El gordo incrustó la mole de sus nudillos en la nuca de Caleb, que cayó sobre el pelirrojo, y este se conmocionó.
—¡Basta, basta! —grité cuando el gordo alzó el cuchillo, levantó el brazo con saña y hundió la hoja en la pierna de Caleb.
El soldado levantó el arma de nuevo y la dirigió más arriba: al cuello. Iba a matarlo.
Palpé con la mano la cadera del soldado joven, buscando la pistola. Sin pensarlo dos veces, la saqué de la funda y apunté al gordo que tenía el cuchillo contra el cuello de Caleb.
Apreté el gatillo, y una repentina nube de humo se extendió ante mí. El gordo gritó cuando la bala le desgarró un costado. Caleb rodó hacia un lado, desprendiéndose del pelirrojo, y yo disparé de nuevo e hice una mueca cuando la bala penetró en el pecho del hombre.
Caleb cogió las pistolas de los soldados y las arrojó entre la hierba. El pelirrojo soltó un quejido y brotó sangre de su garganta; luego, silencio.
Caleb intentó caminar, pero soltó un grito terrible; tenía la pernera de los pantalones empapada de sangre.
—Tenemos que salir de aquí —me dijo, dio unos pasos y cayó; la cara estaba desfiguraba a causa del dolor.
Junto a mí, el soldado más joven levantó las manos, sin moverse.
—Tú. —Oí mi propia voz—. Tú nos llevarás.
—¿Hablas en serio? —repuso. Parecía más delgado, más pequeño; su boca era una línea temblorosa.
—Ahora mismo. —Lo apunté con la pistola hasta que se dirigió al coche—. ¡Ahora! —grité, y se apresuró a encender el motor.
Sacó el coche del estrecho garaje y a punto estuvo de pasar por encima de las piernas del pelirrojo. Ayudé a Caleb a subir al vehículo sin bajar la pistola y cerré la puerta de golpe.
—Más rápido —ordené—. Conduce más rápido.
Le puse la pistola a la altura del pecho cuando giró a la izquierda por la agrietada carretera que ponía 80. Volví la cabeza para ver si nos seguían otros coches. No tardarían en perseguirnos, en dar la alerta al ejército del rey para que buscasen a quienes habían matado a sus hombres y robado su coche.
El soldado pisó el acelerador sin cesar de temblar. Caleb intentaba vendarse la pierna en el asiento de atrás. Durante una hora presionó la herida. Pero cuando se despegó los empapados pantalones de la piel, brotó otro horrible chorro de sangre.
—Hay que detener la hemorragia —exclamé, mientras el vehículo daba tumbos sobre la irregular calzada. El rostro de Caleb, muy pálido, comenzaba a adquirir un tono grisáceo—. Estás perdiendo demasiada sangre.
—Ya lo intento —respondió apretando una tira de tela alrededor del muslo. Sus movimientos eran lentos, le costaba hacer el nudo, como si necesitase pensarlo antes de atar la tela—. Solo tengo que. —Se le apagó la voz, cada vez más pausada.
Vi cómo se escurría en el asiento, y cómo le costaba mucho moverse. Puse el dedo en el gatillo y centré la atención en el soldado. En su rostro vi a los dos hombres del sótano y oí sus voces serenas mientras nos buscaban debajo de los muebles y en los armarios; los vi matar a Marjorie y a Otis, y oí el disparo que había matado a Lark y los violentos chasquidos de las ramas rotas cuando me perseguían por el bosque.
—Te he dicho que aceleres —advertí fríamente.
—Lo siento, ya lo hago —repuso. Pisó de nuevo el acelerador, y yo reboté en el asiento.
Caleb se quejó. Tenía las manos cubiertas de sangre. Tras un buen trecho, el soldado miró la pistola y a continuación la carretera.
—Si paramos, puedo ayudarlo.
No dejé de apuntarlo, temiendo que nos atacase si me movía. Detrás de mí Caleb hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Estás mintiendo —afirmé—. Es una trampa. Sigue. —Seguro que estábamos a menos de cien kilómetros de Califia, donde nos ayudarían. Caleb resistiría.
—Hay un botiquín de urgencias en la guantera —informó el joven soldado, señalando el cajón de plástico delante de mí—. Puedo coser la herida.
—No me fío de ti —repliqué, pero, en el asiento de atrás, Caleb apretaba los puños, tratando de sobrellevar el dolor.
—Si lo hago, tendrás que dejarme libre. —El soldado, de espesas pestañas negras, me miró con una expresión implorante.
Volví la vista: Caleb se aferraba al asiento con la cabeza gacha. El improvisado vendaje no servía de nada. Podía ocurrir cualquier cosa: los viejos neumáticos estarían a punto de reventar o tal vez se acabase el combustible. Y si nos encontrábamos con más soldados, él necesitaría todas las fuerzas posibles. Cerró los ojos mientras se hundía lentamente, sin remedio, en un profundo sueño.
—Frena —ordené—. Hazlo rápido.
El todoterreno se detuvo en el arcén de la carretera, ante un grupo de edificios. Una gigantesca y arqueada EME amarilla se erguía sobre nosotros. Salí del coche y di la vuelta al vehículo, sin apartar la pistola del soldado, mientras él manipulaba la bolsa roja de la guantera. Sacó una aguja, la enhebró y la preparó.
Con movimientos enérgicos (ya no le temblaban las manos), retiró el vendaje de la pierna de Caleb y le inyectó un líquido claro en la herida; después sacó un trozo de gasa del botiquín. No había visto nada tan blanco desde que me había escapado del colegio; estaba más limpia que los pulcros camisones que nos poníamos para dormir.
Aplicó la gasa sobre la piel de Caleb para secar la herida, que rezumaba sangre de un intenso color burdeos. Acto seguido, limpió el corte y lo cosió con hilo negro, sin inmutarse ante la sangre.
Cuando acabó, Caleb tenía los ojos entreabiertos.
—Gracias —dijo.
El joven soldado se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Me puedo ir ahora? —Las lágrimas pugnaban por escapársele.
Caleb negó con la cabeza y puntualizó:
—Necesitamos que conduzca.
—Se lo prometí —repliqué, y bajé la pistola. A lo lejos las colinas doradas se prolongaban a lo largo de kilómetros y kilómetros.
—No podemos —insistió Caleb.
El joven juntó las manos en un gesto implorante, y dijo:
—De todas formas voy a morir aquí. ¿Qué queréis de mí? He cumplido con lo que me he comprometido a hacer. —Parecía muy vulnerable, con su pecho hundido y unas piernas que eran puro hueso; no debía de tener más de quince años.
Indiqué con la cabeza el lateral del todoterreno, donde la carretera dejaba paso a la arena y a la maleza.
—Vete —dije—. ¡Ya!
Echó a correr sin mirar atrás.
—No deberías haber hecho eso —me advirtió Caleb, estudiándose los puntos de la pierna. A continuación se acomodó y se recostó, abandonándose a la comodidad del asiento.
—Era un crío —comenté.
—En el ejército del rey no hay críos. —Caleb tenía la piel enrojecida por el sol recibido durante la jornada—. ¿Y ahora quién va a conducir?
—Se lo prometí —repetí en voz tan baja que dudo que me oyese.
Ocupé el asiento delantero, intentando recordar cómo habíamos llegado hasta allí. Giré la llave en el contacto tal como había hecho el soldado, y aferré el volante como lo había cogido Caleb a través del desierto. A continuación accioné la palanca de las marchas hacia el centro y la situé en tercera.
Pisé el acelerador y el vehículo arrancó; fue adquiriendo velocidad y circuló cada vez más rápido hacia Califia.
Horas después cruzamos un enorme puente gris y llegamos a las ruinas de la ciudad de San Francisco. Nos rodeaban antiguas casas de compleja decoración, de fachadas de colores cubiertas de hiedra y musgo, y había coches abandonados en medio de las calles, lo que nos obligó a circular por las amplias aceras, aplastando huesos. Caleb consultaba el mapa y me guiaba por las empinadas colinas; me indicaba cuándo debía cambiar de marcha o acelerar hasta que la carretera ascendió y no vimos más que una franja azul ante nosotros.
—El mar —dije deteniéndome para contemplarlo.
Debajo de nosotros las olas entrechocaban y se deshacían produciendo un blanco estruendo; el mar era algo inmenso, un grandioso reflejo del cielo. En un muelle dormían los leones marinos, gordos y lustrosos. Una bandada de pájaros voló sobre nosotros, saludándonos con sonoros chirridos. «Estáis aquí —decían—. Lo habéis logrado.»
Caleb me acarició la mano. Entre los dedos tenía sangre seca.
—No había vuelto a esta ciudad desde niño. Mis padres nos trajeron una vez, y viajamos en tranvía. Era un enorme vehículo de madera, y yo me agarré bien a uno de sus lados. —Se quedó sin voz.
Permanecimos mirando el horizonte, cogidos de la mano.
—Allí está. —Señalé el puente rojo a un kilómetro de distancia, sobre la enorme extensión azul—: El puente de Califia.
—Sí, es ese —afirmó, comprobando el mapa, pero no sonrió, sino que, por el contrario, una extraña expresión le nubló el rostro. Parecía triste—. Ocurra lo que ocurra, Eve —advirtió apretándome la mano—, solo quiero que tú.
—¿A qué te refieres? —Le di un vistazo a la herida de la pierna—. Estamos aquí. Todo saldrá bien a partir de ahora. Todo nos saldrá bien a los dos. —Me acerqué un poco más a él, buscando su mirada.
Caleb levantó la vista; tenía lágrimas en los ojos.
—Sí, claro, ya lo sé.
—Te curarás —aseguré besándolo en la frente, en las mejillas y en el dorso de la mano—. No te preocupes. Hemos llegado; aquí te ayudarán. —Esbozó una tenue sonrisa y se recostó en el asiento.
Pisé el acelerador y no paramos hasta que se acabó la acera, puesto que hasta el último centímetro de la calzada estaba ocupado por los coches. Caleb se apeó; había recobrado el color, pero caminaba con mucha dificultad, sin apenas levantar la pierna izquierda del suelo.
Subimos por la colina, dejando atrás casas y tiendas tapiadas. Él iba muy despacio, apoyando todo el peso en mi hombro. Me estremecí cuando me asaltó un oscuro pensamiento: ¿Y si no se curaba? Lo apreté contra mí, como si mi firmeza pudiese ligarlo a este mundo, a mí, para siempre.
Por fin llegamos al punto en que el puente salvaba el precipicio, donde había un amplio parque en la entrada: la hierba, la maleza y los árboles cubrían la verja de metal rojo. Aparté unas enredaderas que tapaban el muro y quedó al descubierto una placa, ennegrecida por los años:
PUENTE GOLDEN GATE, 1937.
Cuando llegamos al puente propiamente dicho, se me aceleró el corazón: las barandillas habían caído en varios lugares, el borde del suelo se había roto, sin que hubiera ninguna protección entre nosotros y el desnivel de noventa metros. Serpenteamos entre coches viejos, pisando con cuidado las raíces y el moho que cubrían el puente.
En algunos vehículos chamuscados aún había esqueletos atrapados en los asientos delanteros, y un camión, al volcar, había escupido los mohosos restos de una casa: marcos rotos, libros dispersos, un colchón. Seguí adelante, paso a paso, escuchando la trabajosa respiración de mi compañero.
Cuando el agotamiento amenazaba con vencernos, alcé la vista: al final del puente, en el saliente de una montaña, distinguí una luz en lo alto de una columna de piedra: la misma señal que había visto en el bosque cuando huía de Fletcher. Rememoré entonces las palabras de Marjorie: «Si está encendida, hay sitio para vosotras».
Era el final de la ruta.
—Falta muy poco —aseguré a Caleb, ayudándolo a sortear una moto caída en el suelo—. No te preocupes. —Lo abracé para animarlo—. Piensa en que no tardaremos nada en llegar ahí. Entonces podrás acostarte; habrá comida, y tomaremos patatas confitadas, conejo y frutos silvestres, y te sentirás mucho mejor después de descansar una noche.
Él se ajustó la raída camiseta para protegerse del viento. Asintió, pero seguía estando triste. Me pregunté si sus pensamientos serían tan lúgubres como los míos.
El puente desembocaba en un denso bosque. Subimos por el tortuoso camino excavado en la ladera de la montaña, hasta donde brillaba la luz a través de los árboles, y llegamos ante un portalón de madera. Cuando nos acercamos, salió una mujer joven que nos apuntaba con un rifle.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —gritó. No era mucho mayor que yo; se le veía perfectamente el rostro, pues se había recogido los rubios cabellos hacia atrás, y llevaba un holgado vestido verde, manchado de barro, y botas negras de caña alta.
—Queremos ir a Califia —respondí levantando las manos para demostrar que no iba armada—. Somos huérfanos, fugitivos. Venimos de muy lejos y necesitamos ayuda.
La chica evaluó la pierna de Caleb, envuelta en el ensangrentado trozo de tela, le examinó las espesas rastas castañas, la desgarrada camiseta y los pantalones rotos a la altura de la herida.
—¿Estáis juntos? —preguntó mirándonos sucesivamente a uno y otro.
A todo esto, tras ella, apareció una mujer mayor, de piel más oscura que la nuestra y abundantes cabellos negros recogidos en lo alto formando una buena mata. Negando con la cabeza y sin apartar la mano de una pistola colgada del cinturón, dijo:
—Él no puede entrar.
—¿A qué se refiere? —pregunté, pero Caleb empezó a retroceder poco a poco, apartando la mano de mi hombro.
—Aquí no admitimos a los de su clase —afirmó la chica rubia señalándolo.
—¿Su clase? —inquirí atrayéndolo hacia mí—. Pero está herido; no puede ir a ningún lado. Por favor.
La chica no se inmutó.
—No está permitido. Lo siento. —Sostenía el rifle sobre el hombro y nos miraba desde el extremo del cañón.
Agarré la camiseta de Caleb, pero me cogió la mano y desprendió uno a uno mis dedos hasta soltarlos del todo.
—No pasa nada —dijo retrocediendo—. Entra. Debes entrar. Yo me pondré bien.
—¡No te pondrás bien! —grité, anegada en lágrimas—. Necesitas entrar. Por favor —imploré señalando la pierna ensangrentada y el sucio vendaje. La chica se limitó a negar con la cabeza.
—Sabía que era así —afirmó Caleb—. Califia siempre ha admitido solo a mujeres. Por favor, Eve, entra.
Me di cuenta de que nunca habíamos hablado de lo que ocurriría cuando llegásemos a aquel lugar. Cada vez que yo sacaba el tema, el asentía, sonriendo, con la mirada perdida. Me había llevado hasta allí, pero no podía quedarse. Se trataba de un lejano destino para nosotros dos, pero no suponía que pudiéramos compartir la vida.
—Ahí estarás a salvo. —Retrocedió con fuerzas renovadas, ayudándose de las ramas de los árboles para descender por la colina. El espacio entre ambos aumentó, y sus pasos cobraron mayor energía a medida que nos separábamos.