Pasé por encima del tronco y la chica se arrodilló, deslizándose hacia la parte más oscura bajo los tablones de aglomerado, para hacerme sitio. No paraba de hablar y de barajar las gastadas cartas.
—No es difícil. Reparto cinco cartas boca arriba a cada jugador. El que tiene el mejor póquer gana. Seguramente te parece demasiado fácil, pero luego hay una serie de reglas muy divertidas. Si sonríes durante la partida el jugador a tu izquierda puede cambiar una de sus cartas por una tuya. Si eres capaz de construir una casa con las tres primeras cartas que te reparten y los otros jugadores no consiguen derribarla soplando puedes elegir tu cuarta carta de entre toda la baraja. Si sacas una prenda negra los otros jugadores te tiran piedras hasta matarte. Si tienes preguntas, guárdatelas. Sólo el ganador puede hacerlas. El que pregunte algo mientras el juego está en marcha pierde automáticamente. ¿De acuerdo? Empecemos.
Mi primera carta era una Sota Perezosa. Lo supe porque lo ponía en la parte de abajo y porque era un dibujo de un paje de cabellos dorados que estaba recostado en unos almohadones de seda, mientras una chica de harén le limaba las uñas de los pies. Hasta que la chica no me dio mi segunda carta —un tres de anillos—, no registré mentalmente lo que había dicho sobre la prenda negra.
—Perdona —empecé a decir—, pero ¿qué es una...?
La chica arqueó las cejas y me miró con expresión seria.
—Olvídalo —dije.
El chico hizo un sonido con la garganta y la chica gritó:
—¡Ha sonreído! Puedes cambiar una de tus cartas por otra suya.
—¡No he sonreído!
—Claro que sí——dijo ella—. Lo he visto. Quédate con su reina y dale tu sota.
Le di al chico mi Sota Perezosa y le quité su Reina de las Sábanas. Mostraba una chica desnuda dormida entre una maraña de sábanas en una cama con dosel. Tenía el pelo castaño y liso y rasgos fuertes y hermosos, y se parecía a la amiga de Jane, Melinda. Después me tocó el Rey de los Peniques, un tipo de barba pelirroja cargado con un saco de monedas a punto de romperse. Estaba seguro de que la chica con la máscara negra me lo había dado tras sacarlo de debajo de la baraja. Se dio cuenta de que la había visto y me dirigió una mirada fría y desafiante.
Cuando todos tuvimos tres cartas nos dedicamos un rato a construir casas que los otros no pudieran derribar de un soplido, pero ninguno lo conseguimos. Después me repartieron la Reina de las Cadenas y una carta con las reglas del continental escritas, y estuve a punto de preguntar si se había colado en la baraja por equivocación, pero me lo pensé mejor. A ninguno nos salió una prenda negra, aunque yo no sabía qué aspecto tenía.
—¡Ha ganado Jack! —gritó la chica, lo que me puso algo nervioso, ya que en ningún momento les había dicho mi nombre—. ¡Jack es el ganador! —Se abalanzó sobre mí y me abrazó con fuerza. Luego se separó y empezó a meterme mis cartas en el bolsillo de la chaqueta—. Tienes que quedarte con tu mano ganadora, para que te acuerdes de lo bien que nos lo hemos pasado. No importa, a la baraja ya le faltan un montón de cartas. ¡Sabía que ganarías!
—Evidentemente —dijo el chico—. Primero se inventa un juego con reglas que sólo ella entiende y después hace trampas de manera que gane quien ella quiere.
La chica estalló en grandes carcajadas, insolentes y desenfrenadas, y sentí un escalofrío en la nuca. Pero en realidad creo que antes de ese momento ya sabía, antes incluso de que riera, con quién estaba jugando a las cartas.
—La clave para evitar perder es jugar sólo a juegos que tú mismo te inventas —dijo la chica—. Adelante, Jack. Pregunta lo que quieras, estás en tu derecho.
—¿Cómo puedo llegar a casa sin volver por donde he venido?
—Es fácil, no tienes más que coger el sendero que tiene el letrero «A cualquier parte». Te llevará a donde quieras ir, por eso dice «A cualquier parte».
—Vale, gracias. Ha estado bien el juego. No lo he entendido, pero me lo he pasado bien jugando. —Trepé por encima del tronco.
No había ido muy lejos cuando me llamó. Me di la vuelta y vi que estaban los dos juntos apoyados en el tronco y mirándome.
—No olvides —dijo la chica— que también tienes derecho a hacerle una pregunta a él.
—¿Os conozco? —pregunté.
—No —contestó el chico—. Creo que en realidad no nos conoces a ninguno de los dos.
Había un Jaguar aparcado en la rampa de entrada detrás del coche de mis padres. El interior era de color cereza brillante y los asientos tenían aspecto de estar sin estrenar. Parecía recién salido del concesionario. Para entonces estaba atardeciendo y desde el oeste llegaba la luz sesgada, colándose entre las copas de los árboles. Me parecía extraño que fuera ya tan tarde.
Subí a saltos las escaleras, pero antes de que alcanzara la puerta mi madre salió, llevando todavía la máscara de gatita sexy.
—Tu máscara —dijo—. ¿Qué has hecho con ella?
—La perdí. —No le dije que la había colgado en una rama porque me daba vergüenza que me vieran con ella. Ahora, sin embargo, deseaba llevarla, aunque no habría sabido explicar por qué.
Miró nerviosa hacia el interior de la casa y después se inclinó hacia mí.
—Lo supuse y por eso estoy preparada. Ponte ésta —me dijo ofreciéndome la máscara de plástico transparente de mi padre.
La miré un momento, recordando cómo me sobresalté la primera vez que la vi, y cómo aplastaba las facciones de mi padre, volviéndolas frías y amenazadoras. Pero cuando me la puse me quedaba bien. Olía ligeramente a mi padre, a café y al aroma marino de su loción de afeitar. Me reconfortaba sentirlo tan cerca.
Mi madre me dijo:
—Nos vamos en unos minutos. A casa. En cuanto el tasador termine su trabajo. Vamos, vamos. Ya casi ha terminado.
La seguí dentro de la casa, pero me detuve en la puerta. Mi padre estaba sentado en el sofá, descalzo y sin camisa. Parecía que un cirujano le hubiera dibujado marcas en el cuerpo para una operación: líneas discontinuas y flechas que señalaban el hígado, el bazo y los intestinos. Tenía los ojos fijos en el suelo y semblante inexpresivo.
—¿Papá? —pregunté.
Levantó la vista y la paseó de mi madre a mí y después de vuelta al suelo. Seguía inexpresivo e impasible.
—Chiss —chistó mi madre—. Papá está ocupado.
Escuché un sonido de tacones en el suelo de madera, a mi derecha, y cuando miré vi al tasador saliendo de la habitación principal. Había supuesto que sería un hombre, pero se trataba de una mujer de mediana edad vestida con chaqueta de
tweed
y en cuyos cabellos rubios y ondulados asomaban algunas canas. Tenía unos rasgos austeros y majestuosos, unos pómulos pronunciados y expresivos y unas cejas arqueadas propias de la aristocracia británica.
—¿Ha visto algo que le guste?
—Tienen algunas piezas magníficas —dijo la tasadora y dirigió la vista a los hombros desnudos de mi padre.
—Bien —dijo mi madre—. Por mí no se preocupe. —Me pellizcó suavemente el brazo y acercándose me susurró—: Defiende el fuerte, chaval. Vuelvo enseguida.
Dirigió a la tasadora una leve sonrisa estrictamente cortés y desapareció en el dormitorio principal, dejándonos solos a los tres.
—Lo sentí mucho cuando me enteré de que Upton había muerto —dijo la tasadora—. ¿Lo echas de menos?
La pregunta era tan inesperada y directa que me sorprendió. O tal vez fue su tono, que no me pareció compasivo, sino demasiado curioso, deseoso de escuchar algo triste.
—Supongo. Tampoco es que fuéramos íntimos. De todas formas, creo que tuvo una buena vida.
—Desde luego que sí —dijo.
—Me conformaría con que a mí me fueran las cosas la mitad de bien.
—Verás que sí —aseguró, y puso una mano en la espalda de mi padre y empezó a masajearle cariñosamente.
Fue un gesto tan natural y obscenamente íntimo que al verlo sentí un espasmo en el estómago. Aparté la vista —tenía que hacerlo— y me fijé por casualidad en el espejo de la pared del fondo del vestidor. Las cortinas estaban entreabiertas y pude ver el reflejo de una mujer de la baraja de pie detrás de mí. Era la reina de espadas, con ojos negros altivos y distantes y ropas negras pintadas sobre el cuerpo. Alarmado, aparté la vista del espejo y la dirigí de nuevo al sofá. Mi padre sonreía como en trance, recostado sobre las manos que le acariciaban los hombros. La tasadora me miraba con ojos entrecerrados.
—No es tu cara —me dijo—. Nadie tiene una cara así, hecha de hielo. ¿Qué es lo que escondes?
Mi padre se puso rígido y se le borró la sonrisa. Se enderezó y apartó los hombros de la tasadora.
—Ya lo ha visto todo —le dijo a la mujer—. ¿Sabe ya lo que quiere?
—Empezaré con todo lo que hay en esta habitación —dijo ella, poniendo una mano de nuevo en su hombro con suavidad. Jugó un momento con un rizo de su pelo—. Puedo quedármelo todo, ¿no?
Mi madre salió del dormitorio arrastrando dos maletas, una con cada mano. Miró a la tasadora, que seguía con una mano en el hombro de mi padre, dejó escapar una leve risa de asombro —una risa que sonó como «hum» y que me pareció que significaba más o menos eso— y, tras coger otra vez las maletas, echó a andar hacia la puerta.
—Todo está en venta —dijo mi padre —. Estamos preparados para negociar.
—¿Y quién no lo está? —apuntó la tasadora.
Mi madre dejó una de las maletas delante de mí y me hizo un gesto con la cabeza para que la cogiera. La seguí hasta el porche y después volví la vista. La tasadora estaba inclinada sobre el sofá y mi padre tenía la cabeza hacia atrás, y la boca de ella estaba en la de él. Mi madre se volvió y cerró la puerta.
Caminamos por la creciente oscuridad hasta el coche. El niño del pijama blanco estaba sentado en el césped y su bicicleta se hallaba en el suelo, a su lado. Estaba despellejando un conejo muerto con un trozo de cuerno, y el estómago del animal estaba abierto y humeante. Nos miró al pasar y sonrió mostrando unos dientes manchados de sangre. Mi madre me pasó un brazo por los hombros con gesto protector.
Una vez que estuvimos dentro del coche, mi madre se quitó la máscara y la lanzó al asiento trasero. Yo me dejé la mía puesta. Si respiraba hondo podía oler a mi padre.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunté—. ¿Papá no viene con nosotros?
—No —dijo mientras giraba la llave de contacto—. Se queda aquí.
—¿Y cómo va a ir a casa?
Me miró de lado y sonrió, compasiva. Fuera, el cielo estaba azul oscuro, casi negro, y las nubes parecían brasas de color carmesí, pero en el coche ya era de noche. Me di la vuelta en el asiento, me senté sobre las rodillas y miré cómo la casa desaparecía entre los árboles.
—Hagamos un juego —dijo mi madre—. Imaginemos que nunca conociste a tu padre, que se marchó antes de que tú nacieras. Podemos inventarnos historias sobre él. Que lleva un tatuaje de Semper Fidelis de cuando fue marine, y también, un ancla azul, de cuando... —La voz se le quebró y se quedó súbitamente sin inspiración.
—De cuando trabajaba en la plataforma petrolífera.
Rió.
—Vale. Y también imaginaremos que la carretera es mágica, la Autopista de la Amnesia. Para cuando lleguemos a casa ambos creeremos que la historia es real, que de verdad se marchó antes de que tú nacieras. Todo lo demás parecerá un sueño, de esos tan reales que parecen recuerdos. Además, seguramente la historia que inventemos será mejor que la realidad. Quiero decir que sí, que te quería mucho y lo quería todo para ti, pero ¿eres capaz de recordar alguna cosa interesante que hiciera alguna vez?
Tuve que admitir que no podía.
—¿Recuerdas siquiera cómo se ganaba la vida?
De nuevo tuve que admitir que no. ¿Vendiendo seguros?
—¿No es genial este juego? —preguntó mi madre—. Y hablando de juegos, ¿sigues teniendo la mano de cartas?
—¿Mi mano? —pregunté. Entonces me acordé y busqué en el bolsillo de mi chaqueta.
—Te conviene guardarla. Es una mano realmente buena. El Rey de Peniques. La Reina de Sábanas. Las tienes todas, chico. Y te digo una cosa. Cuando lleguemos a casa, llama a esa chica, Melinda.
Se rió de nuevo y se dio golpecitos en la barriga.
—Nos esperan buenos tiempos, chico. A los dos.
Me encogí de hombros.
—Ya puedes quitarte la máscara —dijo mi madre—. A no ser que te guste llevarla. ¿Te gusta?
Bajé la visera del asiento del copiloto y abrí el espejo. Se encendieron las luces automáticas y estudié mi nueva cara de hielo y la que había debajo, deforme y humana.
—Desde luego —dije—. Soy yo.
No sé para quién escribo esto, no sé decir tampoco quién lo leerá. La policía no, desde luego. No sé lo que le ocurrió a mi hermano y no les puedo decir dónde está. Nada de lo que pueda escribir aquí les ayudará a encontrarlo. Y de todas formas ésta no es una historia sobre su desaparición, aunque sí trata de una persona desaparecida y mentiría si dijera que no creo que las dos cosas estén relacionadas. Nunca le he contado a nadie lo que sé sobre Edward Prior, que salió del colegio un día de octubre de 1977 y nunca llegó a su casa, donde lo esperaban las patatas con chili de su madre. Durante mucho tiempo, uno o dos años después de su desaparición, me negué a pensar en mi amigo Eddie. Evitaba hacerlo por todos los medios posibles. En el instituto, si pasaba junto a alguien que estaba hablando de él —¡he llegado a oír contar que le robó marihuana y dinero a su madre y huyó a California, nada menos!—, fijaba la vista en algún punto lejano y me hacía el sordo. Y si alguien se me acercaba y me preguntaba directamente qué pensaba que le había pasado —de vez en cuando alguien lo hacía, ya que se sabía que Eddie y yo éramos colegas—, me limitaba a poner cara inexpresiva y a encogerme de hombros. «A veces hasta creo que me importa», decía.
Más tarde dejé de pensar en Eddie a fuerza de acostumbrarme a no hacerlo. Si por casualidad ocurría algo que me lo recordaba —por ejemplo si veía a un chico que se le parecía o leía algo en la prensa sobre un adolescente desaparecido—, inmediatamente, y casi de forma inconsciente, me ponía a pensar en otra cosa.
En estas últimas tres semanas, sin embargo, desde que Morris, mi hermano pequeño, desapareció, pienso en Ed Prior cada vez más; soy incapaz, por mucho que lo intente, de apartarlo de mi pensamiento. La necesidad de hablar con alguien sobre lo que sé me resulta casi insoportable. Pero ésta no es una historia para contarla a la policía. Creedme, no les haría ningún bien, y a mí podría perjudicarme bastante. No puedo decirles dónde buscar a Morris —no puedo decir algo que no sé—, pero creo que si le contara esta historia a un detective me haría algunas preguntas difíciles de contestar y causaría a algunas personas (la madre de Eddie, por ejemplo, que sigue viva y se ha casado por tercera vez) un sufrimiento innecesario.