Fantasmas (26 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Primero trepé sin pensar, subiendo más arriba que nunca. Entré en una especie de trance de trepador de árboles, embriagado por la altura y por la agilidad de mis siete años. Después escuché a mi hermano gritar que me estaba ignorando (lo cual probaba precisamente que no lo estaba haciendo) y recordé qué era lo que me había impulsado a subirme al álamo en primer lugar. Elegí una rama larga y horizontal en la que podría sentarme con los pies colgando y poner histérico a mi hermano sin miedo a las consecuencias. Me eché la capa detrás de los hombros y seguí trepando, con un claro propósito.

Aquella capa había sido antes mi manta azul de la suerte y llevaba conmigo desde los dos años. Con el tiempo, su color había pasado de un azul intenso y lustroso a un gris de paloma vieja. Mi madre la había recortado para darle forma de capa y le había cosido un relámpago de fieltro rojo en el centro, así como un parche con el distintivo de los marines que había pertenecido a mi padre, con el número atravesado por un rayo. Había llegado de Vietnam entre sus objetos personales, sólo que mi padre no había venido con ellos. Mi madre izó la bandera negra de «desaparecido en combate» en el porche delantero, pero incluso yo ya supe entonces que a mi padre no lo habían hecho prisionero.

Me ponía la capa en cuanto llegaba del colegio y chupaba su dobladillo de satén mientras veía la televisión, la usaba de servilleta en las comidas y la mayoría de las noches me dormía envuelto en ella. Sufría cuando tenía que quitármela, me sentía desnudo y vulnerable sin la capa. Si no tenía cuidado, era tan larga que me tropezaba con ella.

Llegué a la rama más alta y me senté a horcajadas. Si no hubiera estado allí mi hermano para presenciar lo que ocurrió a continuación, yo mismo no lo hubiera creído. Más tarde me habría dicho que se había tratado de una fantasía angustiosa, un delirio fruto del terror y la conmoción del momento.

Nicky estaba a unos cinco metros de mí, mirándome furioso y hablando de lo que me haría cuando bajara. Yo sostenía su máscara, en realidad un antifaz del Llanero Solitario, con agujeros para los ojos, y la agitaba.

—Ven a cogerme, hombre Raya —dije.

—Más te vale quedarte a vivir ahí arriba.

—Tengo rayas en mis calzoncillos que huelen mejor que tú.

—Vale, estás muerto —fue todo lo que dijo mi hermano, que devolvía insultos con la misma habilidad con que tiraba piedras; es decir: ninguna.

—Raya, Raya, Raya —repetí, porque el nombre en sí mismo ya era suficientemente burlón.

Mientras canturreaba avanzaba por la rama. La capa se me había deslizado del hombro y tuve que colocármela con el brazo. Pero cuando intenté seguir avanzando hacia delante tiró de mí y me hizo perder el equilibrio. Escuche cómo se rasgaba la tela y sujetándome con los dos brazos, me aferré con fuerza a la rama, arañándome la barbilla. La rama se hundió bajo mi peso, después rebotó, después se hundió otra vez... y entonces escuché un crujido, un sonido seco y quebradizo que retumbó en el aire fresco de noviembre. Mi hermano palideció.

—¡Eric! —gritó—. ¡Agárrate, Eric!

¿Por qué me decía que me agarrara? La rama se rompía, lo que necesitaba era alejarme de ella. ¿Es que estaba demasiado asustado como para darse cuenta de ello, o acaso una parte de su subconsciente quería verme caer? Me quedé paralizado, luchando mentalmente por encontrar una solución, y en el momento exacto en que dudé, la rama cedió.

Mi hermano retrocedió de un salto. La rama rota, de metro y medio de longitud, cayó a sus pies y se hizo pedazos. Trozos de corteza y ramitas salieron volando. El cielo giraba a mi alrededor y el estómago me dio tal vuelco que sentí náuseas. Tardé un instante en darme cuenta de que no me estaba cayendo, y de que me encontraba mirando el jardín como si siguiera sentado en una de las ramas altas del árbol.

Dirigí una mirada nerviosa a Nicky, que me la devolvió con la boca abierta.

Yo tenía las rodillas pegadas al pecho y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, como buscando el equilibrio. Flotaba en el aire sin nada que me sujetara. Me tambaleé a la derecha y después a la izquierda, como un huevo que no llega a caerse.

—¿Eric? —dijo mi hermano con voz débil.

—¿Nicky? —respondí con el tono de voz de siempre. Una brisa se colaba por entre las ramas desnudas del álamo y las hacía chocar unas contra otras. La capa ondeaba a mi espalda.

—Baja, Eric —dijo mi hermano—. Baja.

Hice un esfuerzo por serenarme y me obligué a mirar por encima de mis rodillas en dirección al suelo. Mi hermano tenía los brazos extendidos hacia el cielo, como si quisiera agarrarme de los tobillos y tirar de mí hacia abajo, aunque estaba demasiado lejos del árbol y de mis pies para hacerlo.

Algo brilló cerca de mí y levanté la vista. La capa había estado sujeta a mi cuello por un imperdible dorado que atravesaba las dos puntas de la manta, pero había desgarrado una de ellas y ahora colgaba suelta. Entonces recordé que había oído algo romperse cuando se partió la rama.

El viento sopló de nuevo y el álamo gimió. La brisa se coló entre mi pelo y levantó la capa. La vi alejarse volando, como tirada por cables invisibles y, con ella, voló también mi sujeción. Me precipité hacia delante y aterricé en el suelo a gran velocidad, tanta que ni siquiera tuve tiempo de gritar.

Caí sobre la rama rota y una astilla de gran tamaño se me clavó en el pecho, justo debajo de la clavícula. Cuando se curó me quedó una cicatriz brillante con forma de luna creciente, que se convirtió en mi rasgo de identidad más interesante. Me rompí el peroné, me hice polvo la rótula y me fracturé el cráneo por dos sitios. Me sangraban la nariz, la boca, los oídos.

No recuerdo ir en la ambulancia, aunque me han contado que no llegué a perder la conciencia. Sí recuerdo la cara lívida y asustada de mi hermano, inclinado sobre la mía mientras aún estábamos en el jardín. Tenía mi capa hecha una pelota en sus manos y la retorcía inconscientemente, haciéndole nudos.

Si me quedaba alguna duda de si lo que había sucedido era real, ésta se disipó dos días más tarde. Aún estaba en el hospital cuando mi hermano se ató la capa alrededor del cuello y saltó de las escaleras de entrada a la casa. Rodó por los dieciocho escalones y se golpeó la cara contra el último. En el hospital lo pusieron en mi misma habitación, pero no hablábamos. Él pasó la mayor parte del tiempo dándome la espalda, con la vista fija en la pared. No sé por qué no quería mirarme —tal vez estaba enfadado conmigo porque la capa no le había funcionado, o consigo mismo por pensar que lo haría, o simplemente angustiado por cómo se iban a reír los otros niños de él cuando se enteraran de que se había partido la crisma tratando de imitar a Superman—, pero al menos sí entendía por qué no hablábamos: le habían cosido la mandíbula. Fueron necesarios seis clavos y dos operaciones para devolver a su cara un aspecto más o menos parecido al que tenía antes del accidente.

Para cuando los dos salimos del hospital la capa había desaparecido. Mi madre nos lo dijo en el coche: que la había metido en una bolsa de basura y enviado a la incineradora. El volar se había acabado en casa de los Shooter.

No volví a ser el mismo después del accidente. La rodilla me dolía si caminaba más de la cuenta, cuando llovía o cuando hacía frío. Las luces demasiado fuertes me provocaban intensas migrañas. Me costaba concentrarme durante mucho tiempo, también seguir una clase de principio a fin, y a menudo me ponía a soñar despierto durante un examen. No podía correr, así que se me daban mal los deportes. No podía pensar, así que se me daba mal el colegio.

Intentar seguir el ritmo a los otros chicos era un sufrimiento, de manera que después del colegio me quedaba en casa leyendo cómics. No sabría decir cuál era mi héroe preferido, ni siquiera qué historias me gustaban más. Leía cómics de forma compulsiva, sin extraer de ello ningún placer especial, ni ninguna opinión en especial; los leía simplemente porque cuando veía uno no podía dejar de leerlo. Me había vuelto adicto al papel barato, a los colores chillones y a las identidades secretas. Leer aquellos cómics era como estar vivo. El resto de las cosas, en cambio, me resultaban desenfocadas, con el volumen demasiado bajo y los colores demasiado pálidos.

No volví a volar en diez años.

 

No me interesaba coleccionar cosas y, si no hubiera sido por mi hermano, habría dejado mis cómics apilados en cualquier parte. Pero él los leía tan compulsivamente como yo, y estaba también bajo su hechizo. Durante años los guardó en bolsas de plástico y ordenados alfabéticamente dentro de unas cajas blancas y alargadas.

Y entonces, un día, cuando yo tenía quince años y Nicky iniciaba su último curso en el instituto Passos, se presentó en casa con una chica, algo insólito. La dejó conmigo en el cuarto de estar, con la excusa de que quería guardar arriba su mochila, y después corrió a nuestra habitación y tiró nuestros cómics, todos, los suyos y los míos, que sumaban casi ochocientos. Los metió en dos bolsas de basura grandes y los sacó por la puerta de atrás.

Yo entendí por qué lo hizo. A Nick no le resultaba fácil salir con chicas. Se sentía acomplejado por su cara reconstruida, que en realidad no tenía tan mal aspecto. La mandíbula y la barbilla le habían quedado demasiado cuadradas, quizá, y con la piel demasiado tirante, de manera que en ocasiones parecía la caricatura de un personaje de cómic siniestro. No es que fuera el hombre elefante, pero cuando intentaba sonreír resultaba bastante patético el modo en que se esforzaba en mover los labios y enseñar sus dientes falsos blancos y fuertes, a lo Clark Kent. Se pasaba el día mirándose al espejo buscando deformidades, los defectos que hacían que los demás chicos lo evitaran. No le resultaba fácil relacionarse con chicas, yo había tenido más experiencias que él y era tres años más joven. Con todo aquello en su contra, no podía permitirse el lujo de no parecer guay. Los cómics tenían que desaparecer.

La chica se llamaba Angie. Era de mi edad y nueva en el colegio, de modo que aún no había tenido tiempo de enterarse de que mi hermano era un pringado. Olía a pachuli y llevaba una gorra de punto con los colores de la bandera jamaicana. Estábamos juntos en clase de literatura y me reconoció. Al día siguiente teníamos un examen sobre
El señor de las moscas.
Le pregunté si le había gustado el libro y me dijo que aún no lo había terminado, así que me ofrecí a ayudarla a estudiar.

Para cuando Nick terminó de deshacerse de nuestra colección de cómics, ambos estábamos tumbados boca abajo, juntos, viendo
Spring Break
en la MTV.

Yo había sacado la novela y cuando ella llegó estaba repasando algunos pasajes que había subrayado... algo que no solía hacer. Como ya he dicho, yo era un estudiante mediocre y desmotivado, pero
El señor de las moscas
me había interesado, había despertado mi imaginación durante una semana o así, me había hecho desear vivir desnudo y descalzo en mi propia isla, con una tribu de niños a los que dominar y dirigir en salvajes rituales. Había leído y releído las partes en las que Jack se pinta la cara, sintiendo deseos de hacer lo mismo, embadurnarme de barro de colores, volverme primitivo, irreconocible, libre.

Nick se sentó junto a Angie, enfurruñado por tener que compartirla conmigo. No podía hablar del libro con nosotros, porque no lo había leído. Él siempre había estado en las clases de literatura avanzada, donde leían a Milton y a Chaucer, mientras que yo sacaba aprobados raspados en ¡Aventuras literarias!, un curso para futuros conserjes y técnicos de aire acondicionado. Éramos chicos tontos y sin futuro, y en premio a nuestra estupidez nos daban a leer los libros que más molaban en realidad.

De vez en cuando Angie miraba el televisor y nos hacía una pregunta provocadora, del tipo: «¿Os parece que está buena esa chica? ¿Os daría corte que una luchadora desnuda en el barro os diera una paliza, o en realidad os gustaría?». No quedaba claro a cuál de los dos se dirigía, y yo respondí casi siempre en primer lugar, sólo para llenar los silencios. Nick se comportaba como si le hubieran cosido otra vez la mandíbula y esbozaba su triste sonrisa cada vez que mis respuestas hacían reír a Angie, que, una vez, mientras se reía con especial entusiasmo, apoyó una mano en mi brazo. Nick se enfurruñó también con eso.

 

Angie y yo fuimos amigos durante dos años antes de besarnos por primera vez, dentro de un armario y durante una fiesta en la que ambos estábamos borrachos y mientras los demás se reían y gritaban nuestros nombres desde el otro lado de la puerta. Tres meses más tarde hicimos el amor en mi dormitorio, con las ventanas abiertas y envueltos en la suave brisa con aroma a pinos que entraba por la ventana. Después de aquella primera vez me preguntó qué quería ser de mayor y le contesté que quería aprender a volar en ala delta. Yo tenía dieciocho años, ella también y la respuesta nos satisfizo a ambos.

Más tarde, poco después de que ella terminara la escuela de enfermería y ambos nos instaláramos juntos en un apartamento en el centro de la ciudad, me preguntó de nuevo qué quería hacer con mi vida. Yo había pasado el verano trabajando como pintor de brocha gorda, pero aquello se había acabado. Todavía no había encontrado un nuevo trabajo y Angie dijo que debería tomarme tiempo para pensar a lo que realmente deseaba dedicarme. Quería que volviera a la universidad y le prometí que lo pensaría y, mientras lo hacía, se me pasó el plazo de matrícula para el siguiente semestre. Me sugirió hacerme socorrista y dedicó varios días a recopilar todos los papeles necesarios para hacer mi solicitud para entrar en el programa de formación: cuestionarios, y formularios de petición de becas. Todo un montón, que estuvo varios días junto al fregadero, llenándose de manchas de café, hasta que alguno de los dos lo tiró. No era la pereza lo que me impedía hacerlo. Era, simplemente, que me sentía incapaz. Mi hermano estaba estudiando Medicina en Boston y pensaría que intentaba imitarlo en la medida de mis limitadas posibilidades, una idea que me ponía enfermo.

Angie dijo que tenía que haber algo que yo quisiera hacer con mi vida y le contesté que quería vivir en Barrow, Alaska, en los confines del Círculo Polar Ártico, con ella, y criar hijos y perros malamutes y tener un jardín en un invernadero en el que plantaríamos tomates, judías y cannabis. Dejaríamos atrás el mundo de los supermercados, de Internet de banda ancha y de la fontanería. Diríamos adiós a la televisión. En invierno, la luz septentrional pintaría el cielo sobre nuestras cabezas y en el verano nuestros hijos jugarían en libertad, esquiando en las colinas y alimentando a las focas juguetonas desde el muelle situado detrás de nuestra casa.

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