Fantasmas (29 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—¿Está estudiando para algún examen? Te oí preguntarle por qué estudiaba un sábado por la noche.

—Volvamos.

—Claro.

Enterró de nuevo la cabeza en mi pecho y su nariz rozó mi cicatriz, una incisión con forma de luna creciente. Precisamente me dirigía hacia ella, la luna, que no parecía estar tan lejos. Angie me pasó el dedo por la cicatriz.

—Es increíble —susurró—. Qué suerte tuviste. Unos pocos centímetros más abajo y esa rama te habría atravesado el corazón.

—¿Quién dice que no fue así? —dije, y me incliné hacia delante y la solté.

Se aferró a mi cuello y tuve que separar sus dedos uno a uno, antes de que cayera.

 

Siempre que mi hermano y yo jugábamos a los super—héroes me obligaba a hacer de malo. Alguien tiene que hacer de malo.

Mi hermano lleva tiempo diciéndome que debería volar a Boston una de estas noches y tomarme unas copas con él. Creo que pretende darme algunos consejos de hermano mayor, decirme que tengo que hacer algo con mi vida, avanzar. Tal vez también quiere compartir sus penas conmigo. Porque penas tiene, estoy seguro.

Creo que una de estas noches lo haré... me refiero a ir volando a visitarlo. Le enseñaré la capa y veré si le apetece probársela y lanzarse con ella desde la ventana de un quinto piso.

Tal vez no quiera, después de lo que pasó la última vez, Habrá que animarlo un poco, darle un pequeño empujoncito de hermano menor. Y ¿quién sabe? Quizá si se tira por la ventana con mi capa vuele en lugar de caerse y se pierda flotando en el fresco y quieto abrazo del cielo.

Aunque no lo creo. La capa no le funcionó cuando éramos niños. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

Es mi capa.

Último aliento

Un poco antes de mediodía entró una familia, un hombre, una mujer y su hijo. Eran los primeros visitantes del día —y Alinger suponía que también serían los únicos, pues el museo jamás se llenaba— y estaba libre para acompañarles en la visita guiada.

Los recibió en el guardarropa. La mujer seguía con un pie en las escaleras de entrada dudando si avanzar más. Miraba a su marido por encima de la cabeza de su hijo, con expresión incómoda, de indecisión. El marido le frunció el ceño. Tenía las manos en las solapas de su pelliza, pero parecía dudar si quitársela o no. Alinger había visto esto cientos de veces. Una vez que la gente había entrado y visto la tristeza fúnebre del vestíbulo, muchos empezaban a cambiar de opinión, a preguntarse si habían ido al sitio adecuado. Comenzaban a pensar en darse la vuelta y marcharse por donde habían venido. Sólo el niño parecía sentirse cómodo, y ya se estaba quitando la chaqueta y colgándola en una de las perchas que había en la pared, a baja altura.

Antes de que pudieran huir, Alinger carraspeó para llamar su atención. Una vez que lo veían, nadie se marchaba; en la pugna entre la incomodidad y los buenos modales casi siempre triunfaban estos últimos. Juntó las manos y les sonrió de manera, esperaba, tranquilizadora y bondadosa. Pero el efecto fue justo el opuesto. Alinger era un hombre de aspecto cadavérico, de casi metro noventa de estatura y sienes hundidas. Tenía los dientes (ocho, todos suyos) pequeños y tan grisáceos que parecían empastados. Al verlo el padre retrocedió un poco y la madre buscó inconscientemente la mano de su hijo.

—Buenos días. Soy el doctor Alinger. Por favor, pasen.

—Ah, hola —dijo el padre—. Sentimos molestarlo.

—No es ninguna molestia, estamos abiertos.

—Ah, estupendo —contestó el padre con un entusiasmo poco convincente—. ¿Entonces qué...? —Su voz se apagó y se quedó callado a mitad de frase, como si hubiera olvidado lo que iba a decir, no estuviera seguro de cómo expresarlo o no se atreviera.

Su mujer tomó el relevo.

—Nos dijeron que tenían ustedes una interesante exposición. ¿Es un museo de la ciencia?

Alinger les mostró de nuevo su sonrisa y al padre empezó a temblarle el párpado derecho con un tic nervioso.

—Les han informado mal —respondió—. Esto no es un museo de la ciencia, sino del silencio.

—¿Cómo? —dijo el padre mientras la madre se limitaba a fruncir el ceño—. Creo que sigo sin entenderle.

—Vamos, mamá —dijo el niño, soltando su mano de la de ella—. Vamos, papá. Quiero verlo. Vamos.

—Por favor —dijo Alinger saliendo del guardarropa y haciendo un gesto hacia el vestíbulo con su mano demacrada y de largos dedos—. Con mucho gusto les ofreceré una visita guiada.

 

Las persianas estaban echadas, de manera que la habitación, con sus paneles de madera de ébano, estaba tan oscura como un teatro justo antes de que suba el telón. Las vitrinas, en cambio, estaban iluminadas desde arriba por focos encastrados en el techo. Expuestas en mesas y pedestales había lo que parecían ser probetas de cristal vacías, tan pulidas que brillaban como bombillas y acentuaban la oscuridad que las rodeaba.

Cada probeta tenía adherido lo que parecía ser un estetoscopio con el diafragma directamente fijado al cristal con cinta adhesiva. Los auriculares parecían esperar a que alguien los cogiera y escuchara a través de ellos. El niño encabezó la marcha seguido de sus padres y de Alinger. Se detuvieron ante la primera pieza expuesta, un recipiente colocado en un pedestal de mármol situado justo después de la entrada a la sala.

—No tiene nada dentro —dijo el niño y miró a su alrededor inspeccionando toda la sala, el resto de probetas también cerradas—. Ninguna tiene nada dentro. Están vacías.

—Ja —dijo el padre sin ninguna alegría.

—No del todo vacías —intervino Alinger—. Cada recipiente está cerrado al vacío, sellado herméticamente y contiene el último aliento de un moribundo. Tengo la colección de últimos alientos mayor del mundo, más de cien. Algunos de estos frascos encierran el último soplo de vida de personas muy famosas.

Al oír esto la mujer se echó a reír, pero, al contrario que la del marido, la suya era una risa de verdad, no fingida. Se tapaba la boca con la mano y temblaba, pero no conseguía disimular la risa. Alinger sonrió. Llevaba años enseñando su colección al público y estaba acostumbrado a toda clase de reacciones.

El niño, sin embargo, se había vuelto hacia la probeta situada justo delante de él, con la mirada muy atenta. Cogió los auriculares de aquel aparato que parecía un estetoscopio pero no lo era.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—El muertoscopio —respondió Alinger—. Extremadamente sensible. Póntelo si quieres, oirás el último aliento de William S. Ried.

—¿Es alguien famoso?

Alinger asintió con la cabeza.

—Fue famoso durante un tiempo... famoso como lo son ciertos criminales: objeto de escándalo y fascinación. Hace cuarenta y dos años se sentó en la silla eléctrica y yo mismo certifiqué su muerte. Ocupa un lugar de honor en mi museo; el suyo fue el primer último suspiró que capturé.

Para entonces la mujer se había sobrepuesto a su ataque de risa, aunque seguía con un pañuelo sobre la boca y parecía esforzarse por reprimir otra carcajada.

—¿Qué fue lo que hizo? —preguntó el chico.

—Estrangular niños —contestó Alinger—. Los metía en un congelador y de vez en cuando los sacaba para mirarlos. La gente colecciona todo tipo de cosas, es lo que yo siempre digo. —Se inclinó hasta situarse a la altura del niño—. Adelante, escucha si quieres.

El niño cogió los auriculares y se los puso, con la mirada fija, sin parpadear, en el recipiente rebosante de luz. Escuchó atentamente durante unos minutos, pero después arqueó las cejas y frunció el ceño.

—No oigo nada —dijo mientras se disponía a quitarse los auriculares. Alinger lo detuvo.

—Espera. Hay diferentes clases de silencio. El silencio en una caracola marina. El silencio después de un disparo. El último suspiro de aquel hombre sigue aquí, pero tus oídos precisan tiempo para habituarse. Dentro de un rato lo oirás, su particular silencio final.

El niño agachó la cabeza y cerró los ojos mientras los adultos lo miraban. Entonces sus ojos se abrieron de par en par y levantó la vista. Su cara regordeta resplandecía de emoción.

—¿Lo has oído? —le preguntó Alinger.

El niño se quitó los auriculares.

—Es como un hipo, sólo que al revés. ¿Sabes? Como... —Se detuvo y respiró jadeando en silencio.

Alinger le revolvió el pelo. La madre se pasó el pañuelo por los ojos.

—¿Es usted médico?

—Retirado.

—¿Y no le parece que esto es poco científico? Incluso si fuera usted capaz de capturar el último soplo de monóxido de carbono que exhalara alguien...

—Dióxido —dijo Alinger.

—No se oiría. No es posible embotellar el sonido del último aliento de alguien.

—No —convino Alinger—. Pero no se trata de un sonido embotellado, sólo de un silencio determinado. Todos tenemos distintos silencios. ¿Acaso su marido tiene el mismo silencio cuando está contento que cuando está enfadado con usted, señora mía? Sus oídos son capaces de discernir entre clases específicas de nada.

A la mujer no le gustó que la llamara señora mía, y entornó los ojos y abrió la boca para decir algo, pero su marido se le adelantó, proporcionando a Alinger una excusa para darle la espalda a su esposa. El marido se había acercado a un recipiente colocado sobre una mesa junto a la pared, cerca de un sillón tú y yo acolchado, de color oscuro.

—¿Cómo consigue coleccionar estos alientos?

—Uso un aspirador, una pequeña bomba de vacío que absorbe las exhalaciones de un moribundo. Lo llevo siempre en mi maletín de médico, por si acaso. Yo mismo lo he diseñado, aunque existen aparatos similares desde principios de siglo XIX.

—Aquí dice Poe —dijo el padre mientras acariciaba una tarjeta de marfil que había en la mesa, delante del recipiente.

—Sí —dijo Alinger—. Las personas llevan coleccionando últimos alientos desde que existe la maquinaria necesaria para hacerlo. Admito que pagué doce mil dólares por éste. Me la ofreció el bisnieto del médico que lo vio morir.

La mujer rompió de nuevo a reír. Alinger, paciente, prosiguió su explicación.

—Les puede parecer una cantidad excesiva pero a mí me pareció una ganga. Hace poco, en París, Scrimm pagó el triple por el último aliento de Enrico Caruso.

El padre pasó los dedos por el muertoscopio pegado al recipiente identificado como Poe.

—Algunos silencios parecen resonar con sentimientos —dijo Alinger—. Prácticamente se puede sentir cómo tratan de articular una idea. Muchos de quienes han escuchado la última respiración de Poe tienen la sensación, al cabo de un rato, de haber oído una palabra no dicha, la expresión de un deseo muy particular. Escuche y pruebe si lo percibe usted también.

El padre se agachó y cogió los auriculares.

—Esto es ridículo —dijo la madre.

El padre escuchaba con atención y su hijo se colocó a su lado, pegando el cuerpo contra su pierna.

—¿Puedo escuchar yo, papá? —preguntó—. ¿Puedo probar yo?

—Chss —chistó el padre.

Permanecieron todos en silencio salvo la mujer, que murmuraba para sí con expresión de agitado desconcierto.

—Whisky —dijo el padre en voz imperceptible, sólo moviendo los labios.

—Dé la vuelta a la tarjeta con el nombre —dijo Alinger.

El padre levantó la tarjeta de marfil que tenía escrito «POE» en uno de los lados. En el otro se leía «WHISKY».

Se quitó los auriculares y miró el frasco de cristal con expresión solemne.

—Claro. El alcoholismo. Pobre hombre, ya sabe... Cuando estaba en sexto curso me aprendí
El cuervo
de memoria —dijo el padre—. Y lo recité delante de toda la clase sin equivocarme una sola vez.

—Venga ya —dijo la mujer—. Es un truco. Seguramente hay un altavoz escondido debajo del frasco y lo que se oye es una grabación, alguien susurrando «whisky».

—Yo no he oído ningún susurro —dijo el padre—. Simplemente tuve un pensamiento, como una voz en mi cabeza que sonaba... decepcionada.

—Eso es que el volumen está muy bajo —insistió la mujer—. De manera que es todo subliminal, como en los anuncios.

El niño se colocó el auricular para ver si no—oía lo mismo que su padre.

—¿Son todos gente famosa? —preguntó el padre. Sus rasgos eran pálidos aunque había pequeñas manchas rojas en las mejillas, como si tuviera fiebre.

—No todos —contestó Alinger—. He embotellado los últimos suspiros de licenciados universitarios, burócratas, críticos literarios... un variado repertorio de gente anónima. Uno de los silencios más exquisitos de mi colección es el de un conserje.

—Carrie Mayfield —leyó la mujer en una tarjeta delante de un frasco alto y polvoriento—. ¿Es ella uno de sus donantes anónimos? Ama de casa, seguro.

—No —contestó Alinger—. No tengo ninguna ama de casa en mi colección, todavía. Carrie Mayfield fue una joven Miss Florida, extremadamente bella, que iba camino de Nueva York con sus padres y su prometido a posar para la portada de una revista femenina, su gran debut. Sólo que su avión se estrelló en los Everglades. Hubo muchas víctimas, fue un accidente aéreo muy famoso. Carrie, sin embargo, sobrevivió... por un tiempo. Al salir del avión estrellado le salpicó combustible ardiendo y le quemó el ochenta por ciento del cuerpo. Se quedó afónica pidiendo ayuda. Estuvo en cuidados intensivos poco más de una semana. Yo entonces ejercía de profesor y llevé a mis estudiantes para que la observaran, como curiosidad. Por entonces era poco frecuente ver a alguien con semejantes quemaduras y aún con vida. Con tanta superficie de su cuerpo quemada. Había partes de su cuerpo que se habían fundido con otras. Por fortuna llevaba conmigo mi aspirador, ya que murió mientras la examinábamos.

—Ésa es la cosa más horrible que he oído en mi vida —dijo la mujer—. ¿Qué me dice de sus padres, de su prometido?

—Murieron en el accidente. Calcinados delante de ella. No estoy seguro de si se llegaron a recuperar sus cuerpos. Los caimanes...

—No me creo una sola palabra de lo que dice. No me creo nada de este sitio. Y no me importa decir que me parece una forma bastante estúpida de sacarle el dinero a la gente.

—Cariño... —empezó a decir el padre.

—Supongo que recordará que no les hemos cobrado —dijo Alinger—. La entrada es gratuita.

—¡Mira, papá! —El niño gritaba desde el otro extremo de la habitación mientras leía un nombre en una tarjeta—. ¡Es el hombre que escribió
James y el melocotón gigante!

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