«¿Qué gané yo con aquello? —había preguntado la profesora Agnes sin dirigirse a nadie en particular—. ¿De qué me sirvió?»
El almacén estaba tranquilo, y la luz que entraba por las ventanas proyectaba sombras en las estanterías, llenas de mantas viejas y material médico. Pasamos la noche allí: los chicos amontonados en el piso de abajo, y Arden en la habitación contigua a la mía.
Me moví incesantemente, di vueltas, la emprendí a porrazos con los edredones y las almohadas llenas de bultos de mi improvisada cama, sin dejar de pensar en Caleb, en nuestra conversación y en su huida al porche. Tras dejar ante el piano a Leif, que me estrechó la mano con agradecimiento, encontré a Arden junto a la piscina. Mientras los chicos se iban rindiendo, abrumados por la acumulación de cerveza y azúcar, Caleb me miraba desde lejos, sin decir nada. Arden me llevó al piso de arriba, cubrió el entarimado del suelo con almohadas y me sugirió que durmiese, pero no pude. No pude en toda la noche.
Pasaron las horas. Fuera solo se oía el viento entre los árboles y de vez en cuando el crujido de una rama. Me cuestioné si me habría equivocado. Tal vez había sido un acto reflejo, como en las revisiones médicas del colegio, cuando mi pierna daba un brinco si la doctora me golpeaba la rodilla con un martillito. Caleb se había referido a mi seguridad; había dicho que yo le importaba. Pero yo grité y lo espanté. ¿Qué habría ocurrido si él hubiese continuado hablando? Estaba recordando todos esos momentos, evocando su imagen, cuando se abrió la puerta y apareció alguien tras los estantes de madera.
—Eve.
—¿Caleb? —repuse incorporándome.
Tropezó, y varias cajas cayeron al suelo. Avanzó a gatas, dobló una esquina y se arrodilló junto a mi cama. Entonces me cogió la mano.
—Sobre lo de antes… —balbuceé, pero el silencio se impuso entre nosotros.
Me estrechó la mano y, de pronto, lo sentí muy cerca de mí, sus labios sobre los míos. Le correspondí, pero no hubo tierna entrega, sino solamente urgencia. Me empujó y me obligó a echar la cabeza hacia atrás. Abrí los ojos, aunque apenas distinguí su cara a la luz de la luna, absorta en la concentración. Pero percibí la aspereza de sus manos en mi piel, y todo se me antojó extraño, terrible… retorcido.
Traté de liberarme y, al moverme, le rocé el grueso moño recogido en la nuca.
—¡No! —chillé apartando la cara—. ¡No! —Pero Leif me empujó de nuevo, se acostó a mi lado en el suelo, y el suelo crujió bajo su peso.
Su boca cubrió mis labios, y saboreé el amargo poso del alcohol de su lengua. Recorrió con las manos mis hombros y mis brazos. Traté de gritar de nuevo, pero su boca cubría la mía. No pude articular ningún sonido.
Peleé. Mis puños chocaron contra su pecho, pero él me atrajo hacia sí. Seguía besándome, y la espesa baba que le salía de la boca se deslizaba por mi barbilla. Me revolví y moví los hombros, intentando huir. Pero, hiciera lo que hiciese, me dominaba y no conseguía desprenderme de su aliento, caliente y rancio, sobre mi piel.
Me habían robado muchas cosas: a mi madre, la casa de tejas azules en la que había dado mis primeros pasos, los lienzos amontonados en las paredes del aula. Pero esto era lo más doloroso de todo: que me arrebatasen totalmente el control.
«Ni siquiera tu cuerpo es tuyo», quería decir Leif a cada urgente embestida.
Las lágrimas brotaron de mis ojos y se me encharcaron en las orejas. Me besó en el cuello mientras sus manos me recorrían todo el cuerpo, y el miedo se apoderó de mí hasta el punto de que no me dejó opción: tenía que entregarme. Me retraje y dejé de mover los pies. Me ahogaba mi propio pánico.
Oí un lejano murmullo de voces.
—¿Qué ocurre? —preguntó alguien—. La he oído gritar.
—La brillante luz de una linterna iluminó primero mis piernas, luego mi rostro bañado en lágrimas y, por último, a Leif, que tenía los ojos entrecerrados.
—Mala bestia —gruñó Caleb, cogiéndolo por los sobacos y arrojándolo contra una estantería. Ante el impacto, las cajas metálicas cayeron y se desperdigaron por el suelo cientos de fósforos.
Aaron y Michael aparecieron en la puerta, y sus linternas iluminaron la oscuridad. Leif se puso en pie con dificultades, arremetió y estampó un hombro en las costillas de Caleb, que hizo un gesto de dolor al tiempo que empujaba a su atacante contra la pared.
—¡Basta, Leif! —gritó, pero este le propinó un puñetazo en la barbilla. Yo me refugié en un rincón de la habitación, encogida, sintiéndome atrapada.
Leif se tambaleó, atontado por el alcohol, y farfulló:
—Venga, siempre has querido mandar. —Mechones de negros cabellos le cubrían el rostro, y me pregunté si habría dormido algo o si habría dedicado el tiempo a trasegar las últimas latas de cerveza—. Así que ahora eres el jefe; haz lo que te plazca.
Señaló la puerta con violencia, donde, deseosos de saber qué ocurría, se apretujaban los restantes chicos a los que el alboroto había despertado. Kevin se recolocó sus gafas rotas, como si quisiera cerciorarse de lo que estaba viendo.
Leif, con los brazos en jarras, dio vueltas alrededor de Caleb. La persona que se había sentado a mi lado en el taburete del piano, disfrutando con la música, ya no existía. Algo se había apoderado de él, algo aterrador y primitivo.
—Venga —repitió acercando la cara a la de su oponente—. Ahora tienes ocasión de convertirte en un hombre.
Caleb se abalanzó sobre él. Con un veloz movimiento le agarró el brazo, se lo retorció y lo tumbó al suelo. Leif cayó como un peso muerto y, al golpearse la mejilla contra el entarimado, sonó un horrible ¡crac! Un charco de sangre se esparció por debajo de su cara y, a pesar de la oscuridad, vi que tenía un labio roto.
—Ella quería estar conmigo. —Escupía sangre al hablar, cubriendo el suelo de gotas sanguinolentas—. ¿Por qué crees que se sentó a mi lado hace un rato? ¿Por qué piensas que hablaba conmigo? Me quería a mí. A mí, no a ti. —Había una mezcla de certidumbre y rabia en su voz. Me escabullí todavía más y me acurruqué contra la pared, temiéndolo incluso en aquel momento, en que era un cuerpo sin fuerzas tirado en el suelo.
Caleb me miró, contrayendo el rostro ante la confusión, e inquirió:
—¿Es eso cierto?
Me temblaban violentamente las manos y no pude reprimir un mar de lágrimas. Lo que Leif había hecho era horrible. Y sin embargo… me había sentado junto a él al piano y había tocado una canción; había permitido que su hombro rozase el mío mientras me hablaba de su familia, y consentido que me cogiese la mano. ¿Acaso le había ofrecido una invitación tácita, o mi amabilidad se había confundido con otra cosa?
—No lo sé —respondí cubriéndome la boca con la mano.
—¿Cómo que no lo sabes? —insistió Caleb. Estrujó el brazo de Leif, aplastándolo contra el suelo, y me lanzó una mirada fulminante; la delicadeza que tanto me gustaba le había desaparecido del rostro. Deseaba que se callase, que mirase hacia otro lado, que me diese un momento de respiro.
No obstante, continuaba sin apartar la vista de mí, esperando una respuesta. Sollocé, pero me ahogaba a consecuencia del incontenible llanto.
—¡Eve! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien? —Arden se abrió paso entre el grupo de chicos y se me aproximó corriendo. Me levantó del suelo, sujetándome por un pequeño roto del jersey—. Oí ruidos y… —Se calló al ver la expresión de Caleb. Movió la cabeza de un lado para otro de forma casi imperceptible, con un gesto que equivalía a un rotundo «no».
Caleb se puso en pie, dejando a Leif en el suelo sobre el negruzco charco de sangre, se abrió paso entre Michael y Aaron y bajó la escalera sin mirar atrás.
—¡Caleb! —chillé calmándome ante su repentina marcha. Todos los presentes se apartaron para dejarme pasar y fui tras él, pero cuando llegué abajo, lo único que encontré fue el aire viciado de siempre y el crujido de los desperdicios al caminar. El almacén estaba a oscuras, de modo que fui a tientas, buscando la salida—. ¡Caleb! —lo llamé de nuevo.
Por fin distinguí los magníficos árboles que se veían desde la entrada principal. Ahí mismo, en el claro, Caleb estaba montando a
Lila
, que era una oscura silueta bajo el cielo tachonado de estrellas.
—¡No te vayas, por favor! —grité, y salí afuera. Pero él, manejando las riendas, ya estaba haciendo girar a su montura.
Clavada en el suelo, me quedé observándolo y no me di cuenta de que Arden estaba a mi lado, ni oí las voces de Kevin y Michael que lo llamaban desde la ventana de arriba pidiéndole que regresara.
La tristeza me invadió, mientras Caleb cabalgaba por los bosques y se convertía en un puntito en el horizonte, hasta que la oscuridad lo engulló por completo.
—Deberíamos irnos —susurró Arden. Estábamos en nuestra cavernosa habitación subterránea—. Retomemos el camino hacia Califia. Esto ya no es un lugar seguro.
Habíamos abandonado el almacén antes del amanecer, después de haber cargado los caballos con sacos de golosinas, linternas, mantas y leche condensada.
Leif, que llevaba el rostro vendado en algunas zonas a causa de los golpes de la noche anterior, era en todo momento una presencia amenazante. Me estremecía al recordar la presión de sus labios contra los míos y el olor amargo a cerveza de su aliento; y seguía viéndole la cara a la luz de la linterna, los ojos cerrados y el cuerpo, como una piedra, aplastándome con su peso. Al regresar al refugio, comprobamos que la habitación de Caleb se mantenía intacta: había pilas de libros raídos; la fina manta roja cubría la cama y el cojín del sillón, que seguía estando en el rincón habitual, conservaba todavía la huella de su cuerpo.
—No podemos irnos sin más ni más —afirmé apoyando la espalda en la fría pared de barro. Parte de mí se aferraba a la idea de vivir allí; la ligazón aún no se había deshecho—. Al menos hasta que Caleb regrese.
Arden se mesó los cabellos, tirando de las enredadas puntas, y sentenció:
—No me gusta cómo nos mira Leif. —Tenía las ojeras un poco hinchadas, rastro de la pasada noche, pues había permanecido despierta hasta muy tarde, bloqueando la puerta con una estantería volcada y vigilando, hasta que por fin me dormí.
—No quiero marcharme así. —Mis recuerdos giraban en torno a la velada en el almacén, en especial cuando me aparté de los brazos de Caleb. En realidad no habíamos discutido nada; estaba demasiado afectada para pensar con claridad. Más tarde Leif se sentó a mi lado y sus dedos acariciaron la madera del piano, pero confundió mi amabilidad con una insinuación. Ojalá no se me hubiese ocurrido pronunciar aquellas tres fatídicas palabras: «No lo sé».
Sí que lo sabía, pero era imposible explicar todas las extrañas emociones que había experimentado la noche anterior. Acudieron a mí con tanta rapidez que no tuve tiempo de discernirlas, de considerarlas e interpretarlas como lo que eran.
Pero en ese momento, sentada en la caverna junto a Arden, tenía una cosa cada vez más clara:
—No quiero estar con Leif.
La expresión de mi compañera se dulcificó. Me abrazó con cariño, y sus brazos me limpiaron de todo sentimiento de culpa.
—Pues claro que no. Eso estaba fuera de duda.
Recostada contra el hombro de Arden, impregnándome del olor a humedad de su jersey, le dije:
—Pero no soporto que Caleb piense que yo sería capaz de.
—Lo sé, lo sé —aseguró Arden, acariciándome la espalda.
Me enjugué las lágrimas. Cuando estaba en sexto curso, me enfadé muchísimo con Ruby porque le había comentado a Pip que yo me dedicaba a «alardear» de mis notas. Pero en vez de decir cómo me sentía, opté por no hablarle durante dos semanas. Dejé que la herida se infectase y creciese, agrandando el silencio entre nosotras. Aprendí entonces una lección fundamental: que una relación entre dos personas se juzga a partir de la lista de cosas que ambas callan. En ese momento deseaba ver a Caleb, aunque no fuese más que para explicarle mis sentimientos y decirle cuánto me habían dolido sus palabras, lo agradecida que estaba por lo que había hecho, que tenía miedo y estaba confusa y que no era a Leif a quien quería.
A pesar de mí misma y a pesar de las horas que había dedicado al estudio de la asignatura «Peligros a causa de chicos y hombres», sentía algo por él; solo por él.
Continuaba apoyando la cabeza en el hombro de Arden cuando la habitación empezó a temblar, y unas leves sacudidas agitaron mi pecho.
—¿Qué es eso?
—¡Un terremoto! —gritó Silas que pasó corriendo ante nuestra habitación de la mano de Benny. Estuvo a punto de tropezarse con los pantalones, excesivamente grandes, sujetos a la cintura con una cuerda y que le llegaban hasta los pies—. ¡Fuera! ¡Fuera!
Algunos chicos pequeños aparecieron en el tortuoso corredor, formando una fila, como si hubiesen practicado la maniobra varias veces.
—¿Un terremoto? —dije palpando la inestable pared—. No puede ser. —Los habíamos experimentado en el colegio, llevándonos un sobresalto que a veces nos despertaba en plena noche. Pero aquella vibración era más sutil y no tenía la potencia de un fenómeno de ese tipo.
—Será mejor que no esperemos a averiguarlo —sugirió Arden, empujándome hacia la puerta.
Seguimos a los niños que recorrían el refugio, hasta que salimos por fin al claro rocoso de una de las laderas del monte. Allí, sobre un gran montículo de tierra, había un gigantesco camión negro, cuyas ruedas medían más de un metro de altura. El motor rugía de tal manera que apenas se oía nada más.
—¡Qué guay! —exclamó Silas. Bajo la espléndida luz matutina, se le apreciaba la piel mucho más pálida que la de los demás, pues no estaba acostumbrado al sol. Se tapó los oídos con los dedos.
Benny me sonrió, dejando al descubierto la incompleta dentadura.
—¡Qué camión tan grande! —se admiró.
Pero yo sentí un miedo creciente al ver una borrosa figura en el asiento delantero. Aquel enorme vehículo, de laterales salpicados de fango y un hundido parachoques frontal, no se parecía a los todoterrenos del colegio. Los únicos automóviles que había visto pertenecían al gobierno. El rey racionaba el combustible, y era casi imposible obtenerlo sin su consentimiento.
Algunos chicos mayores que habían ido a cazar regresaron al percatarse del alboroto, y se acercaron montados a caballo. Leif estaba entre ellos, con aire sereno. Me sentí aliviada cuando Michael, Aaron y Kevin se apearon de las monturas y rodearon el camión, apuntando a la cabina con las lanzas.