo ridiculizada por éste y sus amigos.

No puede dormir a causa de las frecuentes pesadillas en las que revive improbables y atroces variaciones de su secuestro. En algunas de ellas Jim no es otra víctima, como ella, sino un secuestrador que la viola con pujanza. Los botones que lleva pegados a los ojos son como dos espejos que le devuelven a Cate una imagen distorsionada de su cara gritando, que, de acuerdo con la lógica perfecta del sueño, ha sido mutilada hasta convertirse en una máscara grotesca. En algunas ocasiones estos sueños la excitan sexualmente, algo que, a juicio de su psicoterapeuta, entra dentro de lo común. Cate lo despide cuando descubre que ha dibujado una cruel caricatura de ella en su cuaderno de notas.

Recurre a distintas sustancias para poder dormir: ginebra, analgésicos, heroína. Necesita dinero para pagarse las drogas y lo busca en el cajón de su padre. Éste la descubre y la echa de casa. Esa misma noche su madre la llama por teléfono y le dice que su padre está en el hospital —ha sufrido un infarto menor— y que no debe ir a visitarlo. Poco después, en un centro de día para jóvenes con minusvalías, donde Cate trabaja a tiempo parcial, un niño clava un lápiz en el ojo a otro, dejándolo tuerto. El incidente no ha sido culpa de Cate, pero en los días posteriores sus adicciones salen a la luz. Pierde su empleo e incluso después de haberse rehabilitado le resulta imposible encontrar trabajo.

Entonces, en un frío día de otoño, cuando Cate sale de un supermercado de su barrio, pasa junto a un coche de policía que está aparcado en la parte de atrás, con el capó levantado. Un agente con gafas de espejo está examinando el radiador, del que sale humo. Cate echa un vistazo al asiento trasero, y allí, con las manos esposadas detrás de la espalda, está su gigante, diez años más viejo y con veinte kilos de más.

Luchando por mantener la calma, Cate se acerca al agente inclinado bajo el capó y le escribe una nota preguntándole si conoce al hombre que lleva en el asiento trasero de su coche. Éste le dice que es un tipo al que ha arrestado en una ferretería de Pleasant Street, cuando intentaba robar un cuchillo de caza y un rollo de cinta de embalar.

Cate conoce la ferretería, ya que vive a una manzana de ella. El agente la sujeta antes de que las piernas le fallen y caiga al suelo. Llena de desesperación, empieza a escribir notas tratando de explicar lo que el gigante le hizo cuando tenía diecisiete años. El bolígrafo no puede seguir la velocidad de sus pensamientos y las notas que escribe apenas tienen sentido, ni siquiera para ella, pero el policía capta el mensaje. La conduce hasta el asiento del copiloto y abre la puerta del coche. La idea de estar en el mismo vehículo que su raptor la pone enferma de miedo, y empieza a temblar de forma incontrolada, pero el agente le recuerda que el gigante está esposado en el asiento trasero, por lo que es incapaz de hacerle daño, y que es importante que ella los acompañe a la comisaría.

Por fin se acomoda en el asiento del copiloto. A sus pies hay un anorak. El agente le dice que es su abrigo y que debería ponérselo, la mantendrá caliente y la ayudará a dejar de temblar. Cate levanta la vista hacia él y se dispone a garabatear unas palabras de agradecimiento en su libreta, pero entonces se detiene, incapaz de escribir. Algo en la visión de su cara reflejada en las gafas de espejo del policía la deja paralizada.

El policía le cierra la puerta y camina hasta la parte delantera del coche para cerrar el capó. Con los dedos agarrotados por el miedo, Cate se inclina para coger el abrigo. Cosidos a cada una de las solapas hay dos botones de caras sonrientes. Intenta abrir la puerta, pero el pestillo no cede. Tampoco puede abrir la ventana. El capó se cierra de golpe y el hombre de las gafas de espejo, que no es policía, esboza una pavorosa sonrisa. Buttonboy continúa rodeando el coche hasta que llega a la puerta trasera y una vez allí deja salir al gigante. Después de todo, hacen falta ojos para conducir.

En el espeso bosque es fácil perderse y terminar caminando en círculos, y por primera vez Cate comprende que eso es lo que le ocurrió a ella. Escapó de Buttonboy y del gigante corriendo hacia el bosque, pero nunca consiguió salir de él; en realidad lleva desde entonces dando tumbos entre la oscuridad y la maleza, trazando un gigantesco círculo sin fin de vuelta hacia sus captores. Por fin ha llegado al que siempre fue su destino, y este pensamiento, en lugar de aterrorizarla, le resulta extrañamente reconfortante. Tiene la impresión de que su sitio está con ellos y este sentimiento de pertenencia le produce alivio. Así que Cate se arrellana en su asiento y se cubre con el abrigo de Buttonboy para protegerse del frío.

 

A Eddie Carroll no le sorprendió que hubieran castigado a Noonan por publicar
Buttonboy.
El relato se recreaba en la degradación de la mujer y su protagonista era, en cierta medida, cómplice voluntaria de los malos tratos sexuales y emocionales de que es objeto. Y eso estaba mal... aunque, bien visto, Joyce Carol Oates escribió historias como ésta y para revistas como
The True North Review
y recibió premios por ello. Lo que resultaba verdaderamente imperdonable de la historia era su sorprendente final.

Carroll lo había visto venir —después de haber leído casi diez mil relatos de terror y de horror sobrenatural era difícil que algo lo cogiera desprevenido—, pero aun así lo había disfrutado. Para los expertos, sin embargo, un final sorpresa (por muy conseguido que esté) es siempre sinónimo de literatura infantil y comercial o de televisión barata. Los lectores de
The True North Review
eran, suponía, académicos de mediana edad, personas que enseñaban
Beowulfy
Ezra Pound y que soñaban desesperadamente con ver algún día un poema suyo publicado en
The New Yorker.
Para ellos, un final inesperado en un relato corto era el equivalente a una bailarina tirándose un pedo mientras interpreta
El lago de los cisnes,
un error tan garrafal que rozaba lo ridículo. El profesor Harold Noonan, o bien no llevaba tiempo suficiente en su torre de marfil, o bien estaba buscando de forma inconsciente que alguien le firmara su carta de despido.

Aunque el final tenía más de John Carpenter que de John Updike, Carroll no había leído nada parecido en ninguna recopilación de cuentos de terror, desde luego no últimamente. Sus veinticinco páginas eran un relato totalmente naturalista de la peripecia de una mujer que se ve destruida poco a poco por el sentimiento de culpa propio del superviviente. Hablaba de relaciones familiares tormentosas, de trabajos basura, de la lucha por salir a flote económicamente. Hacía mucho tiempo que Carroll no se encontraba con el pan nuestro de cada día en un relato de este tipo, ya que la mayor parte de la literatura de terror no trataba más que de carne cruda y sanguinolenta.

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