Mientras esperaba a que mi madre se fuera a la cama me pinté la cara. Me encerré en el cuarto de baño del sótano y usé una de sus barras de labios para dibujarme una máscara roja y pringosa en forma de anteojos. No quería que nadie me viera mientras volaba y, si lo hacían, pensé que los círculos rojos distraerían a mis testigos potenciales de otros rasgos. Además, pintarme la cara me hacía sentirme bien, me excitaba extrañamente sentir el pintalabios deslizándose sobre la piel. Cuando terminé estuve un rato mirándome en el espejo. Me gustaba mi máscara roja. Era sencilla, pero con ella mis facciones resultaban distintas, raras. Sentía curiosidad por esta nueva persona que me miraba desde el espejo. Curiosidad por lo que quería y por lo que era capaz de hacer.
Una vez que mi madre se hubo encerrado en su habitación subí al piso de arriba y salí por el agujero de la pared de mi dormitorio, donde antes había estado una ventana, y de ahí, al tejado. Faltaban un par de tejas y otras estaban sueltas, colgando torcidas. Otra cosa que mi madre trataría de arreglar ella misma, con tal de ahorrarse unos centavos. Tendría suerte si no se caía del tejado y se partía el cuello. Allí donde el mundo se junta con el cielo cualquier cosa es posible, y nadie lo sabía mejor que yo.
El frío me hacía daño en la cara y entumecía mis manos. Había estado sentado con ellas flexionadas durante largo rato, reuniendo valor para contradecir cien mil años de evolución, gritándome que moriría si me lanzaba desde el tejado. Y al minuto siguiente lo había hecho y me encontraba suspendido en el aire frío y claro, a diez metros del césped.
El lector esperará leer ahora que el entusiasmo me invadió y rompí en gritos de felicidad ante la emoción de volar. Pero no, lo que sentí fue mucho más sutil. El pulso se me aceleró y por un instante contuve el aliento. Poco a poco se adueñó de mí una quietud similar a la que reinaba en el aire. Estaba completamente concentrado en mí mismo, en conservar el equilibrio sobre aquella burbuja incorpórea situada debajo de mí (lo que puede hacer pensar que sentía algo debajo, como un cojín invisible de apoyo; pero no era así, y por eso no paraba de retorcerme para evitar caerme). Tanto por instinto como ya por la costumbre, mantenía las rodillas pegadas al pecho y los brazos alrededor de ellas.
Me deslicé hacia delante y di algunas vueltas alrededor de un arce rojo. El álamo muerto hacía tiempo que había desaparecido del jardín, después de que una ventisca lo partiera en dos y la copa hubiera caído contra la casa y una de las ramas más largas hubiera hecho pedazos una de las ventanas de mi dormitorio, como si aún me buscara para matarme. Hacía frío y éste se intensificaba conforme yo ascendía más y más, pero no me importaba. Quería llegar a lo más alto.
Nuestra ciudad había sido construida en la ladera de un valle que parecía un tosco cuenco salpicado de luces. Escuché un graznido quejumbroso junto a mi oreja izquierda y el corazón me dio un vuelco. Al escudriñar en la espesa oscuridad pude distinguir un ánade real, con cabeza negra brillante y un increíble cuello de color esmeralda, batiendo las alas y mirándome con curiosidad. No permaneció a mi lado mucho tiempo, sino que agachó la cabeza, giró en dirección sur y pronto hubo desaparecido.
Durante un rato no supe adonde me dirigía. Por un momento perdí los nervios, cuando me di cuenta de que no sabía cómo iba a bajar sin caer en picado y estrellarme en el suelo. Pero cuando tuve los dedos completamente agarrotados y la cara insensible por el frío me incliné un poco hacia delante e inicié el descenso con total suavidad, tal y como lo había practicado en el sótano.
Cuando divisé la avenida Powell supe dónde me encontraba. Floté sobre tres manzanas más, elevándome en una ocasión para evitar el cable de un semáforo, y después gané altura de nuevo y me dirigí, como en un sueño, hacia la casa de Angie. Estaría a punto de terminar su turno en el hospital.
Pero se retrasó casi una hora. Me encontraba sentado en el tejado de su garaje cuando hizo su entrada en la rampa conduciendo el viejo Civic marrón que habíamos compartido. Todavía le faltaba el parachoques y el capó estaba abollado, desperfectos que sufrió cuando choqué contra un contenedor en mi desesperado intento por huir de la policía.
Angie iba maquillada y llevaba puesta la falda color lima con estampado de flores tropicales, la que se ponía siempre para las reuniones de personal todos los finales de mes. Sólo que no era fin de mes. Seguí sentado en el tejado metálico del garaje y la observé trotar sobre sus tacones altos hasta la puerta principal de la casa y entrar.
Por lo general, se duchaba siempre al llegar a casa y yo no tenía nada más interesante que hacer.
Me deslicé por una esquina del tejado y floté como un globo negro hacia el tercer piso de la alta y estrecha casa de estilo Victoriano de sus padres. Su dormitorio estaba a oscuras. Me apoyé en el cristal escudriñando en dirección a la puerta, esperando a que se abriera. Pero Angie ya estaba dentro y encendió una lámpara situada a la izquierda de la ventana, sobre una cómoda. Miró por la ventana en mi dirección. Yo también la miré, sin moverme. No podía, estaba demasiado nervioso. Ella miraba por la ventana sin interés y sin mostrar sorpresa alguna. No me veía a mí, tan sólo su reflejo en el cristal, y me pregunté si alguna vez me había visto en realidad.
Floté junto a su ventana mientras se sacaba la falda por la cabeza y se desprendía de su sencilla ropa interior. El baño estaba contiguo a su dormitorio y tuvo el detalle de dejar la puerta abierta. La miré ducharse a través de la mampara transparente. Se tomó su tiempo, levantando los brazos para retirar de la cara sus cabellos color miel mientras el agua caliente le bañaba los pechos. Ya la había visto ducharse antes, pero nunca me había resultado tan interesante. Deseé que se masturbara con la alcachofa de la ducha, algo que, según me contó, solía hacer cuando era adolescente, pero no lo hizo.
Durante un rato la ventana se cubrió de vaho y no podía verla tan claramente, tan sólo su silueta de color rosa pálido moviéndose de aquí para allá. Entonces escuché su voz, estaba al teléfono y le preguntaba a alguien por qué estaba estudiando un sábado por la noche. También dijo que estaba aburrida y que tenía ganas de practicar un juego. Hablaba con un tono entre petulante y erótico.
Cuando el vapor condensado de su habitación se esfumó, en el centro de la ventana se abrió un círculo de cristal limpio. Entonces la vi, con un top blanco sin tirantes y unas braguitas negras de algodón, sentada frente a una mesa pequeña y con el cabello envuelto en una toalla. Había colgado el teléfono y estaba jugando en el ordenador, tecleando un mensaje de vez en cuando. Se había servido una copa de vino blanco y la vi bebérselo. En las películas los mirones espían a modelos bailando en sus apartamentos en ropa interior de encaje, pero lo ordinario también puede resultar pervertido: los labios en la copa de vino, el elástico de unas braguitas de algodón ciñendo un muslo blanco.
Cuando dejó el ordenador parecía satisfecha, pero inquieta. Se metió en la cama, encendió un televisor pequeño y empezó a cambiar de un canal a otro. Se detuvo en uno y se puso a ver a unas focas apareándose. Una trepaba sobre el lomo de la otra y la embestía mientras su capa de grasa temblaba con furia. Angie miró con nostalgia en dirección al ordenador.
—Angie —dije.
Pareció costarle un momento darse cuenta de que había oído algo. Después se sentó y se inclinó hacia delante, escuchando. Repetí su nombre y pestañeó nerviosa. Volvió la cabeza hacia la ventana casi de mala gana, pero de nuevo no vio más que su propio reflejo... hasta que golpeé el cristal.
Entonces encogió los hombros en un acto reflejo y abrió la boca para gritar, aunque no emitió sonido alguno. Transcurrido un instante se levantó de la cama y se acercó hacia la ventana con paso indeciso. Miró afuera y la saludé con la mano. Entonces buscó una escalera bajo mis pies y cuando no la vio levantó los ojos hacia mí. Se tambaleó y apoyó las manos en la cómoda para no caerse.
—Abre la ventana —dije.
Estuvo peleándose con el cerrojo largo tiempo y por fin abrió.
—Dios mío —dijo—. Dios mío, Dios mío. ¿Cómo haces eso?
—No lo sé. ¿Puedo entrar?
Me apoyé en el alféizar, tratando de ponerme cómodo. Tenía un brazo dentro de la habitación pero las piernas me colgaban por fuera.
—No —dijo—. No me lo creo.
—Pues es real.
—¿Cómo es posible?
—No lo sé, te lo prometo —contesté cogiendo la esquina de la capa—. Pero ya lo había hecho antes, hace mucho tiempo. ¿Sabes lo dé la rodilla y la cicatriz en el pecho? Te dije que me lo hice al caerme de un árbol. ¿Te acuerdas?
Una mirada de sorpresa mezclada con súbita comprensión se dibujó en su cara.
—La rama se rompió y cayó al suelo. Pero tú no. No inmediatamente. Te quedaste en el aire. Llevabas puesta la capa y fue como mágico, no te caíste.
Ella lo sabía, lo sabía y yo ignoraba cómo, porque nunca se lo había contado. Yo podía volar y ella era vidente.
—Me lo contó Nicky —dijo al notar mi confusión—. Me contó que cuando cayó la rama pensó que te había visto volar. Me contó que estaba tan seguro de haberte visto que él intentó volar también y se hizo aquello en la cara. Estábamos hablando y él trataba de explicarme por qué llevaba dientes postizos. Me dijo que por aquel entonces estaba loco. Que los dos lo estabais.
—¿Cuándo te contó lo de sus dientes? —le pregunté. Mi hermano nunca superó su inseguridad respecto a su cara, su boca sobre todo, y no solía contarle a nadie que llevaba dientes postizos. Angie movió la cabeza.
—No me acuerdo.
Me di la vuelta en el alféizar y apoyé un pie sobre la cómoda.
—¿Quieres probar lo que se siente al volar?
Tenía la mirada vidriosa por la incredulidad y la boca abierta en una sonrisa aturdida. Entonces ladeó la cabeza y entrecerró los ojos.
—¿Cómo lo haces? —preguntó—. Lo digo en serio.
—Tiene que ver con la capa, no lo sé exactamente. Magia, supongo. Cuando me la pongo puedo volar, eso es todo.
Puso un dedo junto a uno de mis ojos y recordé el antifaz que me había pintado con carmín.
—¿Y qué es eso que llevas en la cara? ¿Para qué sirve?
—Me hace sentirme sexy.
—Joder, tío. Mira que eres raro. Y he vivido contigo dos años. —Pese a todo, se reía.
—¿Quieres volar o no?
Entré del todo en la habitación y me senté en la cómoda con las piernas colgando.
—Siéntate en mi regazo y te llevaré por la habitación.
Paseó la mirada de mi regazo a mi cara, con una sonrisa que se había vuelto maliciosa y desconfiada. Una brisa se colaba por la ventana, a mi espalda, agitando la capa. Angie tembló y se encogió. Entonces se dio cuenta de que aún estaba en ropa interior. Inclinó la cabeza y se quitó la toalla del pelo todavía húmedo.
—Espera un minuto —dijo.
Fue hasta el armario y, detrás de la puerta, se agachó para coger un jersey. Mientras lo hacía un grito lastimero salió del televisor y no pude evitar dirigir la vista hacia la pantalla. Una foca mordía a otra en el cuello con furia, mientras la víctima gemía. El narrador explicaba que los machos dominantes hacían uso de todas las armas a su alcance para alejar a cualquier rival que amenazara su acceso a las hembras de la manada. La sangre derramada sobre la nieve parecía zumo de grosella.
Angie carraspeó para atraer mi atención y cuando la miré su boca me pareció, por un instante, delgada y pálida, con las comisuras torcidas hacia abajo, expresando irritación. De inmediato aparté la vista y me centré de nuevo en el programa de televisión, aunque no me interesaba en absoluto. No pude evitarlo. Es como si yo fuera el polo negativo y la televisión el positivo. Juntos formamos un circuito y nada que quede fuera de él importa. Era igual que cuando leía cómics. Una debilidad, lo admito, pero verla allí juzgándome me puso de mal humor.
Se colocó un mechón de cabello húmedo detrás de la oreja y me dirigió una sonrisa rápida y picara, tratando de aparentar que no había estado mirándome con reprobación. Me incliné hacia atrás y trepó con torpeza hasta sentarse sobre mis muslos.
—¿Por qué no puedo dejar de pensar que esto no es más que un truco pervertido para hacerme sentar en tu regazo? —preguntó.
Yo me dispuse a despegar y ella dijo:
—Vamos a caernos en...
Me deslicé del borde de la cómoda y me elevé en el aire, inclinándome atrás y adelante mientras Angie se sujetaba con los dos brazos a mi cuello y profería gritos de alegría y miedo al mismo tiempo.
Yo no soy muy robusto, pero aquello no era como cogerla en brazos... sino como si ambos nos balanceáramos en una mecedora invisible suspendida en el aire. Lo único que había cambiado era el centro de gravedad, y yo tenía la impresión de estar maniobrando en una canoa con demasiados pasajeros. La llevé flotando alrededor de la cama, y luego por encima, mientras ella gritaba, y reía y gritaba de nuevo.
—¡Ésta es la mayor locura! —dijo—. ¡Oh, Dios mío, nadie se lo va a creer! ¿Eres consciente de que vas a ser la persona más famosa de toda la historia?
Mientras hablaba me miraba con los ojos abiertos y brillantes, como solía hacerlo al principio, cuando le hablaba de Alaska. Me dirigí hacia la cómoda para aterrizar, pero cambié de idea y, agachando la cabeza, salí volando por la ventana.
—¡No! ¿Qué estás haciendo? ¡Joder, qué frío hace!
Me apretaba tan fuerte alrededor del cuello que me costaba trabajo respirar. Volé en dirección al filo plateado de la luna.
—Aguanta el frío —le dije—. Sólo será un minuto. ¿No merece la pena, con tal de poder volar así, como en sueños?
—Sí —contestó—, es increíble.
—Lo es.
Temblaba violentamente, lo que hacía vibrar sus pechos debajo de la delgada blusa de forma interesante. Continué ascendiendo hacia una hilera de nubes ribeteadas de mercurio. Me gustaba cómo se aferraba a mí, sentirla temblar.
—Quiero volver.
—Todavía no.
Yo llevaba abiertos los primeros botones de la camisa y ella hundió la cabeza en mi pecho, apretando su helada nariz contra mi carne.
—Llevaba un tiempo queriendo hablar contigo —dijo—. Esta noche quería haberte llamado. Estaba pensando en ti.
—¿Y a quién llamaste en mi lugar?
—A nadie —contestó. Entonces se dio cuenta de que había estado escuchando desde detrás de la ventana y añadió—: Bueno, a Hannah, una compañera de trabajo.