—Eran el ideal de cualquier padre. Tenían veintisiete y treinta y tres años. —Se volvió con los ojos anegados en lágrimas.
—No hablamos casi nunca de ellas —aclaró Marjorie. Los platos se entrechocaron en el fregadero—. Otis quería decir que se alegra de que estéis aquí, jovencitas.
Pensé en mi madre y en la carta que me había escrito. Me la había metido en el bolsillo el día en que llegaron los camiones, y fue lo último que recibí de ella. Pero la había perdido; se había quedado con mis escasas pertenencias en el refugio, y nunca la recuperaría. Asimismo recordé a mi madre junto a mí en la cama, leyéndome cuentos de un elefante parlanchín que se llamaba Babar; me ataba los cordones de los zapatos, me vestía y me peinaba, y a cada botón que me abrochaba o a cada arruga que me alisaba, me decía en voz baja: «Te quiero. Te quiero, te quiero».
—Nosotros también nos alegramos de estar aquí —afirmé.
Pero la anciana miraba alguna cosa detrás de mí. Me pareció que las arrugas del rostro se le marcaban más y adquirían mayor severidad mientras se dirigía a la estantería. Primero rozó con la mano el estante superior, y acto seguido, la radio de metal negro que estaba debajo.
—Alguien ha movido la radio —sentenció.
El modo en que lo dijo —lentamente, con rabia— me asustó. Otis se apoyó en la encimera y fijó la vista en Lark.
—¿Por qué me mira? —preguntó la chica, que retrocedió y se cubrió el hombro desnudo—. Yo no he hecho nada.
—He sido yo —admití casi sin respirar.
—¿Qué has hecho? —inquirió Marjorie en tono más alto de lo normal, observándome con atención.
Arden también me clavó la mirada, mostrando una expresión confusa, y dejó las cartas en la mesa.
—Envié un mensaje a una persona… pero estaba codificado.
—¿Qué código has utilizado? —preguntó la anciana, acercándose, mientras retorcía un extremo de su bufanda morada hasta convertirlo en una apretada espiral.
Arden me agarró por el brazo y me preguntó:
—¿Se lo has enviado a Caleb?
—¿Quién diablos es Caleb? —quiso saber Otis. Me estremecí y se me aceleró la respiración.
Marjorie rodeó la mesa para situarse a mi lado.
—No importa quién sea —dijo clavándome los dedos en un hombro—. Lo que importa es saber el código que ha utilizado. Dime, ¿cuál fue?
Ella y Arden me miraron con apremio. Me levanté y retrocedí hasta la pared.
—El código… el único código —tartamudeé.
La mujer dio un puñetazo en la mesa, y los vasos se cayeron y el agua se derramó por el suelo.
—No hay uno solo —replicó—. Han existido treinta códigos distintos desde que empezó a funcionar la ruta hace cinco años.
De pronto sentí demasiado calor, mientras que una fina capa de sudor me cubría el cuerpo. Apenas acerté a pronunciar las palabras:
—La yegua de Eloise.
—¡No! —gritó Otis, golpeando la encimera—. ¡No, no, no!
—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal? —preguntó Lark, compungida.
—Debe de ser un error —se apresuró a decir Arden—. Seguro que no supo hacerlo, y el mensaje no llegó. Además, ¿quién iba a escucharlo?
—Todo el mundo —repuso Otis—. Todos… lo habrán escuchado.
Marjorie se frotó la frente. El sol se colaba a través de las cortinas y le sonrosaba la piel. Por fin le dijo a Otis:
—Haz las maletas. No tenemos mucho tiempo.
—Lo siento —murmuré. Me ahogaba.
Se oyó un ruido a lo lejos. Nos quedamos inmóviles. En medio de los trinos de los pájaros y el zumbido del viento, distinguí algo extraño y aterrador: el rugido constante del motor de un coche.
Marjorie se acercó a la ventana y apartó un poco la cortina.
—Ya han llegado.
—¿Quiénes? —preguntó Lark, mordiéndose los labios con nerviosismo.
Otis abrió una alacena sobre la encimera y buscó algo a tientas, detrás de unos tarros de cristal. Encontró una pistola, se la encajó en el cinturón y respondió:
—Los soldados.
Marjorie se acercó al fregadero, sacó tres de los cinco platos mojados y los guardó de cualquier manera en la alacena. Sumergió los dedos en el agua jabonosa buscando los cubiertos sobrantes, pero Otis la disuadió.
—Déjalo… —ordenó—. Vete.
La mujer tenía los brazos empapados hasta los codos, con rastros de espuma. Dirigiéndose a la escalera, nos indicó:
—Venid conmigo. —Lark, llorando, le agarró el faldón de la camisa.
—¿Qué dijiste? —me preguntó Arden, agarrándome la mano mientras corríamos escaleras abajo—. ¿Qué decías en el mensaje?
El motor se oía cada vez más cerca de la casa. Los neumáticos crujieron en el jardín. Iba a contárselo, pero no podía explicarle que había descrito, con gran detalle, quién era yo y dónde me encontraba; ni podía decirle que me había deslizado en la sala en plena noche, arriesgando la vida de todos.
En el sótano, Marjorie abrió las puertas de madera del armario.
—Ayudadme —rogó, apartando de un manotazo las latas del estante, que se abollaron al caer al suelo de cemento.
Arden sacó de un tirón la estantería, Lark y yo entramos en la habitación secreta, y ella nos siguió a toda prisa.
—No habléis —susurró Marjorie mientras colocaba de nuevo las latas en el estante.
En el piso de arriba se abrió la puerta de golpe, y unas voces masculinas exigieron algo a gritos.
—Deprisa —imploró Lark, palpando el estante de madera—. Date prisa, Marjorie, por favor.
La mujer se agachó, recogió las latas y las volvió a poner en el estante. Movía despacio las ajadas manos, revelando la edad.
—Voy lo más rápida que puedo —dijo con voz rota—. Ya voy. —Se pasó la mano por la cara, y entonces me di cuenta de que estaba llorando: finos regueros de lágrimas se deslizaban por las arrugas de su rostro.
Las voces aumentaron de tono. Oímos pisotones en el piso superior, y trocitos de escayola llovieron sobre nosotras.
—Solo mi mujer —dijo Otis. A continuación más pasos. Marjorie tenía en brazos las últimas latas cuando aparecieron los soldados en la escalera; vestían de uniforme verde y marrón. Arden me estrujó la mano y me arrastró hasta el fondo de la habitación.
Con la otra mano cubrí la trémula boca de Lark para impedir que gritase. Las puertas de cristal de la despensa se cerraron. A través de los huecos que había entre las latas, distinguíamos algunas zonas del sótano. Permanecimos ocultas, en la oscuridad, viendo cómo los hombres bajaban la escalera.
Marjorie se irguió enseguida; había dejado caer con tranquilidad los brazos a ambos lados del cuerpo, pero su expresión era dura.
—¿Qué puedo hacer por ustedes en esta ocasión, caballeros? Teniente Calverton… —saludó reconociendo al soldado más veterano, que tenía la nariz rota y el pelo canoso. Junto a él, un hombre delgado y pálido acariciaba una pistola—. Sargento Richards, ¿ha venido a acosarnos otra vez?
Los hombres permanecieron al pie de la escalera; ambos perfectamente afeitados, el rostro terso y pulido.
—Ya basta de jueguecitos, Marjorie —amenazó Calverton—. Sabemos que escondes a una chica llamada Eve. Esa chica pertenece al rey.
Arden me abrazó. Me temblaban las piernas, pero ella me sostuvo.
—Eso no es cierto —respondió Otis—. ¿Cuándo nos dejaréis en paz? Lo único que queremos es sobrevivir, como los demás.
Richards se abrió paso entre las cajas de cartón, rompiéndolas para ver el contenido. Recorrió el sótano, abrió una puerta debajo de la escalera, palpó el desvencijado sofá y golpeó las paredes, tras un montón de aparatos viejos.
—¿Siempre hemos de pasar por lo mismo? —preguntó Marjorie, cruzándose de brazos.
Otis bajó los últimos peldaños, arrastrando la pierna inútil y se apoyó en la pared con el brazo pegado al costado para ocultar la pistola que llevaba en la cintura a la altura del codo.
—No encontrarán nada —aseguró, apresurado.
—Me huelo que estáis mintiendo —repuso Calverton, fijándose en las puertas del armario. Mi corazón siguió latiendo a un ritmo constante que me recordó que seguía viva. Arden me empujó debajo de las literas e hizo lo propio con Lark. Nos apiñamos, respirando a fondo para tranquilizarnos, mientras el soldado más joven abría las puertas.
Vi sus piernas por entre las patas de las literas, y oí el entrechocar de latas en el estante superior. Continuó registrando el segundo estante y palpando la madera. De pronto las latas que ocultaban el escondrijo se balancearon. Lark gimoteó cuando la luz barrió la angosta habitación, y al alzar la vista, mis ojos tropezaron con los del soldado.
—Señor —dijo el sargento, apartando otras latas—, aquí hay más cerdas, señor.
Otis sacó la pistola del cinturón y disparó al costado de Richards. El soldado cayó, arrastrando la estantería con él, y se llevó la mano al hombro, donde la bala le había desgarrado la camisa.
Mientras Otis se abalanzaba sobre Calverton, Marjorie se dirigió a nosotras.
—¡Marchaos! —gritó señalando a nuestra espalda el túnel que se perdía en la oscuridad—. ¡Ahora mismo!
Calverton empujó a Otis contra la pared, y le arrebató el arma. Se limpió la parte del uniforme que le había estrujado, y se alisó el pulcro tejido. A continuación lo apuntó con la pistola.
—¡No! ¡Déjelo! —chilló Marjorie. Extendió los brazos, tratando de salvar la distancia que la separaba de ellos. Pero todo fue demasiado rápido: una bala y luego otra penetraron en el pecho de Otis, que murió antes de caer al suelo.
Lark corrió por el túnel, y Arden la siguió, arrastrándome. Pero mis pies no se movían; la tristeza se apoderó de mí. Volví la cabeza y vi a Marjorie propinando una fuerte patada al soldado, que apenas se inmutó. Este alzó la pistola de nuevo y le disparó en la mejilla. Ella cayó sobre Otis y, en un último movimiento, lo abrazó, mientras el soldado bajaba la pistola y disparaba el tiro de gracia.
Arden tiró de mí, pero permanecí inmóvil, contemplando la escena como si la estuviesen proyectando en la pared sobre la chimenea: Richards cerraba los ojos haciendo un gesto de dolor, mientras la salpicadura de sangre cubría su pálida mejilla, y Marjorie yacía en el suelo, mientras su trenza canosa se teñía lentamente de rojo.
Calverton se encaminó hacia nosotras; yo no podía moverme. Tras un instante, Arden me empujó con fuerza, obligándome a caminar aunque fuera a trompicones.
Corrimos por el túnel, y nuestros pasos adquirieron un ritmo constante al adentrarnos en la oscuridad. La irrealidad de aquella situación me nublaba la mente: habían disparado a Marjorie y a Otis. Estaban muertos. Y todo por mi culpa. Por mucho que repasase los hechos, nunca les encontraría sentido.
Cuando por fin llegamos al final del túnel, encontramos una escalera. Un hilo de luz se colaba por una grieta del techo. Lark se abalanzó contra la trampilla, pero el metal no cedió.
—Está atascada —gritó aporreándola con los puños. Por fin la trampilla se levantó un centímetro, y vislumbramos una gruesa rama de árbol, que la bloqueaba.
A nuestra espalda las latas tintinearon cuando el soldado apartó la estantería. Lark retrocedió en la oscuridad y nos dejó sitio entre la escalera y la trampilla. Los soldados estaban muy cerca cuando sonó un disparo.
—¡No dispares! ¡Tenemos que cogerla viva! —gritó Calverton.
—¡Empuja! —urgió Arden, pegando las manos a la trampilla.
—¡Deteneos! ¡Por orden del rey de la Nueva América! —ordenó Richards en el túnel.
Arden y yo embestimos la trampilla de nuevo, empujándola tan fuerte con las manos que nos hicimos daño. Pero la rama se rompió y, emitiendo un gratificante crujido, la corteza cayó sobre nosotros en el momento en que la puerta de la trampilla se abría y desvelaba la blanca luz matinal.
Arden saltó al exterior. Me detuve en los peldaños y me volví rápidamente para ayudar a Lark, pero había caído al pie de la escalera. La sangre empapaba sus cabellos y formaba un charco de color rojo oscuro alrededor de su cráneo.
—¡Lark! —Bajé y la toqué, sintiendo la humedad de la sangre bajo mis pies. La bala le había traspasado la nuca—. ¡Lark!
—Tenemos que irnos —gritó Arden desde arriba, señalando el bosque—. No quiero hacerlo, pero.
Todavía no había acabado la frase cuando aparecieron los soldados empuñando sus pistolas. Richards se había vendado el brazo a toda prisa con la bufanda morada de Marjorie.
Cerrando la trampilla metálica de golpe y dejando el cuerpo de Lark atrás, corrí como loca hasta donde estaba Arden. El inclemente sol agostaba la hierba seca y aclaraba las sombras bajo los árboles quemados. Por todas partes proliferaban gigantescas rocas rojizas, que creaban un muro impenetrable; los arbustos eran más pequeños, la arena ardía y la próxima casa parecía una minúscula mancha en el horizonte. No había ningún escondite.
La trampilla se abrió con estrépito detrás de nosotras. Calverton avanzó por el campo y cargó la pistola de nuevo.
—¡Vamos! —dije desviándome hacia la derecha, lejos del bosque chamuscado que habíamos recorrido con Fletcher. Echamos a correr entre los árboles; la espesa maleza me arañaba las pantorrillas. Más allá de la casa de Marjorie, superadas unas dunas y una fila de árboles, había una agrietada carretera que conducía a un pueblo.
Una bala impactó en un árbol, delante de Arden, haciendo saltar esquirlas de madera.
—Quieren matarme —gritó saltando sobre un tronco podrido. Continuamos corriendo y, durante unos instantes, los soldados desaparecieron tras una zona de maleza.
—Ahí —indiqué señalando una casa cubierta por la hierba. La apartamos y empujamos el oxidado portillo.
En medio del jardín había una piscina vacía y, en el fondo, un esqueleto de perro; rodeaba la casa una terraza derruida con sillas caídas. Vimos también un cobertizo de madera en un extremo, cuya pintura blanca se desprendía a capas. Una verja amarillenta, de unos dos metros y medio de altura, rodeaba la finca.
Arden corrió hacia ella y le dio una patada, pero no cedió. Los soldados se acercaban. Arden la emprendió de nuevo a patadas con la verja, empleándose a fondo, tanto que se le empañaron los ojos.
—No, esto no puede ser cierto. ¡Nooo!
Por el otro lado de la casa no había entrada ni salida, ni grietas en el muro, ni nada que nos sirviese para trepar. Solo existía un camino para entrar y salir.
—Estamos atrapadas. —Al darme cuenta, me temblaron las manos.