Esta noche, la libertad (27 page)

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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

BOOK: Esta noche, la libertad
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Durante generaciones, los elefantes habían sido el medio de locomoción favorito de los príncipes. Símbolos del orden cósmico, nacidos de la mano del dios Rama, eran a sus ojos los pilares del universo, el sostén del cielo y de las nubes. Una vez al año, el maharajá de Mysore se prosternaba ante el rey de sus paquidermos. Con este homenaje, renovaba su alianza con las fuerzas de la Naturaleza y aseguraba un año de prosperidad a sus súbditos. La riqueza de un soberano se valoraba por el número, la edad y el tamaño de los elefantes que poblaban las cuadras de sus palacios, algunas de las cuales albergaban hasta trescientos animales.

Desde que Aníbal franqueara los Alpes con su legión de elefantes, quizá nunca se había contemplado una manada tan impresionante como la que se exhibía una vez al año en Mysore con ocasión de la fiesta de Dassahara. Un millar de estos animales, adornados con dibujos, collares de flores, joyas, sillas y riendas de oro, desfilaban a través de la ciudad. Al macho más fuerte correspondía el honor de llevar el palanquín del soberano, trono de oro macizo acolchado de terciopelo y coronado por una sombrilla, atributo del poder principesco. Detrás, venían otros dos elefantes engalanados con la misma fastuosidad. Llevaban dos palanquines vacíos cuya aparición provocaba un respetuoso silencio en la multitud: se consideraba que transportaban las almas de los antepasados del maharajá.

Combates de elefantes realzaban siempre con particular brillo las fiestas del príncipe de Baroda, dando lugar a terribles duelos. Dos machos enormes, enfurecidos a lanzadas, eran arrojados uno contra otro. Haciendo temblar la tierra con sus colosales moles y el cielo con sus barritos, combatían hasta la muerte de uno de ellos. El vencedor tenía el honor de entrar en la cuadra principesca.

El rajá de Dhenkanal, pequeño feudo del este de la India, ofrecía todos los años a millares de invitados la ocasión de asistir a una exhibición igualmente emocionante, si no menos sangrienta: el apareamiento de los elefantes más bellos de sus cuadras.

Un maharajá de Gwalior utilizó, incluso, un día a uno de sus animales para una tarea que ningún paquidermo había realizado jamás. Habiendo pedido a Venecia una lámpara cuyo peso y tamaño debían superar las dimensiones del mayor candelabro del palacio de Buckingham, decidió comprobar la solidez del tejado de su palacio haciendo deambular por él al más pesado de sus elefantes, después de haberlo hecho izar hasta allí con ayuda de una grúa especialmente ideada al efecto.

Otros animales ocupaban en el corazón de ciertos príncipes un lugar tan privilegiado como los elefantes. Para el nabab de Junagadh, minúsculo principado al norte de Bombay, eran los perros. Había instalado a sus animales favoritos en apartamentos con electricidad y teléfono, donde eran servidos por criados a sueldo. Celebró el matrimonio de su perra favorita
Roshana
con un «labrador» llamado
Bobby
en el transcurso de una grandiosa ceremonia a la que invitó a todos los príncipes y dignatarios de la India, incluido el virrey. Con gran pesar por su parte, el representante del rey-emperador declinó la invitación. Ciento cincuenta mil personas se apiñaban, sin embargo a ambos lados del recorrido del cortejo nupcial, que abrían los lanceros del nabab y los elefantes principescos. Después del desfile, el soberano ofreció un banquete en honor de la pareja canina antes de hacer conducir a los recién casados a los apartamentos nupciales para que consumaran allí su unión. Por sí sola, esta fiesta costó treinta millones de antiguos francos, suma que habría bastado para subvenir durante todo un año a las necesidades vitales de 12.000 de los 620.000 miserables súbditos del principado.

Los funerales de los perros daban lugar a ceremonias no menos solemnes. Los animales realizaban su último viaje a los sones de la
Marcha fúnebre
de Chopin antes de ser depositados para su reposo eterno en los mausoleos de mármol del cementerio que les estaba reservado. En Junagadh, era mejor ser perro que hombre.

El advenimiento del automóvil redujo el papel de los elefantes a las funciones de mera pompa. El primer coche que desembarcó en la India en 1892 era un «De Dion-Bouton» francés destinado al maharajá de Patiala. Este acontecimiento quedó consagrado para la posteridad con la atribución de un número de matrícula histórico, «0». El nizam de Hyderabad se formó una colección de automóviles gracias a una técnica que hacía honor a su legendario sentido del ahorro. En cuanto su real mirada distinguía, entre los muros de su capital, un coche que le agradaba, hacía advertir al feliz propietario que «Su Alteza Exaltada» tendría sumo placer en recibirlo como regalo. En 1947, los garajes del soberano rebosaban de centenares de automóviles que no utilizaba nunca.

El huésped favorito de los parques automovilísticos de los príncipes indios era, naturalmente, el rey de los coches, el «Rolls Royce». Los importaban de todos los modelos y de todos los tamaños, carrozados como torpedos, limousines o cupés, breaks e, incluso, como camionetas. El pequeño «De Dion-Bouton» del maharajá de Patiala no tardó en verse acompañado por una manada de elefantes mecánicos, 27 enormes «Rolls Royce». Los 22 «Rolls» del maharajá de Bharatpur eran tratados como seres vivos por un personal especializado. El príncipe poseía el ejemplar más exótico jamás construido por la firma inglesa, un «Rolls Royce» descapotable de plata maciza. Se decía que misteriosas ondas afrodisíacas emanaban de su carrocería, y el gesto más benévolo que podía realizar su propietario era prestárselo a un colega príncipe con ocasión de la ceremonia de sus bodas. El maharajá había hecho, incluso, equipar uno de sus «Rolls» para la caza del venado. Un día de 1921, llevó al príncipe de Gales y a su joven ayudante de campo, Lord Louis Mountbatten, a la jungla a bordo de este automóvil. «El coche —escribió esa noche el futuro virrey de la India en su Diario— atravesó espacios desiertos, franqueando los agujeros y los fosos, cabeceando y dando bandazos como un navío en alta mar, sin que nunca fuera necesario cambiar a segunda velocidad».

El vehículo más asombroso del parque de los soberanos indios era, sin embargo, un «Lancaster» perteneciente al maharajá de Alwar. Estaba chapado en oro, tanto en el interior como en el exterior. El conductor y el mecánico se sentaban sobre cojines de hilos de oro en un compartimiento cerrado cuyo volante era de marfil esculpido. Su forma era réplica exacta de la carroza de la coronación de los reyes de Inglaterra. Y, gracias a algún milagro mecánico, su motor lograba propulsar a 140 kilómetros por hora al pesado y majestuoso vehículo.

Algunos maharajás profesaban a la locomoción ferroviaria tanta pasión como a sus automóviles. El de Indore se había hecho construir en Alemania un vagón especial dotado de un lujo probablemente único en el mundo. Decorado por los más eminentes orfebres de la casa parisiense «Puiforcat», este vagón era un verdadero yate sobre raíles. El ferrocarril preferido del maharajá del poderoso Estado de Gwalior era un juguete tan perfeccionado que ningún niño habría podido soñar jamás en recibir uno semejante de Papá Noel. Su red de raíles de plata maciza corría sobre la inmensa mesa en forma de herradura del comedor de su palacio y se prolongaba a través de las paredes, hasta las cocinas. Las noches de gala, se instalaba un cuadro de mandos junto al soberano. Manipulando manivelas, palancas, botones y sirenas, el príncipe-jefe de estación regulaba la marcha de trenes en miniatura que llevaban bebidas, cigarrillos, cigarros y golosinas a sus invitados. Los vagones-cisterna, llenos de whisky, de oporto y de madeira, se detenían ante cada comensal para saciar su sed. Oprimiendo un botón con el dedo, el monarca podía, a su antojo, privar de bebida o de cigarro a uno de sus invitados.

Una noche de los años treinta, durante un banquete en honor del virrey, se produjo un cortocircuito en el cuadro de mandos. Ante las horrorizadas miradas de Sus Excelencias, los trenes del maharajá se lanzaron enloquecidos de un extremo a otro del comedor, proyectando sobre los vestidos de noche, los fracs y los uniformes un verdadero tornado de vino y de jerez. Esta catástrofe, única en los anales ferroviarios, estuvo a punto de provocar un incidente diplomático.

Los palacios de los grandes príncipes de la India rivalizaban en dimensión y en opulencia, ya que no en buen gusto, con grandiosos monumentos tales como el Taj Mahal. El de Mysore era quizás el más grande del mundo, con sus seiscientas habitaciones, de las cuales veinte estaban ocupadas exclusivamente por una colección de tigres, de panteras, de elefantes y de búfalos salvajes disecados, trofeos arrancados a las junglas del reino por tres generaciones de príncipes cazadores. Durante la noche, con sus decenas de millares de bombillas eléctricas brillando a lo largo de los tejados y de las ventanas, el edificio semejaba un monstruoso paquebote anclado en pleno corazón de la India.

Novecientas cincuenta y tres ventanas, todas ellas en mármol calado, se abrían en la alta fachada del palacio de los Vientos de la ciudad rosa de Jaipur. Para tamizar la cruda luz del desierto, el maharajá de Bikaner había dotado a las ventanas de su palacio de vidrieras de jade, de alabastro, de ámbar y de topacio. Los muros de mármol blanco del palacio de Udaipur emergían como un barco fantasma en medio de las centelleantes aguas de un lago. Entusiasmado por su visita a Versalles, el imaginativo y cultivado maharajá de Kapurthala había transportado los fastos del Rey Sol a la Corte de su reino. Hizo venir de Francia una legión de arquitectos y decoradores y construyó al pie del Himalaya una pequeña reproducción del castillo de Versalles. Lo llenó de jarrones de Sèvres, de tapices Gobelinos, de muebles antiguos, proclamó el francés lengua oficial de la Corte, impuso en su mesa el vino tinto y el agua de Evian y disfrazó a los enturbantados sikhs de su servidumbre con empolvadas pelucas, chorreras de encaje, calzones de seda y babuchas de hebilla dorada de los marqueses del rey de Francia.

Los tronos de ciertos palacios eran, sin duda alguna, los asientos más fastuosos en que jamás se hubieran posado traseros humanos. El de Mysore, de oro macizo, pesaba una tonelada. Se llegaba a él por nueve centelleantes escalones, también de oro, que simbolizaban la ascensión del Dios Visnú hacia la Verdad. Una sombrilla de metal precioso representando una flor de loto coronaba el asiento real recubierto de cojines bordados en oro y perlas finas. El trono de un rajá de Orissa semejaba una cama inmensa. El príncipe lo había comprado a un anticuario de Londres porque era copia exacta del lecho de su reina soberana, Victoria. Colocado en una sala de las dimensiones de una catedral, sobre un podio rodeado de columnas griegas y de estatuas de mujeres desnudas en mármol blanco, el trono del nabab de Rampur estaba dominado por una gigantesca corona de metal dorado de un metro de altura. Su concepción original se inspiraba también en el ilustre ejemplo del Rey Sol: en el terciopelo dorado del asiento se abría el orificio de un sillón perforado. Este reyezuelo oriental podía así, como el gran rey, hacer en público sus necesidades sin interrumpir la marcha de los asuntos de su reino.

A veces, el tiempo se les hacía largo a algunos de los habitantes de estos lujosos palacios. Para disipar su aburrimiento, se entregaban, por regla general, a dos pasatiempos favoritos: las mujeres y el deporte. El harén formaba parte integrante del palacio de un auténtico soberano —fuese hindú o musulmán—, lugar poblado por centenares de jóvenes bailarinas y de concubinas para su exclusivo uso.

Las junglas de sus Estados les estaban igualmente reservadas, siendo su fauna —y, en particular, los tigres, de los que había a la sazón en la India más de veinte mil ejemplares— el blanco preferido de sus fusiles. El príncipe de Bharatpur había abatido a su primer tigre a la edad de ocho años. Cuando cumplió los treinta y cinco, las pieles de las fieras matadas por él, cosidas unas a otras, alfombraban el suelo de sus salones. Su territorio fue escenario de una fabulosa matanza de patos, habiendo perecido 4.482 de estas aves en tres horas con motivo de una cacería organizada en honor del virrey Lord Hardinge de Penshurst. Por sí solo, el maharajá de Gwalior dio muerte a más de 1.400 piezas. Era autor de un libro destinado a un público muy restringido, la
Guía de la caza del tigre
.

El señor indiscutido de los placeres de la caza y de la carne había sido el padre del canciller de la Cámara de los Príncipes. Sir Bhupinder Singh, apodado
el Magnífico
, séptimo maharajá de Patiala. Con su estatura colosal, sus 130 kilos, los bigotes erguidos como los cuernos de un toro bravo, la espléndida barba negra cuidadosamente enrollada y anudada detrás del cuello a la verdadera moda de los sikhs, los labios sensuales y la arrogancia de su mirada, parecía salido de un grabado mogol. Para el mundo de entre guerras, Sir Bhupinder encarnó todo el esplendor de los maharajás de la India. Su apetito era tal que podía ingerir sin esfuerzo veinte kilos de alimento todos los días. A la hora del té, devoraba con apetito dos o tres pollos. Adoraba el polo y, galopando a la cabeza de sus «Tigres de Patiala», había obtenido en todos los campos de juego del mundo trofeos que llenaban su palacio. Para permitir estas proezas, sus cuadras albergaban quinientos de los más bellos ejemplares de la raza equina.

Desde su más tierna infancia, Bhupinder Singh manifestó extraordinarias aptitudes para el ejercicio de otra diversión igualmente digna de un príncipe, el amor. Los cuidados y atenciones que acabó dedicando al desarrollo de su harén eclipsarían incluso su pasión por la caza y el polo. Él mismo seleccionaba las nuevas adquisiciones en función de sus atractivos y de sus habilidades amorosas. En la cúspide de su esplendor, el harén real de Patiala llegó a contar 350 esposas y concubinas.

Durante los tórridos veranos del Penjab, parte de ellas se instalaban todas las tardes a la orilla de la piscina, jóvenes beldades de senos desnudos, náyades atentas que observaban sus evoluciones acuáticas. Bloques de hielo refrescaban el agua, y el monarca nadaba en un estado de extrema beatitud, subiendo de vez en cuando al borde de la piscina para acariciar un seno y beber un trago de whisky. Las paredes y los techos de sus aposentos estaban decorados con escenas inspiradas en los bajorrelieves eróticos de los templos que daban justa fama a la India, verdadero catálogo de exhibiciones amorosas suficientes para agotar el espíritu más imaginativo y el cuerpo más atlético. Una gran hamaca de seda permitía a Su Alteza buscar entre el cielo y la tierra placeres sugeridos por los retozos de los personajes del techo.

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