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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (63 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Inevitablemente los horrores del Penjab debían suscitar críticas al último virrey y a los dirigentes indios y paquistaníes. Desde Londres, Winston Churchill —el viejo adversario de la independencia de la India— fustigó con mal disimulada satisfacción el espectáculo de estas multitudes que habían vivido en paz durante generaciones bajo «la generosa, tolerante e imparcial dominación de la Corona británica», y que se arrojaban unas contra otras «con una ferocidad de caníbales».

A primeros de octubre, el Primer Ministro, Clement Attlee, preguntó a Lord Ismay si la Gran Bretaña «no había emprendido un mal camino y precipitado demasiado las cosas». Desde luego, era imposible responder a esta pregunta. Qué habría ocurrido si la política del virrey no hubiera sido dictada por su convicción de que sólo una solución de urgencia podía evitar un desastre, es algo que pertenece al terreno de la pura hipótesis. Una cosa, sin embargo, parece cierta: no solamente los dirigentes indios habían aprobado la decisión de Mountbatten de actuar lo más rápidamente posible, sino que todos —sin excepción— le habían impuesto la rapidez como norma de conducta. Jinnah no había cesado de repetir que la esencia del pacto radicaba en el ritmo de la operación. Nehru había advertido constantemente al virrey que todo retraso en la elección de una solución amenazaba originar una guerra civil. Incluso Gandhi, no obstante su oposición a la partición, impulsaba al virrey por un solo camino: la inmediata retirada de Inglaterra de la India. El predecesor de Mountbatten, Lord Wavell, había estado ya tan convencido de la necesidad de actuar rápidamente que en su famosa «Operación Casa de Locos» había recomendado una evacuación de la India «provincia por provincia y en el más breve plazo».

Considerando la dramática situación que encontró, Lord Mountbatten, por su parte, permanecería firmemente convencido de que cualquier otra política distinta de un acuerdo negociado para una partición habría sumido al país en un enfrentamiento fratricida de dimensiones sin par en toda la historia de la India, desastre que la Gran Bretaña no habría tenido ni la voluntad ni los medios de contener.

La ola de violencia que asoló el Penjab después de la partición alcanzó, sin embargo, proporciones que ni Mountbatten, ni los expertos consultados, ni ningún dirigente indio habían previsto nunca. Los cincuenta mil soldados de la Fuerza Especial de Seguridad movilizados para mantener el orden en la provincia fueron desbordados por este cataclismo sin precedentes. Mas, por terribles que fueran las consecuencias de la tragedia, quedaron limitadas a una sola provincia y a menos de una décima parte de la población total de la India. Y cualquier otra solución habría hecho correr el riesgo de exponer al país entero a horrores análogos a los del Penjab.

Para los supervivientes, la larga y dolorosa prueba de la reinstalación exigiría meses, años incluso. Habían pagado por la libertad de una quinta parte de la Humanidad, y este precio dejaría amargos recuerdos a toda una generación. Esta amargura encontraría su sorprendente expresión en un grito de rabia y frustración, un grito suplicante lanzado una tarde de otoño al rostro de un oficial británico por un refugiado en un campo del Penjab: «¡Decidles a los ingleses que vuelvan!»

Hija del amor, pero víctima del odio, la pequeña Tanvier Bootha Singh nació en la India de padre sikh y madre musulmana, que había sido secuestrada en una columna de refugiados durante el terrible éxodo del Penjab. Cuando su esposa musulmana fue, a continuación, enviada por la fuerza al Pakistán, el padre de la pequeña Tanvier se suicidó.
(Colección de los autores)

Estos enamorados triunfaron sobre el odio. Mientras sus comunidades se mataban a través de un Penjab sumergido en la locura, el sikh K.S. Dugal, periodista de Radio Lahore, y la musulmana Aisha Alí, estudiante de Medicina en Nueva Delhi, se enamoraron y se casaron.
(Colección de los autores)

Para este desgraciado
coolie
de Calcuta, degollado entre los varales de su cochecito, la independencia habrá sido sólo un sueño. Como 500.000 compatriotas suyos, pagó con su vida las pasiones religiosas que emponzoñaban el subcontinente indio. (Foto Associated Press)

Louis y Edwina, en Peshawar, vivieron los momentos más dramáticos de su misión. Cogidos de la mano, harán frente a 100.000 guerreros en revuelta.

Ángel de caridad, Edwina Mountbatten se prodigó hasta el agotamiento para atenuar la desgracia de innumerables víctimas. Movilizando ayudas y galvanizando voluntades, esta mujer, de gran corazón, salvó millares de vidas.
(Foto Associated Press)

Ya asolada por frecuentes enfrentamientos entre sus comunidades religiosas (Lord y Lady Mountbatten en el pueblo de Kahuta, donde se había producido la matanza de 450 sikhs), la provincia de Penjab acabaría por hundirse en la locura.

XV

«CACHEMIRA, TU NOMBRE ESTÁ ESCRITO EN MI CORAZÓN»

L
a ceremonia que se desarrollaba en Srinagar, en el palacio brillantemente iluminado del maharajá de Cachemira, coronaba una de las celebraciones más memorables del calendario hindú. Todos los años, en el noveno día de la luna creciente del mes de
Asvina
, en octubre, los hindúes celebraban
Dasakra
, la legendaria victoria de la diosa
Durga
, esposa del dios Siva, sobre el demonio-búfalo
Mahishasura
, símbolo de la ignorancia. En la noche del 24 de octubre de 1947, el maharajá Hari Singh clausuraba las celebraciones de esta nueva fiesta según el rito ancestral, recibiendo el tradicional juramento de fidelidad de los dignatarios de su Corte. Avanzaban de uno en uno hacia el trono y depositaban en la mano abierta del soberano la ofrenda simbólica de una moneda de oro envuelta en un pañuelo de seda.

El inconstante maharajá era un hombre feliz. De la extravagante cofradía de los 565 príncipes que había reinado sobre un tercio del continente indio, él era uno de los tres únicos que todavía poseían un reino. Los otros dos eran en la nabab de Junagadh —ese pequeño Estado en el que era mejor nacer en el pellejo de un perro que en el de un hombre— y el nizam de Hyderabad. El nabab de Junagadh había intentado, contra toda lógica, incorporar al Pakistán su minúsculo principado, situado, no obstante, en pleno corazón del territorio indio. Sus días estaban contados: antes de que transcurrieran dos semanas, una invasión del Ejército indio le dejaría el tiempo justo para llenar un avión con sus perros favoritos, sus mujeres y sus joyas, antes de huir al Pakistán. También estaban contados los días del nizam: a pesar de un último combate para que fuera reconocida su autonomía, poco después de la marcha del último virrey, vería su reino integrado por la fuerza de la India independiente.

El maharajá de Cachemira se había «restablecido» de la indigestión diplomática que, en el mes de junio, le había evitado tener que responder a las exhortaciones de su viejo amigo «Dickie» Mountbatten de incorporarse a la India o al Pakistán. Sentado bajo su sombrilla de oro en forma de flor de loto, tocado con un turbante de muselina adornado con un medallón de diamantes, ceñido el cuello por doce hileras de perlas que enmarcaban una esmeralda —joya de su dinastía—, Hari Singh se aferraba a su sueño: la independencia del «Valle encantado» que la
East India Trading Company
había vendido a sus antepasados un siglo antes por seis millones de rupias y un tributo anual de seis chales de
pashmina
tejidos con lana de cabras del Himalaya.

Mientras continuaba el desfile de sus nobles súbditos bajo las arañas de cristal de su palacio, a ochenta kilómetros de allí, a orillas del río Jhelam, un comando de dinamiteros forzaba la puerta de la central eléctrica de Mahura. Uno de los hombres sujetó unos explosivos sobre un panel cubierto de cuadrantes y manivelas. Diez segundos después, una violenta detonación desgarraba el aire.

En el mismo instante se apagaban todas las luces desde la frontera paquistaní hasta Ladakh y los confines de China. El palacio y la capital entera quedaron repentinamente sumidos en las tinieblas. En su salón de peluquería flotante «Vanity», la vieja señorita inglesa Florence Lodge no ocultó su contrariedad. El corte de corriente privaba a su última cliente de los servicios de la «máquina de rizar» que ella había traído de París en 1929. Decenas de ingleses retirados en sus casas flotantes amarradas a orillas del lago Dal se preguntaron qué podía significar la súbita oscuridad. Estos antiguos oficiales del Ejército de la India y estos funcionarios del Imperio lo ignoraban aún, pero aquella avería anunciaba el fin de su plácida existencia en un paraíso de sol y de flores, donde podía uno creerse el emperador Jehangir por treinta libras esterlinas al mes.

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