Fantasmas (23 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—¿Cuál?

—La tienes en la mano.

Finney volvió la cabeza y miró el auricular. Se lo había separado de la oreja y podía escuchar el sonido metálico del niño muerto diciéndole más cosas.

—¿El qué? —preguntó.

—Arena —respondió Bruce Yamada—. Que sea más pesado. No pesa lo suficiente. ¿Entiendes?

—¿A los otros niños también les sonó el teléfono?

—No preguntes por quién suena el teléfono —dijo Bruce y a continuación dejó escapar una risa queda e infantil. Después añadió—: Ninguno de nosotros lo oyó, sólo tú. Hace falta pasar un rato en la habitación para aprender a oírlo y tú eres el único que ha estado tanto tiempo. Mató a los otros niños antes de que recobraran la consciencia, pero a ti no puede matarte, ni siquiera puede bajar al sótano. Su hermano se pasa las noches en el cuarto de estar hablando por teléfono, es un cocainómano que nunca duerme. Albert lo odia, pero no puede echarlo.

—Bruce, ¿estás ahí de verdad o me estoy volviendo loco?

—Albert también lo oye —contestó Bruce ignorando su pregunta—. A veces, cuando está en el sótano, le llamamos y le gastamos bromas.

—Me encuentro muy débil y no sé si podré enfrentarme a él en este estado.

—Podrás. Jugarás duro. Me alegro de que seas tú, y ¿sabes lo que te digo, John? Susannah encontró los globos.

—¿De verdad?

—Pregúntaselo cuando estés en casa.

Hubo un clic y Finney esperó oír tono de línea, pero no fue así.

8

Una luz amarillenta había empezado a bañar la habitación cuando Finney escuchó el ya familiar golpe del cerrojo. Tenía la espalda contra la puerta y estaba arrodillado en una de las esquinas de la habitación, allí donde el cemento se había roto hasta revelar el suelo de arena que había debajo. Continuaba con el sabor a cobre viejo en la boca, un regusto que le recordaba al del refresco de uva. Giró la cabeza, pero no se levantó, ocultando con el cuerpo lo que tenía en las manos.

Se sorprendió al ver a alguien que no era Albert, gritó y se levantó tambaleante. El hombre que estaba en la puerta era de pequeña estatura y aunque tenía la cara redonda y regordeta, el resto del cuerpo resultaba demasiado menudo para las ropas que llevaba: una chaqueta militar arrugada y un suéter ancho de punto. Los cabellos desordenados dejaban ver grandes entradas en su frente en forma de huevo, y tenía una de las comisuras de la boca arqueada en una sonrisa de incredulidad.

—Joder —dijo el hermano de Albert—. Sabía que tenía algo escondido en el sótano que no quería que viera, pero ¡joder!

Finney avanzó hacia él con paso vacilante, balbuceando palabras incoherentes, como alguien que se ha quedado largo rato atrapado en un ascensor.

—Por favor..., mi madre. Ayúdeme. Pida ayuda. Llame a mi hermana.

—No te preocupes. Se ha ido, tenía que ir a trabajar —dijo el hermano—. Yo soy Frank. Eh, cálmate. Ahora entiendo por qué se puso histérico cuando lo llamaron del trabajo. Le preocupaba que yo pudiera encontrarte mientras estaba fuera.

Albert apareció detrás de Frank. Llevaba un hacha, que levantó y se echó al hombro como si fuera un bate de béisbol. Su hermano siguió hablando.

—Eh, ¿quieres que te cuente cómo te he encontrado?

—No —dijo Finney—. No, no, no.

Frank hizo una mueca.

—Bueno, como quieras. Te lo contaré otro día. Ya estás a salvo.

Albert levantó el hacha y la clavó en el cráneo de su hermano con un crujido metálico, hueco y húmedo. La fuerza del impacto le salpicó la cara de sangre. Frank cayó hacia delante, con el hacha aún clavada en la cabeza y las manos de Albert en el mango. Al caer lo arrastró con él.

Albert cayó de rodillas en el suelo e inspiró con fuerza y con los dientes apretados. El mango del hacha se deslizó de entre sus dedos y su hermano se desplomó boca abajo con un ruido seco y blando. Albert hizo una mueca y dejó escapar un grito ahogado, mientras miraba a su hermano con el hacha clavada en la cabeza.

Finney estaba apenas a un metro de distancia, respirando entrecortadamente y con el auricular del teléfono apretado contra el pecho. En la otra mano sujetaba un trozo de cable, el que conectaba el auricular con el teléfono negro. Había tenido que morderlo para conseguir arrancarlo. El cable era rígido, no rizado como suelen tener los teléfonos modernos, y Finney se lo había enrollado alrededor de la mano derecha en tres vueltas.

—¿Has visto eso? —dijo Albert—. ¿Has visto lo que me obligas a hacer? —Entonces levantó la vista y vio lo que tenía Finney en la mano, y su rostro se llenó de confusión—. ¿Qué coño has hecho con el teléfono?

Finney dio un paso hacia él y le asestó un golpe en la nariz con el auricular. Había desenroscado el disco del transmisor, rellenado el interior de arena y después lo había vuelto a enroscar. Al chocar con la cara de Albert hizo un ruido como de plástico roto, sólo que en esta ocasión lo que se había roto no era plástico. El hombre gordo profirió un grito ahogado y la sangre manó de sus fosas nasales. Levantó una mano. Finney le golpeó de nuevo en la mano con el auricular, aplastándole los dedos.

Albert dejó caer la mano destrozada y lo miró, al tiempo que de su garganta salía un gemido animal. Finney le pegó de nuevo para hacerle callar, golpeándole con el auricular en la base del cráneo. El golpe hizo saltar granos de arena a la luz del sol. Gritando, el hombre gordo intentó avanzar hacia delante, pero Finney lo esquivó con rapidez y le pegó en la boca con fuerza suficiente como para hacerle girar la cabeza, y después en la rodilla para hacerle caer, para detenerle.

Al extendió los brazos y agarró a Finney por la cintura, tirándolo al suelo y arrastrándolo en su caída. Finney trató de liberar las piernas, que habían quedado atrapadas bajo el peso de Al. Éste levantó la vista. Tenía la boca llena de sangre y un gemido furioso brotaba de las profundidades de su pecho. Finney seguía con el auricular en una mano y las tres vueltas de cable negro en la otra. Se sentó con la intención de golpear de nuevo a Albert con el auricular, pero sus manos hicieron una cosa distinta. Rodearon al hombre gordo por el cuello con el cable y tiraron con fuerza cruzando las muñecas. Al le puso a Finney una mano en la cara y le arañó la mejilla izquierda. Finney tiró más fuerte del cable y la lengua de Albert salió de su boca como un resorte.

Al otro lado de la habitación el teléfono negro empezó a sonar. Mientras, el hombre gordo se asfixiaba. Dejó de arañar la cara de Finney y agarró el cable negro que tenía alrededor de la garganta. Sólo podía usar la mano izquierda, porque tenía los dedos de la derecha destrozados y retorcidos en varias direcciones. El teléfono sonó de nuevo y el hombre gordo dirigió la vista hacia él, y después a la cara de Finney. Tenía las pupilas tan dilatadas que el anillo dorado de sus iris se había encogido hasta casi desaparecer. Sus pupilas eran ahora dos globos negros que eclipsaban dos soles gemelos. El teléfono sonó y sonó. Finney tiró del cable mientras en la cara negruzca y amoratada de Albert se dibujaba una horrorizada pregunta.

—Es para ti —anunció Finney.

Carrera final

El jueves por la tarde Kensington se presentó en el trabajo con un
piercing.
Wyatt se dio cuenta porque no hacía más que bajar la cabeza y apretarse un pañuelo de papel contra la boca abierta. Al poco tiempo la pequeña bola de papel se había teñido de rojo brillante. Wyatt se colocó en el ordenador situado a su izquierda y la observó por el rabillo del ojo, mientras simulaba estar ocupado con un montón de vídeos devueltos, leyendo los códigos de barras con el escáner portátil. Cuando la chica se llevó de nuevo el pañuelo a la boca, alcanzó a ver el tachón de acero inoxidable en su lengua manchada de sangre. Aquel
piercing
suponía un giro interesante en la trayectoria de Sarah Kensington.

Estaba volviéndose punk poco a poco. Cuando él entró a trabajar en Best Video era regordeta y feúcha, con el pelo castaño y corto, ojos pequeños y juntos, y la actitud brusca y distante propia de quienes se saben poco atractivos. Wyatt tenía algo de eso también, y supuso que se harían amigos, pero no fue así. Sarah nunca lo miraba si podía evitarlo, y a menudo pretendía no haberle oído cuando la hablaba. Con el tiempo, decidió que intentar conocerla mejor suponía demasiado esfuerzo y que era más fácil odiarla e ignorarla.

Un día, un tipo mayor entró en la tienda, un mamarracho de cuarenta y tantos años, con la cabeza afeitada y un collar alrededor del cuello del que colgaba una correa. Quería comprar el vídeo de
Sid y Nancy
y le pidió a Kensington que lo ayudara a buscarlo. Charlaron un rato. Kensington se reía de todo lo que decía, y cuando le llegó el turno de hablar, las palabras salieron de su boca con excitada aceleración. Fue algo asombroso, verla transformada así, en presencia de alguien. Y cuando Wyatt entró a trabajar la tarde siguiente, los vio a los dos en una esquina de la tienda que quedaba oculta desde la calle. Aquel mono de feria la aplastaba contra la pared, tenían las manos entrelazadas y la lengua de ella buscaba apasionadamente la del bola de billar. Ahora, unos meses más tarde, Kensington se había teñido el pelo de rojo brillante, calzaba botas de montaña y usaba sombra de ojos negra. El tachón de la lengua, sin embargo, era nuevo.

—¿Por qué sangra? —le preguntó.

—Porque me lo acabo de hacer —le respondió sin levantar la vista y con tono avinagrado. Desde luego, el amor no la había vuelto cálida y comunicativa. Continuaba mirándolo enfurruñada cada vez que Wyatt le dirigía la palabra, y lo evitaba como si el aire a su alrededor fuera venenoso, odiándolo como siempre, por razones que nunca le había explicado y nunca le explicaría.

—Supuse que igual te la habías pillado en una cremallera —dijo, y añadió—: Supongo que es una forma de conseguir que siga contigo, ya que no lo va a hacer por lo guapa que eres.

Kensington era imprevisible y su reacción lo cogió por sorpresa. Lo miró con expresión ofendida y barbilla temblorosa y, en una voz que le resultó apenas reconocible, dijo:

—Déjame en paz.

Wyatt se sintió mal, incómodo, y deseó no haberle dicho nada, aunque ella lo hubiera provocado. Kensington le dio la espalda y él alargó el brazo pensando en cogerla por la manga, obligarla a quedarse allí hasta que se le ocurriera cómo hacerle ver que lo sentía, sin llegar a pedirle perdón. Pero ella se giró y le dirigió una mirada furiosa con ojos llorosos. Musitó alguna cosa, de la que sólo entendió parte —la palabra «retrasado» y después algo sobre saber leer—, pero lo que oyó le bastó, y sintió un frío repentino y doloroso en el pecho.

—Abre la boca otra vez y te arranco
ese piercing
de la lengua, zorra.

Los ojos de Kensington brillaron de furia. Aquélla sí era la Kensington que conocía. Después echó a andar arrastrando sus piernas gruesas y cortas alrededor del mostrador y en dirección al fondo de la tienda. Wyatt la miró resentido y asqueado. Iba a la oficina, a chivarse de él a la señora Badia.

Decidió que había llegado el momento de tomar un descanso y cogió su cazadora de militar y salió por las puertas de plexiglás. Encendió un American Spirit y permaneció apoyado en la pared de estuco con los hombros encogidos. Fumaba y temblaba, mirando furioso al otro lado de la calle, a la ferretería de Miller.

Vio a la señora Prezar aparcar su ranchera en el estacionamiento de la ferretería. En el coche iban también sus dos hijos. La señora Prezar vivía al final de la calle, en una casa de color de batido de fresa. Wyatt le había cortado el césped, no recientemente, sino varios años atrás, cuando trabajaba cortando la hierba de los jardines.

La señora Prezar salió del coche y se encaminó con paso decidido hacia la ferretería, dejando el motor en marcha. Tenía una cara ancha y siempre iba muy maquillada, pero no era fea. Había algo en su boca —el labio inferior era carnoso y sexy— que a Wyatt siempre le había gustado. Su expresión, al entrar en la tienda, era la de un autómata, no dejaba traslucir emoción alguna.

Dejó a uno de los niños en el asiento delantero y al otro en el de detrás, atado en una silla de bebé. El niño sentado delante —se llamaba Baxter, Wyatt se acordaba aunque no sabía por qué— era alto y flacucho, de una complexión delicada que debía de haber heredado de su padre. Desde donde estaba, Wyatt no podía ver gran cosa del bebé, tan sólo una mata de pelo oscuro y un par de manos gordezuelas, moviéndose.

Cuando la señora Prezar entró en la tienda, el niño mayor, Baxter, se giró hacia su hermano pequeño. Tenía una bolsa de golosinas en la mano y la agitó delante de sus ojos, para retirarla en cuanto el pequeño intentó cogerla. Entonces repitió el gesto y, cuando su hermano se negó a dejarse provocar otra vez, se dedicó a darle golpecitos con la bolsa. Así siguieron unos minutos, hasta que Baxter se detuvo para abrir la bolsa de golosinas, llevarse una a la boca y saborearla despacio. Llevaba puesta una gorra de los Twin City Pizza, el antiguo equipo de Wyatt. Se preguntó si Baxter tendría la edad suficiente para jugar en la liga infantil. No parecía, pero tal vez ahora habían rebajado el límite de edad.

Wyatt guardaba buenos recuerdos de la liga infantil de béisbol. En su último año en Twin City casi batió el récord de robar bases. Fue uno de los pocos momentos de su vida en que supo a ciencia cierta que era mejor en algo que cualquier otro niño de su edad. Cuando terminó la temporada acumulaba un total de nueve bases robadas, y sólo una vez lo habían alcanzado. Un lanzador zurdo con cara de torta tocó la base antes de que Wyatt tuviera ocasión de pisarla, y de súbito se encontró titubeando en mitad de un «co-rre-corre», mientras el primer y el segundo base le cerraban el camino por ambos lados y se pasaban la pelota el uno al otro. Wyatt intentó entonces correr hacia la segunda base, con la esperanza de poder saltar y tocarla... pero en cuanto hubo tomado esta decisión se dio cuenta de que era la equivocada, y un sentimiento de desesperación, de estar precipitándose hacia lo inevitable, lo invadió. El segundo base, un chico al que Wyatt conocía, llamado Treat Rendell, la estrella del otro equipo, estaba allí plantado en su camino, esperándolo con sus grandes pies separados, y por primera vez Wyatt tuvo la impresión de que por muy deprisa que corriera no se acercaba lo más mínimo a su meta. No recordaba siquiera el final de la jugada, tan sólo a Rendell allí, cerrándole el paso, esperándolo con los ojos entornados por la concentración.

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