Fantasmas (8 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—¿Después de éste? Estaba pensando en un remake —
contesta Steven mientras le dirige otra mirada furtiva
—. A que no adivinas cuál.

Y entonces, de repente, le pone a Alec la mano en el brazo.

—Volver a New Hampshire me ha hecho recordar muchas cosas. He soñado con nuestra vieja amiga. ¿Te lo puedes creer?

—Nuestra vieja... —
empieza a decir Alec, hasta que se da cuenta de a quién se refiere.

—Soñé que el cine estaba cerrado, con una cadena en la puerta de entrada y tablones en las ventanas. Dentro lloraba una niña —
dice Steven, y sonríe nervioso
—. ¿No te parece raro?

Alec conduce de regreso a casa con la cara empapada en un sudor frío y un intenso malestar. No sabe por qué no ha dicho nada, Greenberg estaba prácticamente suplicándole que le dejara ayudarlo económicamente. Piensa, con amargura, que se ha convertido en un viejo tonto e inútil.

Cuando llega al cine tiene nueve mensajes en el contestador automático. El primero es de Lois Weisel, de quien Alec no ha sabido nada en años. Habla con voz aguda.
Hola, Alec,
dice,
soy Lois Weisel, de la Universidad de Boston.
Como si hubiera podido olvidarla. Lois vio a Imogene durante una proyección de
Cowboy de medianoche.
Ahora imparte cursos de posgrado de dirección de cine documental. Alec sabe que estas dos cosas no son coincidencia, como tampoco lo es que Steven Greenberg se haya convertido en lo que es.
¿Podrías llamarme? Quería hablar contigo de... Bueno, llámame, ¿de acuerdo?
Después ríe, con una risa extraña, como asustada, y añade:
Esto es una locura.
Suspira profundamente.
Sólo quería saber si pasa algo con el Rosebud, algo malo. Así que, llámame.

El siguiente mensaje es de Dana Llewellyn, que la vio en
Grupo salvaje.
El siguiente de Shane Leonard, que vio a Imogene durante la proyección de
American Graffiti.
Darren Campbell, que la vio en
Reservoir Dogs.
Algunos le hablan de un sueño que han tenido idéntico al descrito por Steven Greenberg: ventanas cegadas con tablones, una cadena en la puerta, el llanto de una niña.
..
Algunos dicen que sólo quieren hablar y para cuando ha terminado de escuchar todos los mensajes Alec se encuentra sentado en el suelo de su despacho, con los puños apretados y sin poder parar de llorar.

Unas veinte personas han visto a Imogene en los últimos veinticinco años y casi la mitad de ellas han dejado mensajes a Alec para que les llame. La otra mitad lo hará en los días siguientes, querrán saber cómo va el Rosebud, contarle los sueños que han tenido. Alec hablará con prácticamente todas las personas vivas que la han visto alguna vez, con las que Imogene sintió deseos de charlar: un profesor de teatro, el dueño de un videoclub, un financiero retirado que en su juventud escribió airadas y satíricas críticas de cine para el
Lansdowne Record,
y otros. Toda una congregación de personas que cada domingo acudían en peregrinación al Rosebud en lugar de a la iglesia, cuyas plegarias habían sido escritas por Paddy Chayefsky
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y sus himnos compuestos por John Williams
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y la intensidad de cuya fe es una llamada a la que Imogene no se puede resistir. Y Alec es uno de ellos.

Después de la venta el Rosebud permanece tres semanas cerrado por reformas. Una docena de trabajadores especializados montan andamios y trabajan con pequeños pinceles restaurando la deteriorada moldura de escayola del techo. Steven contrata más personal para que se ocupe de las gestiones diarias. Aunque ahora él es el dueño, Alec ha accedido a seguir al frente del negocio durante un tiempo.

Lois Weisel acude tres días por semana para rodar un documental sobre la renovación del local y sus alumnos desempeñan diversas tareas, como electricistas, técnicos de sonido, chicos para todo. Steven quiere organizar una gala de inauguración que sea un homenaje a la historia del Rosebud. Cuando Alec se entera de lo que quiere proyectar, una doble sesión de
El mago de Oz
y
Los pájaros,
se le pone la carne de gallina, pero no dice nada.

En la noche de la inauguración el cine está abarrotado; no ha habido tantos espectadores desde que se proyectó
Titania
Las televisiones locales filman a la gente entrando vestida con sus mejores galas. Steven está allí, por supuesto, de ahí la expectación…aunque Alec piensa que incluso sin él el aforo habría estado completo, porque la gente está deseando ver el cine restaurado. Los dos posan juntos para los fotógrafos estrechándose la mano bajo la carpa de entrada, vestidos de esmoquin. El de Steven es de Armani, especialmente comprado para la ocasión. Alec se compró el suyo para su boda.

Steven se inclina hacia él rozándole el pecho con el hombro.

—Y ahora ¿qué vas a hacer?

Antes de que llegara el dinero de Steven, Alec habría estado dentro contando las entradas y después habría encendido el proyector. Pero Steven ha contratado a gente para que se ocupe de la taquilla y de la proyección, así que Alec contesta:

—Supongo que me sentaré y veré la película.

—Guárdame un sitio —
le dice Steven
—. Me temo que no voy a salir de aquí hasta
Los pájaros,
todavía tengo que atender a la prensa.

Lois Weisel ha instalado una cámara en la parte delantera de la sala, enfocando a los espectadores y preparada para rodar en la oscuridad. Filma al público en distintos momentos, registrando sus reacciones ante
El mago de Oz.
Éste iba a ser el final de su documental

una sala abarrotada de gente disfrutando de un clásico del siglo XX en un viejo cine bellamente restaurado
—,
pero las cosas no saldrán según lo planeado.

En las primeras escenas rodadas por Lois se puede ver a Alec sentado en la última fila de la izquierda, con los ojos fijos en la pantalla y sus gafas desprendiendo reflejos azulados en la oscuridad. A su izquierda hay un asiento vacío, el único de toda la sala. En algunos momentos come palomitas, en otros só
lo mira con la boca ligeramente entreabierta y expresión casi fervorosa.

Entonces viene una escena en la que aparece vuelto hacia el asiento situado a su izquierda, en el que se ha sentado una mujer de azul. Alec está inclinado sobre ella y no hay duda de que se están besando. Los espectadores que los rodean no les prestan atención,
El mago de Oz
está a punto de terminar. Lo sabemos porque se oye a J
udy Garland recitando una y otra vez las mismas palabras con voz queda y anhelante. Dice... Bueno, ya sabéis lo que dice. Son las seis palabras más bellas jamás pronunciadas en una película.

En la escena que viene a continuación se han encendido las luces y un grupo de personas se arremolina alrededor del cuerpo inerte de Alec, desplomado en la butaca. Steven Greenberg está en el pasillo, histérico, y pidiendo a gritos un médico. Se escucha el llanto de un niño y también un zumbido de fondo procedente de los espectadores, que cuchichean nerviosos. Pero ésta no es la escena que importa, sino la inmediatamente anterior.

Sólo dura unos segundos, unos pocos cientos de fotogramas que muestran a Alec con su acompañante sin identificar y que le reportarán a Lois fama y, por supuesto, dinero. Se emitirá en programas de televisión dedicados a fenómenos inexplicables, todos aquellos fascinados por lo sobrenatural la verán una y otra vez. Será estudiada, comentada, refutada, confirmada y celebrada. Veámosla de nuevo.

Él se inclina sobre ella. Ella alza la cara hacia la suya y cierra los ojos. Es muy joven y se entrega por completo. Alec se ha quitado las gafas y la sujeta con suavidad por la cintura. Es el beso con el que todos soñamos, un beso de cine. Y, de fondo, la voz infantil y animosa de Dorothy llena la oscuridad de la sala. Dice algo sobre volver a casa. Algo que todos conocemos.

La ley de la gravedad

Cuando yo tenía doce años mi mejor amigo era hinchable. Se llamaba Arthur Roth, lo que lo convertía además en un hebreo hinchable, aunque en nuestras charlas ocasionales sobre la vida en el más allá no recuerdo que adoptara una postura especialmente judía. Charlar era lo que más hacíamos —pues, dada su condición, las actividades al aire libre estaban descartadas— y el tema de la muerte y lo que puede haber después de ella surgió más de una vez. Creo que Arthur sabía que tendría suerte si sobrevivía al instituto. Cuando le conocí ya había estado a punto de morir una docena de veces, una por cada año de vida, así que el más allá siempre estaba en sus pensamientos; y también la posible inexistencia del mismo.

Cuando digo que charlábamos quiero decir que nos comunicábamos, discutíamos, intercambiábamos insultos y elogios. Para ser exactos, era yo el que hablaba. Art no podía, porque no tenía boca. Cuando tenía algo que decir lo escribía. Llevaba siempre una libreta colgada del cuello con un hilo de bramante y ceras en el bolsillo. Los trabajos de clase y los exámenes los hacía siempre con cera, pues el lector entenderá lo peligroso que puede resultar un lápiz afilado para un niño de poco más de cien gramos de peso hecho de plástico y relleno de aire.

Creo que una de las razones por las que nos hicimos tan amigos fue porque sabía escuchar, y yo necesitaba a alguien que me escuchara. Mi madre no estaba y con mi padre no podía hablar. Mi madre se marchó cuando yo tenía tres años y envió a mi padre una carta desde Florida, confusa e incoherente, sobre pecas, rayos gamma, sobre la radiación que emiten los cables de alta tensión y sobre cómo un antojo que tenía en el dorso de la mano izquierda se le había extendido por el brazo hasta el hombro. Después de eso, sólo un par de postales, y luego, nada.

En cuanto a mi padre, padecía migrañas y por las tardes se sentaba a ver telenovelas en la penumbra del cuarto de estar, con ojos vidriosos y tristes. No soportaba que nadie lo molestara, así que no se le podía decir nada; hasta intentarlo era un error.

—Bla, bla, bla —decía, interrumpiéndome a mitad de frase—. La cabeza me está matando y aquí estás tú con tu bla, bla, bla.

Pero a Art sí le gustaba escuchar y, a cambio, yo le brindaba mi protección. Los otros chicos me tenían miedo porque me había forjado una mala reputación. Tenía una navaja automática y a veces me la llevaba al instituto y se la enseñaba a los otros chicos para mantenerlos asustados. Lo cierto es que el único lugar donde la clavaba era en la pared de mi habitación. Me gustaba tirarme sobre la cama, lanzarla contra el aglomerado y escuchar cómo la punta se hundía con un sonido seco.

Un día que Art estaba de visita y vio las muescas en la pared se lo expliqué, una cosa llevó a la otra y antes de que me diera cuenta me estaba pidiendo que le dejara tirar a él.

—Pero ¿qué te pasa? —le dije—. ¿No tienes nada dentro de la cabeza o qué? Olvídalo, ni hablar.

Sacó una pintura de cera naranja y escribió:

«Pues por lo menos déjame mirar».

Abrí la navaja y se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. En realidad todo lo miraba así, pues sus ojos eran de cristal duro y estaban pegados a la superficie de su cara. No podía pestañear ni nada. Pero esta mirada era distinta, me di cuenta de que estaba realmente fascinado.

Escribió:

«Tendré cuidado. Te lo prometo. ¡Por favor!».

Se la pasé y la apoyó en el suelo para meter la hoja y apretó el botón para que volviera a salir. Se estremeció y se quedó mirando la navaja en su mano. Y entonces, sin previo aviso, la lanzó hacia la pared. Obviamente no se clavó por la punta, hace falta práctica para eso y él no la tenía, y, para ser sinceros, nunca la tendría. Así que la navaja rebotó y salió disparada en su dirección. Art saltó a tal velocidad que fue como ver a un espíritu abandonando un cuerpo. La navaja aterrizó en el suelo, en el preciso lugar donde había estado, y después rodó debajo de mi cama.

Bajé a Art del techo de un tirón y escribió:

«Tenías razón, ha sido una estupidez. Soy un pringado, un capullo».

—Desde luego —dije yo.

Pero no era ninguna de las dos cosas. Mi padre sí que es un pringado, y los chicos del instituto, unos capullos; pero Art era diferente, todo corazón. Y lo único que quería era gustar a los demás.

En honor a la verdad, debo añadir que era la persona más inofensiva que he conocido. No sólo no habría hecho daño a una mosca, es que no podía. Si levantaba la mano para dar un manotazo a alguna, ésta seguía volando tan tranquila. Era como una especie de santo en una historia bíblica, alguien capaz de sanar a la gente con las manos. Y ya sabéis cómo terminan esa clase de historias en la Biblia. Sus protagonistas no viven mucho tiempo, porque siempre aparece el pringado o el capullo de turno que les pincha con un clavo y se queda mirándolos mientras se desinflan poco a poco.

Art tenía algo especial, algo que hacía que los otros chicos se sintieran naturalmente impulsados a pegarle. Era nuevo en el instituto, pues sus padres acababan de mudarse a la ciudad. Eran normales, tenían sangre en las venas, no aire. Art padecía uno de esos desórdenes genéticos que juegan a la rayuela con las generaciones, como la enfermedad de Tay-Sachs (una vez me contó que tuvo un tío abuelo, también hinchable, que al ir a saltar sobre un montón de hojas secas explotó tras pincharse con el diente de un rastrillo enterrado). En el primer día de curso, la señora Gannon le hizo ponerse de pie delante de toda la clase y nos lo explicó todo mientras él, avergonzado, balanceaba la cabeza.

Era blanco, pero no de raza caucásica, sino blanco como el malvavisco, o como Casper. Una costura le recorría la cabeza y los costados del cuerpo, y debajo de un brazo tenía un pezón de plástico por donde se le podía inflar.

La señora Gannon nos dijo que debíamos evitar a toda costa correr con tijeras o bolígrafos en la mano, ya que un pinchazo podría matarlo. Además no podía hablar; todos debíamos tenerlo en cuenta. Sus aficiones eran los astronautas, la fotografía y las novelas de Bernard Malamud.

Antes de invitarlo a ocupar su sitio le pellizcó suavemente en el hombro para darle ánimos y cuando hundió los dedos en él Art emitió un ligero silbido. Era el único sonido que salía de él. Si se doblaba era capaz de producir pequeños chirridos y gemidos, y cuando otras personas le apretaban dejaba escapar un suave pitido musical.

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