Read Eve Online

Authors: Anna Carey

Tags: #CF, Juvenil

Eve (25 page)

BOOK: Eve
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Él se rio y, levantando una mano para no verme, suplicó:

—Para, por favor.

—Y Ruby es de las que te dicen que vas hecha una facha, pero también de las que le gritan a cualquiera que se meta contigo. Es muy leal. —La carretera serpenteaba hacia arriba, abrazando la ladera de la montaña hasta perderse de vista. Caleb manipuló los botones de la calefacción, tratando de regular la ventilación, pero no salió más que aire frío.

—Conozco a gente así. Algunos amigos míos todavía están en los campos.

Iba a preguntarle más cosas, pero el coche se paró de repente, y un fuerte olor a humo se me metió en los pulmones y me hizo toser. Tras un momento de confusión, salimos del vehículo pugnando por respirar.

En la parte delantera ardía algo, finas columnas de humo gris salían del capó. Caleb se apartó el humo de la cara con la mano y levantó el capó, haciendo un gesto de dolor al tocar el metal caliente, e inspeccionó el renegrido interior.

—Está destrozado —dijo, tosiendo, y contempló la carretera que continuaba retorciéndose ante nosotros a lo largo de kilómetros y kilómetros hasta llegar a la cima, que después descendía por el otro lado de la montaña.

Como me helaba a causa del gélido viento, me cubrí con la capucha del chaquetón para protegerme del viento, mientras él sacaba las provisiones del maletero y las introducía en una mochila.

—Debemos ponernos en marcha. Así será más fácil entrar en calor.

Estudié el mapa, arrugado y borroso: quedaban algo más de treinta kilómetros entre llegar a la cresta de la montaña y el descenso posterior.

—Seguro que podemos recorrerlos en dos días —calculé, y emprendí el camino—. Tal vez menos.

Caleb andaba con los ojos fijos en el cielo.

—Esperemos que el tiempo aguante. —Se ajustó el chaquetón y se metió las manos bajo los brazos cuando iniciamos el ascenso. Me estallaban los oídos a causa de la altura, y la pendiente era tal que casi no podía respirar, pero mantuve el paso con ayuda de un palo que encontré.

Comimos piña y guisantes en conserva mientras caminábamos, y bebimos el jugo frío. Caleb me habló de su familia: su padre trabajaba en el periódico local, y a veces traía grandes cajas para construir casas de fantasía en el jardín. Yo le describí la casita de tejas azules en la que había vivido; nadie más que yo cabía en el angosto sótano, con paredes de densa pelusa rosada. Y también le conté lo del buzón: cuando me aferré al poste al ver el camión recorriendo el barrio. El padre de Caleb había ido a la farmacia y no regresó jamás. Como su madre y su hermano estaban enfermos, él recorrió las calles en bicicleta, buscando a su padre hasta que aparecieron los vándalos por la noche. Cuando regresó a casa, su familia había muerto y los cuerpos ya estaban rígidos.

—Permanecí allí tres días, abrazado a mi madre. Los soldados me encontraron cuando saqueaban las casas, y me llevaron a los campos de trabajo. —Continué caminando, ascendiendo la empinada cuesta, pero mi mente estaba en aquella casa junto a Caleb, acariciándole la espalda para consolar su llanto.

Trepamos en silencio un buen rato, cogidos de la mano, pero los dedos se nos habían enrojecido por el frío. Habíamos caminado ya ocho kilómetros cuando el cielo comenzó a escupir diminutos cristales blancos que se amontonaban en los pliegues de mi chaquetón.

—Esto. ¿Es nieve? —extendí la mano, disfrutando de la fría sensación sobre la piel.

—Únicamente la había visto a lo lejos, coronando las cimas de las montañas o en los libros.

—Sí, y cae muy rápido —contestó evaluando la fina capa que cubría la carretera como una sábana, pero continuó andando, sin detenerse a mirarla.

Sabía que era algo serio por su tono de voz, pero me quedé observando los puntitos blancos en mis manos. Pensé en muñecos de nieve, castillos e iglús como los de los cuentos de mi niñez.

Diez minutos después se levantó viento; los copos eran más gruesos y se amontonaban en el suelo, alcanzando varios centímetros de altura. El jersey no me abrigaba lo suficiente ni tampoco el chaquetón, y las zapatillas deportivas no eran apropiadas. El frío me traspasaba la ropa y el viento me hacía temblar.

—Tenemos que montar la tienda —recomendó Caleb; la capucha se le cayó hacia atrás y dejó sus cabellos al descubierto. Sacamos la tienda de la funda, luchando para clavar las varillas en el duro terreno, aunque solamente conseguimos clavar una, mientras los copos caían cada vez más rápido, arañándome las mejillas y dificultando mi visión.

Caleb siguió golpeando una varilla con otra, pero el metal se dobló. Tras un buen rato, aguantando las sacudidas del frío, ya no pude más.

—Déjalo. Vale así. Hemos de meternos en la tienda como sea.

Tiré de la tela desde la única varilla estable hasta el suelo, y la aseguré con unas cuantas piedras. Detrás había una roca, lo que creaba un pequeño espacio triangular. Me metí debajo y Caleb entró detrás de mí. No había mucho sitio, pero la tela caía por los lados y nos protegía un poco de la tormenta.

—¿Cuánto durará? —pregunté; notaba las manos entumecidas, y el frío se me colaba por las mangas.

Caleb se puso la capucha de nuevo. Tenía el pelo cubierto de nieve.

—No sé. Tal vez toda la noche. —Me acercó hacia él, cubriéndome la espalda con un brazo y abrazándome por delante con el otro. Enseguida sentí calor, tenía la cara pegada a la suya.

Mi respiración se ralentizó y el miedo remitió; ya no temblaba. Él acercó la mano a mi mejilla y me limpió los restos de nieve de las pestañas.

—Benny me dijo que amar a alguien era saber que tu vida sería peor sin esa persona. —Sonrió—. ¿De dónde sacaría esa idea?

Mi piel entró en calor gracias a su contacto. Le sonreí sin decir nada.

Se inclinó sobre mí, dibujando líneas invisibles sobre mis mejillas, y susurró:

—Por eso tenía que encontrarte.

Sus labios se fundieron con los míos y sus brazos me rodearon los hombros. Alcé la barbilla y me entregué a su beso. Me fue imposible parar. Pensé fugazmente en los años de clases sobre la estupidez de Julieta, Ana Karenina y Edna Pontellier. Pero por primera vez lo comprendí: todo por un momento, un momento demasiado bueno para desperdiciarlo.

Treinta y tres

Cuando abrí los ojos, todo era blanco, y durante un segundo me pregunté si habría muerto y estaría en el cielo. Al levantar el trozo de tela que me tapaba en parte la cara, comprobé que la nieve seguía allí. El suelo estaba helado, pero la tormenta había pasado y brillaba el sol.

Salí de la improvisada tienda. Descansando un brazo sobre un costado, Caleb empezaba a despertarse. A lo lejos, allá abajo, había un mundo silencioso y pequeño, fascinante, sin armas, sin soldados ni colegios. Mi cuerpo se contagió de la energía de las piedras, la vegetación y el cielo; me sentía increíblemente libre.

Alcé los brazos, y la brisa se me coló entre los dedos. De pronto algo me golpeó la espalda. Me volví. Caleb estaba arrodillado junto a la tienda, con una bola de nieve en la mano, esbozando una sonrisa traviesa. Me lanzó el proyectil, que me impactó en el cuello.

Chillé, me agaché y, cogiendo puñados de nieve, los compacté.

—¡Me las vas a pagar! —Lo perseguí entre los pequeños árboles, sobre las piedras, dando tumbos mientras lo acribillaba por la espalda una vez, dos, tres veces, llena de entusiasmo.

Él me lanzó otra bola de nieve que acertó, pero yo aproveché para sujetarle el brazo y tumbarlo en el suelo.

—¡Tiro la toalla! ¡Tiro la toalla! —gritó riéndose.

—¿Qué toalla? —pregunté. Cogí un puñado de nieve y se la restregué por la cara. Se retorció para evitar la frialdad.

De pronto, realizando un rápido movimiento, se puso sobre mí, me rodeó con los brazos y pegó su cara a la mía.

—¡Significa piedad! ¿No tienes piedad? —Me besó lentamente, como en un juego, mientras me caía de espaldas sobre la nieve.

<>

Tal vez se debiera a que ya había pasado la tormenta, a la ilusión del descenso o a la borrachera de felicidad, pero bajamos la montaña en menos de un día. Cuando se puso el sol, llegamos por fin a una carretera llana, cuya musgosa calzada fue un verdadero alivio para nuestros pies.

—Podemos detenernos ahí —sugirió Caleb, señalando un grupito de edificios a kilómetro y medio de distancia—. Con un poco de suerte, encontraremos algo útil para la última parte del trayecto: bicicletas, un coche, cualquier cosa.

—A todo esto, ¿cómo conseguiste el coche, el Volvo? —pregunté. Había sentido tal felicidad al verlo en la carretera y percibir su cuerpo junto al mío, que ni siquiera se me ocurrió pensar cómo había llegado hasta allí.

Una mosca revoloteó alrededor de su cabeza, y la ahuyentó. Al fin respondió:

—Vendí a
Lila
a un bandido. —Sonrió tímidamente—. No son malas personas, sino simples egoístas. Ella estará bien.

Sabía que adoraba a su yegua; lo había notado por la forma en que le peinaba las crines o la tranquilizaba susurrándole cosas. Por eso escudriñaba el horizonte después de nuestro encuentro con los soldados, y seguía buscando rastros de ella. Le cogí la mano y se la estreché; no bastaba con un simple agradecimiento. Nada de lo que le dijera sería suficiente.

Caminamos en silencio unos minutos, hasta que Caleb se detuvo de repente, escudriñando algo que había a un lado de la carretera.

—¿Qué ocurre? —pregunté cuando me obligó a retroceder—. ¿Qué es eso?

—Debemos escondernos. —Señaló la maleza junto a la carretera: la vegetación estaba aplanada, formando dos líneas rectas, como si la hubiesen aplastado unas ruedas—. Es una trampa.

Me volví. Las montañas se alzaban entre ellos y nosotros, no había nada más que terreno herboso.

—No hay ningún escondite.

Nos percatamos de cierto movimiento a unos doscientos metros, cerca del grupo de edificios. Una figura, y después una segunda silueta, se recortaron contra el crepúsculo.

—Estáis en un control de carretera. En nombre de la ley, identificaos. —Una de aquellas personas alzó un brazo, haciéndonos señas para que nos acercásemos.

Caleb me soltó la mano y me miró. Después observó la montaña.

—Sígueme y cúbrete la cara con el pelo.

Eché a andar, sintiendo el peso de la mochila a la espalda, y me desenredé la maraña de pelo que llevaba bajo la capucha para ocultarme el rostro.

Había tres guardias delante de un antiguo establecimiento en cuyo desvencijado letrero ponía TALLER DE REPARACIÓN DE COCHES. Vimos un todoterreno del gobierno aparcado en el local, así como barras oxidadas, herramientas y montones de ruedas rajadas sobre las mesas de trabajo.

—Disculpen —dijo Caleb, desviando la vista—. Solo somos mi hermana y yo. Necesitamos comida.

Se acercó un soldado pelirrojo, de pestañas y cejas tan claras que tenía el aspecto lampiño de una salamandra, y yo clavé los ojos en sus botas, negras y relucientes. Nunca había visto unas botas tan brillantes.

—¿Buscáis comida en las montañas? —preguntó acariciando la pistola que llevaba sobre la cadera.

—La buscamos a través de ellas —replicó Caleb—. Venimos del otro lado. Una banda de rebeldes incendió nuestra casa.

Los soldados nos observaron y se fijaron en la destrozada ropa, en la tierra incrustada bajo nuestras uñas y en la fina capa de polvo que oscurecía nuestra piel.

—¿Y tenéis permiso para vivir fuera de la ciudad? —preguntó otro de ellos, más bajo y grueso, cuya barriga colgaba sobre su cinturón. Apoyaba una mano en el todoterreno verde.

—Sí —respondió Caleb, que se había quitado el chaquetón poco antes y tenía el cuello de la camiseta empapado en sudor—. Pero todo se perdió en el incendio.

El tercer soldado nos quitó las mochilas, se sentó en la carretera y rebuscó en ellas, tomando nota de las latas sin etiqueta, del mapa arrugado y de la tienda. Se volvió hacia los demás e hizo un gesto negativo con la cabeza. Llevaba el pelo cortado casi al cero.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el gordo. Se dirigía a Caleb, pero al mismo tiempo escudriñaba mis cabellos, la parte visible de mi cara y mis delgadas piernas llenas de rasguños.

Caleb se me acercó.

—Yo me llamo Jacob y ella es Leah. —Habló con voz clara y firme, pero el soldado pelirrojo no dejaba de mirarme.

El sudor resbalaba por mi piel.

«Que nos dejen pasar —pensé sin apartar los ojos de las relucientes botas del soldado—. Por favor, que nos dejen pasar.»

Oí un suspiro y, de pronto, el pelirrojo hizo crujir los nudillos como si fuesen ramitas partidas.

—Quítate la camisa —ordenó. Se me pusieron los pelos de punta hasta que me di cuenta de que se lo decía a Caleb, que mantenía los brazos quietos a ambos lados del cuerpo.

—Señor, yo. Yo no. —Intentó decir algo, pero se atragantó.

—Déjennos en paz, por favor —pedí levantando la cabeza por primera vez—. Lo único que queremos es comida y descansar una noche.

Pero el de la cabeza afeitada sacó un cuchillo mientras esbozaba poco a poco una sonrisa. Con un movimiento veloz desgarró la manga de la camisa de Caleb, y dejó su tatuaje al descubierto.

—¿Qué tenemos aquí? —se burló el pelirrojo sin apartar la mano de la pistola—. ¿Un fugitivo? ¿De dónde has sacado a la chica, maldito cabrón?

El del pelo al rape me miró fijamente. Era joven, y lucía un fino bigote que apenas se percibía sobre el labio superior. Por fin dijo:

—Es ella. Es la chica.

Caleb embistió al pelirrojo, haciéndole perder el equilibrio. El soldado más joven contempló la escena e hizo ademán de sacar la pistola. El gordo me cogió por el cuello y me amenazó con el cuchillo, presionando mi piel con el frío metal; respiraba en mi oído y yo percibía el olor acre del alcohol en su aliento.

El pelirrojo se tambaleó hacia atrás, arrastrando a Caleb hacia el garaje, donde estaba el vehículo. Se golpeó la cabeza contra el parachoques, mientras mi amigo buscaba desesperadamente su pistola, y el soldado lo repelía a codazos.

—Haced algo, imbéciles. Ayudadme —gritó al abalanzarse Caleb encima de él, pero el pelirrojo era de mayor estatura, y con su peso, lo inmovilizó momentáneamente en el suelo.

—Sujétala —ordenó el gordo, empujándome hacia el joven, que me rodeó el cuello con el brazo y me apretó contra su pecho. Notaba en mi espalda que el corazón le latía desaforadamente, mientras me apartaba de los tres hombres, enzarzados junto a las ruedas delanteras del todoterreno.

BOOK: Eve
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