Arden me condujo hacia el cobertizo y lo rodeamos. Nos agachamos, cogidas de la mano, y miramos a través de la ventana rota: los soldados entraron en la finca, con las pistolas preparadas, y rodearon la piscina. Calverton se llevó un dedo a los labios para pedir silencio.
—Lo siento —susurré al oído de Arden de forma casi inaudible. Yo había enviado el mensaje y atraído a los soldados a casa de Marjorie, y en ese momento estaban a punto de capturarnos. Había elegido el camino equivocado.
Richards cogió una linterna que llevaba prendida del cinturón y rebuscó bajo la destrozada terraza. Entonces Arden se fijó en las sillas volcadas y apiladas junto a la puerta trasera de la casa. Las señaló y dijo:
—Puedes utilizar una de esas sillas para saltar y salir por detrás.
A través del cristal roto, vi a Calverton que se dirigía hacia el otro extremo del cobertizo, donde había una vieja caseta de perro.
—¿Y tú qué? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Arden intentó sonreír, pero su rostro estaba tenso.
—Los distraeré. No te preocupes. Nos veremos en Califia —aseguró—. Encontraré el camino.
—No, no —repuse secándome los ojos con un brazo. Quería creerla, pero estaba convencida de que, para cualquiera de nosotras, sería prácticamente imposible seguir sola nuestro camino—. No puedes hacerlo. Prefiero que me lleven a la ciudad, aunque.
—Tú harías lo mismo por mí —me interrumpió—. Ya lo hiciste.
No esperó mi respuesta. Me soltó la mano y se plantó como una flecha en el jardín. Richards saltó de su puesto junto a la terraza y la persiguió, seguido de cerca por Calverton. Continuaron corriendo hasta que desaparecieron por el portillo.
Los disparos desgarraron el silencio. Esperé, temiendo escuchar los gritos de Arden. Pero no oí más que las voces de los soldados que se alejaban y fuertes pisadas machacando la reseca tierra.
Me dirigí a la verja, arrastrando una silla hasta ella como Arden me había indicado. La imaginé a mi lado, apoyándome la mano en el brazo, guiándome. Eché a correr en dirección opuesta, imaginándome la llamativa mancha azul de su jersey entre los árboles. A veces me parecía como si me mirase, muy acalorada, o como si rechazase un camino para señalarme un cambio de dirección. Continué la marcha, dejando las enormes rocas atrás, erguidas contra el cielo, y no me detuve hasta que refrescó y el bosque quedó en penumbra; entonces comprendí que estaba completamente sola.
Pasó el tiempo: dos días, tal vez tres. No tenía forma de contarlos.
Me tendí en la bañera orlada de mugre de una casa abandonada, con un cuchillo romo en la mano. Iba descalza y me sangraban los pies. Había corrido tanto que se me rompieron los cordones de los zapatos y los perdí en alguna parte.
Entre sueños recordé las imágenes del sótano: los cuerpos de Otis y Marjorie caídos en un montón yerto; la cara de Lark aplastada contra el frío suelo de cemento; el olor a pólvora y sangre; Calverton que se limpiaba una mancha de la bota; los dedos de Arden clavados en mi brazo; los ojos de Richards, grises e insensibles, fijos en los míos.
Debería haberlo dicho nada más despertar. Tendría que haber contado que había utilizado la radio y lo del mensaje. Pero, por el contrario, me entregué feliz a la emoción del sueño, a aquella absurda fantasía de ver a Caleb en su habitación.
Me cuestioné si habría algo podrido en mi interior. Había abandonado a Pip. Había abandonado a Pip, a Ruby, a Marjorie, a Otis y a Lark, para seguir adelante, segando sus vidas en mi horrible trayectoria. No quería continuar siendo testigo de todo aquello: las casas tapiadas y las banderas rojas, colgadas de las destrozadas ventanas, en las que se leía la palabra EPIDEMIA, pintada en negro y de través sobre ellas. Los niños eran demasiado pequeños para quedarse sin madre. Ojalá no volviese a oír el crujido de los grisáceos huesos bajo la maleza, ni a sentir el miedo inexorable que me atenazaba el pecho y me dominaba por completo.
No tenía ganas de comer, ni me apetecía moverme, y llevaba días sin beber nada. Se me doblaban las piernas y se me había quemado la espalda. Cuando el sol se deslizó bajo el alféizar de la ventana, solté el cuchillo: si permanecía en la bañera, llegaría el final antes que los soldados.
El calor del día se esfumó, y transcurrieron las horas. En algunos momentos entre la lucidez y la inconsciencia me veía junto a Arden, detrás del cobertizo; contemplé su cara a la luz del día y oí sus palabras: «Tú harías lo mismo por mí». A ese recuerdo le sucedió otro de mi madre en la puerta de nuestra casa, observando cómo me subían al camión. También vi el plato de huevos que Marjorie me había servido, sentí el cariño con que Arden me había envuelto los pies con la manta y noté la ajada mano de Otis sobre la mía.
Me replegué sobre mí misma y me quedé como paralizada, atormentada por la pena. Tanto en el colegio como fuera de él creía que el amor era un lastre, algo que podía volverse contra mí. Pero rompí a llorar cuando descubrí la verdad: el amor era el único adversario de la muerte, la única cosa capaz de luchar contra sus voraces y desesperadas garras.
No me quedaría allí. No me rendiría. Aunque solo fuese por Arden, por Marjorie, por Otis, por mi madre. «Te quiero, te quiero, te quiero.»
Salí de la bañera. Casi no me sostenía. La casa estaba en penumbra y las baldosas rotas me cortaban los pies; las astillas de las podridas tablas del suelo me hacían daño. La bilis impregnaba la parte delantera de mi raído jersey gris. Me daba igual. Entré en todas las habitaciones, caminando con lenta decisión. Encontré una lata abollada debajo del frigorífico y seguí registrando armarios y cajones. Pasé la mano sobre una estantería hasta que di con lo que estaba buscando.
El atlas era como el que la profesora Florence nos había enseñado en primero de bachillerato, con cantoneras de piel. Revisé las páginas, fijándome en tramos azules de tierra que no me decían nada, y hojeé mapas de lugares extraños con nombres como Tonga, Afganistán o El Salvador. Había mucho mundo del que nunca había oído hablar. Me intrigaba cómo serían aquellos sitios: vastas extensiones de tierra, terrenos salpicados de montañas o tal vez lujuriantes paraísos tropicales. ¿Habrían sufrido la epidemia como nosotros?
Al pasar las páginas, nada se parecía a lo que yo conocía. En la estantería había otro atlas más pequeño: unas líneas cruzaban los mapas y estaban señaladas con números. Por fin encontré la señal: 80. Mi dedo siguió la línea por toda la página hasta señalar una mancha azul: el mar.
Por primera vez en varios días la sensación de posibilidad se impuso al terror. Estudié los mapas y arranqué las páginas en las que aparecía Sedona, Arizona, la zona verde debajo del número 80, y unos lugares llamados Los Ángeles y San Francisco. Los uní en el suelo y hallé el gran lago junto al que vivía Caleb: Tahoe.
Al día siguiente me aprovisionaría e iría al norte, a Califia. No podía permanecer otro día en la casa, dejándome morir. Aunque los soldados me encontrasen, aunque me derrumbase en pleno desierto, a la sombra de las gigantescas rocas, tenía que continuar. Al menos debía intentarlo.
Salí temprano, antes de que despertasen los pájaros. Como había encontrado una oxidada lata de guisantes, cené la mitad y desayuné la otra mitad, bebiendo el líquido espeso del interior. Fui de casa en casa, registrando todo el pueblo, y descubrí otras dos latas sin etiqueta y un frasco de mermelada. No era gran cosa, pero bastaba para unos días, hasta que encontrase otro lugar seguro para descansar.
Hacía frío yendo hacia el norte por entre los bajos arbustos que bordeaban las carreteras, de modo que me arropé con el jersey, agradecida a los que habían vivido en aquella casa en la que había hallado ropa y un par de zapatillas deportivas del cuarenta y uno que lucían la marca NIKE en los lados. El mapa me guio por el desierto, donde la tierra adquiría un tono dorado oscuro. Caminé lo más rápido que pude, notando las piernas aún débiles, y me detenía cada hora para tomar un poquito de mermelada; la dulce dosis de azúcar me servía de combustible.
Al filo del mediodía llegué a una encrucijada. Allí había un gran aparcamiento lleno de coches herrumbrosos, y si lo atravesabas, te encontrabas ante un edificio de ladrillo, cuyas ventanas estaban rotas y en cuya fachada exhibía un letrero rojo que decía:
BANCO DE AMÉRICA.
Me dirigía a un supermercado saqueado cuando oí un extraño ruido. Mi cuerpo lo reconoció antes que mi mente: el motor de un coche. Me precipité al interior del banco, donde las mesas se alineaban frente a las ventanas, me agaché y esperé.
El coche recorrió la calle con lentitud. Desde mi escondite oí el rugido familiar: los crujidos de los desperdicios aplastados por las ruedas. Cuando el coche se detuvo, me puse a temblar y eché la cabeza hacia atrás, como si necesitase aire desesperadamente. Poco después el vehículo reanudó la marcha.
El ruido se extinguió, y me apoyé en una mesa con el espíritu renovado. Los soldados me estaban buscando. Tenía que seguir adelante.
Junto a la puerta pisé un montón de papeles verdes esparcidos por las baldosas y cubiertos de arena y polvo. Cogí uno que ponía «100» y en el que estaba representada la cara de un anciano muy serio; comprendí que se trataba de un billete viejo. Dinero. Lo estrujé y lo arrojé al suelo.
Actué con rapidez, deslizándome por la parte de atrás de tiendas y mercados, entre contenedores llenos de huesos. Seguí corriendo sin parar hasta alejarme de los semáforos rotos y de los armazones de los vehículos volcados al borde de la calle. El angosto pueblo moría en el desierto.
Ante mí se extendía un terreno llano; solo había matorrales a un lado de la carretera, tan escasos que no servían de cobertura. Me quité la camiseta amarillenta para no destacar en medio de la seca y agrietada tierra, comprobé el mapa por última vez y me dispuse a cruzar la llanura, hacia un grupo de casas que se divisaban a lo lejos. Las rojizas rocas se elevaban hacia el cielo, acariciadas de vez en cuando por las nubes. No había ni rastro del todoterreno.
«Seguro que las casas no están muy lejos —me dije tratando de convencerme—. Continúa. No mires atrás.»
El sol se elevaba en el horizonte y me calentaba la piel. Intenté imaginar a Arden en aquel momento, o a Pip pateando la tierra mientras tarareaba una canción, pero sus fantasmas no hicieron acto de presencia.
Tomé otra dosis de mermelada, masticando las amargas semillas de frambuesa, y me animé a seguir adelante, pareciéndome más leve el peso que llevaba a la espalda y apresurando mis pasos mientras me dirigía hacia las casas, hacia un abrigo seguro. Poco a poco distinguí las ventanas, las puertas, los juegos infantiles en los jardines.
Entonces oí de nuevo el motor. Debía de haberse parado en la carretera detrás de mí para esperarme. Eché a correr, impulsándome con los brazos desesperadamente, y crucé el destrozado pavimento en dirección a los arbustos.
Pero el coche aceleró. Lo oía detrás de mí, ganando terreno, acercándose. Me impulsé con los brazos todavía más enérgicamente y pateé el suelo, pero fue inútil: el coche aminoró la marcha, se detuvo, se abrió una puerta y oí pasos en la carretera. Me ardían las piernas a causa del esfuerzo, y mi cuerpo se ralentizó, pero continué corriendo. No quería que me capturasen de aquella forma, en pleno desierto. En ese momento, no; había llegado demasiado lejos.
—¡Detente! ¡Detente!
Las lágrimas resbalaron por mi cara, arrastrando la fina capa de polvo que lo cubría.
—¡Eve! —gritó una voz masculina, pero no me volví. De pronto unas manos me agarraron por el brazo, y me arrojaron sobre la espesa maleza. No me resistí. Tenía las extremidades entumecidas cuando aquel animal me puso boca arriba. Me cubrí la cara.
—Eve —repitió la voz más suavemente—, soy yo.
Abrí los ojos y vi el rostro que tantas veces había imaginado: Caleb sonreía, y sus cabellos caían sobre mi frente. Apoyé mis manos en sus mejillas, cuestionándome si estaría soñando despierta, pero su piel era firme bajo mis dedos. No supe si reír o llorar.
Opté por abrazarle. Nuestros cuerpos se fundieron en uno, nuestros brazos se entrelazaron hasta casi asfixiarnos, hasta que no hubo nada entre nosotros, ni siquiera aire.
—¿Escuchaste mi mensaje? —pregunté al fin.
Caleb alzó la cabeza y contestó:
—Quería responderte, pero no podía. Sabía que los militares estaban escuchando y que ya se habían puesto en marcha. Era el código de.
—Sí, lo sé —admití secándome las lágrimas—. Era el código inadecuado.
—Hemos de irnos —me advirtió ayudándome a levantarme. En la carretera había un herrumbroso coche rojo—. Siguen buscándote. —Nos dirigimos al vehículo, una mole cuadrada que en la parte delantera exhibía la marca Volvo; en el asiento del piloto había una raja de la que salía una densa espuma amarilla.
Cuando Caleb pisó el acelerador, me relajé en el asiento, y el dolor de las piernas remitió. Detrás de nosotros se levantó una polvareda, y el mundo desapareció tras un perfecto manto anaranjado.
El aire que entraba por la ventanilla me azotaba la piel y me alborotaba los cabellos, mientras que un polvo dorado cubría el rostro de Caleb, sus rastas castañas e incluso la delicada piel detrás de las orejas.
—¿Cómo me has encontrado? —quise saber.
Pasamos sobre un socavón, y el coche se balanceó hacia un lado.
—Solo hay una parada en la ruta de Sedona —contestó él.
—Entonces has estado en la casa. ¿Has bajado al sótano? —Hundí los dedos en el asiento roto. En la parte de atrás del coche se amontonaban prendas de ropa, latas oxidadas sin etiqueta y dos mochilas cubiertas de barro.
Asintió, y nuestras miradas se encontraron un instante.
Se me agarrotó la garganta. Había visto al soldado bajar la pistola; había visto cómo apuntaba. Pero necesitaba preguntarlo:
—¿Y Marjorie estaba…?
—Murieron. Los tres. —Me apoyó la mano en el brazo. Las costuras descosidas de la camiseta dejaban al descubierto un hombro tostado por el sol—. Había sangre a cierta distancia de la trampilla y fuera de la casa. Seguí el rastro por el bosque, pero lo perdí dos kilómetros después y me convencí de que te habían capturado. —Hizo una pausa y se ajustó el cinturón de seguridad—. Cuando estaba a punto de regresar, vi algo en el suelo: un zapato de mujer. Encontré el otro un par varios metros más adelante, hacia el norte, y seguí esa dirección registrando sistemáticamente los bordes de la carretera.