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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (28 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Para satisfacer sus insaciables deseos, el inventivo soberano decidió renovar regularmente los encantos de sus mujeres. Abrió su palacio a una pléyade de perfumistas, joyeros, peluqueros, especialistas en cosmética y modistas. Los más grandes maestros de la cirugía plástica fueron invitados a modelar las facciones de sus favoritas según sus caprichos y los cánones de las revistas de moda de Londres y París. A fin de estimular sus ardores, tuvo la idea de convertir un ala de su palacio en un laboratorio cuyas probetas y tamices produjeron una exótica colección de perfumes, lociones, cosméticos y filtros.

Estos extravagantes refinamientos no hacían sino enmascarar el fracaso del mundo de lujo oriental concebido por el maharajá. ¿Qué hombre, aunque fuera un sikh tan espléndidamente dotado por la Naturaleza como Bhupinder Singh
el Magnífico
, habría podido satisfacer las exigencias de las 350 beldades que esperaban tras las celosías de su harén? Se hizo inevitable recurrir a los afrodisíacos. Sus alquimistas a sueldo elaboraron sabias pócimas a base de oro, perlas, especias, plata, hierbas y hierro. Durante algún tiempo, la poción más eficaz se componía de una mezcla de zanahorias y sesos de gorrión. Cuando el efecto de estos preparados empezó a debilitarse, Sir Bhupinder Singh apeló a técnicos franceses, a los que suponía expertos por naturaleza en materia de amor. Por desgracia, su tratamiento de rádium resultaría de un rendimiento tan efímero como los anteriores. No podía curar el verdadero mal que aquejaba al maharajá, el mismo que postraba a tantos de sus colegas principescos, el aburrimiento. Éste iba a ser la causa de su muerte.

La India mística no podía por menos de atribuir orígenes divinos a los más grandes de sus príncipes. Los del maharajá de Mysore se confundían con el nacimiento de la Luna. Todos los años, durante el equinoccio de otoño, el soberano se convertía, para su pueblo, en un dios vivo. A imagen de un
sadhu
en una gruta del Himalaya, se retiraba del mundo a una sala oscura de su palacio. No se afeitaba, no se lavaba. Ninguna mano humana tenía derecho a tocarlo, ninguna mirada podía rozarle durante este tiempo en que se consideraba que Dios habitaba en su cuerpo. Emergía al noveno día. Un elefante, cubierto de terciopelo constelado de oro y pedrería y adornada la frente con una testera incrustada de esmeraldas, esperaba a la puerta del palacio para conducirle en medio de una escolta de lanceros hacia un destino más popular que divino, el hipódromo de la capital. Allí, ante la multitud, sacerdotes brahmanes lo bañaban cantando
mantras
, le afeitaban y le daban de comer. Mientras el sol se hundía en la selva, le era presentado al monarca un caballo negro. En el preciso instante en que montaba sobre él, millares de antorchas se encendían por todo el contorno de la pista. El príncipe recorría al galope esta corona de llamas, desencadenando aplausos a su paso. El hijo de la Luna había regresado entre su pueblo.

El maharajá de Udaipur, por su parte, tomaba su origen del Sol. Su trono, que se remontaba a dos mil años, era el más antiguo y el más prestigioso de la India. Una vez al año, también él se convertía en un dios vivo. De pie en la proa de una galera que semejaba la nave de Cleopatra, surcaba majestuosamente las aguas infestadas de cocodrilos del lago que bañaba su palacio. Detrás de él, en el puente, como el coro de una tragedia, permanecían en actitud de veneración los dignatarios de la Corte, vestidos con túnicas de muselina blanca.

Las pretensiones del soberano de Benarés, la ciudad santa de las orillas del Ganges, eran menos grandiosas, pero no menos piadosas. Conforme a la tradición, los ojos del príncipe de estos santos lugares debían abrirse cada mañana sobre una sola y única visión, la del símbolo hindú de la eternidad cósmica, una vaca sagrada. Al amanecer, se llevaba, pues, una vaca bajo la ventana de su habitación y se la pinchaba en un costado para que su mugido despertara al piadoso maharajá.

Un día que visitaba al nabab de Rampur, la observancia de este rito planteó un delicado problema: los aposentos reservados al visitante se hallaban situados en el segundo piso del palacio. El nabab tuvo que recurrir a un ingenioso sistema para salvaguardar el ritual de los despertares de su huésped. Compró una grúa que izaba cada mañana una vaca hasta la ventana de la habitación. Aterrorizado por su singular ascensión, el desventurado animal lazaba tan desgarradores mugidos que despertaba a todo el palacio al mismo tiempo que al maharajá de Benarés.

Ricos o pobres, devotos o depravados, decadentes o progresistas, los príncipes habían mostrado la más absoluta lealtad hacia Inglaterra y un celo ejemplar en servir sus intereses. En el transcurso de las dos guerras mundiales, no le habían escatimado ni el dinero ni su sangre. Habían reclutado, equipado y adiestrado Cuerpos expedicionarios que se distinguieron en todos los frentes bajo la bandera de la Union Jack. El maharajá de Bikaner, general del Ejército británico y miembro del gabinete de guerra, lanzó sus camelleros al asalto de las trincheras alemanas de la Gran Guerra. Los lanceros de Jodhpur arrebataron Haifa a los turcos el 23 de setiembre de 1917
[16]
. En 1943, dirigidos por su joven maharajá, comandante de los
Lifeguards
, los cipayos de la Ciudad Rosa de Jaipur despejaron las laderas de Monte Cassino y abrieron el camino de Roma a los ejércitos aliados. Como premio al valor demostrado al frente de su batallón, el maharajá de Bundi había recibido la
Military Cross
en plena jungla birmana.

Los ingleses testimoniaron su reconocimiento a estos fieles y pródigos vasallos de la más hábil de las maneras: cubriéndoles de una lluvia de honores y condecoraciones, sus joyas preferidas. Los maharajás de Gwalior, de Cooch Behar y de Patiala recibieron el insigne privilegio de escoltar a caballo, en calidad de ayudantes de campo honorarios, la carroza real de Eduardo VII durante las fiestas de su coronación. Oxford y Cambridge concedieron títulos honoríficos a toda una serie de príncipes. Los pechos de los soberanos con títulos más relevantes se enriquecieron con las relumbrantes placas de órdenes nuevas creadas para la ocasión, la Orden de la Estrella de la India y la Orden del Imperio de la India.

La potencia soberana testimonió, sobre todo, su estima mediante la sutil gradación de una forma particularmente ingeniosa de recompensas. El número de cañonazos que saludaban a un monarca indio era el criterio final y sin apelación del lugar que ocupaba en la jerarquía principesca. El virrey tenía la facultad de aumentar el número de las salvas que honraban a un soberano en reconocimiento a servicios excepcionales, o, por el contrario, reducirlo en señal de castigo. La dimensión de los reinos y la importancia de su población no eran los únicos factores que determinaban el número de estos cañonazos. La fidelidad a la Corona, la sangre y el dinero entregados para su defensa eran igualmente considerados. Cinco soberanos —los de Hyderabad, Cachemira, Mysore, Gwalior y Baroda— tenían derecho al supremo honor de veintiuna salvas. Venían luego los Estados de diecinueve, luego diecisiete, quince, trece, once y nueve cañonazos. Para 425 humildes rajás y nababs que reinaban en pequeños principados casi olvidados de los mapas, no había ningún saludo. Eran los príncipes abandonados de la India, los hombres por quienes no tronaba el cañón.

La India de los maharajás y de los nababs poseía también otro rostro. Numerosos príncipes habían viajado a Occidente, estudiado en sus Universidades, descubierto las ventajas de la ciencia, de la técnica, de la educación. Muchos habían luchado para hacer de sus Estados faros de civilización y de progreso, con frecuencia únicos en Asia. Millones de hombres gozaban en sus reinos de condiciones de vida y ventajas materiales y sociales desconocidas en la India de Inglaterra.

El maharajá de Baroda había prohibido la poligamia e introducido la instrucción gratuita y obligatoria mucho antes de 1900. Combatió en favor de los intocables con un celo tan encarnizado como el de Gandhi, creando instituciones para alojarlos, vestirlos, instruirlos, y financiando en la Universidad de Columbia de Nueva York los estudios del hombre que debía convertirse en su dirigente, el doctor Bhimrao Ramji Ambedkar. El maharajá de Bikaner transformó ciertas partes del desierto del Rajastán en un verdadero oasis de jardines, de lagos artificiales, de prósperas ciudades a disposición de sus súbditos. Gobernado por los descendientes de un príncipe de Borbón llegado de Pau en el siglo XVI, el principado musulmán de Bhopal concedió a las mujeres una libertad que no tenía igual en todo el Oriente. El Estado de Mysore poseía la Universidad de Ciencias más famosa de Asia y toda una cadena de presas hidroeléctricas y de industrias sin equivalente en la India británica. Heredero de uno de los más grandes astrónomos de la Historia, sabio que había traducido el sánscrito los principios de la geometría de Euclides, el maharajá de Jaipur hizo del observatorio de su capital un centro de estudios de reputación internacional. Las carreteras, las vías férreas, las escuelas, los hospitales y las instituciones democráticas de que el maharajá de Kapurthala había dotado a su principado hacían de éste un Estado moderno y liberal que podía rivalizar con muchas naciones occidentales.

La Segunda Guerra Mundial vio subir a los tronos indios a una nueva generación de príncipes menos ostentosos, menos extravagantes, menos fabulosos que sus padres, pero cada vez más conscientes del carácter precario de sus privilegios y de la necesidad de reformar las costumbres de sus reinos. Una de las primeras decisiones del octavo maharajá de Patiala fue cerrar el legendario harén de su padre, Sir Bhupinder Singh
el Magnífico
. El maharajá de Gwalior se casó con una plebeya, hija de un funcionario, y abandonó el inmenso palacio familiar para vivir en una casa de dimensiones más acordes con las realidades del mundo de la posguerra.

Mas, para desgracia de estos príncipes y de todos los que gobernaban sus Estados con competencia y honradez, el mundo asociaría siempre a los maharajás y nababs de la India con los excesos y excentricidades de un pequeño número de sus colegas.

Para dos Estados de la India principesca, dos soberanos que gozaban del supremo honor del saludo de veintiún cañonazos, la iniciativa tomada en Londres por Sir Conrad Corfield podía tener profundas consecuencias. Los dos reinos eran de una dimensión excepcional. Los dos, interiores. Los dos tenían por monarcas a hombres de una religión diferente a la mayoría de sus súbditos. Y los dos acariciaban el mismo sueño: hacer de su Estado una nación independiente y soberana.

De todos los exóticos y singulares personajes que reinaban en la India, Rustum-i-Dauran, Arustu-i-Zeman, Wal Mamalik, Asif Jah, Nawab Mir Osman, Alikhan Bahadur, Musafrul Mulk, Nizam Al-Mulk, Sipah Salar, Fateh Jang, Su Alteza Exaltada, Aliado Fiel de la Corona, el séptimo nizam del Estado de Hyderabad, era, sin duda, el más sorprendente. Este erudito y piadoso musulmán poseía el Estado más vasto y poblado de la India —veinte millones de hindúes y tres millones de musulmanes— anclado en pleno corazón de la península. Era un anciano de metro y medio de estatura que pesaba apenas cuarenta kilos. Toda una vida pasada chupando hojas de betel no había dejado en su boca más que unos cuantos dientes carcomidos y rojizos. Vivía con tal obsesión de ser envenenado, que se hacía acompañar siempre por un criado que probaba antes que él su invariable menú de queso blanco, golosinas, fruta, betel y caldo de opio. El nizam era el único soberano indio que podía ostentar el calificativo de «Alteza Exaltada», distinción que le había sido conferida por Inglaterra en agradecimiento a los cincuenta mil millones de antiguos francos donados con motivo de la Gran Guerra.

En 1947, el nizam estaba considerado como el hombre más rico del mundo. Acuñaba moneda, y su legendaria fortuna sólo cedía en reputación a una avaricia no menos legendaria.

Se vestía con miserables pijamas y sandalias compradas por unas cuantas rupias en el bazar local. Durante treinta y cinco años, había llevado el mismo fez, endurecido por el sudor y la mugre. Aunque poseía una vajilla de plata sobredorada capaz para más de cien comensales, comía en un plato de hojalata, sentado en cuclillas sobre la alfombra de su habitación. Era de una cicatería tal, que recuperaba las colillas dejadas en los ceniceros por sus invitados. Cuando una cena oficial le obligaba a ofrecer champaña, cuidaba de que la única botella que hacía descorchar no se alejara de él. Cuando el virrey lord Wavell le visitó en 1944, el nizam telegrafió a Nueva Delhi para saber si verdaderamente debía servirle champaña, pese a lo caro que estaba a consecuencia de la guerra. Todos los domingos, después del servicio religioso, acudía a saludarle el residente británico. Aparecía al instante un criado, portador de una bandeja con dos tazas de té, dos pastas y dos cigarrillos. Un día, el residente llegó sin previo aviso en compañía de un visitante particularmente distinguido. El nizam cuchicheó unas palabras a su criado, que regresó con la taza de té, la pasta y el cigarrillo que faltaba.

En la mayor parte de los Estados, era costumbre que los nobles ofrecieran todos los años a su soberano una moneda de oro, limitándose el monarca a tocarla antes de devolverla a su propietario, pero en Hyderabad, ninguna ofrenda era simbólica. El nizam se apoderaba de cada moneda de oro y la depositaba en una funda de almohada sujeta detrás de él. Un año, una de las monedas cayó rodando bajo el trono. No vacilando ni por un instante en ofrecer a sus súbditos el poco majestuoso espectáculo de su trasero, el nizam se echó a gatas para recuperar la moneda. Su tacañería era tan sórdida, que el médico llegado de Bombay para examinar su corazón no consiguió hacerle un electrocardiograma. Ningún aparato eléctrico podía funcionar correctamente en su mansión: para economizar gastos, el nizam había ordenado a la central eléctrica de Hyderabad que redujera su voltaje.

Descendiente de Mahoma, heredero del fabuloso reino de Golconda, el nizam se había negado siempre a ocupar el palacio de sus antepasados. Prefería vivir en una casa destartalada que le legara uno de sus cortesanos. Su habitación semejaba un cuchitril, amueblado con un jergón, una mesa, tres sillas, una batería de ceniceros y de papeleras, vaciadas una vez al año solamente, el día de su aniversario. Su despacho estaba abarrotado de viejas mesas y cómodas sobrecargadas de paquetes de archivos cubiertos de telarañas.

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