Carroll cerró la puerta con cuidado. A su izquierda había otra abierta que permitía ver la cocina. El hombre gordo estaba detrás de una encimera, con el pecho desnudo y cubierto de tatuajes, cortando lo que parecían ser cebollas con un cuchillo de carnicero. Tenía los pezones agujereados con aros de acero. Cuando Carroll se disponía a dirigirse a él, el hombre gordo salió de detrás de la encimera y se dirigió hacia el fuego, para remover algo que se freía en una sartén. Sólo llevaba puesto un tanga y sus pálidos glúteos, sorprendentemente delgados, temblaban con cada movimiento. Carroll retrocedió hacia la oscuridad del pasillo y, pasado un momento, siguió andando con cuidado de no hacer ruido.
Este pasillo era aún más irregular que el del piso superior, visiblemente desigual, como si un terremoto hubiera sacudido la casa, desencajándola, de modo que la parte delantera ya no casaba con la trasera. No sabía por qué no daba la vuelta, no tenía ningún sentido seguir adentrándose más y más en aquella extraña casa, pero sus pies lo arrastraban.
Abrió una puerta situada a su izquierda, cerca del final del pasillo. El mal olor y un zumbido de moscas furiosas le hicieron retroceder mientras le envolvía un desagradable calor, que delataba la presencia de un cuerpo humano. Era la habitación más oscura de todas las que había visto y parecía ser un cuarto de invitados. Se disponía a cerrar la puerta cuando escuchó algo que se movía bajo las sábanas de la cama. Se tapó la nariz y la boca con la mano y reunió fuerzas para dar un paso adelante, mientras sus ojos se habituaban a la penumbra.
En la cama había una anciana de aspecto frágil con la sábana enrollada en la cintura. Estaba desnuda y parecía intentar rascarse, con los brazos esqueléticos levantados sobre la cabeza.
—Discúlpeme —musitó Carroll desviando la mirada—. Lo siento mucho.
Una vez más se dispuso a cerrar la puerta, pero entonces se detuvo y miró otra vez hacia el interior de la habitación. La anciana se movió de nuevo bajo las sábanas. Tenía los brazos extendidos sobre la cabeza. Fue el hedor a carne humana que desprendía lo que le hizo pararse y mirarla fijamente. Conforme sus ojos se acostumbraron a la oscuridad vio que una cuerda rodeaba las muñecas de la anciana, sujetándolas al cabecero de la cama. Tenía los ojos entrecerrados y respiraba con estertores. Bajo los sacos de piel que eran sus senos se le transparentaban las costillas. Las moscas zumbaban. La mujer sacó la lengua de la boca y se la pasó por los labios resecos, pero no emitió palabra alguna.
Enseguida Carroll se encontró caminando rápidamente por el pasillo con las piernas entumecidas. Al pasar por delante de la cocina tuvo la impresión de que el hermano gordo levantaba la vista y lo miraba, pero no redujo el paso. Por el rabillo del ojo vio a Peter Kilrue de pie en lo alto de la escalera, observándolo con la cabeza levantada, como si se dispusiera a preguntarle algo.
—Cojo eso y enseguida vuelvo —le dijo Carroll sin dejar de caminar y con voz estudiadamente despreocupada.
Abrió la puerta de entrada y salió deprisa, aunque no saltó los peldaños, sino que los bajó uno a uno. Cuando se está huyendo de alguien nunca hay que saltar escalones, es la mejor manera de torcerse un tobillo. Lo había visto en centenares de películas de miedo. El aire era tan gélido que le quemaba los pulmones.
Una de las puertas del garaje estaba abierta y al pasar por delante miró hacia el interior. Vio un suelo de tierra, cadenas y ganchos que pendían de las vigas y una sierra eléctrica colgada en la pared. De pie, detrás de una mesa, había un hombre alto y anguloso con una sola mano. La otra era un muñón, cuya piel mutilada brillaba en las cicatrices. Miró a Carroll sin decir palabra, con unos ojos pálidos atentos y huraños. Carroll sonrió y le saludó con la cabeza.
Abrió le puerta de su Civic y se sentó apresuradamente frente al volante... Entonces una oleada de pánico le recorrió el pecho. Se había dejado las llaves en el abrigo. Al darse cuenta sintió deseos de llorar, pero de su boca abierta sólo salió una mezcla de risa y sollozos. También esto lo había visto en cientos de películas de miedo. La víctima había olvidado las llaves, o el coche no arrancaba, o...
El hermano manco estaba en la entrada del garaje y lo miraba. Carroll lo saludó con una mano mientras que con la otra desenchufaba su teléfono móvil del cargador. Al mirarlo se dio cuenta de que allí no había cobertura, lo que, en cierto modo, no lo sorprendió. Dejó escapar otra carcajada ahogada e histérica.
Cuando levantó la vista vio que la puerta de la casa estaba abierta y dos figuras lo miraban, de pie. Los hermanos tenían la vista fija en él. Salió del coche y echó a andar deprisa por el sendero de entrada. No empezó a correr hasta que oyó gritar a uno de ellos.
Cuando llegó al final del sendero no giró para tomar la carretera, sino que se internó campo a través por los matorrales y en dirección a los árboles. Las ramas delgadas le golpeaban la cara como si fueran látigos. Tropezó y se rasgó una de las perneras del pantalón a la altura de la rodilla. Se levantó y continuó la marcha.
La noche era clara y despejada, con el cielo plagado de estrellas. Se detuvo junto a una pendiente inclinada, agazapándose entre las rocas para recuperar el aliento mientras sentía una punzada de dolor en el costado izquierdo. Oía voces procedentes de colina arriba y el sonido de ramas quebrándose. Alguien tiró de la cuerda de arranque de un motor pequeño, una, dos veces, y entonces distinguió el rugido inconfundible de la sierra eléctrica.
Se levantó y echó a correr, abalanzándose ladera abajo, sorteando ramas de abeto, raíces y piedras sin ni siquiera verlas. Conforme avanzaba, la pendiente se volvía más y más inclinada, hasta que tuvo la impresión de estar cayendo. Iba a demasiada velocidad y sabía que cuando se detuviera sería golpeándose contra algo y haciéndose mucho daño.
Pero conforme seguía corriendo cada vez más deprisa, tenía la impresión de que con cada salto que daba surcaba metros de oscuridad, y entonces le sobrevino una oleada vertiginosa de excitación, una sensación cercana al pánico, pero que también tenía mucho de euforia. Sentía que estaba a punto de salir volando y que nunca volvería a poner los pies en el suelo. Conocía este bosque, esta oscuridad, esta noche. Sabía que no lo tenía fácil y conocía bien aquello que lo perseguía, pues llevaba persiguiéndolo toda su vida. Sabía dónde se encontraba, en una historia que está próxima a su fin, y conocía mejor que nadie cómo funcionaban estas historias. Y si había alguien capaz de salir con vida de estos bosques, ése era él.
El mejor momento para verla es cuando el lugar está casi lleno. Está esa historia tan conocida del hombre que va a la sesión de madrugada de un cine y se encuentra la sala casi desierta. A mitad de la película mira a su alrededor y la ve sentada a su lado en una butaca que sólo unos instantes antes estaba vacía. El hombre se la queda mirando. Ella gira la cabeza y lo mira también, le sangra la nariz y tiene los ojos dilatados y tristes.
Me duele la cabeza,
susurra.
Tengo que salir un momento. ¿Si me pierdo algo me lo cuentas luego?
Es entonces cuando el hombre se da cuenta de que es tan incorpórea como el rayo de luz de color azul cambiante que sale del proyector, de que puede ver a través de su cuerpo. Entonces ella se levanta y se desvanece. También está la historia del grupo de amigos que van juntos al cine Rosebud el jueves por la noche. Uno de ellos se sienta junto a una mujer sola, vestida de azul. Como la película tarda en empezar, decide entablar conversación con ella.
¿Qué ponen mañana?,
le pregunta.
El cine estará oscuro mañana,
le responde ella.
Ésta es la última sesión.
Poco después de empezar la película, desaparece. De vuelta a su casa después de la película, el hombre muere en un accidente de coche.
Estas y muchas otras famosas historias relacionadas con el cine Rosebud son falsas... meras leyendas inventadas por gente que ha visto demasiadas películas de terror y que cree saber muy bien cómo funciona un cuento de fantasmas.
Alec Sheldon, uno de los primeros en ver a Imogene Gilchrist, es propietario del Rosebud y a sus setenta y tres años sigue manejando él mismo el proyector casi todas las noches. Con sólo hablar unos instantes con una persona que afirma haberla visto sabe si dice o no la verdad. Pero esa información se la guarda para sí y nunca desmiente públicamente la historia de nadie... Sería perjudicial para el negocio.
Sin embargo sabe muy bien que quien afirma haber visto a través de ella miente. Algunos de estos charlatanes hablan de sangre que mana de su nariz, sus oídos, sus ojos; afirman que les dirigió una mirada suplicante y les pidió que llamaran a alguien, que buscaran ayuda. Pero ella no sangra nunca así y cuando tiene ganas de hablar no es para pedir un médico. Muchos de los supuestos testigos empiezan su relato de la misma manera:
No se va a creer lo que acabo de ver.
Y están en lo correcto, porque él no se lo cree, aunque siempre los escucha con una sonrisa paciente, casi alentadora.
Aquellos que la han visto no van en busca de Alec para contárselo. Lo más normal es que sea él quien los encuentre a ellos deambulando por el vestíbulo con paso vacilante; están conmocionados y no se sienten bien. Necesitan sentarse un momento. Nunca dicen:
No va a creer lo que acabo de ver.
La experiencia está todavía demasiado reciente y la idea de que quizá no les crean no les viene hasta más tarde. A menudo se encuentran en un estado que podría calificarse de adormecimiento, de aceptación incluso. Cuando piensa en el efecto que tiene en quienes se encuentran con ella se acuerda de Steven Greenberg saliendo de una proyección de
Los pájaros
una fresca tarde de domingo en 1963, Steven tenía entonces doce años y pa
sarían doce más antes de que se hiciera famoso: entonces no era aún «el chico de oro», sino un chico nada más.
Alec estaba en el callejón trasero del Rosebud fumando un cigarrillo cuando a su espalda escuchó abrirse de golpe la puerta de la salida de incendios. Se volvió y vio a un muchacho larguirucho apoyado en el quicio, simplemente apoyado, ni salía ni entraba. El muchacho parpadeó, deslumbrado por la fuerte luz blanca del sol, con la mirada confusa y desconcertada propia de un niño pequeño al que han despertado bruscamente de un profundo sueño. Detrás de él Alec veía una oscuridad llena de un estridente piar de gorriones y, más abajo, a unos cuantos espectadores revolviéndose incómodos en sus asientos y empezando a quejarse.
—Eh, chico: ¿entras o sales? —
preguntó Alec
—. Si dejas abierto entra la luz.
El chico
—
por entonces Alec aún no sabía su nombre
—
volvió la cabeza y se quedó mirando hacia el interior del cine durante un momento largo e intenso. Después salió y la puerta con amortiguador se cerró detrás de él suavemente, pero siguió sin moverse y sin ir a ninguna parte. El Rosebud llevaba dos semanas proyectando
Los pájaros,
y Alec había visto a otros espectadores salir antes de que terminara, pero nunca a un chico de doce años. Era la clase de película que la mayoría de los niños de esa edad esperaba un año entero para ver, pero ¿quién sabe? Tal vez éste era especialmente miedoso.
—Me he dejado la Coca-Cola dentro —
dijo el muchacho con voz distante, casi neutra
—. Todavía quedaba mucha.
—¿Quieres entrar a cogerla?
El chico levantó la vista y miró a Alec con expresión alarmada, y entonces éste lo supo.
—No.
Alec terminó su cigarrillo y lo tiró al suelo.
—Me he sentado con la mujer muerta —
soltó el niño de pronto.
Alec asintió con la cabeza.
—Me ha hablado.
—¿Qué te ha dicho?
Miró de nuevo al niño y lo vio observándolo fijamente con los ojos abiertos de par en par, incrédulos.
—Que tenía ganas de hablar con alguien, dijo. Que cuando le gusta una película necesita hablar.
Alec sabe que cuando quiere hablar con alguien siempre es sobre cine. Suele dirigirse a hombres, aunque en ocasiones elige sentarse junto a una mujer, Lois Weisel, por ejemplo. Alec tiene una teoría acerca de lo que la impulsa a aparecerse a alguien. Lleva un tiempo tomando notas en su bloc amarillo y tiene una lista de las personas a las que se ha aparecido, en qué película y cuándo (Leland King,
Harold y Maude,
minuto 72; Joel Harlowe,
Cabeza borradora,
minuto 77; Hal Lash,
Sangre fácil,
minuto 85, y todos los demás). A lo largo de los años ha ido desarrollando una teoría sobre las condiciones que favorecen su aparición, aunque los detalles concretos siempre cambian.
Cuando era joven siempre pensaba en ella, o al menos siempre la tenía presente de alguna manera; fue su primera y más sentida obsesión. Después, por un tiempo, estuvo mejor, cuando el cine marchaba bien y él era un hombre de negocios respetado en la comunidad, en la cámara de comercio y en el concejo municipal. En esos días podían pasar semanas sin que pensara en ella, pero entonces alguien la veía o afirmaba haberla visto y todo empezaba de nuevo.
Sin embargo, después de su divorcio
—
ella se quedó con la casa y él se mudó al apartamento de una sola habitación en los bajos del local
—
y poco antes de que abrieran los multicines de ocho salas a las afueras de la ciudad, empezó a obsesionarse otra vez, no tanto con ella como con el cine en sí. (Aunque, ¿acaso había diferencia alguna? En realidad no, supone, los pensamientos sobre uno y otra siempre están relacionados). Nunca imaginó que llegaría a ser tan viejo y a tener tantas deudas. Le cuesta conciliar el sueño, porque en su cabeza bullen las ideas
—
descabelladas, desesperadas
—
sobre cómo evitar tener que cerrar el cine. Permanece despierto pensando en ingresos, empleados, bienes amortizables. Y cuando ya no puede seguir pensando en dinero trata de imaginar adónde irá si el cine cierra. Se ve en un hogar para jubilados, con colchones apestando a linimento y viejos encorvados sin dentadura viendo comedias televisivas en un salón mohoso; se ve en un lugar donde se apagará lenta y pasivamente, como un papel de pared demasiado expuesto al sol que pierde poco a poco su color.
Y eso es malo. Pero es aún peor cuando trata de imaginar qué le ocurrirá a ella si cierra el Rosebud. Ve la sala despojada de sus butacas, un espacio vacío y lleno de eco, con pelusas de polvo en las esquinas y bolas de chicle seco, adheridas al cemento. Las pandillas de adolescentes lo usan para beber y follar; ve botellas de licor tiradas por todas partes, pintadas analfabetas en las paredes, un condón solitario y grotesco en el suelo, delante de la pantalla. Este lugar desolado y vulnerado será su última morada, donde desaparecerá para siempre.