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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (30 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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En los meses que siguieron a la crisis de Munich, una viva simpatía había acercado al joven oficial de la Marina y al político que, en medio de la indiferencia general, preconizaba el rearme de la Gran Bretaña. Más tarde, impresionado por la impetuosidad de Mountbatten, Churchill le había encomendado su primer alto mando de guerra colocándole al frente de las Operaciones Combinadas y, luego, comandante supremo interaliado en el Sudeste asiático. A pesar de la distancia que separaba sus respectivas generaciones, lazos profundos habían unido a los dos hombres durante toda la guerra, y Mountbatten nunca dejó de visitar al viejo león cada vez que una misión le llevaba a Londres
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.

Mountbatten sabía que Churchill sentía amistad por él, pero, precisaría, «por razones equivocadas. Pensaba que yo era únicamente un guerrero, una especie de matamoros. No tenía la menor idea de la naturaleza de mis concepciones políticas». El joven almirante estaba convencido de que, si Churchill hubiera sido reelegido en 1945, él, por su parte, habría sido «eliminado como un calcetín viejo» a causa de sus opiniones liberales sobre el futuro del Sudeste asiático.

Ahora, Mountbatten visitaba a Churchill a petición del Primer Ministro, con el fin de incitarle a realizar el acto más doloroso de su carrera de viejo conservador. Acudía para pedirle que diera su bendición al plan que iba a poner en marcha el inexorable desmembramiento de su amado Imperio. «Winston es la clave del problema en Inglaterra —le había declarado Attlee a Mountbatten al aconsejarle que diera este paso—. Ni yo ni nadie de mi Gobierno podrá convencerle. Pero a usted le aprecia. Tiene confianza en usted, y eso le da una posibilidad».

Mountbatten se dispuso a trazar el cuadro de sus esfuerzos de los últimos meses. El momento era patético. Desde hacía medio siglo, Churchill había dicho «no» a toda reforma que pudiera conducir a la India por el camino de la independencia. Un último «no» asestaría ahora un golpe fatal a todas las esperanzas de Mountbatten. Dueño de la mayoría en la Cámara de los Lores, Churchill, apelando a todos los recursos del procedimiento parlamentario, podía retrasar durante dos años la ley que promulgaría la independencia de la India.

El virrey sabía qué tragedia acarrearía este «no». La aprobación de su plan por parte del Congreso dependía de la concesión inmediata de la independencia. Su gobierno, su administración y todo un continente hirviente de pasiones raciales y religiosas no sobrevivirían al retraso que un irascible Churchill podía imponer al curso de la Historia. Con los ojos entornados, Churchill escuchó el vibrante llamamiento de su joven amigo con el aire de un buda sumido en su meditación. Nada, ni el espectro del desmoronamiento de la India, ni el caos, ni la guerra civil, suscitó la menor reacción en sus impasibles facciones.

Mountbatten mostró entonces su última carta. Anunció que tenía la garantía de que la India permanecería en la Commonwealth si se concedía inmediatamente la independencia.

Churchill no dio crédito a sus oídos. ¿Era posible que los más implacables enemigos del Imperio hubieran aceptado permanecer en las filas de la comunidad británica? ¿Que las pasadas glorias de su querido imperio se perpetuasen en las nuevas estructuras de la Era que se iniciaba? ¿Que pudiera quedar algo de aquella India en que él había quemado las energías de su romántica juventud; que persistirían ante todo sus lazos con Inglaterra?

Receloso, interrogó a su visitante. ¿Tenía una garantía escrita? Mountbatten respondió que poseía una carta de Nehru dando todas las seguridades deseables.

—¿Y mi viejo enemigo Gandhi? —preguntó Churchill.

Mountbatten reconoció que Gandhi era un personaje imprevisible. Él representaba un peligro real, pero el virrey esperaba poder neutralizarlo con la ayuda de Nehru y de Patel.

Churchill pareció sumirse de nuevo en su meditación. Se incorporó por fin sobre la almohada y declaró que, si Mountbatten obtenía el acuerdo solemne y público de todos los partidos indios al plan que proponía, «toda Inglaterra» estaría entonces detrás de él. Los conservadores se unirían a los laboristas para hacer votar la ley necesaria antes de las vacaciones de verano del Parlamento. La India podría ser independiente, no en el plazo de unos años o de unos meses, sino a la vuelta de unas cuantas semanas, incluso de unos cuantos días.

Densas volutas de humo se elevaban hacia el cielo desde toda una serie de piras esparcidas a través de la India. Ninguna madera de sándalo, ninguna ofrenda de
ghi
alimentaban estas improvisadas cremaciones. Ningún plañidero entonando
mantras
rodeaba las hogueras, vigiladas solamente por unos cuantos imperturbables funcionarios británicos. Las llamas no devoraban más que papel, cuatro toneladas de documentos, de informes, de archivos. Encendidos por orden de Sir Conrad Corfield, estos autos de fe reducían a cenizas los episodios más siniestros de varios pintorescos capítulos del pasado de la India: la historia secreta de los vicios, las locuras y los escándalos de cinco generaciones de sus protegidos, los príncipes indios. Corfield temía que estos archivos, acumulados por el meticuloso cuidado de los sucesivos representantes de la Corona, se convirtieran en las armas de un chantaje político al caer intactos en manos de los futuros dirigentes de la India y del Pakistán.

Aun habiendo regresado de Londres con la promesa de que Inglaterra no entregaría impunemente a sus príncipes indios a las garras de los socialistas del Congreso, Corfield continuaba tan pesimista en cuanto a su futuro que estaba decidido a preservar por lo menos su pasado. Al haberle autorizado el Gobierno de Attlee a que procediera a la destrucción de estos archivos, había ordenado inmediatamente a todos los residentes y agentes políticos británicos destinados en los Estados principescos que quemasen todos los documentos relacionados con la vida privada de los príncipes.

El propio Sir Conrad Corfield encendió por sí mismo la primera pira bajo las ventanas de su despacho. Era una pequeña montaña de dossiers conservados hasta entonces en una caja fuerte cuya llave solamente poseían él y su adjunto. La escrupulosa compilación de cincuenta años de escándalos se deshacía en humo. Considerando que estos documentos formaban parte del patrimonio indio, Nehru protestó enérgicamente.

Pero era demasiado tarde. En Patiala, Hyderabad, Indore, Mysore, Baroda, en Porbandar —la patria de Gandhi, a orillas del mar de Amán—, en Chitral, en el Himalaya, en la humedad tropical de los pantanos de Cochin, en todas partes, funcionarios británicos estaban ya arrojando a las llamas la crónica escandalosa de una época.

Los relatos de las excentricidades sexuales de ciertos príncipes podían por sí solos alimentar las llamas durante horas, un nabab de Rampur había apostado con varios de sus colegas a ver quién desfloraba a más vírgenes en un año. La prueba de cada una de sus conquistas sería el anillito de oro que las muchachas llevan en la nariz hasta su matrimonio. Lanzando a sus espadachines sobre las aldeas de su reino, como ojeadores en una partida de caza del faisán, el nabab ganó holgadamente la apuesta. Al terminar el año, su cosecha de anillos representaba varios kilos de oro.

La hoguera de los archivos del maharajá de Cachemira consumía los secretos de uno de los más rocambolescos escándalos de entreguerras. El príncipe había sido sorprendido un día en una habitación del hotel «Savoy» de Londres por un hombre que se presentó como marido de su joven amante. En realidad, había caído en las redes de una banda de chantajistas que lograrían vaciar las arcas del Estado de Cachemira a través de la cuenta bancaria personal de su soberano. El escándalo estalló cuando el verdadero marido de la joven, estimando que no había sido debidamente remunerado por el préstamo de su esposa, se lo reveló todo a la Policía. En el resonante proceso que siguió, se ocultó la identidad del infortunado maharajá bajo el púdico seudónimo de «M. A.». Asqueado para siempre de las mujeres, Hari Singh regresó a Cachemira, donde descubrió nuevos horizontes sexuales en la compañía de muchachos jóvenes. Fielmente consignados por los representantes de la Corona, los relatos de estas nuevas actividades se desvanecían ahora en el éter himalayo mientras la fresca brisa de Srinagar aceleraba su combustión.

El nizam de Hyderabad, por su parte, combinaba dos pasiones: la fotografía y la pornografía. Había reunido una impresionante colección de documentos eróticos. El ilustre anciano había hecho disimular en las paredes y los techos de las habitaciones de sus invitados cámaras automáticas que recogían sus expansiones. Había hecho instalar, incluso, un tomavistas tras el espejo del cuarto de baño de la parte del palacio reservada a los huéspedes importantes. El fruto de esta cámara mostrando a los grandes de la India haciendo sus necesidades constituía el número de más efecto de su extraña fototeca.

El último informe sobre el nizam se refería a los esfuerzos realizados por el residente británico para asegurarse de que las inclinaciones sexuales del príncipe heredero eran conformes a las de un futuro soberano. Con todo el tacto de que era capaz, el inglés había hecho alusión a ciertos rumores según los cuales las preferencias del joven no se dirigían a las princesas. El nizam mandó llamar en el acto a su hijo, así como a una de las personas más agraciadas de su harén. Pasando por alto las turbadas protestas del residente, rogó a su hijo que diera una demostración inmediata, pública y completa de su virilidad. Sólo así podría refutarse la calumniosa insinuación de que no era apto para perpetuar la dinastía.

De todos los escándalos que desaparecían en los fuegos purificadores de Sir Conrad Corfield, ninguno había dejado huellas tan sórdidas como el del reinado, en los años 30, del príncipe de un pequeño Estado de 800.000 habitantes fronterizos con el Rajastán. El maharajá de Alwar era un hombre tan lleno de encanto y de cultura que había logrado hechizar a varios virreyes hasta el punto de proseguir con toda impunidad sus actividades. Como se creía una reencarnación del dios Rama, llevaba constantemente guantes de seda negra a fin de preservar sus divinas manos de la contaminación de toda carne mortal, llegando hasta el extremo de negarse a quitarse los guantes para estrechar la mano de la reina de Inglaterra. Queriendo que se le confeccionara el mismo turbante que el del dios Rama, había contratado a todo un areópago de teólogos hindúes con el exclusivo fin de que calcularan sus dimensiones exactas.

Entre sus poderes temporales de hombre y el poderío divino que se atribuía, el maharajá de Alwar no era hombre que limitase sus apetitos. Una de las mejores escopetas de la India, adoraba atraerse a las fieras utilizando niños como reclamo. Los hacía recoger al azar en las aldeas, prometiendo a los aterrorizados padres matar al animal antes de que hubiera tenido tiempo de devorar al niño. Homosexual de gustos particularmente perversos, había hecho de su lecho real la única academia militar en que los jóvenes oficiales de su ejército podían esperar ganar sus galones. Las orgías en las que les obligaba a participar concluían a veces en sádicos asesinatos.

Si bien la multiplicación y la regularidad de sus abusos habían dejado indiferente a la potencia soberana, los dos crímenes que el maharajá de Alwar tuvo la desgracia de cometer bajo el reinado del virrey Lord Willingdon habrían de causar su perdición. Invitado a almorzar en el palacio del virrey, el príncipe fue colocado a la derecha de Lady Willingdon, que admiró efusivamente el enorme diamante que llevaba en uno de sus enguantados dedos. El entusiasmo de la virreina no era, quizá, del todo desinteresado. La tradición exigía, en efecto, que los príncipes ofreciesen al virrey o a la virreina cualquier objeto que hubiera suscitado su admiración. Habiéndoselo ofrecido cortésmente su huésped la virreina se puso el anillo en el dedo, lo contempló con más admiración aún y se lo devolvió a su propietario.

El príncipe ordenó entonces discretamente que le trajeran un lavafrutas. Con gran asombro por parte de todos los comensales, la reencarnación de Rama se dedicó a purificar cuidadosamente la joya de toda mancha que hubiera podido dejar en ella la virreina. Realizado este rito, volvió a ponerse el anillo en el dedo.

El segundo crimen, más imperdonable aún a los ojos de los británicos, se desarrolló en un campo de polo. Furioso por la lamentable actuación de uno de sus poneys durante un partido, el soberano mandó rociar con gasolina al pobre caballo antes de encender él mismo la cerilla que lo transformó en una antorcha viviente. Esta demostración pública de su crueldad animal pesó más que todos los refinamientos sádicos y, a veces, mortales que había infligido a gran número de sus compañeros de orgías. El maharajá de Alwar fue depuesto y desterrado. Se marchó para terminar sus días en el dorado exilio de su castillo de la Costa Azul.

Aunque excepcional, el caso de este príncipe no fue el único que turbó las relaciones entre los puritanos amos británicos y sus extravagantes vasallos. Con la crónica de las ignominias principescas, ardían también los relatos de numerosas crisis.

La más grave había tenido como responsable el maharajá de Baroda. Escandalizado ante el hecho de que el residente británico destinado en su Estado, «un oscuro coronel», tuviera derecho al mismo número de cañonazos que él, el príncipe mandó inmediatamente fundir dos cañones de oro macizo para dar a sus salvas una resonancia más real que las del coronel. Considerándose insultado, el residente envió a Londres un informe desfavorable sobre la moralidad del maharajá, acusándole de tratar como esclavas a las mujeres de su harén.

Para vengarse, el príncipe convocó a los mejores astrólogos y a los hombres más santos de su reino, requiriéndoles para que encontraran en la conjunción de los astros un medio de hacer desaparecer al indeseable coronel. Se le aconsejó el envenenamiento con diamantes. El príncipe eligió de su tesoro una piedra del tamaño de una nuez que era adecuado para la graduación del residente. Sus astrólogos la redujeron a polvo, el cual fue incorporado una noche en los alimentos del coronel. Pero los atroces dolores intestinales que provocó permitieron salvarle; fue transportado a un hospital, donde un lavado de estómago evitó lo peor.

Este intento de asesinato cometido en la persona de un representante de la Corona se convirtió en un asunto de Estado. El maharajá fue procesado. Sus jueces se mostraron insensibles a las seguridades dadas por los sacerdotes brahmanes de que habían realizado debidamente todos los ritos que garantizaban la transmigración del alma del coronel, así como a las de un joyero que atestiguó que el valor del diamante «correspondía exactamente al de un coronel inglés». El maharajá de Baroda fue depuesto por su «incapacidad para administrar correctamente un Estado vasallo de la Corona británica».

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