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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (32 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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La reunión se desarrolló exactamente del modo que había decidido Mountbatten. Aquel 3 de junio de 1947, el virrey condenó a sus compañeros al silencio, como había hecho la víspera. Manifestando comprender las reservas de las partes en presencia, se felicitó por el acuerdo unánime que habían otorgado a su plan. Expresó su agradecimiento a los dirigentes del Congreso y, luego, al representante de los sikhs. Por último, anunció que Jinnah le había asegurado también su conformidad.

Como estaba previsto, el virrey se volvió entonces hacia el dirigente musulmán, sentado a su derecha. No tenía la menor idea de la actitud que iba a adoptar Mohammed Ali Jinnah. Siempre recordaría este «interminable» momento. El dirigente musulmán esbozó por fin el más discreto movimiento de aprobación que podía realizar una cabeza para salir de la inmovilidad.

Con esta señal apenas perceptible, quedaba ratificada la existencia de una nación de noventa millones de hombres. Aunque las circunstancias de su nacimiento prometían ser difíciles, «el sueño imposible» del Pakistán se había realizado por fin. Mountbatten podía continuar su tarea en lo sucesivo. Antes de que sus siete interlocutores hubieran tenido tiempo de abrir la boca, el virrey hizo distribuirles un texto de 34 páginas. Tomando su ejemplar, el virrey lo mostró ostensiblemente antes de depositarlo nuevamente sobre la mesa en un gesto teatral. Con voz grave, anunció el título del documento: «Las consecuencias administrativas de la partición».

Era un regalo de bautismo minuciosamente elaborado por Mountbatten y sus colaboradores y destinado a los dirigentes indios con el fin de conducirles por los caminos de la gigantesca tarea que les esperaba. Página tras página, desarrollaba las implicaciones de la decisión que acaba de ser tomada. Ninguno de los siete hombres estaba preparado para afrontar la aterradora realidad que descubrieron desde las primeras líneas. Iban a tener que enfrentarse a un problema que nadie había tenido nunca que resolver antes que ellos, un problema cuyas dimensiones desafiaban a la imaginación. Iban a tener que inventariar la herencia de cuatrocientos millones de hombres, dividir posesiones acumuladas desde hacía más de cien generaciones, distribuir los frutos de trescientos años de progreso tecnológico. Deberían repartir las reservas de los Bancos, los sellos de Correos, los libros de las bibliotecas, las deudas, la tercera red ferroviaria del mundo, las cárceles, sus presos, los tinteros, las escobas, los centros de investigación, los hospitales, las Universidades, los manicomios, los canales de riego, instituciones y una cantidad de bienes de variedad y número inimaginables.

Un abrumador silencio se hizo en la sala mientras los siete hombres comenzaban solamente a medir la enormidad de sus responsabilidades. Mountbatten había preparado con extraordinario esmero su actuación. Gracias a esta estratagema, cerraba el paso a todas las discusiones inútiles y concentraba el espíritu de sus compañeros en un nuevo objetivo: realizar con éxito la partición.

Gandhi se enteró de la decisión de los dirigentes indios de aceptar la partición cuando tomaba un pediluvio al regreso de su paseo vespertino. Mientras su sobrina-nieta Manu le frotaba los pies, lejos de sentir alivio, su rostro fue adquiriendo una expresión cada vez más dolorida. «¡Que Dios los proteja y les dé a todos la sabiduría!», suspiró.

Pocos minutos después de las siete de la tarde de ese mismo día 3 de junio de 1947, el virrey y los tres representantes de las diferentes comunidades entraron en los estudios de la radiodifusión de Nueva Delhi para anunciar a sus pueblos la división de la India en dos naciones separadas y soberanas.

Como correspondía a su rango, Mountbatten habló el primero. En pocas y breves frases, deseó buena suerte a los dos Estados que iban a nacer. Expresándose en hindi, Nehru le sucedió al micrófono. Una gran tristeza ensombreció el rostro del hombre de Estado indio cuando declaró: «El gran destino de la India está a punto de realizarse en un parto duro y penoso». Explicó su enorme angustia cuando se había resignado a aceptar la partición y, para terminar, dijo: «No hay ninguna alegría en mi corazón al comunicaros el acuerdo que acabamos de concluir».

Tomó entonces la palabra Jinnah. Nada podía ilustrar mejor que su discurso la inmensidad de la tarea realizada y la paradoja de su éxito. Para anunciar a los noventa millones de musulmanes indios que les había conseguido un Estado independiente, Mohammed Ali Jinnah se veía obligado a expresarse en una lengua que no podían comprender. Habló en inglés
[19]
. Un locutor tradujo seguidamente al urdu su alocución.

Por último, Baldev Singh anunció a los sikhs su aceptación del plan de partición, lanzando un llamamiento a la paz entre las comunidades desgarradas por esta decisión.

El breve respiro concedido a Mountbatten por el día de silencio había terminado, y era ya inminente la temida confrontación. A primera hora de la tarde del día siguiente, 4 de junio, el virrey recibió un mensaje urgente: Gandhi se disponía a romper con la dirección del partido del Congreso y a denunciar el plan esa misma tarde, durante su oración pública. Mountbatten envió inmediatamente un emisario al Mahatma para pedirle que fuera a verle.

Gandhi llegó solamente una hora antes de su reunión de oración. Para intentar impedir un desastre, el virrey no disponía más que de cincuenta minutos. Nada más verle, comprendió hasta qué punto estaba trastornado el anciano. Desplomado en su sillón «como un pájaro con las alas rotas», el Mahatma agitaba la mano gimiendo con voz apenas audible: «Es tan horrible, es tan horrible…».

En ese estado, Gandhi era capaz de todo, pensó Mountbatten. Si denunciaba la partición públicamente, Nehru, Patel y los demás dirigentes del Congreso a quienes tan pacientemente había convencido el virrey se verían obligados, o bien a romper con él, o bien a retractarse de su acuerdo. En ambos casos, era la catástrofe. Decidido a apelar a todos los argumentos que podía concebir su fértil imaginación, Mountbatten comenzó explicando al Mahatma cuánto comprendía y compartía su dolor al ver destruida la unidad de la India después de tantos años de lucha.

Mientras hablaba, le vino una súbita inspiración.

—Los periódicos han bautizado este plan el «Plan Mountbatten» —declaró—, pero hubieran debido llamarlo el «Plan Gandhi».

¿No era Gandhi quien había sugerido sus principales elementos? El Mahatma contempló con sorpresa a su interlocutor.

En efecto, continuó Mountbatten, Gandhi le había pedido que dejara al pueblo indio la libertad de elegir, y eso era precisamente lo que permitía su plan. Eran las asambleas provinciales elegidas por el pueblo las que iban a decidir el futuro de cada provincia. Cada una de ellas votaría para decidir integrarse o bien en la India, o bien en el Pakistán.

—Si, por algún milagro, todas estas asambleas deciden pertenecer al mismo país —explicó Mountbatten—, entonces quedará salvada la unidad de la India y usted habrá ganado. En caso contrario, estoy seguro de que no esperará usted que los ingleses se opongan a su decisión por la fuerza de las armas.

Vibrante, poniendo en juego todo su encanto, Louis Mountbatten defendió su causa ante el anciano de setenta y ocho años, de cuya palabra dependería quizá, dentro de unos minutos, el destino de la India.

Gandhi pareció desconcertado: ¿Debía permanecer fiel a su instinto y continuar desautorizando la partición a riesgo de sumir a la India en el caos, o debía aceptar el llamamiento a la razón del virrey?

No había terminado Mountbatten su demostración cuando su visitante se levantó. Se excusó por tener que marcharse, pero nunca se había permitido hacer esperar a los fieles de sus oraciones públicas.

Pocos instantes después, sentado sobre una plataforma de tierra apisonada en medio de la miserable colonia de los intocables de Delhi, Gandhi pronunció su veredicto. En la multitud que se apretujaba ante él, muchos habían venido no para rezar, sino con la esperanza de oír del profeta de la resistencia un llamamiento a la lucha, una declaración de guerra contra el plan de partición. Pero aquella tarde, ninguna arenga belicosa salió de la boca de quien tantas veces había clamado que preferiría la vivisección de su propio cuerpo a la de su país.

—Es inútil culpar al virrey de la partición —declaró—. Miraos a vosotros mismos y mirad en vuestros corazones, y encontraréis la explicación de lo que ha ocurrido.

Lord Mountbatten acababa de obtener la victoria más difícil de su extraordinaria carrera. En cuanto a Gandhi, muchos indios no le perdonarían jamás. Algún día, el frágil anciano cuyo corazón lloraría eternamente la división de la India pagaría con su sangre el precio de su silencio.

Jamás el soberbio hemiciclo, construido para albergar los debates de los legisladores de la India, había sido testigo de una actuación comparable. Hablando sin consultar ninguna nota, Lord Mountbatten revelaba a la opinión india y al mundo una de las actas de nacimiento más importantes de la Historia, el plan que iba a permitir a una quinta parte de la Humanidad acceder a la plena independencia y servir de precursor a una nueva asamblea de los pueblos del planeta que comprendería las dos terceras partes de los hombres, el Tercer Mundo.

Trescientos periodistas y corresponsales llegados de Rusia, China, América y Europa, mezclados con los representantes de la Prensa local, representantes de un mosaico de periódicos, lenguas, culturas y religiones diferentes, seguían con extraordinaria atención la conferencia de Prensa del virrey.

Para Lord Mountbatten, esta reunión era la consagración de una proeza. En menos de dos meses, y casi solo, había logrado lo imposible: entablar un diálogo con los jefes de la India, sentar las bases de un acuerdo, persuadir a sus interlocutores para que lo aceptasen, arrancar, por último, el apoyo sin reservas tanto del Gobierno como de la oposición de Londres. Había navegado con destreza por entre los escollos sembrados en su camino. Su última hazaña la había realizado al penetrar en la propia jaula del viejo león; había convencido a Winston Churchill para que se guardara sus garras y ronronease él también su aprobación.

Un fuego graneado de preguntas asaltó al orador cuando hubo terminado de hablar. «Yo no sentía ninguna aprensión —diría Mountbatten—, Había vivido todo el asunto, era el único que conocía todas sus facetas. Por primera vez, la Prensa encontraba a la única persona que poseía todas las claves del dossier».

Una voz acabó planteando la única pregunta que quedaba en el aire. Para completar su rompecabezas, era también la última casilla que Mountbatten debía rellenar.

—Puesto que todo el mundo está de acuerdo en reconocer que es urgente proclamar la independencia de la India, sin duda habrá pensado usted en una fecha —preguntó un periodista indio.

—Desde luego —respondió Mountbatten.

—¿Podría indicárnosla?

Una serie de imágenes y rápidos cálculos se superpusieron en el espíritu del virrey. De hecho, no había elegido aún la fecha; sólo tenía conciencia de que debería ser muy próxima.

«Necesitaba forzar el acontecimiento —dirá más tarde—. Sabía que debía obligar al Parlamento británico a votar la ley concediendo la independencia antes de sus vacaciones de verano si quería continuar controlando la situación. Estábamos sentados encima de un barril de pólvora al borde de un volcán. No sabíamos cuándo se produciría la explosión».

Mountbatten contempló el abarrotado hemiciclo. Todas las miradas estaban fijas en él. Una atmósfera de espera, subrayada por el zumbido de los ventiladores, pesaba sobre la concurrencia. El virrey estaba decidido a demostrar que él era «quien manejaba todo el asunto». Varias fechas bailaron en su cabeza como los números de una ruleta lanzada a toda velocidad. ¿El 5 de setiembre? ¿El 10? ¿El 20 de agosto? La ruleta se detuvo por fin, y la bolita fue a caer en una casilla cuya cifra le pareció tan apropiada que la decisión de Mountbatten fue instantánea. Era una fecha ligada al mayor triunfo de su existencia, el del día en que su larga campaña a través de las junglas birmanas había terminado con la capitulación incondicional del Imperio nipón. Puesto que toda una época de la historia del mundo había concluido con el derrumbamiento del Asia feudal de los samurais, ninguna fecha podía ser más justificada para celebrar el advenimiento de una nueva Asia democrática. Lord Mountbatten anunció su decisión:

—La proclamación oficial de la independencia de la India tendrá lugar el 15 de agosto de 1947.

Esta revelación estalló como una bomba. En el Parlamento británico, en la residencia del Primer Ministro, en el palacio de Buckingham, la noticia causó una sorpresa brutal. Nadie, ni siquiera Clement Attlee, sospechaba que Mountbatten estuviera dispuesto a hacer caer el telón sobre la epopeya india de la Gran Bretaña con tanta precipitación. En Nueva Delhi, los colaboradores más íntimos del virrey no habían tenido el más mínimo presentimiento de que fuera a elegir una fecha tan próxima. La posibilidad de un desenlace tan rápido tampoco se les había ocurrido, ni por lo más remoto, a los dirigentes indios con los que había pasado tantas horas los dos primeros meses de su misión.

En ninguna parte sin embargo, había de causar tanta consternación la elección de la fecha del 15 de agosto de 1947 para la independencia de la India como en las filas de una corporación que regentaba la vida de millones de hindúes con una tiranía más opresora que la de los ingleses, los jefes del Congreso y los príncipes reunidos. Mountbatten había cometido el imperdonable error de anunciar esta fecha sin haber consultado previamente a los representantes del poder oculto más poderoso de la India: los
jyotishi
, los astrólogos.

Ningún pueblo estaba más sometido que el pueblo indio a su autoridad y a su pretendido conocimiento de las leyes que rigen el Universo. Cada maharajá, cada templo, cada aldea poseía uno o varios
jyotishi
fijos que reinaban como dictadores sobre la existencia de la comunidad hindú. Su intervención se extendía a todos los campos. Millones de indios no habrían osado jamás emprender un viaje, recibir a un amigo, concluir un contrato, salir de caza, llevar un vestido nuevo, comprar una joya, cortar un bigote, labrar un campo, casar a una hija o, incluso, hacer celebrar unos funerales, sin haber consultado previamente a un astrólogo.

Leyendo el orden y el destino del mundo en sus mapas celestes, los astrólogos se habían arrogado un poder ilimitado. Los niños que declaraban nacidos bajo una mala estrella eran frecuentemente abandonados por sus padres. Algunos hombres elegían suicidarse a la hora en que se les había predicho una conjunción de los planetas particularmente favorable a la transmigración de su alma. Los astrólogos anunciaban qué días de la semana, qué horas del día eran benéficos, y cuáles no lo eran. El domingo era un día particularmente nefasto, así como el viernes. Ahora bien, cualquier indio podía descubrir, consultando un simple calendario, que en este año de 1947 el 15 de agosto caía en viernes.

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