Fantasmas (25 page)

Read Fantasmas Online

Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Wyatt gritó y se puso en pie de un salto.

—No está... —dijo respirando con dificultad. Tragó saliva y lo intentó de nuevo—: No está... —miró a la señora Pre—zar y se calló de nuevo.

Hasta aquel momento no había tenido ocasión de ver la mano derecha de la mujer. Sujetaba un cuchillo.

Tenía la impresión de haberlo visto antes. Los vendían en estuches de plástico transparente en la ferretería de Miller, en el mostrador situado a la izquierda de la puerta, junto a las chaquetas de camuflaje. Wyatt recordaba uno en particular, con cuchilla de veinticinco centímetros, filo serrado y acero reluciente como un espejo. Era posible, incluso, que lo hubiera pedido para verlo de cerca. Era el que más a la vista estaba. También recordó ver salir a la señora Prezar de la tienda con un brazo apretado contra el abrigo, y sin bolsa.

Ella se dio cuenta de que la miraba y apartó la vista de él para posarla en sí misma por un momento, con expresión de total asombro, como si no tuviera ni idea de cómo había llegado aquel objeto a sus manos. Como si, tal vez, no supiera para qué podía servir aquel cuchillo. Después volvió a mirar a Wyatt.

—Lo tiró. —Tenía una mirada casi suplicante—. Llevaba las manos llenas de sangre y se le enganchó dentro de Baxter. Cuando trató de sacarlo se le escurrió, se cayó al suelo y lo cogí. Por eso no me mató a mí, porque tenía el cuchillo. Fue entonces cuando se marchó corriendo.

Su puño cerrado apretaba el mango de teflón del cuchillo, que estaba muy manchado; la sangre oscurecía también cada estría de la piel de sus nudillos y la piel de su dedo pulgar. De su chaqueta impermeable aún caían gotas de sangre que manchaban la tapicería de cuero.

—Iré corriendo a buscar ayuda —dijo Wyatt, pero estaba convencido de que ella no le había oído. Hablaba en voz tan queda que apenas podía oírse él mismo. Tenía las manos levantadas y con las palmas hacia fuera, en actitud defensiva. No habría sabido decir cuánto tiempo llevaba en esa postura.

La señora Prezar apoyó un pie en el suelo e hizo ademán de levantarse. Este movimiento inesperado sobresaltó a Wyatt, que reculó, tambaleante. Entonces algo le ocurrió a su pie derecho, porque trataba de dar un paso atrás y no podía, estaba enganchado al suelo, de manera que no podía moverse. Miró y se dio cuenta de que se le había desatado un cordón y se lo estaba pisando, pero era demasiado tarde y cayó de espaldas.

El golpe bastó para dejarlo sin aliento. Se arrastró boca arriba por el húmedo suelo alfombrado de hojas caídas. Después miró al cielo, que ya había adquirido un tono violeta oscuro mientras aquí y allí aparecían las primeras estrellas. Tenía los ojos llorosos. Parpadeó y se incorporó hasta sentarse.

La señora Prezar había salido del coche y estaba a casi un metro de él, con su zapatilla en una mano y el cuchillo en la otra. Se le había salido la deportiva derecha, y ahora, con el pie cubierto sólo por un calcetín de deporte, sentía frío.

—Lo tiró —dijo la señora Prezar—. El hombre que nos atacó. Yo no haría algo así, no haría daño a mis niños. El cuchillo... sólo lo cogí.

Wyatt consiguió ponerse de pie y dio un paso atrás separándose de ella y tratando de no apoyarse en el pie derecho, para que no se le mojara con las hojas del suelo. Quería recuperar su zapatilla antes de echar a correr. La señora Prezar se la ofrecía con un brazo extendido mientras el otro le colgaba junto al cuerpo, todavía sosteniendo el cuchillo. Consciente una vez más de cómo Wyatt la miraba, dirigió la vista hacia el cuchillo y después hacia él mientras negaba lentamente con la cabeza.

—Yo no lo haría —dijo, y dejó caer el cuchillo. Después se inclinó hacia Wyatt y le ofreció su zapatilla—. Toma.

Wyatt se acercó un paso, cogió la zapatilla y se la puso, aunque ella al principio no la soltaba y, cuando lo hizo, fue para agarrarlo del brazo. Le clavó las uñas en la delgada carne de la muñeca haciéndole daño. Le asustó lo rápido que le había agarrado y con qué fuerza lo hizo.

—No he sido yo —dijo, mientras Wyatt trataba de liberar su brazo. Ella, con la otra mano, lo agarró de la chaqueta y del jersey, manchándolo de sangre.

—¿Qué le vas a decir a la gente? —preguntó.

Tal era su pánico, que Wyatt no estaba seguro de haberla oído bien, pero no le importaba; lo único que quería era que le soltara. Sus uñas le hacían daño, pero además le estaba llenando de sangre, la mano, la muñeca, el jersey. Era una sensación pegajosa y desagradable, y por nada del mundo quería que le siguiera manchando. Le agarró la mano izquierda por la muñeca e intentó que le soltara, apretó hasta que notó cómo los huesos de su muñeca se separaban de las articulaciones. Ella lloriqueaba y lo empujaba con la mano derecha en su hombro y hundiéndole los dedos en la articulación. Él le apartó el hombro y la empujó, sólo un poco, para alejarla de él. Ella abrió los ojos desorbitadamente y dejó escapar un gritito horrible y ahogado. Entonces levantó la mano y empezó a arañarle, a rasgarle la piel con sus afiladas uñas, hasta que Wyatt notó el escozor caliente de la sangre en las mejillas.

Sujetó la mano que le arañaba y le dobló los dedos hacia atrás hasta que casi tocaron el dorso. Después le dio un puñetazo en el esternón, aguardó a que se quedara sin respiración y cuando se inclinó hacia delante la golpeó en la cara con el puño cerrado, hiriéndose los nudillos. Ella se tambaleó hacia delante y le asió por el jersey y, al caer, lo arrastró con ella. Todavía lo tenía sujeto por la muñeca y sus uñas seguían hundidas en su carne. Necesitaba librarse de ella como fuera, así que la agarró por el pelo y tiró hasta hacerle doblar la cabeza hacia atrás, tiró y tiró hasta que sólo le veía la garganta y no podía tirar más. Ella jadeó, le soltó la muñeca e intentó abofetearle, y entonces él le hundió el puño en la garganta.

Se atragantaba. Wyatt le soltó el pelo y ella dejó caer la cabeza hacia delante. Se desplomó de rodillas, sujetándose el cuello con ambas manos, los hombros encogidos y el pelo cayéndole por la cara, respirando con dificultad. Entonces giró la cabeza y miró el cuchillo, que estaba en el suelo junto a ella. Alargó la mano para cogerlo pero no fue lo bastante rápida y Wyatt pudo empujarla y cogerlo antes que ella. Se volvió y lo blandió en un gesto amenazador para mantenerla alejada de él.

Permaneció a unos metros de ella, respirando también con dificultad, observándola. Ella le devolvió la mirada. Tenía el pelo pegado a la cara en rizos enredados y pringosos de sangre, pero lo miraba a través de ellos. Todo lo que Wyatt veía era el blanco de sus ojos. Ella respiraba ahora algo más despacio. Permanecieron así, mirándose, tal vez cinco segundos.

—Ayuda —musitó ella con voz ronca—. Ayuda.

Él la miró y ella se puso de pie con dificultad.

—Ayuda —gritó por tercera vez.

Le escocía la mejilla izquierda, donde ella le había arañado, sobre todo en la comisura del ojo.

—Les contaré a todos lo que ha hecho —dijo.

La señora Prezar lo miró un momento más; después se dio la vuelta y echó a correr.

—Socorro —gritaba—. ¡Ayúdenme!

Pensó en correr detrás de ella y detenerla. Sólo que no sabía cómo detenerla si conseguía alcanzarla, así que la dejó marchar.

Dio unos pasos en dirección al coche, apoyó el brazo en la puerta abierta y descansó, volcando el peso del cuerpo contra ella. Se sentía mareado. La señora Prezar iba ya por el camino, su silueta negra se dibujaba sobre la pálida oscuridad del bosque.

Wyatt permaneció allí unos breves instantes, jadeando. Después bajó los ojos y vio a Baxter mirándolo, los ojos grandes y redondos en su cara delgada y de huesos pequeños. Wyatt vio, conmocionado, cómo el niño movía la lengua alrededor de la boca, como si quisiera decir algo.

El estómago le dio un vuelco y las piernas le empezaron a temblar al mirar al niño otra vez, con la cuchillada en la garganta, aquel tajo con forma de anzuelo que le empezaba detrás de la oreja derecha y le bajaba hasta justo debajo de la nuez. Al observarlo, Wyatt reparó en que la sangre seguía manando de su herida a borbotones lentos y espesos. El asiento bajo su cabeza estaba empapado en ella.

Rodeó la puerta abierta y se inclinó sobre el niño. Después miró si estaban puestas las llaves de contacto, pensó que tal vez podría conducir el coche hasta la 17K y allí... pero no estaban y no sabía dónde buscarlas. La sangre..., lo importante en una situación como aquélla era detener la hemorragia, lo había visto por la televisión, en
Urgencias.
Había que buscar una toalla, hacer una pelota con ella y aplicar presión en la herida hasta que llegara ayuda. No tenía una toalla, pero sí había un fular en el suelo, junto al coche. Se arrodilló junto a la puerta abierta y el bolso volcado y lo cogió. Uno de los extremos estaba empapado y lleno de barro. El asco le hizo vacilar una milésima de segundo, pero después lo arrugó y lo apretó contra la herida del niño. Podía notar la sangre brotando debajo.

El fular era de una fina tela de seda, casi transparente, y ya estaba mojado por el agua del charco, así que pronto la sangre le empapó las manos, la cara interior de los brazos. Lo soltó y trató de limpiarse, frenético, en la camisa, mientras Baxter lo miraba con ojos fascinados de asombro. Eran azules, como los de su madre.

Wyatt se echó a llorar. No sabía que iba a hacerlo hasta que empezó, y no recordaba la última vez que había llorado sin contención. Agarró algunos de los papeles que se habían salido del bolso de la señora Prezar y trató de apretarlos contra la herida, con peores resultados que con el fular. Eran papeles satinados, nada absorbentes, varias páginas grapadas y la primera llevaba estampada la palabra impagado en tinta roja.

Pensó en vaciar el bolso del todo, en busca de algo más que le sirviera para comprimir la herida, pero después se quitó la cazadora, el chaleco blanco que se ponía para trabajar, hizo una bola con la prenda y taponó la herida. Hacía presión con ambas manos y empujaba con gran parte del cuerpo. El chaleco blanco parecía casi fluorescente en la oscuridad, pero pronto apareció una gran mancha que se extendió y empapó todo el tejido. Trató entonces de pensar qué hacer a continuación, pero no se le ocurría nada. Le vino a la mente el recuerdo de Kensington llevándose el pañuelo de papel a la boca y cómo éste se llenaba de sangre cada vez. Tuvo un pensamiento —extraño en él—, un pensamiento que asociaba a Kensington y su
piercing
de plata con la cuchillada en la garganta de Baxter; pensó que los jóvenes se veían desgarrados por el amor, y sus cuerpos inocentes destrozados y arruinados sin razón alguna, salvo que a alguien le convenía.

Baxter levantó una mano y Wyatt casi gritó cuando la vio por el rabillo del ojo, como una forma fantasmal palpando en la oscuridad. Agitaba los dedos señalando su garganta y Wyatt tuvo una idea. Tomó la mano izquierda de Baxter y la sujetó contra la herida haciendo presión. Buscó su otra mano y la colocó encima. Cuando la soltó, ambas manos permanecieron sobre el chaleco empapado de sangre. Sin apretar, pero sin soltarlo tampoco.

—Enseguida vuelvo —dijo Wyatt temblando con violencia—. Iré a buscar ayuda. Iré hasta la carretera y traeré a alguien y te llevaremos al hospital. Todo irá bien. Mantén eso apretado contra tu cuello. Estarás bien, te lo prometo.

Baxter lo miró sin dar señales de comprenderlo. Sus ojos tenían una mirada vidriosa y apagada que asustó a Wyatt. Se puso en pie y echó a correr. Pasados unos metros se detuvo para quitarse la zapatilla que aún llevaba puesta, y siguió corriendo.

Corría a grandes zancadas, jadeando en el aire frío y húmedo, escuchando sólo sus pisadas en el duro suelo. Sin embargo, tenía la impresión de que no corría tan rápido como solía, de que cuando era más joven correr no le había supuesto tanto esfuerzo. No había avanzado mucho cuando notó un fuerte calambre en el costado. Aunque respiraba a grandes bocanadas, sentía que no le llegaba aire suficiente a los pulmones. Demasiados cigarrillos tal vez. Agachó la cabeza y siguió corriendo, mordiéndose el labio inferior y tratando de no pensar en que podría ir mucho más rápido si no le doliera el costado. Miró atrás y comprobó que no había avanzado ni cien metros, seguía viendo el coche. Empezó a llorar otra vez, y mientras corría rezaba, las palabras salían de sus labios en bruscos susurros cada vez que exhalaba el aliento.

«Por favor, Dios», susurró a la noche de febrero. Corrió y corrió, pero tenía la impresión de que no se acercaba a la autopista. Era como estar de nuevo en el «corre-corre», la misma sensación de desesperanza, de precipitarse hacia lo inevitable. Dijo: «Por favor, hazme más rápido. Hazme rápido otra vez. Tan rápido como fui en otros tiempos».

Al doblar la siguiente curva vio la 17K, a menos de cien metros. Había una farola al final del sendero y un coche aparcado junto a ella, un Crown Victoria color canela, con luces de la policía en el techo, apagadas. Un coche patrulla, pensó Wyatt aliviado. Era curioso que hubiera vuelto a pensar otra vez en el «corre—corre»; quizás aquel agente resultaría ser Treat Rendell. Un hombre —tan sólo una silueta negra en la distancia— bajó y permaneció de pie delante del capó. Wyatt empezó a gritar y a agitar los brazos pidiendo ayuda.

La capa

Éramos pequeños.

Yo hacía de Rayo Rojo y me subí al álamo muerto de la esquina de nuestro jardín para escapar de mi hermano, que no hacía de nadie, sólo de sí mismo. Había invitado a unos amigos y habría deseado que yo no existiera, pero yo no podía evitarlo: existía.

Le había cogido su máscara y le dije que cuando llegaran sus amigos les revelaría su identidad secreta. Contestó que me iba a hacer picadillo y se quedó abajo tirándome piedras, pero lanzaba como una chica y pronto trepé hasta estar fuera de su alcance.

Mi hermano se había hecho demasiado mayor para jugar a los superhéroes. Ocurrió de repente, sin previo aviso. Había pasado los días anteriores a Halloween disfrazado de La Raya, tan veloz que al correr el suelo se derretía bajo sus pies. Pero cuando terminó Halloween dijo que ya no quería ser un superhéroe y, más aún, quería que todo el mundo olvidara que alguna vez había sido uno, y olvidarse él mismo; pero yo no le dejaba, y ahí estaba, subido al árbol con su máscara y con sus amigos a punto de llegar.

E1 álamo llevaba años muerto y cada vez que hacía viento arrancaba sus hojas y las esparcía por el césped. La escamosa corteza se astillaba y deshacía bajo mis zapatillas deportivas. Era muy poco probable que mi hermano se decidiera a seguirme —habría sido como rebajarse ante mí—, y yo disfrutaba huyendo de él.

Other books

The Martian Journal by Burnside, Michael
Crossbred Son by Brenna Lyons
Recoil by Jim Thompson
The Great Betrayal by Ernle Bradford
Decoy by Brandi Michaels
On the Road to Mr. Mineo's by Barbara O'Connor
Shop Till You Drop by Elaine Viets
FM for Murder by Patricia Rockwell